21 de enero de 2007

Metáfora


Alguien tapó esas piedras en su momento con una mezcla descuidada de cal y alguna otra cosa. Como elemento decorativo no eran ninguna maravilla. Cantos rodados cuyo origen a nadie importaría. Al final el tiempo ha hecho su trabajo. La mezcla se ha desmoronado y los petrificados minerales vuelven a asomar su vida paralizada.

La madera, sin embargo, ha exhibido todo el tiempo ese aspecto descuidado y carente de importancia. A estas alturas resultaría sencillo no reparar en su presencia . Quizás sabía desde el principio que iba a fracasar. Y no le importa mostrar su fracaso abiertamente. Impúdicamente, podría decirse.

La cerradura murió hace tiempo de muerte natural. En su lugar ha aparecido un candado que guarda la nada. El vacío. La oscuridad. La ausencia. El olvido. El abandono.

Hasta eso nos gusta ocultar.

14 de enero de 2007

1970. Calma aparente



Es una mañana de verano como otra cualquiera. Un día hermoso. El sol quema la piel sin causar esa detestable sensación de asfixia. Hemos quedado en el rio, como siempre. Suelo ser de los primeros en llegar pero esta vez no ha sido así. José está ya tumbado en la toalla en ese pequeño espacio que hemos conseguido liberar de las piedras más grandes. Estas playas fluviales no suelen ser más que una aglomeración infinita de piedras de todas clases y tamaños.


Poco a poco va llegando la panda. Otro José, Miguel, Delio, Gabriel... Más tarde, las chavalas. Raramente vienen solas. Suelen aparecer en un par de grupos. Por si os lo estáis preguntanto, venimos empujados por el elemento femenino, por supuesto. Ellas no parecen necesitar tanto de nuestra presencia. A veces me pregunto la razón. En la escuela nos mantienen a machos y hembras siempre separados. Lo cual no detiene el curso de la vida. Pero sí limita gravemente el contacto con el otro sexo.


No es que tengamos grandes diversiones. Y las pocas que se nos permiten suelen parecerle mal al "general", que habla por boca de maestros, curas, municipales, catequistas..... El rio es lo que nos queda. El baño, las risas, y el disfrutar los cuerpos con la vista, por más que los trajes de baño los diseñan también los curas.


El sitio está bien, y el baño es delicioso, a veces. Otras hay que echarle valor porque es difícil saber si el agua está soportable o todo lo contrario. Y sólo lo sabes cuando estás dentro. De manera que es fácil que alguien suelte un grito mientras trata de huir desesperado, después de zambullirse en plan machote, provocando risas generalizadas y las bromas consiguientes. El ambiente es amistoso y las relaciones son fáciles, aunque superficiales. No nos conocemos realmente. Quizás sea innecesario. Solemos llevarnos bien, y las riñas son escasas, aunque hay más de una rencilla no resuelta.


Ha llegado Toño. Es el único que trabaja. Creo que eso le hace sentirse inferior. El "hacer una carrera" es tanto como disponer de un estatus social más aparente que real, pero a la hora de relacionarse resulta ciertamente importante. Al poco aparece el jefe de la panda. Trae una cesta de mimbre de cierto tamaño. La deposita sobre las piedras calientes y levanta la tapa. Y allí aparecen tres perrillos con la mirada apenas estrenada. Las chavalas se vuelven locas inmediatamente. El coro femenino rodea la cesta como un enjambre de abejas protectoras y extrae los cuerpos tibios y diminutos que arrugan el hocico investigando cuanto les rodea.


A eso siguen las tipicas carantoñas que se hacen a los bebés. Poco importa que sean animales. Los bichos agradecen cualquier sonido, gesto, caricia, lo que sea. Lamen las caras de quienes lo permiten con gran regocijo de todo el grupo y, en fin... Es una pequeña fiesta.
Al poco corren por en el suelo mientras el grupo se va separando del cesto y cada uno ocupa su lugar más o menos habitual. Hay quien sigue disfrutando de las simpáticas criaturas sin reparar en lo molesto que se hace seguirles por estas piedras calientes y, a veces, puntiagudas.


El agua debe estar buena hoy. La temperatura no ha descendido demasiado por la noche. Una vez me zambullo, supero la primera impresión y braceo rápidamente unos segundos para que el esfuerzo compense la sensación de frio. Ahora se trata de dejar que el cuerpo vaya adaptándose a la nueva situación. Al cabo de un par de minutos ya puedo disfrutar plenamente del baño. La gente se va animando y los chapuzones empiezan a sucederse con la cadencia habitual. Alicia y Gabriel se zambullen juntos y se alejan un poco del grupo disfrutando de la complicidad del agua, sin dejar de mirarse ni un segundo. Es hermoso verles.


Ha ido apareciendo alguna gente más. Y muchos crios. La atmósfera comienza a ser más animada. Gritos aquí y allá, gente en el agua y chapuzones que se suceden sin tregua. He atravesado el rio. Localizo el lugar habitual para subir por estas pizarras milenarias y con ciertos esfuerzos llego a este rincón al que, por alguna razón, he tomado cariño.


Desde aquí contemplo el espectáculo. Siempre hay algo de lo que disfrutar. Aún si no ocurriera nada en absoluto, sería sumamente agradable. Como si el rio, además de frescor, aportara sosiego con ese caminar constante y cachazudo. La pareja se besa inocentemente en un rincón que les oculta de los del otro lado. Les contemplo unos segundos con una sonrisa entre cómplice y envidiosa, y después decido no ser tan curioso.


El agua va escurriéndose por la piel y evaporándose lentísima pero imparablemente. Empiezo a notar de nuevo el picor solar y eso me recuerda que si permanezco aquí mucho tiempo más, tendré que volver a soportar el aguijón del frio al sumergirme. Vuelvo al rio y atravieso de nuevo la lenta corriente para subir después la pendiente del otro lado, con las dificultades habituales. Estas piedras son un auténtico martirio.


Ocupo la toalla y me entrego al sol. A esta maravillosa sensación de volver a la vida desde el frio lecho de agua turbia. Casi adormecido por las conversaciones más o menos próximas me doy cuenta de que se está haciendo tarde. A medio incorporar escucho un grito menudo de una de las mozas. Levanto la vista a tiempo de ver a uno de los cachorros trazar una curva interminable en el aire agitando inutilmente las patas para caer luego en el agua torpemente y desaparecer en un instante.


Alguien dice que no hay otro remedio. Casi sin tiempo de asimilar lo que está pasando, el segundo y luego el tercer animal recorren el mismo fatídico camino.


