9 de diciembre de 2007

Una sensación particular




A todos nos pasan cosas especiales, particulares. A mi me resulta increíblemente agradable ver trabajar a cierto tipo de profesionales. La primera vez que reconocí esa sensación fue viendo trabajar a un tonelero. Era vecino mío y padre de uno de mis amigos de aquel momento, un chaval muy fantasioso y algo salido de madre a la hora de las travesuras. Tenía el taller, una especia de carpintería especializada, debajo de su casa. Era un sitio oscuro con un olor indefinible, muy agradable. Tardé en coger confianza, pero luego no había forma de hacerme salir de allí.



Un tonel, de esos que se utilizan para hacer vino, puede parecer una cosa sencilla, pero eso es sólo una apariencia, claro. Ahora lo fabricará alguna máquina, con esa impersonal eficiencia de las máquinas. Pero esto era montar un puzzle complicadísimo a base de paciencia y buena mano. Y sin prisas.Lo he pensado y creo que esa negación de la urgencia, ese descartar lo apremiante, lo que no puede esperar, era lo que me producía esa sensación tan agradable. Me pasa lo mismo con un peluquero, o un albañil, o con una vecina que cuida sus flores con toda la calma del mundo.



Es ese ver las cosas discurrir amablemente, como si nunca pasara nada desagradable. Ver pasar el cepillo sobre la madera, escupiendo virutas pacíficamente, o el peine ordenando los cabellos que luego saltan por el aire y vuelan casi a cámara lenta hasta el suelo, o las manos de Anuncia, que acarician los tallos y luego cortan como si besaran.Entonces siento una especie de corriente que no sabría situar muy bien, aunque la sensación es muy epidérmica. Y me quedo extasiado mirando como la tarea va siguiendo su curso pasito a pasito. Como las manos amarran las tablas o las tijeras y van dando curso a un tiempo lento, casi líquido. Y me veo, allí presa de un bienestar que es fruto puro de la vista. Y me maravilla que dure segundos, minutos,... Nunca ha durado horas porque hay que decir que el sujeto observado suele sentirse intranquilo cuando ha pasado cierto rato.



Por cierto, no sé si he dicho la verdad. Lo he sentido mucho antes, ahora que lo pienso. Debemos ir hacia atrás, a la infancia. Esos momentos en que uno empieza a ser consciente de ser una persona. Madre nos prepara para salir, mientras padre, trajeado e impaciente, se limita a mirar. Hasta que ella, harta de la actitud contemplativa de su compañero, pide ayuda con cierta comprensible brusquedad. ¡Peina al niño!Entonces padre me acerca al lavabo, toma el peine entre las manos, lo moja en el fondo de la pileta y empieza a pasarlo parsimoniosamente por la cabeza. Y la corriente empieza a nacer, no sé si en las puntas de los pies, en algún sitio lejano y muy muy hondo. Y luego me recorre poco a poco, lenta como un río en el verano y alcanza los propios cabellos. Y me digo “que no acabe nunca”, antes de tener el más mínimo atisbo de malicia. Y el peine va y viene, de adelante atrás, después de marcar una raya a un lado para separar los cabellos en dos campos enfrentados y abrillantados por el agua.



Cuando oigo el “!vamos¡” de madre se me debe dibujar una cara de fastidio considerable. Lo que más me cabrea es que no es fácil que padre se pare en semejantes menesteres. Y madre suele hacerlo con mucha más urgencia, lo cual arruina en buena medida esta apabullante sensación. Los papeles de madre y padre siempre han sido injustamente repartidos. Y lo peor del caso es que son las propias sensaciones, que no los sentimientos, los que te lo hacen notar. Padre no suele hacerlo, pero cuando lo hace no se te olvida. Madre hace tantas cosas que contarlas sería imposible. Y no se notan nunca. Nadie las nota. Es curioso. Debe ser la primera vez que hablo de esto. Ni siquiera quien me peinaba lo sabe. Quizás lo he castigado por haberlo hecho tan pocas veces.



25 de noviembre de 2007

Antes del reloj



Todo ha cambiado mucho y muy rápidamente. Parece que el tiempo corriera a algún destino apremiante y nos llevara atados a su pellejo sin pedir permiso. Y ahí vamos, casi indefensos y presas de nuestro propio pánico inconfesado, a ninguna parte. Apenas nos da tiempo de recuperarnos de alguna humana preocupación para respirar con alivio mientras no se presenta la siguiente. Y permanecemos al acecho, vigilando la llegada de la próxima. Casi no tenemos tiempo ni para los recuerdos.

Es imposible que esto haya sido siempre así. De hecho recordamos tiempos más livianos, cuando el reloj no era tan importante y los horarios tenían mucho que ver con las clases de aritmética y muy poco con el afilador que aparecía un buen día con aquel artilugio increíble y el silbato que hacía danzar una escala de notas que progresaban raudas hacia el agudo y caían al grave por el mismo camino y con la misma diligencia. Había quien decía que anunciaban la lluvia, y tenían razón. Nunca ha dejado de llover, y el día que eso ocurra, más vale desconfiar. El viejo truco de las profecías.

Se me ocurre que el hecho de que nos desplacemos a la velocidad con que hoy lo hacemos debe tener algo que ver en toda esta sensación de agobio asfixiante que casi todos padecemos. Estoy por asegurar que quienes no lo padecen, no tienen coche. Usan el de los demás, los muy jodíos, como hace mi hermana. Dijo en su momento que no pasaba por el aro y lo cumplió. Ahora yo, que sí pasé por el aro, soy su cartero. Bien, a lo que iba... ¿qué sensación de agobio podía tener aquel afilador - paragüero? Un tipo que se desplazaba a pie con una rueda de un metro de diámetro para afilar cuchillos y reparar paraguas. La lógica del asunto no tiene desperdicio: no había que afilar los cuchillos todos los días. Ni mucho menos. Y el paraguas solía aguantar lo suyo porque así debía ser. Así que aquel hombre (no conocí ninguna afiladora-paragüera) pasaba ... cada año.

Lo cual implica que se ganaba la vida de una manera nada común. Hoy estás aquí y mañana allí y pasado un poco más lejos. Pero siempre hay cuchillos que afilar. Los que afilaste el año pasado, justamente. Y a nadie se le va a ocurrir protestar cuando aparezcas. Lo recuerdo bien. Toda la manzana haciendo cola junto al buen señor. Y el, cachazudo, gastando bromas y repartiendo saludos como un redentor de andar por casa, después de anclar el artefacto para ponerse a la tarea. Apenas una palanca sujeta al eje de la rueda para hacer girar aquella piedra que hacía saltar chispas como si fuera un saldo de fantasías. Todos los chavales nos preguntábamos como es que no se quemaba el condenado. Para cuando desaparecía de la vista, con aquel cacharro increíble, había pasado la tarde.

Cuánta gente se pasaba la vida yendo en burro de un sitio a otro. Incluso a pie. Como aquellas cuadrillas que iban a segar a Castilla y atravesaban los montes de Trevinca para terminar en algún lugar perdido de Zamora desde donde, según cuentan, los trasladaban hasta sus diferentes destinos a base de tracción animal. Cuántos caminos de esos son aún testigos de un tiempo que tardaba en pasar tanto como hiciera falta. ¿Qué habitaría la cabeza de aquellos que, a lomos de un asno, ocupaban un par de días en resolver un simple asunto de intendencia? Necesito harina, un peine, cuerda para pescar, aceite, también jabón si tienes...

Puede que lo mismo que ocupa ahora nuestras mentes tan ocupadas y preocupadas. Pero quizás fueran capaces de fijarse en las hayas, o en el curso ondulado de los riachuelos, y admirar los cambios en las tonalidades del sol que se oculta perezoso. Y sonreir ante el canto de los petirojos sin confundirlos para nada con los jilgueros. O torcer el gesto cuando la noche se echaba encima y las sombras de la aldea que habían divisado desde lo alto no acababan de hacerse presentes. Y al llegar a refugio quizás avisaran de la presencia del lobo, allá en lo alto. Eran tres por lo menos, y le habían acompañado un buen trecho, que a duras penas había conseguido dominar el pánico del asno, nada tranquilo con aquella presencia...

Vivir haciendo camino. Y haciendo del camino una buena parte de la vida. Convivir con un tiempo que convertía su ley en esencia misma de la vida. Un tiempo acompañante. Un consejero de sueños. ¿De qué otra forma se podría viajar por esos caminos sinuosos, multiplicando la distancia para evitar las rocas imponentes de las alturas o los rios impetuosos en la primavera? Un tiempo que invitaría a celebrar los olores del aire, los rigores del frio y las calimas justicieras del verano. Sin todos los disimulos que hoy llamamos comodidades. Un tiempo para dormir en colchones rellenos de llana de oveja y cáscaras vegetales. Un tiempo para apreciar el plato de sopa ante la lumbre y salir luego a la puerta a liar un cigarro y escuchar el aullido del lobo y explicar a los asombrados contertulios que al lobo no se le puede demostrar miedo porque lo huele y entonces es cuando estás perdido... Tú y el pobre asno, que no tiene la culpa.

Quizás el tiempo deja su huella en las hojas, en las piedras, en los granos diminutos de sílice arrastrada por los rios hace miles de años. Quizás sea posible conocer la historia de todos cuantos recorrieron estos caminos sin saber a ciencia cierta cuando llegarían ni como. Acaso ni si llegarían. Quizás sea posible apoyar la mano en el tronco de un árbol centenario y advertir enseguida que allí se apoyaron uno y una un día, mirándose a los ojos mientras las manos eran puro deseo. O tumbarse en el suelo y notar la pasada presencia del que huía víctima del abuso, decidido a resistir como los lobos. Solo e indefenso. Grandioso en la pura heroicidad de su insignificancia. Quizás sea posible virar ese recodo del camino y escuchar desde el pasado las voces airadas de los que se ganaban el pan a golpe de trabuco y amenaza.

Quizás, pero...¿quién sabe hacerlo?

10 de noviembre de 2007

La beca


Nunca le había resultado fácil atarse los zapatos. Componía los lazos como un castillo de naipes que se fuera a desplomar de un momento a otro y mantenía una mano paralizada mientras la otra completaba la tarea si había suerte de que aquello no se descompusiera. Hacía frío en la casa, como siempre. Se enfundó el pantalón corto y se lavó la cara y las manos en aquel lavabo medio desvencijado, después de llenarlo con una tinaja de porcelana. Odiaba el ruido del maldito cacharro y jamás era capaz de realizar aquella tarea, insignificante para los adultos, sin tropezar con algo.

Cuando estuvo listo entró en la cocina y se acomodó frente al tazón de leche, en su sitio habitual. La taza de ella estaba ya vacía. Se había olvidado de retirarla al fregadero como era habitual. El fogón de la cocina crepitaba aliviando el frio de la mañana con el aquel rumor entrañable. La puerta del patio estaba entornada y afuera se sentían los golpes del hacha contra aquella raíz indestructible. Comió un par de galletas más de las permitidas aprovechando que nadie podía advertir la infracción, recogió las dos tazas y se asomó el patio.