Ya no hay nada que hacer. El verdugo resulta ser el jefe de la panda. José se ha levantado y le mira con ojos asesinos. Un segundo después se arroja al agua y bracea contra la corriente como si quisiera matarla. El verdugo suelta una carcajada. Algunas caras reflejan estupor, si bien otros parecen acostumbrados a la salvajada . Toño se planta ante el bruto airadamente y pide una explicación. Un simple empujón y está en el suelo. Nada que hacer. El tipo es el más fuerte.


Las miradas vuelven corriente abajo como buscando una esperanza tras el rastro perdido de los tres animales. Pasa un tiempo, y después, uno por uno, los amigos se van sin despedirse. Emprendo el camino a casa. He olvidado darme el último baño para hacer la vuelta más fresco. Al llegar al sendero miro hacia atrás. José permanece de pie, mirando al rio en medio del mundo de piedras. Continúo caminando mientras el sol comienza a castigar la piel y un instante después decido esperarle, al tiempo que maldigo no tener una mínima sombra. A punto de abandonar la espera, le veo aparecer. Llega a mi altura y le dirijo una mirada breve que él no corresponde. Camino a su lado los pocos cientos de metros que nos separan del barrio.


Cuando ya debo apartarme hacia casa, llevo una mano a su hombro y lo sacudo amistosamente. Me mira un segundo y levanta apenas la mano en un saludo mínimo. Puede que no haya ocurrido nada.


Gracias, Esther, por tu colaboración. Quedas contratada !!

7 de enero de 2007

Se han ido



Tengo una musa que es muy joven. Ya presume de pecho, pero yo creo que se ha puesto algo ahí debajo. El otro día me espetó que la marea de años que llevo a cuestas le da morbo. Pensé: "¡¡ cómo les gusta bacilar !!"


Al día siguiente, volvió con lo mismo. Solo que lo dijo como más.... como explicarlo... mejor no lo explico. Y ayer, mientras salía yo de perder mi tute, me la encuentro en la puerta del bar, esperándome. La malparía me soltó una pregunta delante de toda la peña que no sabía yo donde meterme....


Le expliqué, "¡¡ pero qué van a decir mis amiguitos...!! Tienes que entenderlo.... mujer !!" Lo de mujer lo coloqué al final, como dubitativo, a ver qué efecto hacía. Después me tiré la tarde entera explicándole las cosas de la vida, y eso (se ve que en casa ven mucho la tele ...). Se marchó enfurruñada.


Total, que le ha contado a sus compañeras, todas mucho más mayores, algunas casadas y con hijos, que he intentado meterle mano mientras dormía. Por más que nos inciten a escribir cochinadas a las tantas de la madrugada, las musas son muy conservadoras.


Aunque que todo el mundo sabe donde duermen....Y ellas también, caramba !!!


Me han dejado. Abandonado. Tirado. Seco como una uva pasa.


¿Qué tiene esto que ver con la foto? Nada. Si alguien me explica qué demonios "dice", pues quito de aquí este desahogo y escribo algo más presentable. Si se dignan volver, claro....

3 de enero de 2007

El kiosko


EL KIOSKO

Cuento para después de Navidad

Para Esther, que me abrió las puertas de su mundo.

O Barco, Diciembre de 2006.

A estas edades el no tener que reñir con nadie a la hora de levantarse no era poca cosa. Alberto había tenido un par de mujeres. Quiere decirse que le habían acompañado, pero no que le hubieran entendido. El tampoco las había entendido a ellas. Si se le preguntara respondería aquello de "vete a saber.."

La hora del aseo. Hacía demasiado frio, lo cual era una excusa perfecta para postergar la ducha un día más. Expulsar los demonios nocturnos de la boca, eliminar ese olor ácido de las axilas y disponer el cabello de forma que no disgustase a las pocas mujeres que aún le miraban, sería suficiente. Tampoco vamos a comernos el mundo a estas alturas,.... eh, Xisco?
Xisco se encaramó a la cama apenas este hombre la hubo dejado. Levantó el rabo felino, como si tomara posesión, y se enroscó apacible en el hueco cálido mirando indiferente hacia su dueño.

Completado un rápido examen visual en el espejo y tras algunas idas y venidas que convienen al orden de las cosas Alberto se dispuso a salir y casi a punto de marcharse recordó que no había abierto la ventana de atrás. Xisco tenía sus derechos. Liberado el pestillo, la mirada paseó por el patio donde un par de farolas entregaban todavía una luz mortecina, casi crepuscular. Ahí vivía Ana con sus viejos.

La calle tenía un olor especial esa mañana. El frio acariciaba de una manera leve, entre ruda y amable. Tenía que sortear a toda esa gente afanada en sus quehaceres y dejar que sus pasos recordaran el camino hacia el café de Mario, mientras los ojos iban aceptanto el castigo de una claridad temprana. Una vez allí, un sobrio saludo, la broma acostumbrada si el humor lo permitía y el acostumbrado café con leche que ocultara el vacío en el estómago.

Todo el barrio había ido llenándose poco a poco de pequeños negocios, y el peuvecé, verde casi siempre, terminaba por ahogar los colores vetustos del pasado, las paredes encaladas o pintadas de azules pálidos, verdes, rosas...... El café seguía siendo el de siempre. Un espacio amplio donde mandaba la madera. Un lugar amable donde pocos alzaban la voz, nunca por la mañana.

Enfrente del mostrador, una hilera de mesas de mármol, ni tan antiguas, ni tan limpias. Alberto ocupaba siempre que podía la de la esquina, junto a la amplia cristalera. Ese cristal permitía ver y que te vieran, no como sus versiones modernas. Por qué ese empeño en ocultarlo todo ...... Entre sorbo y sorbo paseaba la mirada por la acera de enfrente. Gente apresurada, un árbol ya en la vejez, que sobrevivía no se sabía por qué, escaparates, papeleras, y el kiosko.

Todo ese paisaje acostumbrado servía de decorado inconsciente a sus pensamientos. Hacía tiempo que se despedía de Aurora con un par de palabras, sin que ninguno de los dos sintiera la necesidad de algo más íntimo. No creo que vuelva antes de las 11. Vale. No te preocupes.

No les iba bien. Ella adoraba la calle. Y el había decidido que ya no. Se habían conocido un año después de la muerte de Sara, su primera mujer. Había sucedido sin que nadie tuviera tiempo siquera de asimilarlo. Una enfermedad fulminante con un resultado fatal. No supo realmente lo que había pasado hasta después de un cierto tiempo. Una vez tuvo conciencia real de lo había ocurrido, decidió no tomarse nada muy en serio.

En una de aquellas fiestas conoció a Aurora. Seguramente llevaban los dos una suerte de marca que les hizo reconocerse entre todo aquel maremagnum de gente anónima. Ella tampoco lo había pasado bien. Hay quien dice que dolores no hacen amores, pero eso no siempre es así.