Madre levantaba el hacha con las dos manos, con una pierna firmemente asentada sobre la madera, y descargaba el golpe sin contemplaciones. Se dispuso a recoger los trozos que se arremolinaban alrededor de la leñadora en posturas caóticas y a veces muy lejanos. Colocaba un par de piezas grandes entre el antebrazo izquierdo y el estómago y el resto ya sólo era apilar mientras fuera posible.

Le sonrío sin decir nada mientras ascendía por las escaleras cuidando de que no cayera ninguna de aquellas pobres víctimas del hacha. Abrió la pesada puerta del horno y fue colocándolas sobre el fondo caliente cuidándose mucho de no sufrir el agijón de aquellas astillas traidoras. Cuando no hubo más espacio, depositó el resto sin muchos miramientos bajo aquel rincón que alguien había bautizado como "la meseta". Luego salió a recibir instrucciones de nuevo al patio.

Media docena de huevos, media hoja de bacalao, doscientos gramos garbanzos y una bobina de hilo blanco fino. Habia dicho fino, si... Agustina siempre tenía la sonrisa en el rostro, en aquel corpachón enlutado, lo cual la hacía preferible a cualquiera de cuantos podía andar tras aquel mostrador. Que se lo apunte en la cuenta. Se dio por despedido por el comentario de la mujer y arrancó un pedazo de papel del paquete de garbanzos para metérselo en la boca antes de marchar. Qué le encontraría a aquel dichoso papel...

Caminó con los paquetes junto a las cunetas desnudas acomodando el paso como mejor pudo. Lamentó no poder echar mano de aquellas pequeñas cascaritas que aparecían en los troncos de los enormes plátanos y mucho más el hecho de no poder arrastrar los pies para levantar nubes de polvo a su paso. Se acumulaba con facilidad y poderse transformar en una de aquellas máquinas de vapor que pasaban bajo el puente era una tentación muchas veces invencible. Sólo que la última reprimenda había sido más que convincente. Era difícil saber por qué se le antojaba tan apetecible aquella imitación mecánica. El problema era que cada vez se hacía más evidente el penoso espectáculo que ofrecía al llegar a casa cubierto de polvo de los pies a la cabeza. Y ver una vez más a aquella mujer fulminarlo con la mirada y echarse las manos a la cabeza, comenzaba a hacerse desagradable. Quizás era que se estaba haciendo mayor.

Entró en la casa cruzando la verja del patio para entrar por la cocina y evitarse los patines de fieltro que madre abligaba a calzarse para no dañar la cera de la madera. La enorme pota de caldo anunciaba verdura para varios días. Del segundo en adelante aquello era una delicia. Oyó una discusión al fondo del pasillo. Su hermana era una auténtica pesadilla cuando se empeñaba en gritar, así que consideró que había cumplido con su tarea y bajó el patio. Aquel pequeño espacio donde se apilaba la madera era un buen rincón para sus fantasías y alguna de aquellas varas podía transformarse con un poco de paciencia en una lanza comanche o una metralleta digna del mismísimo "Gorila".

Poco antes de comer, madre le mandó sacar agua del pozo. Contempló la danza del caldero de zinc mientras la cuerda hacía girar la roldana emitiendo un quejido metálico y luego tiró con fuerza para vencer el peso del agua fresca y cristalina. Mientras caminaba hacia la casa observó a su padre subir las escaleras con un gesto de alegría poco común. Su hermano mayor subía tras él, con una expresión de satisfacción que no podría disimular aunque quisiera.

"¡Nos han dado la beca!"

Nos han dado la beca significaba "¡toca crecer, chaval!" Significaba que "la academia", el único sitio donde entonces se podían cursar estudios oficiales, ya no era sólo cosa de aquel sabiondo espabilao que a la postre era su hermano, sino que ya había una oportunidad para el benjamín y su hermanita. Pues qué bien... adiós a las amables monjitas, los rostros conocidos y la comodidad de no tener que demostrar más que cuatro quebrados y las lecturas ya superadas del mamotreto aquel de nombre indiferente.

Seguramente por primera vez en su vida supo qué era un recuerdo y para qué servía. Madre Cruz, aquel rostro angelical enmarcado en la cofia rigurosa de las teresianas, las mesas verdes siempre limpias, el tipo largo aquel que nunca sabría por qué le tenía tanta manía, el ruidoso timbre del recreo, el miserable peñazo del rosario diario,... En fin, al menos el rosario habría terminado. Pero no conseguía saber por qué todo en mundo en casa estaba tan contento.

27 de octubre de 2007

Un pequeño reino


Se había casado por consejo paterno, sin ningún sentimiento especial, lo cual era absolutamente normal en aquel momento y en aquel lugar. Él era un hombre fuerte, corpulento y muy elegante. Se había propuesto levantar el antiguo imperio familiar y lo conseguía sin esfuerzo aparente. Estuvo con ella cuatro años, mientras afirmaba los fundamentos del futuro negocio, le dio cuatro hijos concebidos entre tinieblas y después se marchó.

La mujer se había acostumbrado a sus modales rudos, sus urgencias y su carácter altanero y autoritario. Admiraba su determinación y llegó a considerarse afortunada de tener a un hombre como él en casa.

Luego se le rompió algo dentro cuando la ausencia empezó a prolongarse más de lo que ella consideraba razonable. Recibía una carta cada año, puntualmente, el día de su santo. Sonreía cuando leía aquel "De tu amante y laborioso esposo" y luego derramaba unas lágrimas espesas que enjugaba con un pañuelo blanco antes de que nadie llegara a notarlas.

Cuando el primogénito estaba a punto de cumplir los nueve años, sorprendió una conversación de su madre con el médico de la familia. Parecían muy alterados, pero cuando preguntó qué ocurría ya los dos habían desaparecido. En su precipitación olvidaron aquel periódico de ultramar que enviaba a casa Pascual, un familiar lejano, que trabajaba en la región de Buenos Aires desde hacia ya tiempo, y consideraba que era la única forma de mantenerles informados de lo que en realidad ocurría en el mundo.

Las hojas descansaban descompuestas sobre el sillón de tercipelo rojo que había usado su abuela en vida y ahora no quería usar nadie. Amaba el orden y aquella especie de grito del papel desordenado no podía durar más tiempo. Observó con tristeza la foto con las bailarinas sentadas sobre las rodillas de un hombre grande y sonriente, como siempre hacía con aquellas escenas de cabaret. Una escueta línea de letras oscuras bajo la escena rezaba con aire abiertamente cínico "Industrial español a la cabeza del desarrollo de la región". Entonces se fijó mejor y el corazón se le heló en un instante turbio y negro como la tiniebla más espesa. El periódico cayó al suelo desde sus manos inertes y desmadejadas y un sentimiento de frio y desesperanza la invadió como un trueno violento e inapelable.

No quiso atender las explicaciones sobre el periódico responsable de la publicación, al parecer propiedad de un competidor directo, ni la carta de disculpas que los suyos le anunciaron. Dejó en sus manos los acuerdos económicos que fueran necesarios y olvidó. Acogió aquel vacío en el lugar en que antes habitaba la ausencia, con aquella extraña fatalidad con que simpre aceptaba las malas horas. Después, ante la insistencia de quienes la veían languidecer como una flor tardía, accedió a recibir a un sacerdote con cierta regularidad. Por alguna extraña razón, decidió hacerlo en la galería, un espacio que hasta aquel momento no visitaba con frecuencia. El hombre, un cura ya mayor, austero y generoso, le regaló un rosario y la aleccionó sobre los efectos balsámicos de la oración, acudiendo puntual a su cita durante un par de meses para luego excusarse por motivos de salud.

Ella nunca había sido especialmente religiosa, pero aquel rosario, con su tacto leve y perenne sobre las manos, la acomodó en aquel espacio donde el sol y algunas plantas de hojas amplias y lustrosas llenaban el vacío que ya nadie podía remediar.

Pero no rezaba. Jugaba con las palabras que nacían de la calle que discurría a sus pies, bajo la galería, o del rio que vivía a su lado, casi estancado, lleno de hojas verdes o amarillentas, o del aire que enviaba los gritos de los crios o el canto agitado de las golondrinas y todos aquellos seres alados que se empeñaban en recordarle que se puede vivir de cualquier cosa. Trino, capullo, amarillo, canto, reflejo, surco, del agua, vena, del aire.... Trino amarillo vena del aire, capullo reflejo del surco en el agua...

Terminó por vivir en un mundo de sueños de palabras, o de palabras de sueños. O en un sueño de mundos de palabras. Y un día, como quien se suicida sin querer dejar el mundo, escribió lo que había soñado. Y al día siguiente, temblando, levantó el tapete donde había dejado aquel papel delator. Lo leyó de un tirón y comprobó, con alegría, que algo parecía haber brotado dentro de sí sin que nada irremediable habiera sucedido.

Descubrió que no era la única que cultivaba aquella extraña afición después de fijarse un par de veces en aquel hombre. Siempre acudía en las tardes soleadas. Iba desaseado, o más bien descuidado, con aquel abrigo destartalado como escurriéndosele por los hombros. Pero caminaba de una manera que desmentía la necesidad. Y llevaba la cabeza alta, aunque se adivinaba un gesto ausente quizás, quizás dolido, pero estaba claro que no pedía nada. Despreciaba los bancos de madera y se sentaba en aquel bloque de granito del puente, apoyaba la cabeza en el frio metal de la farola y después, con urgencia, extraía del interior del abrigo una libreta sencilla, la apoyaba en las piernas, escribía un par de líneas y se quedaba mirando a ninguna parte hasta que de nuevo alguna idea asaltaba su cabeza exigiendo el testimonio en el papel.

Se preguntó la razón de aquella extraña coincidencia. Su mundo de palabras de sueños seguía poblándose de fantasías que alguna vez asomaban al papel con vergüenza y quedaban plasmados en algunas escasas líneas, tímidas y faltas del calor del convencimiento. Pasó un tiempo sin que él volviera a dejarse ver y un buen día, mientras acudía a una visita de compromiso, acompañada de su hermana mayor, reconoció el familiar color de la libreta, encajada entre los bloques de granito del puente. Su hermana había sido siempre muy solícita, así que sólo necesitó del socorrido "he olvidado algo.." para que ella volviera a la casa. Se hizo rápidamente con aquel ser de papel que abrió las alas sin que ella lo hubiera pedido. Las hojas estaban limpias, y sólo mostraban huellas de la lluvia por aquí y por allá. Dejó caer la vista sobre aquellas líneas de letra apretada y menuda pero comprensible y luego la guardó entre las ropas al ver aparecer a su hermana.

Aquella misma noche leyó las primeras líneas, algo confusa y con la timidez de quien entra en un mundo de otros. No se detuvo a pensar si tenía derecho o no. Tuvo una primera sensación de confusión ante aquellos poemas crípticos y oscuros que no conseguía entender. Después otra casi de pánico ante aquellas palabras desnudas. Luego otra de placidez total en apenas cinco lineas de amor parco y sencillo, ingenuo y transparente. Después dejó de preguntarse qué sentía y se dejó llevar sin prisas hasta aquellos cuatro últimos y breves versos sin rima :

Voy a mundo apartado
de caminos vacíos y hiedras moribundas
Habito en mis secretos y no pregunto nada
porque saber no es nunca lo mismo que saberse.