Si hubiera que hacer un balance, no tendría por qué ser negativo. Puede que en un primer momento todo se hubiera reducido a un mutuo prestarse apoyo. A ahogar las penas del pasado en la alegría del presente. No se podía decir que congeniaran ni que tuvieran demasiadas cosas en común. Pero eso no tenía tanta importancia cuando lo esencial era reparar los daños y acaso dejar que el tiempo curara las heridas.

Andando los años, las cosas que les separaban se fueron haciendo más y más presentes. Sin que ello fuera voluntad de nadie ni consecuencia de nada en particular. Sencillamente, esas cosas existían y tenían que ver la luz más tarde o más temprano. Las maneras en que uno y otro empleaban su tiempo libre comenzaban a parecerse tanto como la noche y el día. Ella amaba la vida social y el comenzaba a detestar la poca que aún se permitía.

Su vieja ocupación de soldador había pasado factura y llegó un momento en que el cuerpo no quiso seguirlo soportando. Tras miles de trámites se le concedió una pensión de invalidez que no compensaba los dolores pero iba a permitir un cambio en su vida que ya le apetecía. Comenzaba a apreciar un cierto gusto por la intimidad de la casa que jamás hubiera sospechado. Había en aquello algo de protección, porque la vida afuera se hacía cada vez más agresiva, o esa era la sensación que tenía.

Aurora se había ido haciendo a la idea de que tendría que vivir su vida sin contar demasiado con ese hombre. Se rodeó de su gente y al final, ambos terminaron por entrar en una situación en que los roces eran cada vez más frecuentes. La vida en común se iba deteriorando y ni el sexo, escaso y apresurado, alcanzaba ya a llenar ciertos vacíos.

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Aurora nunca había dado muchos detalles sobre su vida fuera de casa. Ni el los hubiera pedido. Había aceptado la situación porque estaba claro que era víctima de una especie de ensimismamiento que conducía muchas veces a la pura soledad. Y no podía exigirle a ella tanto como eso.

Un buen día empezó a notar que hablaba de sus amigos o amigas con más detalle del que nadie consideraría normal. Al principio no se lo tomó muy en serio. Pero después comenzó a pensar que aquella insistencia no era normal. Tenía un compañero de trabajo que siempre había estado presente en sus conversaciones. El tipo debía ser una especie de machote perfecto con el punto justo de sensibilidad que gusta a las mujeres. A todas. Y empezaba a estar hasta en la sopa.

Siempre había declarado abiertamente que si no era lesbiana era por una pura circunstancia de la vida. Y ahora tendía a hablar de alguna de sus amigas en términos que sugerían claramente la atracción. Era el caso de Ana. Una mujer en los cuarenta, no muy alta, de espalda estrecha y algo escurrida, pechos generosos, caderas anchas, piernas largas y trasero redondo y rotundo. Se había fijado bien.

Ella, sin embargo, no pareció prestarle mucha atención, por no decir ninguna. Habían sido presentados después de que el se tropezara con las dos en la calle. Llevaba el pelo suelto. Apenas un par de horquillas retirando un par de caracolas doradas de la mirada. En el barrio se hablaba desde siempre de esa mujer. Era la típica persona que te encuentras cada día en los mismos sitios. De casa al trabajo o a sus quehaceres, siempre a las mismas horas. No parecía tener vida social en absoluto. Quizás fuera esa y no otra la razón de los comentarios. Aurora era una de las pocas personas con las que tenía alguna relación. Había quien le llamaba “la muda”.

Las cosas empeoraban por momentos. Se había sorprendido soltando alguna respuesta sarcástica y muy poco respetuosa. Y esa no era su forma habitual de comportamiento. Un día algo se atravesó entre ellos definitivamente. Casi no se lo creía cuando escuchó un comentario directo y puntiagudo sobre su inapetencia sexual de los últimos tiempos. Su orgullo de macho se vio vapuleado y al instante la vulgaridad salió al aire como una centella. Pues vete a refregarte con la muda.

Ella se encendió como una pura llama. Da mas ella en un minuto que tu en mil vidas que tuvieras. A eso siguió un insulto rotundo y un portazo que ya era anuncio de abandono.

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La Seguridad Social solía reclamarle con cierta frecuencia, por una y otra razón. Siempre había algo que aclarar. Aquella gente parecía no saber nada cuando, curiosamente, se pasaban la vida pidiendo información. Había decidido tomárselo con calma. Esta vez se trataba de una fecha que no coincidía con algo. Esperaba su turno en la cola cuando la persona que les atendía se levantó de la mesa para atender el teléfono en la mesa contigua. Reconoció al instante la melena dorada y el rostro geométrico.

Aurora le había comentado que solía hacer sustituciones. Esa debía ser la causa de que estuviera allí. No la había visto en anteriores visitas. Se sentía un poco intimidado pero también deseaba averiguar si aquella mujer le recordaba. Cuando llegó su turno se dio cuenta enseguida de que no era así. Le dirigió una mirada breve, como acostumbrada a valorar en apenas un instante, pero no mostró ningún signo de interés.

Recogió la documentación que se le entregaba y se dirigió a otra mesa a hacer una consulta. Caminaba con seguridad pero parecía llevar los ojos fijos en el suelo. Tras una breve conversación con su compañero, volvió a su mesa y anotó con pulcritud en un formulario en blanco algunos datos. Se levantó de nuevo, le entregó la documentación y se despidió con una sonrisa apenas iniciada. Practicamente no le había visto.

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Pasaron las semanas. El calor había cesado como por sorpresa. El cielo mandó un diluvio generoso que fue amainando poco a poco pero seguía lloviendo todavía. La casa rezumaba la calizez acostumbrada de Septiembre mientras la humedad peleaba para hacerse con su espacio. Alberto no recordaba donde habría dejado la chaqueta de punto que siempre le abrazaba en esas ocasiones. No es que hiciera frio, pero la proximidad de la noche hacía nacer una protesta en su cuerpo. Xisco no había vuelto aún y la ventana dejaba entrar una leve corriente de aire que ponía la carne de gallina.

Cerrarla y esperar que apareciera el viejo felino era una forma como otra cualquiera de dejar pasar el tiempo. Las hierbas del patio lucían el brillo de la lluvia y alguna ráfaga de viento meneaba los rosales apaciblemente. En casa de Ana, las luces delataban la presencia de los mayores en el salón, frente al omnipresente televisor. La puerta del cuarto de baño había quedado abierta y dejaba ver al fondo una rendija por donde se escapaba una luz mortecina que no consiguía apagar el reflejo azulado de una pantalla de ordenador.

Hacía un tiempo que Alberto había condenado al suyo al ostracismo. Mientras vigilaba los tejados en busca del indisciplinado gato, meneaba la cabeza a uno y otro lado, en una de sus acostumbradas cavilaciones. Qué estupido pensar que tenemos algún tipo de control sobre lo que nos ocurre.

Aurora se había ido. Dejó la casa sin hablar apenas. Recogió sus cosas sin prisas, dejó algún paquete en alguna esquina después de aclarar que no quería conservarlo, y desapareció. En el último segundo algo obligó a un abrazo apresurado porque no es cosa de poner fin a una relación con un portazo. Las miradas se encontraron unos segundos, se dieron las explicaciones que sólo ellas se podrían dar y ahí terminó lo que ya tenía que terminar. Cuando llega ese momento parece que los agravios sólo hubieran sido una fantasía. Algo le mordió por dentro mientras la mujer se alejaba y la distancia física iba haciendo real la separación. Habría renunciado a los principios más sagrados por evitarlo.

Conocía bien los efectos de la pérdida. Como una borrachera matutina que ensombrece los colores, mata el aire, y anula hasta los instintos más obvios y primarios. Maldita la falta que hace comer, o dormir. Sólo el deambular por las calles desiertas de la madrugada le ayudaba a respirar.

La casa se le venía encima, y el sueño aparecía en los momentos menos oportunos. Por la noche registraba minuto a minuto los detalles habituales del cuarto. Contaba los objetos sin preocuparse de si la cifra era la correcta o no y luego reparaba en los que ya no estaban.
Aurora no era muy ordenada. Su ropa componía siempre un cierto caos, repartida aquí y allá con despreocupación. La bata descansaría en el baúl, a los pies de la cama, lo suficientemente cerca como para curar el frio en sólo unos segundos. Donde estuviera ahora, probablemente le habría destinado un lugar parecido. Las prendas masculinas siempre ocupaban el sitio que debían ocupar. Era algo menos de lo que sentirse responsable.

Nos pasamos la vida buscando.Y una vez que conseguimos lo que buscamos, permitimos que el tiempo lo convierta en una máscara patética de lo que fue un día. Y después volvemos a buscar, más confundidos que antes, pero con una vehemencia extraña. Como si la propia búsqueda fuera la razón de todo. Pero una razón cuya comprensión se nos escapa. Se nos ha escapado siempre.

Rara vez conseguía que aquellas reflexiones le otorgaran el placer del sueño. Lo más que se le permitían era un cierto estado de modorra que siempre terminaba por intranquilizarle.Entonces se echaba a la calle. Aquello terminó por convertirse en una costumbre.

Pasado un tiempo, una de aquellas caminatas le llevó de vuelta en sentido contrario al habitual. Dobló la esquina indolentemente, casi pidiéndole permiso a una luz primaria que asomaba tímidamente por el otro lado de la calle. Ana caminaba con su paso urgente apenas unos metros por delante, con el periódico bajo el brazo y sujetando el cuello del gabán contra el viento frio. Algo se le encendió dentro, en algún sitio. Notó como la sangre circulaba por miles de caminos enredados y la mirada sucumbió a las formas femeninas, tan próximas.

La corta melena voló un instante para controlar el paso de los pocos coches que ya ponían fin a la tranquilidad nocturna y los menudos pasos atravesaron la calle. Se paró ante la puerta del kiosko y buscó la llave dentro del bolso. Imposible saber cuando había ocurrido. Allí gobernaba hasta hacía poco un tipo de mirada cansina y gestos desabridos. Las vitrinas llenas de revistas de sexo, diarios deportivos y chucherías de todos los colores. Ni un sólo libro.

Era obvio que había cambiado. Lo primero que llamó su atención es que el tono roji-gualda apabullante que solía dominar el lateral hacia el que se acercaba, había desaparecido. Proliferaban las revistas de jardinería y el conjunto resultaba mucho más discreto. Al pasar frente a la escasa ventanita acristalada, observó a la mujer de reojo y tomó nota de la existencia de flores en algún rincón inverosímil.
Mientras lo dejaba atrás, no pudo evitar sorprenderse por haber dado esquinazo por un momento a sus solitarios fantasmas.

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Nadie consiguió explicarle muy bien por qué el kiosco había cambiado de dueño. Tampoco le importaba gran cosa la razón. Nunca antes lo había visitado mucho y ahora no acertaba a ver cómo podría hacerlo sin exponer ante los demás un interés que iba a llamar la atención. No era un asiduo de la prensa. Había llegado pronto a la conclusión de que informarse mucho no es tan interesante como parece, el tabaco formaba ya parte del pasado y la jardinería no era lo suyo....

La respuesta llegó del propio kiosko. La lectura era algo a lo que acudía con cierta periodicidad. No siempre encontraba lo que realmente buscaba en ese mar de letras, pero algunas veces lo conseguía. Y la sensación era magnífica, apabullante.

Las cosas ocurren muchas veces por extrañas razones. Aunque sean insignificantes. Ana había colocado ese libro del revés, en la vitrina. La contraportada dejaba ver a un macho de complexión fuerte, sentado en actitud relajada, con las piernas cruzadas. El pelo rizado, moreno, peinado hacia atrás, las sienes nevadas y la frente despejada y amplia. Un traje gris marengo y un pullover negro bajo la chaqueta. El bigote espeso y pobladísimo y una mirada azabache, abierta, franca y concentrada.

Se lo pensó, y al final decidió que aquel hombre no se merecía sus estúpidas vacilaciones. Se acercó a la pequeña ventanita y señaló el libro. Me gustaría echarle un vistazo, por favor. La mujer alcanzó el libro con un pequeño esfuerzo y lo depositó en manos de este hombre a quien recordaba fugazmente mientras su mirada delataba cierta sorpresa.

Tenía la sensación de haber pasado algo por alto. Nunca hubiera pensado que aquel hombre pudiera tener el más mínimo interés en aquel autor. Se dio cuenta de que quizás estaba sacando conclusiones de su modo de vestir. Las ropas tienden a dar una imagen de nosotros que nunca coincide con lo que somos. Las ropas y todo lo demas.

¿Te importa? La pregunta se formuló con el libro ya abierto. En absoluto. La escueta respuesta autorizó ya plenamente a leer algunas lineas. "Sería irremediable. Una tarde nefasta de Abril, El Rosedal se quedaría atenido a una historia incierta, a fuerzas anónimas, despiadadas, ignorantes de su voluntad y su pasado". ¿Cree Vd. que este tipo sabe escribir? Sin duda. Lo dijo en voz alta y clara, mientras asentía confirmando la respuesta, algo sorprendida por la pregunta inesperada. Visto que el precio era razonable, la sencilla transacción se completó y una breve despedida puso fin a otro insignificante encuentro.