Un día separó aquellas páginas, una a una y las ocultó en el misal. Tenía un tamaño desacostumbrado y sabía que nadie osaría hacerse con el. Repasó aquellas líneas mil veces, aprendiendo a aquel ser oscuro a veces, caótico en ocasiones, pero siempre portador de un sentimiento desacostumbrado. Se fue haciendo una imagen a base de retazos seguramente idealizados, porque escasamente acertaba a recordar aquella silueta alta y delgada. Y llegó un momento en que casi podía representárselo ante ella. Pero no acertaba a vislumbrar un sólo rasgo de aquel rostro. Sólo podía soñar una expresión quizás ausente, quizás dolida, que había quedado anclada en algún sitio.

Sin saber muy bien qué la empujaba a hacerlo, se las compuso para hacer alguna averiguación a través de Alina, una mujer que acudía a hacer algunas labores de la casa, callada y reservada, pero discreta también. A cada pequeña noticia que le llegaba se preguntaba cuál era la razón de aquel interés insensato, pero como nunca conseguía una respuesta con sentido, terminó por aceptarlo, como había aceptado tantas cosas que nunca había pedido. No había mucha concreción en lo que Alina comunicaba de tarde en tarde. La familia Rivera siempre había sido muy apreciada en aquella pequeña capital de provincias. Hasta que un día regresó aquel hombre al que ya no esperaban, después de abandonar a su mujer y dos hijas, presa de un extraño mal al que todos se referían como "aquel problema". Nunca habían tenido un contacto muy directo con su familia, así que resultaba difícil saber qué había de cierto en todo aquello.

El invierno pasó sin sobresaltos mientras los jóvenes se hacían menos jóvenes y los mayores asistían al paso de los días con los cuidados habituales por las cosas de la casa y la familia. Todos acudían alguna vez a la galería, repartiéndose la tarea de hacerle compañía como un pequeño sacrificio compartido de buenas maneras por todos. Para ella lo era en un sentido más literal. Había conseguido verter al papel los propios sentimientos hasta entonces escondidos. Nacían casi violentamente y hasta la misma forma de expresarlos le resultaba extraña, casi ajena, pero liberadora. Y resultaban ser todo lo contrario de lo que acostumbraba a vivir o escuchar. Aquellas íntimas vivencias, lejos de quedar en relegadas a su intimidad, habían invadido su atmósfera familiar, otrora agradable, convirtiéndola en algo sólo soportable.

Un día abrió el misal por las últimas páginas con cierta sensación febril en las manos y el corazón en un puro galope. Aquel poema era su peor pesadilla pero la atracción que ejercía se hacía notar ya no con los días sino con las horas. Solía terminar la lectura en aquellos versos procaces, sin atreverse a continuar, confundida como una cría por la atracción que habían despertado. No se reconocía. Pero volvía a beber de aquel pozo prohibido cada día, víctima de una vergüenza insuperable y de una sed más fuerte que la propia vergüenza. ¿Era aquel hombre de figura fugitiva y extraviada quien había escrito aquello? Lo que más la inquietaba era que comenzaba a preguntarse el por qué.

Aquel Domingo en que todos habían salido para una celebración de la que había conseguido liberarse alegando una fuerte jaqueca, Alina se presentó en casa inopinadamente. Para su decepción, sólo se trataba de recoger algo que creía haber dejado en la galería durante su última sesión de limpieza. Mantuvieran una conversación intrascendente mientras la mujer recogía un par de llaves diminutas y ya cuando se despedían escuchó un "ha vuelto" que apenas entendió porque Alina solía dar aquel tipo de noticias apenas mirándola y no esperaba nunca respuesta. De vuelta a la galería no pudo evitar dirigir la mirada hacia aquel rincón del puente. Le reconoció inmediatamente, aunque alguien se había cuidado de proporcionarle ropa nueva y un sombrero que había colocado de forma un tanto estrafalaria.

Se había sentado donde siempre lo hacía, y apoyado la cabeza en el frio metal de la farola sin reparar en el sombrero, que se vino al suelo. Lo recogió con un gesto cansino y extrajo una libreta idéntica a la que ella tenía. La sensación de tener algo que no era suyo invadió entonces a la mujer. Se puso en pie, decidida. La tarde amenazaba lluvia, lo cual le permitió tomar un viejo paraguas que quizás consiguiera hacerla invisible. Se compuso mínimamente ante el espejo y salió de la casa asombrada de su propio atrevimiento. Abrió el paraguas sin preocuparse de que el suelo estaba absolutamente seco y anduvo la escasa distancia que la separaba del puente. Se paró ante él, que la miró con un gesto asombrado mientras tomaba el sombrero como intentando protegerse y se levantaba de su improvisado asiento cruzando las manos ante sí con un gesto azorado.

- He de pedirle disculpas. Creo que tengo algo suyo, aunque lo cierto es que creí que estaba abandonado.

Hizo ademán de entregarle la libreta pero él negó con las manos.

- Todas las cosas lo están, aunque a veces nos creamos sus dueños.

La respuesta llegó sin hacerse esperar. Tenía una voz ronca y hablaba con lentitud, como contando las palabras. Enseguida preguntó.

- ¿Lo ha leído?

- En su mayor parte.

Observó una sonrisa triste en aquel rostro extraño, como varado en un momento de un pasado-futuro.

- Tiene usted miedo de las palabras.

Ella comenzó a caminar despacio, invitándolo a seguirla. Hubo de esperar hasta que llegó a su altura.

- ¿Hace mucho que escribe usted esas poesías?

- ¿Tiene usted miedo de las palabras?

- Si. Las palabras habitan en uno. No se dice lo que no se ha pensado antes. ¿Piensa usted a fondo en todas las cosas que escribe?

- Las palabras son un mensaje del pensamiento o del corazón. Pero no siempre aciertan a entender lo que el pensamiento o el corazón dicen realmente. La mayoría de las veces las palabras no dicen nada porque no han entendido nada. Otras veces dicen cosas que sólo sirven para arreglarse la ropa o para castigar al perro desobediente. Entonces son inútiles. Sería mejor callar.

- La vida es muchas veces las pequeñas cosas que no sirven de nada, ¿no le parece?

- La vida es un llanto inútil o un deseo inútil.

Se paró y lo miró directamente. Él la miró un segundo y luego dejó vagar la mirada sobre su cabeza con una expresión extraviada.

- Y esos versos tan ... ¿de dónde nacen?

- No puedo contestarle. Usted teme a las palabras y yo no quiero causarle temor.

Seguía mirando al aire por encima de su cabeza, en una y otra dirección. Debía de ser un síntoma de "aquel problema". Trató de fijar aquellos rasgos en la memoria, pero en cuanto apartaba la vista le resultaba extremadamente difícil recordarlos. Se despidió con la sensación de haber atravesado una puerta que no debía haber abierto, desasosegada e incluso ligeramente atemorizada.

- Le agradezco el presente y la compañía, y espero que se mejore usted.

Lamentó su falta de discreción en cuanto hubo liberado aquella frase imprudente, pero él no se inmutó.

- Yo estoy bien. Adiós.

Volvió por sus pasos y cuando cruzó el puente dirigió la mirada hacia la silueta alargada, apenas unos segundos. Había vuelto a colocarse el sombrero cubriendo sólo la parte posterior de la cabeza, lo cual le daba un aire absolutamente extraño. Estaba de cara al rio, lánguido como un ciprés y con la vista fija en sus zapatos. No volvió a verlo.

La vida tomó un ritmo vertiginoso y los años la llevaron a la resignación de quien sabe que no queda nada más que esperar. Los acontecimientos, buenos o malos, marcaban el devenir natural de las cosas, sin que llegaran a incomodarla más de lo que habría podido hacerlo un viento molesto. Tenía la sensación de haber vivido todo cuanto merecía la pena hacía ya mucho tiempo. Cuanto pudiera pasar ahora eran puros eventos que apenas llegaba a recordar con el paso de los días.

Vivía de las letras que nadie leía y de los recuerdos que nadie compartía. Eran su mundo aparte, como aquella galería que acusaba el paso de las estaciones sin recibir atención de nadie. Hubo de cambiar su rincón favorito por otro algo más alejado. Las grietas de la madera dejaban pasar el frio aire de Enero y aullaban en los días ventosos del otoño o la primavera, pero nada conseguía apartarla de aquel rincón donde era reina y señora.

Aquel bloque de granito, extrañamente descabalgado del resto de la estructura del puente, sólo era reposo ocasional de niños y viejos, menos formales que toda aquella gente de bien, enfundada en sus rígidos trajes, sus bombines y sus vestidos de amplios vuelos. Continuó con la vigilancia de aquel insignificante rincón día tras día, sin saber muy bien qué esperaba. Fuera lo que fuera, nunca llegó.

La casa comenzó a quedar vacía y sólo recibía la visita ocasional de alguna mujer que casi le resultaba desconocida, normalmente acompañada de algún crío más o menos ruidoso. Alguien no se atrevía ya a acudir a la casa ruinosa y dejaba su mensaje de recuerdo por medio de aquella presencia que a ella le resultaba siempre extraña. No permitió que nadie tocara aquellos muros vetustos ni la galería, batida ya por los vientos y la lluvia, que aprovechaban cada resquicio para adueñarse de aquel pequeño reino.

Al final de sus días hubo de retirarse al interior renunciando por fin a su vigilia diaria. Poco después la casa quedó completa y definitivamente vacía. Nadie quiso acordarse de ella una vez su huesped hubo desaparecido. Las grietas abrieron la madera con la complicidad del aire y el sol y las piedras lanzadas por los crios, ajenos a una historia lejana e irremediablemente desconocida, acabaron con la suciedad de los cristales de forma rápida y expeditiva. Apenas quedan hoy sus restos llenos de polvo petrificado.

19 de octubre de 2007

Música y poesía

Supongo que tod@s hemos tenido esa hermosa sensación de recordar la música del pasado. Lo que oíamos cuando teníamos 18 años, ó 20, ó 30.... Es una sensación muy especial, pero hay otra incluso mejor. Hay músicas que llegan a olvidarse por no sé qué extrañas razones. El caso es que un buen día descubres de nuevo aquel vinilo, lo tomas en las manos, le quitas el polvo con los dedos sin que te importe en absoluto mancharte, y te quedas ahí, como alelado, pensando. “¡Mira lo que hay aquí!”

Hay músicas que llegan a amarse tanto que no es de extrañar que pasado el tiempo uno vuelva a sentir las mismas cosas, e incluso más. Como si el tiempo, en lugar de trabajar a favor del olvido, hubiera dejado un valor añadido. El por qué de semejantes reencuentros escapa un poco a la propia comprensión, a menos que sea uno tan pulcro que limpie la colección de discos cada cierto tiempo. Creo que no es frecuente.

Quizás habías estado hablando de poesía con alguien y de repente un sustantivo estalla entre las ya indisciplinadas neuronas y abre una puerta que había estado cerrada tanto tiempo. Ondas. Una palabra simple. Bonita también. Como rizada, sugerente, cálida. Una palabra que sugiere el movimiento del aire, del agua, de la vida...”en crespas ondas su caudal levanta”... José Martí, poeta de Cuba, enorme a decir de muchos.

Pablo Milanés, otro cubano de voz bellísima, tuvo la feliz idea de clavar esos versos en un vinilo que habré escuchado miles de veces, pero que por alguna razón nunca llegué a tener. El disco se llama Versos de José Martí, si no me equivoco, y es, a mi parecer, de lo que mejor que pueda escucharse cuando lo que se quiere oír son buenos versos y apenas una guitarra bien afinada. Esa sencillez en la producción apoya el verso de Martí de una forma inesperada. Un verso afilado, despiadado a veces, amoroso otras, humano hasta lo más profundo y siempre ansioso del fuego de la verdad. Un auténtico regalo.

http://www.trovadores.net/nd.php?NM=512&CN=14



17 de septiembre de 2007

Ramón


Me gusta hurgar en la memoria. En ese baúl donde se acumulan las cosas importantes y las que no lo son aparentemente. Ahí hay ratos de la niñez, recuerdos que a veces no son tales sino fantasías que se han hecho un hueco sin pedirte permiso, imágenes de un camino, reflejos de un arroyo, sensaciones entrañables a veces, y otras veces no tanto. En ocasiones creo que la memoria es un almacén muy mal ordenado, porque de ahí pueden surgir al mismo tiempo cosas que no tienen nada que ver, retratos inconexos, momentos que parece que se hubieran extraviado y de repente se encuentran juntos inexplicablemente.

Pero no es así. Es un almacén bien dispuesto, donde todo se clasifica con cuidado y mucho esmero. Por la razón que sea, todo encaja perfectamente en ese enorme puzzle y las cosas, las vivencias, quedan en su sitio. Y un buen día, viven de nuevo, como si pensaran "hoy me apetece salir un ratito del almacén". Del almacén de recuerdos.

No sé por qué hay personas que, sin ser necesariamente muy próximas, son capaces de hacerse un espacio en la vida de los otros como si esa capacidad fuera algo inherente a su personalidad y no necesitaran hacer nada especial para conseguirlo. Conocí a un hombre así, una vez, en una pensión de Coruña. No llegamos a tener una relación muy estrecha. Compañeros de pensión y poco más. El caso es que está aquí, en algún lugar del puzzle. Se ha quedado de una forma silenciosa y entrañable y no sé bien por qué. Había vuelto de Nueva York, donde parece que pasó buena parte de su vida y hablaba en inglés de vez en cuando, con una soltura que me asombraba y con esa típica manía yanqui de comerse las tés... Decía Coul Pora....y yo tenia que ordenar las neuronas para darme cuenta de que ese era Cole Porter.

Debía andar por los setenta y más. Delgado, no muy alto. Siempre llevaba la sonrisa en el rostro, dentro de un conjunto de apariencia muy sencilla pero no falto de elegancia. No recuerdo bien su aspecto en el verano, pero el resto del año era siempre el mismo. Zapato negro, siempre brillante, pantalón oscuro y gabardina. De esas de color marfil. Una prenda muy modesta. Todo en él lo era. El sombrero también. A juego con la gabardina, con una banda quizás de color negro... no recuerdo muy bien.

Tengo una imagen suya grabada en algún rincón, parado en la acera frente a una vecina, o amiga, o novia, (decía tener muchas) con los dientes blancos asomando tras aquella sonrisa cinematográfica y riendo con los ojos también. Era de esas personas que te prestan tanta atención cuando le hablas que te sientes el centro del mundo y luego reparas en la sonrisa y te preguntas qué más te puede regalar el día. Con razón tenía tantas novias.

No era nadie importante y sin embargo a mi me lo parecía. Tenía eso que llaman don de gentes, aunque casi nunca se le veía acompañado. Quizás eso me parecía en él un detalle a tener en cuenta, porque es una de esas cosas que nadie deja de observar, pero no debía importarle demasiado. Parecía comportarse conforme a algunas decisiones tomadas de forma muy meditada en algún momento y debía sentirse muy a gusto consigo mismo. Muy tranquilo. Y tenía muy pocas necesidades. Una de ellas era tomar el sol en el invierno. Parece que le veo sentado en el banquito aquel de A Palloza, con el tenue olor de la fábrica de tabaco envolviéndolo todo.

No estoy de acuerdo con esa gente que no se cansa de repetir eso de vivir sólo el presente. Qué sería de nosotros si no tuviéramos recuerdos... Todas esas presencias del pasado toman forma y vida en el recuerdo y en él se hacen importantes e incluso cumplen una función en la vida propia. Ocupan un lugar que no puede quedar vacío.

Un recuerdo, Ramón.








25 de agosto de 2007

A mi rio



Hoy he vuelto a mi rio, por más que el día no invitaba demasiado. Creo que ha sido una especie de ritual. De ese tipo de cosas que haces porque algo te lo pide desde dentro del cuerpo. O del alma, que sé yo. Creo que no volveré por aquí hasta el año que viene, a menos que mañana tengamos todo el verano que hasta hoy ha faltado, y no creo que vaya a ser así.

Parecerá una estupidez, pero lo cierto es que quería despedirme de estas piedras, a veces tan molestas. Desde la foto puede parecer un espacio casi ideal, pero lo cierto es que resulta bastante incómodo según a qué cosas estés acostumbrado. Sólo que esas incomodidades ya se han incorporado al ente que habita mi pensamiento y me recibe cada año con ese rumor de agua enbravecida sin el que la vida no sería lo mismo. Siento que este espacio, que no es de nadie, me pertenece.

Y ya me da igual que las piedras se me claven en las costillas. Sencillamente, las retiro hasta que la molestia que está debajo de la que acabo de retirar resulte soportable. En tiempos en que venía aquí bastante gente, terminábamos por allanar de alguna manera este mar de minerales errantes, expulsados de todas partes y vapuleados de por vida. Hoy resulta más difícil porque apenas queda ya quien venga a rendir visita a este rincón.

Cualquiera que me viera entrar en el agua se echaría unas risas, porque no es tan sencillo como parece. En las zonas en las que el agua baja mansamente termina acumulándose sobre las piedras una película arcillosa tan resbaladiza que es casi imposible no caerse. Así que lo normal es marcarse un numerito de equilibrista de vez en cuando, agitando los brazos en el aire casi involuntariamente, para evitar llegar al agua antes de lo previsto. Resulta absolutamente cómico, de verdad.

En un día nublado como hoy, en el que el verano parece decir adiós, no se puede evitar una fuerte sensación de melancolía. Y creo que sería equivocado combatirla. Es mejor abandonarse a ese tenue velo de tristeza mientras la vista recorre estos rincones tan conocidos y tan amados. Y dejar que las piedras, las pizarras, los arbustos, los tomates (¡¡ los hay !!), los mosquitos, las hormigas... el aire, la luz, el agua, ... te acompañen.

Hay tantos recuerdos ligados a este rincón que creo que no sabría interpretar mi vida si de alguna manera desapareciera de la memoria. Sería un auténtico desastre. Eso que llaman una pérdida irreparable.

Bien, me he despedido con un baño que ha resultado sorprendentemente frio. Mucho más de lo esperado, aunque el frio de estas noches ya lo anunciaba. En fin, como es imposible abrazar algo tan grande, sólo me dejaré abrazar. Hasta el año que viene, mi querido y líquido rincón.

24 de agosto de 2007

El "secreta"


Corren los años 70. Vivo en este barrio. Le llaman “Las Casas Baratas”. No son casas. Son pisos, siendo generosos. Se ordenan por bloques de viviendas de diferentes alturas, dispuestas en una sencilla trama que conforma un barrio obrero, o, mejor dicho, un barrio pobre.

Tenemos el matadero, la capilla, el cuartel, que incluye la cárcel, y el teleclub. Aquí vive gente trabajadora, la guardia civil y algún extraño personaje. Se rumorea que ha sido “secreta”. Unos cincuenta y muchos, corta estatura, enclenque, pelo cano rizado con dos amplias entradas , expresión ausente pero urgente al tiempo, y espalda ligeramente encorvada sobre un cuello casi inexistente. Siempre lleva el mismo atuendo, haga frío o calor. Un traje color azul con rayas blancas apenas perceptibles dispuestas verticalmente tanto en el pantalón como en la chaqueta.

Vive en la planta baja de unos de los bloques más altos, al que se accede por unas modestas escaleras de apenas 5 ó 6 escalones. La acera discurre entre este bloque y otro gemelo, dejando en medio un espacio donde se albergan un pequeño comercio de comestibles, la pescadería y el bar.

Acaba de salir del piso exiguo. Echa los codos hacia atrás y hurga en los bolsillos de la americana azul visiblemente perjudicada por el paso del tiempo, mientras pasea la vista arriba y abajo para comprobar que las cosas siguen en su sitio. Terminada la infructuosa búsqueda parece recordar que los gafas están en el bolsillo interior. Las extrae con cuidado y las deposita sobre la nariz tranquilizando el gesto.

“Buenos días”, “buenos días”. No suele pararse con nadie. Cruza ante la pescadería dejando una mirada curiosa en el interior y continúa hacia el bar. Hay dos espacios bien diferenciados. Un mostrador que compone una escuadra perfecta, justo enfrente de la puerta, y un reservado donde se disponen 6 mesas de mármol y patas de madera que sirven casi exclusivamente para jugar a las cartas. La blanca superficie acusa la huella del carboncillo de los lápices que van y vienen durante las partidas de tute o subastado.

Tras un escueto saludo al barman, que responde educadamente pero sin demasiadas familiaridades, ocupa su rincón habitual en la mesa del fondo después de recoger el periódico. Extrae un nuevo par de gafas de la americana y se pone a la tarea. Suele leerse el “Pueblo” de cabo a rabo. Eso le toma un par de horas bien a gusto. En el transcurso de ese tiempo, nada conseguirá distraer su atención. Apoya la cabeza en los dedos abiertos y, ligeramente inclinado sobre las páginas en blanco y negro, va tomando posesión de los acontecimientos. El crucigrama ocupará el resto de la mañana. Luego, una de esas cortas conversaciones con que solemos aliviar las despedidas, y vuelta a casa.

Por la tarde, cuando leo el periódico, termino siempre revisando el crucigrama en busca de algún espacio vacío. No suele haberlos y, cuando los hay, raramente consigo resolver el problema. Así pasa este hombre sus últimos años, en esa rutina de funcionario desubicado, si no desterrado, como algunos afirman. Lo último que recuerdo fueron algunas visitas al bar, ya por la noche, alguna de las cuales terminó en un súbito desfallecimiento que dio con su cuerpo por tierra, fulminado.

Murió un día cualquiera sin que nadie advirtiera su ausencia. De hecho fue el hedor y no la ausencia lo que obligó a averiguar qué había ocurrido. Nadie supo de familia, allegados o conocidos que acudieran a despedirle. Ni siquiera recuerdo su nombre.