Dentro del kiosko quedó la voz profunda y vacilante del comprador y la mirada sorprendida de la vendedora. Camino a casa, el libro se abrió una y otra vez por sitios diferentes y el pensamiento ordenó junto a los cabellos dorados aquella voz con ecos cristalinos, y un fondo de tristeza imposible de ocultar. Lo cual convertía a su dueña en un habitante del mismo mundo. Independientemente de la voluntad de nadie. Cosas que pasan.

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Aquel libro ayudó a superar las ausencias. O las soledades. Quizás son esos estados del alma los que agudizan la sensibilidad de forma que puedan apreciarse cosas que en otras circunstancias pasarían irremediablemente desapercibidas. Las palabras conformaron ese océano apacible en que puede uno perderse sin temor a no encontrarse después. Las voces recordaron otras voces más propias, y los vientos imaginados en tantas páginas evocaron furias y tormentas reales o interiores. Y al final quedó una sensación de desazón que muchos libros dejan, como ajenos a un mundo que es nuestro y no suyo. Sólo testigos de nuestra locura colectiva.

Quedaba en la memoria la mano que lo facilitó, la voz que dio el consejo, por escueto que fuera, y la mirada que siguió al que después fue lector ávido por obra y gracia de la mano y la voz. No sólo del autor. Hay que decirlo.

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Visto desde el presente todo tiene coherencia porque ha ocurrido en el pasado. Pero situados en aquel momento puntual del tiempo, siempre resulta un misterio la razón que nos impulsa a seguir determinados latidos. Qué nos ata a una voz, a una manera de andar. Qué nos impulsa a disculpar los defectos que en otras personas resultan insoportables. Qué nos hace ver por los ojos del otro o parir reflexiones que antes eran ajenas. Qué determina que donde no había nada haya brotado un sentimiento, apenas vislumbrado al principio, pero rotundo y casi esclavizante en apenas horas. Rotundamente esclavizante cuando pasan los días. Y las noches.

La corta melena dorada se hizo omnipresente en los pensamientos y en los sueños. Y en las vigilias. Acompañada de la voz de bronce y el rostro geométrico. Al principio de forma vaga, y luego con todo lujo de detalles. Llenando cada vacío de la mente, y de la casa, y del café, y .... Las visitas al kiosko se hicieron más frecuentes. A veces era un simple merodear por las vitrinas tras un educado saludo. Siempre había ocasión de traspasar el cristal por alguna rendija y contemplar con ciertas limitaciones un cuerpo que ya se había convertido en familiar. Algo que formaba parte de algo. Alberto prefería no poner nombre a esas cosas, porque quizás los nombres tienden a deformar la naturaleza de todo. Aunque al final terminan por imponerse siempre.

Siguieron algunos libros más y otras tantas explicaciones. Ella resultaba ser también una lectora importante y sus consejos terminaron por convertirse en algo habitual. A eso solía seguir algún comentario banal y, en general, todas esas cosas que terminan por ablandar la coraza con que muchos andan, andamos, por la vida. Esta vez no ocurrió. Esa defensa llega a formar parte de la cáscara de uno y no se abandona fácilmente.

Un día, el kiosko apareció cerrado a cal y canto. Y así permanecía al día siguiente. Pasaron cinco días sin novedades y no hubo nada que pudiera impedir la pregunta. ¿Qué ha pasado con la del kiosko? Preguntó con un tono ligeramente desabrido, como quien habla de un vecino molesto, pero Mario no dejó de mirar con una cierta sorpresa. Raro verte interesado por nada, le espetó mientras iba y venía por dentro del mostrador.
Al final recaló en la misma esquina en que la pregunta se había formulado y, sin que nadie se lo pidiera, explicó que debía estar enferma. Alguien había oído que alguien había dicho. Emitió un ronco murmullo de asentimiento y Mario le dirigió una mirada entre escéptica y ofendida que puso fin a la mínima conversación.
Camino a casa, de alguna oscura esquina nació una figura que le recordó a quien se había despedido no hacía tanto. El recuerdo hizo brotar un suspiro apagado, algunas imágenes en una penumbra epidérmica y la constatación de que ese dolor estaba a punto de abandonarle también. Apenas unas sombras entrañables en la memoria y el recuerdo volvió al día del presente y a otra ausencia.
Más importante, ya. Más inmediata. Sin saber muy bien por qué, volvió la vista atrás y la fijó en el kiosko. Tan absolutamente cerrado que hasta parecía absurdo. Los kioskos deben estar abiertos. Ese, mucho más.

Hizo algunas paradas en el camino para resolver el problema que suponía un apetito escaso pero presente de nuevo y subió con calma las escaleras. La luz se filtraba desde el tejado dando al pasamanos un aire como de invitado en la oscuridad del portal. Abierta la puerta, un saludo felino le recordó que hoy comerían dos. ¿Qué haces aquí, Xisco? Ni se molestó en averiguar la respuesta porque a los gatos no se les puede entender.

En su lugar nació otra pregunta, ruda y desabrida. ¿De qué estamos hechos los hombres? Los machos, por decirlo mejor. Se imaginó a una Aurora transformada en uno de esos narradores invisibles de cualquier libro, que parecen saberlo todo sin que nadie se haya molestado siquiera en presentarlos. Se había sentado en algún rincón de entre sus recuerdos, con una sonrisa divertida en los labios y una pierna cruzada sobre la otra trazando círculos en el aire. ¿En qué piensas, Alberto? Era su voz, presente como la humedad de la lluvia, con ese tono socarrón que tantas veces había vencido sus encendidos discursos sobre la inutilidad de los principios.

¿En quién piensas, Alberto? Eso era justo lo que había querido decir. El "qué" había sido colocado ahí en la absoluta certeza de que el interrogado apreciaría la dislocación del lenguaje. Estaba ahí para mortificar. Ella simpre fue una maestra en ese arte. Se la imaginó mirando de reojo a esa otra presencia que ahora se hace ya más importante. Claro que la fidelidad es una excepción....eso decías, Alberto, recuerdas? Dónde han quedado tus hondas reflexiones sobre la devoción debida a quien te recibe entre sus piernas cada dos o tres días, depende de tu urgencia.... Qué poquito tiempo has necesitado para buscarte un anhelo mejor....