3 de agosto de 2007

Orgullo de "currito"


Supongo que los vecinos del pueblo se preguntarían por qué lo hacía. A esa gente no se le escapa una. Debe ser que han pasado por todo y no hay manera de colarles una apariencia. En una aldea es obligado pararse a hablar con la gente, aunque siempre hay quien pasa de largo. Supongo que el hecho de ser "de fuera" te obliga también a la cortesía. Y desde luego, hay que reconocer que es más humano que la despersonalización de las ciudades, donde no hablar una palabra en el ascensor o no cambiar más que un cortés "buenos días" con el vecino, resulta ser lo habitual. Así que me paraba y cambiaba unas palabras con quien tuviera a bien pararse a charlar. Pero nunca conté gran cosa. Por otro lado, no había mucho que contar.

Creo que me pasé trabajando en esa casa, en los ratos libres, fines de semana y vacaciones (os lo podeis creer) del orden de tres años. Recuerdo que mi viejo me preguntó por qué lo hacía, aunque justamente fue él quien quiso emplear en la rehabilitación unos duros que le sobraban. Un día sugirió, de alguna manera, que quería demostrarme a mi mismo que lo podía hacer. No le dije que no, pero tampoco estoy muy seguro de que fuera exactamente eso.

No voy a decir que no me lo currara bien, porque de otra forma no se puede hacer. Y que me quedó un cierto orgullo de ver nacer las cosas nuevas y los espacios más o menos luminosos a base de sudor del bueno, sin trampa ni cartón. Por más que uno sepa que las cosas nacen siempre como resultado de algo, una vez que las ves ante ti, recién paridas, parecen un milagro. Aún más si lo que haces es arreglar lo viejo, porque la imagen original parece que se queda anclada ahí, en algún rincón. Te sientes como un pequeño artista que hace brotar cosas nuevas de algún sitio. No importa de donde. Y no creo que sea una exageración decir que el trabajar con las manos es arte, de alguna manera. Quizás de muchas maneras.

De todas formas, me ha quedado una sensación mucho más poderosa de toda esa experiencia. Hay percepciones que casi no se pueden explicar, que no sabe uno muy bien de donde salen o cuál es su causa verdadera. Pero las notas de una manera abrumadora. En ese amplio espacio - casi cien metros de superficie - me sentí absolutamente en paz en momentos en que no tenía paz. Así de sencillo. Hay recuerdos, aparentemente insustanciales, que se han quedado amarrados en alguna parte del corazón, porque el cerebro para esas cosas no sirve.

Tenía un pequeño patio exterior, con una higuera importante. Ahí me senté un día cualquiera, supongo que cansado y al rato de dejar que no pasara nada, cosa fácil en un lugar así, tuve la sensación más placentera que recuerdo en muchos años. Nada más que un ligero vientecillo primaveral, acariciando las hojas de la higuera, como un regalo de sosiego absoluto y eterno. La luz del sol del crepúsculo y ese silencio de brisa que acaso solo los árboles saben dar. Después de ese día, esa fue otra "tarea" de la que procuraba no olvidarme.
Y un tiempo diferente. O la ausencia de prisas, de horarios que cumplir, de tareas que necesitan estar acabadas casi antes de haber comenzado. Y el enorme placer de hacer las cosas con cariño, con paciencia, perdonándose cada fallo y hasta riéndose uno de las meteduras de pata, en esa soledad de hogar abandonado. Quizás recuperar también el espíritu de esa gente que no ha tenido maestros y averiguar, a base de tesón y paciencia, que no hay nada que no se pueda aprender. Y casi nada que no se pueda hacer.

Comprobé también, porque no lo tenía tan claro hasta ese momento, que uno es distinto de los demás. Parece una obviedad, pero quizás conviene pensarlo más despacio. Ocurrió más de una vez y de muchas veces, que me sorprendí pensando "cualquiera que me vea, se parte". No sé si de la risa o del asombro. La tarea solía presentar dificultades importantes, porque uno no es ni carpintero ni albañil ni mago. Así que podía pasarme en la misma posición, dándole vueltas a la cosa, ... horas. ¿Nunca habéis visto una garza en un rio, bien de mañana? No mueven un músculo y terminan por parecer parte del paisaje del tiempo que se pueden pasar así.

El caso es que solía funcionar, aunque no digo que siempre. Al final surgía un plan y "sólo" se trataba de ponerlo en práctica. Y entonces, cuando me ponía en marcha, me crujía todo el cuerpo en cada articulación, como esos muelles oxidados que delatan la más mínima oscilación. Así que no podía dejar de preguntarme el tiempo que llevaría varado, como la garza y de lo extraño que ese comportamiento podría resultarle a mucha gente.

He tenido la fortuna de disfrutar de esa soledad como creo que poca gente haya podido hacer. Aunque realmente, no estaba solo. Ahora que es casi imposible encontrar un lugar donde el silencio sea posible, creo que esa experiencia me ha enseñado de verdad lo absolutamente hermoso que puede ser el silencio. Como un confidente al que puedes contarle todo sin necesidad de pensarlo siquiera. El silencio se parece mucho a la paz. Debe ser por eso que cada día estamos más intranquilos. Cada día hay más gente que confiesa no poder soportarlo, como si habitara en el algo intrínsicamente malo. Estamos desquiciados. Es un hecho.

Por paradojas de la vida, que jamás será controlable ni planificable ni mucho menos previsible, llegado el momento en que pudo empezar a usarse, ninguna de las personas que debían disfrutarla se encontró a gusto. Y pasado un tiempo se vendió para recuperar en lo posible el dinero invertido. Lo compró una pareja de por aquí que trabaja en Barcelona (algo misterioso me une a la gente del Mediterráneo...). El día que ultimamos la venta, apenas empecé a bajar las escaleras ya estaban dando botes de alegría tanto compradores como testigos. Creo que hicieron una fiesta y todo. Seguramente pensaron que se habían topado con el tipo más tonto del planeta. Y yo salí a la calle pensando en lo improbable que sería que aquella gente pudiera pasar nunca por una experiencia semejante.

La vida, en muchos momentos, depende de la pura suerte. Claro que... hay que buscarla.



25 de julio de 2007

Bipedismo



Supongo que conocéis la famosa discusión sobre el origen del bipedismo, (que no tiene nada que ver con los gases. Nooooooo....;))

Se sabe que los humanos andábamos a cuatro patas en un primer momento. O a dos patas y dos brazos, vaya, que es lo mismo. Y después comenzamos a andar sobre las piernas y nos convertimos en bípedos. No saben por qué y no sé el tiempo que llevan dándole vueltas. Creo que hay unas cuarenta teorías diferentes. Todas bien documentadas y apoyadas en eso que llaman "evidencias científicas".

Pues se me acaba de ocurrir otra. (Reconozco que en los últimos tiempos mi atrevimiento no tiene límites). Se me acaba de ocurrir que a todos esos sesudos investigadores no se les ha ocurrido jamás ponerse a torrarse un par de horas al sol de estos días. Yo lo hago, porque me viene bien pa la piel (no protesten, es así) y de paso pillo un morenasso vacilón que no veas.

Al cuarto de hora de soportar a Lorenzo empiezas a bufar como un toro, mientras los goterones de sudor empapan la sufrida toalla. Entonces te levantas y te vas a refrescar un poco. Aún no has dado dos pasos y ya lo notas. "Joer, ¡¡ qué bien se está de pie !!". El sol te da ahora en el coco y en los hombros. Nada más. Y de paso has tenido acceso a la leve brisilla que circula un poco más alta que el suelo.

Pues ahora imagínense Vds. a nuestros pobres antepasados con el lomo expuesto al sol. No un par de horas, no. Todo el santo día. Tenía que pasar, hombreeeeeee.... Un día uno se levantó para espiar a la mujer del vecino por encima del seto y le ocurrió lo mismo. "Ti ganna Udah !!" Que significa, "Otia !! Esto mola tio !!".

¿Que cómo se enteraron los demás? No se enteraron. Simplemente imitaron al primero. La imitación nunca ha sido un problema para nosotros. De hecho seguimos haciendo la mayoría de las cosas por esa razón.

¿No os lo creéis? Pues poneos en la toallita un par de horas y luego me lo contáis.

Como diría el del chiste, puede que fueran primitivos, pero gilipollas, no.

22 de julio de 2007

Somos Yo.



"Individualidad"

Paolo Gastaldo


Le damos vueltas y vueltas y jamás llegamos a ninguna conclusión. Y así estamos desde el principio. Desde que apenas éramos humanos y mirábamos al cielo asombrados. Primero, del espectáculo. Y después, de formar parte de el. No hemos encontrado una sola solución a nuestras preguntas más profundas.


Nos repetimos miles de veces que todo es un sueño. Pero aquí estamos cada día. En el trabajo, cuidando de la prole, calculando intereses, liquidando las deudas, soportando el estío... naufragando en las dudas. Asistiendo impotentes al paso de las horas, los días, los meses, los años, y la lenta e inexorable desaparición de quienes nos acompañaron antes.


Lo he leído en el blog de Marian: "Nacemos solos, vivimos solos y morimos solos". Una reflexión tan lacónica como certera. Más allá de todas las apariencias, los decorados, las conveniencias y los paripés, esa es la verdad. Somos Yo. No nosotros. Y sufrimos hasta la agonía esa separación. Jamás conseguiremos apagar esa sed que nos empuja a buscar y buscar hasta encontrar. Hasta encontrarNos. Queremos ser Nosotros para conjurar definitivamente la soledad del Yo atónito y desesperado. Fundirnos en los cuerpos, en las ansias, en los interrogantes. ¿En las almas?


Para ya no ser Yo, sino Nosotros Que Ya No Estamos Solos. Nosotros, vivos, juntos, protegidos, rescatados y risueños después de escapar al desastre. Ebrios de fortuna y definitivamente en paz.


Pero siempre fracasamos. Aún después de entregarnos hasta fundir los poros, de habitar otros cuerpos y alcanzar a soñar que somos ya, por fin, uno solo. Un instante después de latir en el mismo delirio y respirar el mismo y único suspiro, descubrimos en ese mismo espacio a otro Yo. Cálido y próximo. Pero distinto, otro, inalcanzable. Con el tiempo, puede que distante. Incluso indiferente. Y persistimos en la ceguera de volver a intentarlo, una y otra vez. Como esas mariposas que, incapaces de traspasar el cristal que las separa de la libertad, arremeten contra lo imposible hasta quedar exhaustas.


Seguiremos buscando. Habrá alguna razón.

15 de julio de 2007

Maneras de vivir



A veces pienso que ciertos tipos de comportamientos, de actitudes, de aproximaciones a las cosas o a las personas se han afianzado como si fueran los "normales" por ser supuestamente mayoritarios. También que hay cosas que se ven cada día y que uno termina por suponer universales. Y luego compruebo, observando a la gente, que tales "normalidades" y tales "mayorías" no existen en realidad.


Es como si sales cada día a tomarte unas cañas y terminas "deduciendo" que esa es la forma de vivir de todo el mundo, o de una amplia mayoría. Y creo que no es así. Sencillamente, eso es sólo lo que se vé.

Entonces me paro a pensar en esas vidas que no se ven. En todas esas personas que se apartan mucho de los caminos más o menos establecidos. En la gente que disfruta encerrada en un despacho dándole vueltas a una teoría sobre la evolución, o en las personas que se "entretienen" comprobando las diferencias entre cierto tipo de mariposas, o en quien se encierra a cal y canto hasta que consigue que ese poema, breve y casi insignificante, termine por tomar la forma ideal, que cante sin decir tonterías, que conmueva, pero aportando cosas, hasta poderlo compartir con alguien.


O en esas mujeres (vaya... ya me ha traicionado el jodío cromosoma... pues no lo borro) que disfrutan haciendo una rosca, con los ingredientes medidos al milímetro, tantos miligramos de canela, tantos de orégano, tantos minutos al grill...


Qué decir de algunas personas que son capaces de merendarse el País de cabo a rabo, casi mimetizados en ese sillón de toda la vida, y al acabar miran un rato por la ventana, supongo que para descansar la vista, y después echan mano del Abc y no se levantan hasta que han completado incluso el crucigrama (espero que el Abc tenga crucigrama, no tengo ni idea).


Podría parecer casi anecdótico, y sin embargo tengo la sensación de que esa decisión que tomamos acerca de "como me paso la vida" tiene mucho que ver con como nos vaya después. Hasta un cierto punto. En realidad creo que hay dos maneras de vivir. Hacia afuera y hacia adentro. A lo mejor existen algunas buenas combinaciones de ambas posibilidades, pero tengo mis dudas de que eso sea posible.

Vivir hacia afuera sería la práctica habitual. Lo que llamanos vida social, vida de grupo. Eso que tantas veces se dice: los humanos somos animales sociales. Lo decimos tan campantes y no nos damos cuenta de que los animales lo son también. Creo que queremos descartar la otra alternativa. La vida hacia adentro. La propia conciencia individual. Esa dichosa pregunta. El autoconocimiento. Lo hacemos así porque hemos comprobado que resulta difícil ese tipo de vida. Es incluso doloroso, ¿no? Así que nos decimos "¡Anda ya, deja de comerte el coco!".


Bueno, he pasado por las dos experiencias y, en general, podría decir que he sido más "feliz" con la vida hacia afuera. Pero hay una reserva importante que hacer. Tengo la certeza de que, en muchos sentidos y en muchos aspectos, no era yo. Y hay que decir que la experiencia no aportó gran cosa. Es como vivir exclusivamente de estímulos exteriores que finalmente no dejan poso. No alimentan al alma. He comprobado que es perfectamente posible vivir sin tener conciencia de uno mismo.


Diría, sin dramatizar en absoluto, que si vives hacia adentro, eres menos "feliz". Pero eres tu. Con tus historias, tus ritmos propios, tus comeduras de coco, incluso tus rarezas personales e intransferibles. No veo por qué hay que sacrificarlas. En realidad son lo que hacen de uno un ser irrepetible. Mejor o peor, quizás un poco más solo. Pero uno mismo.

8 de julio de 2007

Un mal momento

(Ficción)

Al final me he dejado convencer. Y sé que no debería haberlo hecho. Me pregunto por qué la gente se vuelve loca con estos juegos absurdos. Cuarenta naipes de cuatro "palos" diferentes que llenan las tardes de estas personas como si fuera lo más natural del mundo. Hay que jugar de parejas. Jaime y Manolo siempre juegan juntos. Y tienen a gala ser los mejores, así que no lo hacen con cualquiera. Se han sentado a la mesa a la espera de alguna competencia que no les anda muy a la zaga, pero el Chopo no ha venido hoy. Carmelo, su compañero habitual, mira por las cristaleras nervioso y murmura un juramento de vez en cuando. Hay alguna gente pendiente de la mesa. Ese será hoy el espectáculo que les mantenga atentos a algo, antes de desandar el camino a casa.

Carmelo busca con la mirada algún suplente que permita iniciar la partida hasta que su compañero aparezca. Pero siempre encuentra ojos esquivos, casi amedrentados. Es un tipo exigente y muy maleducado. Cuando ha juzgado que no podía esperar más, me ha dicho "¡Venga. Siéntate ahí!". Me he sentado en la silla, dócilmente, pero con una sensación clara de malestar. Mis dos rivales han sonreído condescendientemente y después han mirado el reloj encogiéndose de hombros.

Mi compañero me ha dejado claro que esté atento, que no quiere que haga tonterías, que esto es cosa de hombres. El primer juego transcurre sin sobresaltos, pero perdemos. En el segundo cometo un error de principiante y ocurre lo que ya sabía que iba a ocurrir. He decidido no oír lo que dice porque es muy desagradable, así que veo su cara como en el cine mudo. Gesticula adelantando la cabeza, mientras la boca reparte saliva incontroladamente hasta que el puño golpea el mármol dando la bronca por finalizada. En el siguiente juego, cuando estoy a punto de demostrar que sé más de lo que esta gente piensa, aparece el Chopo. Observa las anotaciones de carboncillo sobre el mármol y celebra entre chanzas su propia presencia. Parece a punto de golpearse el pecho, como los gorilas.

He tenido el tiempo justo para evitar que se sentara encima de mi. Me ha despachado con un "¡Venga. Quita de ahí!". Atravieso el círculo de curiosos sin que nadie se moleste en observarme. Después me acomodo en un taburete, frente a la barra. Marisa me mira desde dentro y luego devuelve la vista a una de esas revistas de actualidad, sin decir nada.

Y una vez más me he preguntado por qué les resulto tan insignificante. A ellos y a los demás. Y qué encuentran de saludable en su brutalidad. O de inteligente en sus estúpidas rutinas. O de humano en sus triviales juegos competitivos. Por qué sus mujeres pasan ante la cristalera cargadas como burras sin dirigirles el más mínimo reproche. Por qué no pueden evitar vociferar. Por qué al final los vencidos miran como los perros y se dirigen reproches entre si, mientras los mirones les azuzan. Decido irme antes de que se acerquen a la barra. Deposito el importe del café y antes de marchar me miro en el espejo. Tengo una expresión taimada en la mirada, aunque no es tan diferente de la habitual.

Cuando empujo la puerta de salida, Carmelo levanta una mano. "Gracias, Cosme." Pero el café lo he pagado yo. Siempre ha sido así. Son más fuertes. Más hombres. Tienen mando. Y una mujer que cocina, friega los cacharros, cose la ropa vieja, limpia las ventanas, encera el suelo, ordena los estantes, y en los ratos libres parte la leña y la ordena cuidadosamente al lado de la cocina.

Por el camino me para un viejo amigo de mi madre y me suelta una retahíla de consejos para aliviar sus eternas dolencias. Que no coja corrientes, que no deje el bastón, que no cruce la calle sin mi auxilio... "¡Qué bueno era tu padre! Sólo esos se van ...". Ni siquiera ha preguntado como estoy. Se aleja sin despedirse y yo observo su paso cansado y sus murmuraciones siempre inacabadas.

Me cruzo a un grupo de muchachos y muchachas. Debemos tener edades parecidas. Pero ni me conocen. Es normal. No coincidimos en las salas de fiesta, ni en el casino, ni en el baloncesto. Todas esas ocasiones son siempre inconvenientes para mi. He de a tender a mis obligaciones. Es normal. Normal para mi, pero no para ellos. La vida es una lotería. A ellos les ha tocado pasear su arrogancia vacía por los bares y a mi atender de mi madre enferma. Ellos tienen novias, se van de vacaciones, acuden a los campeonatos provinciales, estudian en colegios religiosos, llevan vaqueros caros y anotan sus citas en una agenda de tapas plateadas.

Y yo hago la compra, pago las deudas puntualmente a fin de mes, preparo una buena pota de caldo que dé para la semana, acarreo el carbón cada tres o cuatro días desde el exiguo sótano, paso la escoba día si y día no, la fregona semanalmente, y cuando llega la noche, después de acomodar a mi madre en su habitación, maldigo mi puta existencia. Con cierta cordialidad, porque ya se ha convertido en parte de la rutina doméstica y cotidiana.
Siempre ha sido así. Aunque hoy llevo algo atravesado en el estómago que ayer no tenía. Al pasar ante el escaparate del bazar observo como las comisuras de mis labios apuntan al suelo componiendo una mueca ridícula que no puedo detestar más profundamente. Sigo llevando la mirada avinagrada. Debe ser por eso que Geles, la vecina, ha pasado a mi lado mirándome y sin saludar.

Al doblar la esquina para enfilar la calle de mi barrio, con ese color gris indiferente, oigo como se alzan dos voces familiares. El Antolín y su mujer. Otro tipo fuerte. Y otra mujer insignificante, como yo. Discuten, como es su costumbre. La tiene arrinconada en una esquina, con los brazos levantados, tratando de protegerse. Les he visto antes en la misma actitud. Decenas de veces. Pero hoy no es un día como los demás.

"Déjala". Lo he dicho con una calma extraña, con algo premonitorio entre los labios. "¡Tú que quieres, mequetrefe!". Me ha empujado con la indiferencia con que se da una patada a una lata podrida por el tiempo y me he visto en el suelo. Luego me he apoyado en algo para levantarme, pero ha cedido. Cuando por fin me he visto de pie, tenía algo rotundo en la mano y un imperativo insalvable en algún rincón de mis entrañas. Y la energía de un dios. He contemplado sus ojos estúpidos y asombrados y he sido Dios. Furioso y frío. Certero. Claro. Preciso. Implacable. Justo. Inapelable. Yo, que ya no soy yo. Yo liberado. Enorme. Nunca más yo. Sino Yo.

La mujer se ha quedado mirando la mancha que corre por el pavimento siguiendo el contorno del cuerpo inerte. Luego se ha deslizado a lo largo de la pared como si temiera que me fijara en ella. No puedo dejar de mirar esos ojos inútiles, vueltos hacia el cielo en una última paradoja. No parecen diferentes a los que me miraban antes de que la brutalidad acabara con la brutalidad. No me siento mal. Casi estoy en paz, confiado. No tengo nada que temer, porque por fin he tomado mi camino. Me siento en cualquier sitio a esperar.

En apenas minutos aparece un uniformado y detrás la mujer que levanta el brazo y me señala mientras tapa la boca con la mano. No hay nadie más. Qué extraño. Es Abdón, el municipal, el que fuera gran amigo de mi padre. El que no podía contener las lágrimas cuando lo enterramos y desde entonces tomaba otro camino para no tener que saludarme. Me mira unos instantes, paralizado e incapaz de articular palabra, y luego se lleva la mano a la frente en un gesto incontrolado que deja la gorra de plato a punto de caer de su cabeza. Después arranca a andar hacia mi mientras murmura lo mismo una y otra vez. "¿Qué has hecho, Cosme?". Cuando llega a mi lado mira el duro mango de la pala, aún a mi lado, y la herrumbrosa pieza que se ha desprendido de ella cuando me apoyaba para levantarme. Después, con un gesto profesional, saca un pañuelo blanco y se hace con el objeto asesino observando la clara marca escarlata en el extremo. Luego me coge por el brazo y me levanta mientras yo le dejo hacer lo que tenga que hacer. No para de repetirlo. "¿Qué has hecho, Cosme?".