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Desde el hoy las cosas se perciben como si el pasado fuera un relato de acontecimientos más o menos felices o desafortunados y poco más. Y sus causas no pasan de ser simples encrucijadas donde lo más que se puede hacer es tomar uno u otro camino. Nada más se nos permite. Excepto el quedarse ahí, donde ya estás, y renunciar a todas las encrucijadas. Dejar que el tiempo sea tu único dueño y los míseros placeres que te rodean se hagan con el control total de la existencia. Que todo sea trabajo, libros, música y el calendario implacable, cada día. Y la ventana que te devuelve el mismo espléndido paisaje cada vez que levantas la cabeza. Siempre el mismo.
Quizás sea esa la única elección que realmente podemos permitirnos. Escoger entre la vida cálida del hogar y sus terribles encantos y esa otra vida de zozobras y traspiés de la que se nutren otras gentes que parecen no temer a nada, que asumen sus reveses con naturalidad y sólo dejan que el tiempo permita el olvido y la cicatriz. Y luego se encaminan hacia otra encrucijada. Quizás sea esa la verdadera vida.

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Pasaban ya seis días desde que el kiosko se cerrara y ya no lo podía soportar. Se echó de la cama encabronado con el mundo y con el aire y con la humedad. Y el ruido, las prisas, los pájaros, las aceras... Entró en el café y se acodó en la barra sin saludar a nadie. Del otro lado alguien le dirigió una de las bromas acostumbradas, tan banales y estúpidas como siempre. Empezaba a sospechar que había quien se lo pasaba en grande comentando sus andanzas. Mario tenía el día borde y no tuvo empacho en llamarle Romeo ante el resto de parroquianos. Evitó espetarle las cinco palabras que casi le explotaban en la boca y justo cuando el barman depositaba el acostumbrado café con leche en el mostrador, se bajó del taburete y decidió largarse.

Salió del café empujando la puerta como un personaje de algún antiguo western y dejó que sus piernas le alejaran de todo. Caminó con un paso nervioso y agresivo durante mucho tiempo. La fatiga pretendía hacer el trabajo que tendría que haber realizado el cerebro. Luego volvió sobre sus pasos con la mirada fija en las aceras y la chaqueta abierta, dejando que el viento arañara la piel, con un andar cansino y desencajado. No había conseguido tranquilizarse y una marea de sinrazón y sensibilidad desquiciada le nublaba el entendimiento.

Sin saber cómo se encontró frente a todas aquellas revistas de jardinería. El kiosko había abierto. Y de repente algo creció en él como un rio desbocado y embravecido. En cuatro zancadas se plantó delante de la ventanilla y un segundo más tarde oyó como de su boca salía un reproche absurdo y terriblemente vulgar. Ella abrió unos ojos desmesurados por la sorpresa y apenas inició una disculpa. No la pronunció porque fue incapaz de encontrar la razón.

La cara de él dibujó entonces una mueca lastimosa. Ella desapareció tras las revistas. La silueta masculina permanecía petrificada frente a la ventanilla con la mirada perdida en el vacío mientras algunos transeúntes observaban la estatua entre sorprendidos y curiosos. Al poco abatió la cabeza y la sacudió a uno y otro lado en un gesto leve y cansado. Luego giró el cuerpo en la dirección adecuada, levantó la cabeza como queriendo recobrar su presunta humanidad y echó de nuevo a andar pesada e indiferentemente. Desde dentro del kiosko le siguió sólo un par de segundos una mirada sorprendida y confusa.

Por el camino se cruzó a un viejo conocido que iniciaba lo que esperaba fuera una agradable y corta charla. Todo lo que recibió fue un absurdo buenos días. Llegado al portal, introdujo la llave en la cerradura y después abrió la puerta con el gesto repetido tantas miles de veces.
Subió la escalera pesadamente y una vez entró en casa y cerro la puerta tras de si, se entregó a un sentimiento que ya conocía. Años atrás se habría maldecido miles de veces y quizás habría lanzado el puño cerrado contra las duras paredes para comprobar que aquel instinto primario no aportaba el más mínimo alivio. Ahora ya sabía en que terminaban aquellas representaciones de orgullo macho herido y prefería saltarse la dramatización.

Constató, por enésima vez en el curso de los 47 años recorridos, lo estúpido que podía llegar a ser y se entregó a la plena conciencia de esa circunstancia. Eres imbécil. Lo vomitó en su interior sin molestarse siquiera en pronunciar una palabra y se tendió en el sofá. Allí transcurrieron los minutos como si el tiempo hubiera decidido pararse también y, al cabo de algunas horas, un sueño esquivo y reticente le permitió huir de su propia presencia.
Amaneció antes que el día, entumecido y paralizado por el frío, pero no se movió. No cesaba de preguntarse por qué.

Debe haber pocas cosas peores que contemplar fria y humildemente la propia mezquindad. Encarar con una mínima dignidad a ese ser que llevas dentro y que en ocasiones se permite manifestarse en el más sombrío de sus registros posibles. Ese esperpento al que no reconoces. Es tan doloroso que la propia mezquindad te impide recrearlo más allá de lo razonable. Le ves la jeta burlona y despiadada y decides encerrarlo otra vez. Lo antes posible.

Los días siguientes transcurrieron en una especie de duerme-vela que no ocultaba ciertos síntomas de ansiedad creciente. Atendidas las obligaciones del cuerpo de manera breve y hasta sumaria, el pasillo le sorprendía arriba y abajo, con una manta sobre los hombros y el pensamiento vencido por una terrible sensación de ausencia. No era posible que esa mujer pudiera causar tal estado de cosas y, sin embargo, no podía ser otra la causa. En ocasiones parecía sorprender un sentimiento escondido en el tiempo. Lejano hasta el olvido. Algo traía de vuelta una cara redonda y aniñada de expresión risueña y una mirada reflejada en la propia. Como entregada. Y la sensación terrible, abrumadora, de no poder prescindir de ella. De ninguna manera.

No había día que no se lo repitiera cientos de veces. Pareces un crio.

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Pocos días después, el teléfono sonó y una voz apremiada le informó de que alguien había decidido revisar una vez más su estado físico con objeto de confirmar, “si ello procedía”, su pensión de invalidez. Blasfemó interiormente como hacía siempre que le solicitaban la misma estúpida cosa, y se lo tomó tan en serio como correspondía. No se puede vivir sin dinero.
Citas, idas y venidas, papeleo y la misma fastidiosa sensación de que la administración sólo vigila a quien no necesita ser vigilado. El hecho de tener que defenderse, sin embargo, acabó por vencer la angustia que se había apoderado de su tiempo últimamente y dio paso a una sensación de derrota anunciada que no le sorprendió lo más mínimo.

Sus paseos se apartaron del kiosko y el café de Mario pareció aceptarlo de nuevo sin grandes demostraciones de ningún sentimiento en particular. El dueño tampoco fue más amable de lo habitual y no había que reprochárselo. La vida volvió a sus pasos anteriores, si bien una parte de ella tomó un rumbo distinto. Decidió cambiar de mesa. Ocupó justo la que estaba enfrente de la habitual. Solía estar vacía a causa de una percha donde se acumulaban más prendas de las que podía soportar. No supo muy bien por qué tomo esa decisión, o más bien no quiso preguntárselo.