Me abre la puerta del coche y pone una mano en mi cabeza para protegerla de las duras aristas metálicas. Ya dentro, empiezo a ver como alguna gente se acerca con ojos curiosos al principio, y asustados después, una vez que han visto el cuerpo tendido.

Ahora me miráis a mi que no era nadie. El hijo de Lucía, el que no existe. Ese que apenas se permite unas visitas al bar. El que os hace iniciar la eterna cantinela... "Tuvieron mala suerte ...".

Al poco comienza el inevitable desfile de sirenas y uniformes. Preguntas inútiles y respuestas innecesarias porque todo es obvio. Después el coche arranca, recorre veloz las estrechas calles del pueblo y se detiene ante el ayuntamiento. La noticia debe haber corrido como la pólvora. La gente se arremolina ante la puerta sin dejar de mirarme. Y pensar que parecían ciegos... Ya ascendiendo las escaleras observo los rostros estupefactos y fijos en mi figura antes insignificante. Luego veo a Marisa y me asombra ver lágrimas en sus ojos. Pero no puede soportar mi mirada. Hay una anciana con la pena encajada en el rostro arrugado, meneando la cabeza, incrédula. Ella sí soporta que la mire. También que le sonría.

Y entonces me doy cuenta. Qué será de mi madre...

3 de julio de 2007

Contradecir a Brecht




Parece que impresiona, ¿no? O que fuera tarea de insensatos. Ni siquiera puedo presumir de haberle leido mucho. ¿A qué viene esto? A nuestras actitudes ante la vida. Hay una frase de este señor que se repite hasta la saciedad (como muchas otras) con muy buenas intenciones.


"Hay hombres que luchan un dia y son buenos.
Hay otros que luchan unos días y son mejores.
Los hay que luchan muchos días y son muy buenos.
Pero hay los que luchan toda la vida.
Esos son los imprescindibles."


Salvando ya el tema de género, ("comprensible" dada la época, pero no soslayable, porque es precisamente la lucha de las mujeres la que mejores resultados ha aportado hasta el momento), el mensaje casi parece plausible, desde la óptica de izquierdas, a la que me apunto. Pero merece un comentario y, a riesgo de parecer atrevido, me voy a meter en harina.


Esa filosofía le ha amargado la vida a más de uno que conozco. La famosa cantinela "de derrota en derrota hasta la victoria". No lo tengo nada claro. No diré que la lucha sólo tenga sentido por los objetivos que persigue. Pero luchar toda la vida es mucho decir. A lo mejor resulta que no estamos teniendo en cuenta el desgaste que eso produce, porque la frase resulta preciosa, pero puestos al tajo la cosa se ve de otra manera. Hay gente que ha luchado muchísimo tiempo y al final se ha encontrado con un panorama bien distinto del esperado. También hay que tener en cuenta que bajo las dificultades que la batalla continua ocasiona, los naturales cambios personales parece que se multipliquen. Y al final, aún si has conseguido ciertos objetivos, no podrás negar que la empresa te ha consumido de tal forma que ya no entiendes gran cosa. La típica sensación de "ya he llegado a la meta y ahora no sé muy bien qué pinto aquí".


Hay un segundo aspecto incluso más negativo y muy presente en la vida diaria. A veces se persiguen heroicamente objetivos nada realizables. Y claro, como "hay que luchar toda la vida", dale que te pego con el carrete. "Queremos puerto de mar". Vale, tio, pero es que eso es Ávila, joer, qué quieres que te diga. "Por la semana laboral de 30 horas". Y de 3, no te jode... Y que curren las cortes celestiales que como son espíritus puros no necesitan convenio colectivo.


Ya sé que hay cosas que parecen imposibles hasta que se consiguen. Pero la mayoría se consiguen porque no lo son.


Vaya, que luchar está bien, pero ojo no luches tanto que te quedes el resto de tu vida curándote la frustración de no haber sacado nada en limpio. Que los hay. Ojo.


No se entienda esto como una crítica al Sr. Brecht. Dicen que era sabio. Un servidor ni siquiera aspira a saber, pero ha estado en el tajo.

28 de junio de 2007

Dualidad


Este es un mundo de pasillos infinitos donde sólo es posible orientarse gracias a algunas escuetas indicaciones. Deben estar hartos de que se estropeen porque han terminado por envolverlas en plástico transparente y soldarlas a las puertas y a las paredes con papel adhesivo. Aún así, a duras penas consigo saber a dónde voy.

Es también un mundo de extremos. De silencio a veces. De rumores que se arrastran discretamente por las esquinas siguiendo los rotundos ángulos de las paredes, por los suelos abrillantados y los techos artificiales y blancos. Otras veces el silencio muere a manos de voces urgidas por la necesidad o la prisa. Aquí hay ángeles y demonios. Seres de una paciencia inagotable que siempre encuentran una solución y otros envueltos en un hastío absoluto, tan rigurosamente diferentes que terminas por preguntarte cómo pueden formar parte del mismo mundo.

Aquí la realidad se impone de una forma tiránica, aprovechando la más mínima oportunidad para pasarte por las narices su propia e infinita suficiencia. Lo normal es ver expresiones perdidas, ojeras de días y andares cansinos en quienes vienen de fuera. Y gestos dominantes, concentrados y casi siempre indiferentes (sé que parece una contradicción) en quienes se ganan la vida dando la vida ... cuando pueden.

Eso es lo más extraño. Se diría que todo lo que ves es un ejército incontable de hormiguitas con uniformes blancos o verdes deambulando en busca de esto o aquello. Sólo cuando te acercas a algún ser desvalido y agónico percibes la verdadera razón de ser de esta trama confusa y jerarquizada hasta el extremo. La dualidad oculta en todas partes pero aquí bien presente para el que quiera ver.

Cuando sales a la calle te das cuenta de que nos pasamos la vida negando lo evidente, ocultando ridículamente la parte más inquietante de la existencia, que es, justamente, la inexistencia. La negación de todo. La nave del olvido. La tiniebla. Quiero pensar que "es" también la calma, la paz, la lluvia acogedora del tiempo que no pasa.

17 de junio de 2007

Vuelta a la "tranquilidad"


Mi coche tiene CD. Modelno que es uno. Pero el muy jodío siempre arranca con la Cope. Y esto que, entre que te acomodas y no, terminas por atender al discurso de estos muchachotes. Siempre terminas sonriendo, así que deben de ser simpáticos. Por más que a mi me gustaría escuchar a los obispos, con su propia voz, vaya, que mira que se las apañan bien para no salir nunca en la foto, eh?

Poquito antes de las elecciones les llamé. Ese día habían conseguido interesarme de verdad, porque uno de los contertulios parecía a punto de atravesar los lindes entre el mundo terrenal y el otro. Entiéndaseme, que me pareció que era cosa de urgencia. Casi estaba viendo al hombre, con las venas de la frente hinchadas como globos, y las del cuello, tu ... Pa mi que tenía una erección del puro cabreo.

Pos nada. Que llamé. Me contestó una tía muy seca:

- ¿Qué desea?

- Nada, mujer, que mira si tenéis un Tranquimazín o algo pal hombre que tenéis hablando ahí, que le va mal, en serio.

No sé qué me dijo del culo y colgó el teléfono como quien lanza una granada. Desde entonces me lo pienso mejor antes de ayudar.

Resulta que ayer me vuelvo a quedar con el dichoso programita. No encontraba no sé qué por la guantera, y busca por aquí busca por allá, y estos venga raja que te raja. Entonces me fijo que el tono de voz ha disminuido considerablemente. Hablan del fin de la tregua, claro. Que si los informes del servicio no sé qué del ejército, que si anuncios de un gran atentado. O varios. Nadie alza la voz. Parece que estuvieran hablando del tiempo. Y en esto que me fijo que no han dicho aún "cobardes", ni "asesinos", ni "sanguinarios", ni "execrable", ni "repugnante"...¿Ehhhhh?

Cuando espero que alguien recupere el vigoroso discurso de hace apenas unos días, me encuentro con un asombroso "Y ahora vamos a ver qué nos aconsejan en el Corte Inglés". Me he tomado la molestia de seguirlos escuchando en los días subsiguientes (es mucho, eh?) y creo que lo puedo confirmar.

¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ Será posible ???????????

¡ ¡ ¡ ¡ ¡ ¡ ¡ ¡ ¡ Se han quedado tranquilos ! ! ! ! ! ! ! ! ! ! !

Hay que joderse.

8 de junio de 2007

Humilde

Apenas un tubo de zinc con la herrumbre campando ya a sus anchas una vez que el metal abandona el cobijo de la insignificante ventana. Barrotes de hierro pintados de negro, para impedir el paso de los amigos de lo ajeno. Difícilmente entrarían aquí. Es más, difícilmente prestarían siquiera atención. Son más bien barrotes contra el miedo. Absurdos barrotes, porque el miedo está dentro.

Y un geranio. Sencillo, acomodado y confortable. Creciendo hacia todas partes sin demasiados obstáculos. La maceta modesta, de plástico. Suerte que el color casi hace pensar en el barro.

Hay una luz extraña. El sol anda bajo aún y acaricia las paredes encaladas de enfrente, mandando luego un reflejo mortecino que no llega a ser blanco. Es curioso la cantidad de blancos que existen. Este debe tener un nombre especial. Quizás blanco-discreto. O blanco-secundario. Aunque también parece un blanco oscuro, lo cual es una contradicción. Menos para quien lo mire y lo "vea" así. Quizás es un blanco-negro.

Ahora recuerdo algo. En el fondo siempre he sido un cachondo. De pequeño, más. Una vez, mi madre que mando a la tienda "da Agustina" a por una bobina de hilo negro. Me enfurruñé, como siempre que interrumpía mis sueños, y pregunté:

- ¿Claro o oscuro?

Siempre he sido un cachondo.

2 de junio de 2007

Rioseco



Me encanta hacer fotos. Me he levantado temprano para que el sol marque las sombras como quiero. Subo hacia los montes huyendo del ajetreo urbano, dejo el coche en cualquier esquina y me interno en este "caborco" con intención de hacer la foto de mi vida. Hace frio. Hay un leve rocío encima de las hojas y las flores. Desciendo poco a poco entre amarillos violentos y violetas apacibles. Hago un par de disparos y sigo bajando con calma. Y enseguida las fotos empiezan a perder interés. Esto es fantástico.

Aún esquilmado en su mayor parte por los incendios que se repiten puntualmente cada dos años el pequeño valle revienta de colores y de sonidos. Los robles lucen una gama de verdes imposible de explicar. Desde lejos parecen enormes pompas de algodón.

Las "xestas" inundan los espacios más abiertos con sus diminutas flores amarillas. En medio crecen matas de espliego redondas y difusas con sus extrañas flores coronadas. Verde, amarillo, violeta, azul, ... Envidia me da quien pueda plasmar todo esto en una fotografía. Yo no soy capaz, así que me rindo a la sensación de poseer todo esto que no es ni será nunca de nadie.