Es cierto que podemos ocultarnos las cosas. Olvidarlas es algo más difícil. Especialmente aquellas que ocupan esos rincones que tú no has decidido. Pueden permanecer ahí, agazapadas, guardando silencio como para no molestar. Pero es fácil que vuelvan en el momento más inesperado.

Un día gris y desapacible observó sin querer un paraguas que luchaba contra el viento con pocas probabilidades de ganar la partida. No fue sin embargo el paraguas lo que llamó su atención. Esos pasitos cortos y frecuentes estaban registrados con exactitud en su retina. ¿No iba en la dirección equivocada? El paraguas se cerró ante la violencia del vendaval y su dueña se refugió en la entrada de una floristería subiéndose el cuello del gabán, mientras el aire hacía volar su pelo en una y otra dirección. Miró en dirección al extremo de la calle y se acomodó sobre la pierna derecha dejando reposar el cuerpo en el marco del escaparate.

Dentro del café, la mirada masculina permanecía atrapada en la imagen de la mujer. No había registrado ninguna impresión particular al principio. Ahora, una sensación de vacío se hacía hueco en la entrepierna y parecía ramificarse en miles de direcciones diferentes, como recorriendo las venas por millones. No conseguía dejar de mirarla. Cada arruga del gabán parecía insinuar algo irrenunciable.

A los pocos minutos, un coche de aspecto descuidado pasó frente a la cristalera con las luces de freno enrojecidas y paró frente a la floristería. La mujer descendió los escasos peldaños, cruzó por detrás del auto y después de abrir la puerta con ciertas dificultades se escurrió dentro con prontitud. Apenas acomodada, se inclinó hacia el asiento de al lado desde el cual una cabeza con escaso pelo devolvió el gesto. Los dos cuerpos permanecieron en esa posición el tiempo suficiente para dar a entender lo evidente. Había sido una estupidez cambiar de mesa.

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Xisco había vuelto ese día en un estado lamentable. Tenía un corte en el vientre, de aspecto feo y bordes sucios y amarillentos. El resto del cuerpo aparece salpicado aquí y allá de rasguños más o menos importantes y llevaba manchas de sangre por todas partes. Te han dado bien, viejo amigo. Alberto le habló en voz alta y el animal se dejó cuidar ahora que le convenía. No es cosa de ser arisco cuando el pellejo depende de quien te ayuda..

A fin de ver mejor las heridas, se situó frente a la ventana por la que el animal iniciaba siempre sus correrías. No pudo evitar mirar hacia la galería del patio, más abajo. El mayor de la casa, un hombre recio y de estatura considerable, se dirigía a Ana en un tono que se adivinaba casi colérico, mientras los largos brazos iban arriba y abajo en un baile poco tranquilizante.
La madre limpiaba los cristales de la galería, ajena a la bronca y con una expresión acaso indiferente. La víctima movía las manos tímidamente dentro del campo de acción del viejo sin conseguir calmar sus arrebatos y, finalmente, se retiró de la escena y entró en la habitación entornando la puerta.

Aquellos brazos, como aspas de molino, marcharon tras sus pasos, abrieron la puerta de par en par y desde allí continuaron el acoso unos momentos. Finalmente volvieron en dirección contraria lanzando al aire un gesto brusco y nada educado. El hombre se acomodó de nuevo frente al televisor y cruzó las piernas sobre una mesa enana y abrillantada.

Xisco lanzó un maullido descarado cuando el agua oxigenada llego a la herida y la vieja dirigió la mirada hacia arriba mientras detenía por un momento la limpieza. Luego, corrió las cortinas con un gesto brusco. La puerta de la habitación continuaba abierta de par en par y dentro parecía reinar la más absoluta oscuridad.

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La mesa habitual recobró su categoría de cobijo habitual. No tenía el más mínimo sentido mirar para otro lado porque las cosas no dejan de ocurrir porque gusten o no. La vista iba de la calle al periódico y del periódico al kiosco en un ir y venir acostumbrado. A la hora de siempre, los pasitos menudos recorrían los últimos metros ya dentro del campo de visión del lector, las manos procuraban las llaves con premura y la mujer desaparecía, como cada día, dentro del reducido espacio. Al poco salía de nuevo y, en su recorrido habitual, iba retirando las contraventanas y todo quedaba poco a poco a la vista del público.

Una mirada cansada registraba cada movimiento desde el café después de abondonar el periódico. El kiosco ofrecía sus pequeñas cosas y su dueña se acomodaba frente a la ventanilla. Debía ocupar una silla levantada del suelo de alguna manera, porque no era explicable que de otra forma pudiera ser visible. Las revistas apenas dejaban ver su silueta, pero la planta que alegraba la esquina más próxima al café necesitaba de un espacio por el que quizás se adivinaba más de lo que en realidad podía verse. Pero era más que nada.

El coche destartalado pasaba a recogerla una vez por semana. Los Miércoles, a eso de las 7 de la tarde. Ya no se detenía cerca del kiosko. A lo sumo aflojaba la marcha en una maniobra seguramente convenida y se detenía casi al final de la calle, bien pasado el café. A menos que quedara algún cliente reclamando algún periódico, cosa rara a aquella hora, la mujer colgaba un pequeño cartel y salía deprisa arreglándose la vestimenta a medida que caminaba. Con frecuencia algún parroquiano presenciaba el caminar menudo con descaro y luego se permitía una sonrisa condescendiente, cuando no un comentario soez.

Había contemplado el rostro del conductor del viejo Opel intentando adivinar cómo sería aquel hombre. Lucía una alopecia avanzada que sólo permitía un par de mechones entrecanos sobre las orejas y siempre llevaba una chaqueta de cuero que ya debía tener su edad. Si hubiera tenido que decir qué sensación le causaba, seguramente hubiera dicho insignificancia. Pero en seguida se apresuraba a pensar en la propia, lo cual borraba de un plumazo cualquier veleidad de competencia con el tipo. Algo tendría que le permitía citarse con una mujer todos los Miércoles.

El ser testigo de sus idas y venidas no era nada que le resultara agradable. Después de su terrible desliz en el kiosko había renunciado a sus fantasías y ahora veía ocurrir todo como en un cuento. Si bien algo mordía sus entrañas cada vez que el coche hacía acto de presencia. Solía irse del café antes de que ella regresara. Había tomado esa decisión después de presenciar su vuelta un día. La vio caminar animadamente de vuelta al kiosko, la corta melena al viento y un aire como risueño en la actitud que le dolió como si el aire se hubiera congelado de repente y la respiración transportara millones de cuchillas. Se había quedado viendo como retiraba el cartel y colocaba las contraventanas apresuradamente, y antes de que hubiera terminado, se acercó a la barra y pagó lo que debía demorándose tanto como le fue posible. Cuando salió no había rastro de ella.