Los saltamontes emiten un sonido amenazante, como de serpiente, sin dejarse ver. Corre una brisilla que obliga a cruzar los brazos sobre el pecho para combatir el frio. Me siento en una piedra blanca y seca, de esas que por aquí llamamos "xeixos" y dejo vagar la vista por la otra vertiente. Enormes copas verdes en torno al sendero antiguo de los pastores y sombras prolongadas hasta el infinito por el sol que se levanta cansinamente. Silencio de pájaros y arañas, de saltamontes y mosquitos, de culebras esquivas y ratones inquietos.

Vuelvo la cabeza después de oir ruido tras de mi y apenas llego a ver la cómica carrera de un conejo sorprendido por mi presencia. Luego una sombra cruza el suelo saltanto del amarillo al violeta y de ahí al verde. Un pequeño gavilán busca sustento. Sólo faltan las hadas.

Aquí no pasa nada. Sólo ocurre la vida. El viento transporta semillas y mensajes a algún lugar elegido al azar y el sol seca el leve rocío de la noche ascendiendo después a su trono inalcanzable. Mil vidas minúsculas recorren microscópicas veredas procurándose alimento sin que su frenética tarea parezca afectar a nada ni a nadie. Gorriones y mirlos atruenan el aire con un grito incansable y acaso imprescindible. Todo el espacio cautivo entre las dos vertientes tiembla con este ir y venir de preguntas y respuestas.

Cuando llegas crees estar solo y en silencio. De hecho esa sensación te invade de una manera clara, abrumadora. Sólo cuando te dejas vencer por los sentidos y el pensamiento se detiene lentamente, como una vieja locomotora, expulsando ansiedades y agonías como nubes de vapor blanco y efímero, te das cuenta de que no puedes estar más compañado. Y que el silencio aquí es un canto que no empieza nunca y no termina nunca.

Dejo vagar la vista, descendiendo la ladera por entre las matas de flores blancas y azules y rojas y violetas y negras. Abarco distancias infinitas en un viaje aéreo que ojalá pudiese ser real. Y al llegar al final asciendo por el lienzo de la otra vertiente, preñado de colores y sombras, luces y lejanías, hasta alcanzar la cima de los montes, redonda y mansa a veces, y otras aguda y brava. Y pienso en el largo de viaje de esas rocas que desde el magma incandescente de los abismos han ascendido hasta tocar el cielo. Hay cosas que no se pueden comprender.

A punto de abandonar el lugar, vuelvo la cabeza a uno y otro lado, intentando llevarme conmigo la sensación de plenitud que proporciona la vista. Me imagino como sería esto antes. Hace quizás mil años aquí no habría un sólo espacio donde el sol no tuviera que luchar para abrirse camino. Un mundo de castaños desproporcionados, robles invencibles y alcornoques de ramas caprichosas y robustas. Contemplo desde la lejanía a los que han logrado sobrevivir. Si tan pocos consiguen alimentar estas sensaciones, más vale no pensar en el bosque original. Por respeto.

Volveré. Eso espero.

26 de mayo de 2007

Memoria infantil



Recuerdo avanzar a lomos de un animal enorme de pelo cobrizo, mirando hacia los lados. Ante mi la espalda gigantesca de un hombre al que mi frágil memoria recordará pasados muchos años. Mi corta edad y mi carácter exageradamente tranquilo convierten esta pequeña aventura en algo que escapa en buena medida a mi comprensión. Todo me asombra, y este hombre, más aún. Huele a sudor de macho acostumbrado al trabajo. No habla mucho. De vez en cuando me hace una broma en un gallego familiar y reposado, sin esperar respuesta. El animal inicia un trote corto y enseguida noto la protección de una mano que podría abarcar a otros dos como yo. "!! Cóllete ben !!" Me agarro a su cinturón como puedo y dejo que las cosas sigan su curso.

El animal deja el camino y se interna en la viña por un estrecho sendero. Oigo risas. Hombres y mujeres van y vienen con cestos de uvas y navajas en las manos. Las hembras más maduras llevan la voz cantante. Siempre tienen una frase punzante en los labios contra padres, hijos y maridos, propios o ajenos. Una vez sale al aire, el coro femenino celebra la chanza con entusiasmo. Entonces, algún hombre responde cachazudo con la intención afilada y los demás hacen causa común. Es gente que ha aprendido a llevar las penas dentro y aprovecha la más mínima excusa para alegrarse la existencia. Incluso en medio de la faena, entre estas cepas que surgen como por milagro de la tierra seca y arcillosa.

La cosa acaba en la bodega. El sol en lo más alto. Todos hombres. El vino contagia el buen humor y siempre hay algo con que engañar al estómago. No sé como se ha enterado, pero resulta que este hombre gigantesco sabe de mis debilidades. Ha aparecido en mis manos una lata de mejillones. Debo haber puesto unos ojos como platos, porque se rie de muy buena gana. Luego echa mano de un enorme cepillo con el que debe limpiar el piso de cuando en vez y arranca una de las largas púas. Saca la navaja con parsimonia, le da un par de rápidos cortes y me entrega el improvisado estilete afilado y limpio al mismo tiempo. Mi papá me alecciona.

- ¿Cómo se dí, fillo?
- Gracias, Tito.

Responde con una risa grave y relajada, me revuelve el cabello con la mano y se incorpora al círculo de hombres.

Murió no mucho después a una edad relativamente temprana. Sólo entonces supe que había contraído una fea enfermedad en la cárcel. Y que se había atrevido a alzar la voz en un tiempo en el que hablar podía ser delito. Cosas que pasan.

22 de abril de 2007

Imperativo legal



Me ha denunciado. Asegura que tengo las típicas manías de los humanos y que no tengo más que mirarme al espejo. Y que no tengo putidea de fotografía. Joder, se la ve convencida (es chucha, no chucho ....). Si es que no doy una ... Mis disculpas, Dª Chucha.

Don Chucho



Simpático, ¿verdad? Pero no sólo. Aplomado, interesado y muy dueño de la situación. Venía olisqueando por aquí y por allá, un poco apresurado, así que pensé que se me largaba con viento fresco. Tiré una foto con las prisas lógicas y quedó como mal repartida. El chucho descentrado y la sombra como escapándose por la esquinita de abajo. Transmite una fuerte impresión de abandono entre los espacios mal ubicados.

Y no es el caso. Cuando me puse frente a él, plantó el culo en el suelo y levantó la cabeza tal como veis. Como un modelo. Ni el más mínimo gesto de duda, temor o curiosidad. El tipo está en su sitio y yo no. Y lo sabe, el muy jodío. Además le han cortado el pelo para aliviarle estos imprevisibles calores y se siente importante. Me ha dicho que cuando iban a proceder con la melena ha salido pitando. Que le gusta así, estilo Beatles. Le he dicho que le queda muy bien, en un intento de conservarle en esa postura unos instantes más. No había necesidad. Cuando he bajado la cámara ha torcido un poco el morro, como si la sesión le hubiera resultado corta.

6 de abril de 2007

La Vía Láctea

Cinco de la mañana. Madre me sacude los hombros con ese algo especial que pone en todo cuanto tiene que ver con "su niño". Abandono la cama y con el tenue reflejo de la luz de la cocina me pongo en marcha. No hay que despertar al resto de la casa. Me aseo de manera sumaria bajo una luz de cera y luego me enfundo estas ropas de tacto áspero y color francamente desagradable.

Una taza de leche oscurecida con no sé qué y estoy listo. Madre va y viene con esa expresión de fatalidad crónica que tan bien conozco. Echo al hombro el petate y me despido con un par de gestos rápidos mientras escucho el consejo de siempre. "Ten coidado, fillo".

Me acoge la noche de Marzo y una atmósfera que anuncia día soleado. Hay algo cálido en estas luces mal alimentadas. Los tacones despiden ecos por las sombras, en un silencio que sabe a compañía. No sé por qué siempre he visto en las noches silenciosas algo acogedor. Tengo tiempo de sobra, así que camino con tranquilidad, con una brisa sosegada en el rostro y el pensamiento como detenido.

Voy dejando atrás cruces solitarios y ventanas que van componiendo un puzzle urbano de resplandores blancos o amarillos. Algunos obreros esperan en las esquinas, en pequeños grupos. Disfruto del paseo cuanto puedo, como demorando el final del camino, pero al fin la estación se hace más y más evidente en la distancia.

Penetro en un espacio exiguo iluminado por luces blancas, cegadoras. Apenas un par de personas en la cola. Tras el ritual de costumbre obtengo la acostumbrada papeleta que me sitúa en Madrid-Atocha. Salgo al andén y alivio la espera avanzando o retrocediendo con pasos melancólicos mientras compongo con las vías un punto de fuga en el infinito. El monstruo de hierro aparece pronto en el horizonte, con un rugido inevitable y un pálido haz de luz entre los ojos.

Me acomodo en un departamento vacío, apago la luz y me dispongo a dormitar lo mejor que pueda. El revisor no aparecerá hasta dentro de un par de horas. Por la ventanilla desfilan rincones conocidos, recuerdos de la infancia, quizás confusos ya. Una vez más, me voy. A la puta "mili". Por cuarta vez en el último año. Cuanto más tiempo pasa más me duele. Doy cobijo a algunas imágenes del pasado y luego a otras que deben ser del futuro. Me abandono al sueño.

Esta vez no es madre quien sacude mis hombros. "Billete, por favor". Traje azul con gorra más o menos a juego, camisa blanca víctima ya de las arrugas y la corbata negra de rigor. Ha debido dormir poco el hombre. No acostumbra a pasar a estas horas. En cuanto quedo solo apago la luz de nuevo. Miro afuera de la ventanilla medio adormecido y entonces me fijo mejor. La luna permanece tras las suaves colinas y envía un rumor blanco que dibuja los contornos de un horizonte suspendido en un lienzo. El tren avanza cansinamente por una llanura interminable y arriba hay un coro de luces que no he visto jamás. Al menos, nunca tantas. Y no de esta manera. No sabía que la luz tuviera tantas tonalidades. O que las sombras fueran tan cambiantes. Hay estrellas gigantes ahí arriba. Y otras más pequeñas que van y vienen. Huyen unas de otras en un juego inocente. Quizás juegan a esconderse en las sombras. La mancha blanquecina que llamamos Láctea recorre el cielo cegador, paralela al tren, como invitando a seguirla. Estoy convencido de que nunca más volveré a verla. No de esta manera. Cuando llevo así un buen rato, me doy cuenta de que lo que siento ahora se parece mucho a la plena consciencia. No de uno propio, sino de todo. De la luz y las sombras ... los vientos, los caminos, el futuro, la angustia, el hierro, los olores, la vejez, la amargura, la calma, los fracasos, el cariño, el hastío, las heridas, el hambre, los volcanes, los mares, las injurias, el trueno, ...

Creo que es la única vez que me he sentido así. Y seguramente será la última. Hay cosas que no ocurren dos veces. Tendré que dar las gracias al revisor insomne.


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