Enfiló el camino a casa y al pasar enfrente del kiosko dejó que la vista fijara cada detalle de aquel pequeño espacio claustrofóbico. Era el vivo retrato de la soledad. La suya.

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El médico que debía dar cuenta a quien correspondiera de su estado físico no era el mismo de siempre. Eso solía significar problemas y aquella vez no iba a ser diferente. No había más que ver como le miraba. Era un tipo casi imberbe. Hablaba como dando a entender que tenía todas las respuestas y si hacía las preguntas de rigor era porque sin ellas no podria justificar su actividad, por llamarla de alguna manera.
Yo creo que usted puede trabajar. Escuchó la frase como si se la hubieran anunciado hacía años y se limitó a mirar a los ojos al imberbe sin apenas volver la cara. Preguntó en qué plazos habría de presentar el recurso mientras se componía la vestimenta y recogía la chaqueta de una impersonal percha de color industrial. El imberbe levantó la cabeza para mirarle por primera vez, dibujó una mueca de típico cansancio profesional y dejó que las palabras salieran de su boca. Tres semanas, una vez emitido el informe.

La misma mierda de siempre. No por esperada menos indignante. Decidió no amargarse la vida por un estúpido más de la infinita cola de estúpidos con la que en la vida le había tocado lidiar. A veces se preguntaba dónde se escondía la gente inteligente, la gente capaz, honrada y trabajadora. No debían de estar ya en este mundo. Decidió pasarse por el café y permitirse el par de cervezas que en los últimos años se había prohibido. Estaba hasta los güevos y era miércoles.

El café estaba animado. Alguien jugaba al billar al fondo con una nube de curiosos alrededor. La atmósfera estaba pesada, olía a miseria y el ruido era apenas soportable. Decidió sumarse al embrutecimiento reinante, se sentó en la barra, en el único sitio libre, y una vez Mario le hubo visto reclamó una caña con tono decidido. El barman le dirigió una mirada que duró más tiempo del razonable, tras lo cual sirvió la bebida y la depósito frente a su cliente, permitiendo que la espuma resbalara suavemente del alto vaso. Un par de largos tragos y la mala uva fue dando paso a cierto calor que animaba a olvidar.

Al cabo de unos minutos empezó a sospechar que el vaivén de sus vecinos no respondía sólo a lo animado de la conversación y conociendo sus reacciones en esos casos decidió cambiar de posición. Su mesa habitual estaba ocupada por una pareja de jóvenes, de las que suelen gustar de los bares cutres. Hablaban mucho y no se perdían detalle de la ajada decoración del local. La joven le dirigió una mirada curiosa. Tenía unos ojos redondos, negros como carbones y miraba directa y francamente. El miró también con el descaro que permite la edad y ganó el duelo visual con facilidad. Solía pasarle. Aunque nunca entendía la razón.

La victoria dibujó un esbozo de sonrisa en su cara que la muchacha sorprendió cuando volvía a mirarle. Esta vez, cogido por sorpresa, perdió la batalla en una décima de segundo. Para cuando recobró las fuerzas y miró otra vez, ella lucía una sonrisa deslumbrante. Pero por la actitud de su acompañante dedujo que debía ser cosa de lo que escuchaba, más que de lo que miraba.

Abandonó su pose de maduro interesante y miró el reloj, por hacer algo, mientras se acercaba a la cristalera. Eran las siete y cuarto. Las farolas comenzaban a emitir un destello desganado que anunciaba la noche. El kiosko estaba abierto.

La pareja se levantó recogiendo un par de cosas mecánicamente y se acercó a la barra. La mesa habitual quedaba libre y no era cosa de despreciarla. Se acomodó en la silla, y los observó mientras salían. La muchacha le miró otra vez y no tuvo problema en asomar de nuevo una sonrisa. Esta vez no hablaba con nadie, así que decidió corresponderla con la sensación de cumplir con una cierta norma de humanidad no escrita.
Mientras seguía su caminar por la acera reparó de nuevo en el kiosko. Seguía abierto. Miro el reloj de nuevo. Las 7 y 24.
Pidió una segunda caña alzando la voz cuanto le era posible. El resultado fue nulo. Decidió levantar el brazo y esta vez hubo respuesta. Mario acercó otro largo vaso lleno hasta los topes y se permitió mirarle con cierta sorna. Ignoró por completa la mirada y fijó su vista en el exterior. La luz seguía filtrándose por entre las revistas y las chucherías. Las 8 menos 20. Un instante después se apagó. Bebió otro largo trago con la atención concentrada en aquel reducto donde ahora sólo era posible adivinar algún que otro movimiento gracias a la luz del alumbrado público.

No sabría decir cuánto tiempo pasó. Tuvo tiempo de pedir una tercera caña que el barman concedió permitiéndose esta vez hacer un comentario ácido y puntiagudo. Le fulminó con la mirada y volvió a fijar su atención en lo que le interesaba. La luz seguía apagada y ya empezaba a pensar que quizás hubiera salido sin que el pudiera darse cuenta. Empezaba a notar que la tercera caña había sido un error. Los efectos iban más allá de lo que le convenía. Algunos grupos comenzaban a salir del local y permanecían fuera unos minutos mientras se despedían, lo cual dificultaba seriamente la visión.

Se levantó sin disimular las prisas y como vio demasiada gente en la barra buscó a Mario con la mirada. Estaba en la otra punta secándose las manos con parsimonia. Le hizo la señal convenida. Pagaría mañana. Recibió un gesto de asentimiento y otro de desaprobación al que no prestó atención. La cerveza había hecho el efecto acostumbrado si bien podía caminar dignamente y no parecía tener los habituales problemas de dicción. Para lo que tenía que decir.... Se desentendió de las jodidas reflexiones respecto de su vieja adicción y caminó en dirección al kiosko.

Había refrescado considerablemente. Levantó las solapas de la chaqueta y aguantó el ligero viento que soplaba en contra. Caminaba sin prisas con la vista fija en aquel reducto aparentemente vacío. Al llegar a su altura, aprovechó el paso de un grupo numeroso y se paró para observar con atención. Distinguió con claridad la corta melena que caía sobre una pequeña repisa donde descansaba aquella planta cuyo nombre ignoraba. Absolutamente inmóvil. Volvió a ponerse en movimiento y sólo volvió la cabeza una vez estuvo a cierta distancia. Imposible distinguir nada ya.

No podía resistir la curiosidad. Nunca le había gustado el frio, pero lo cierto es que le vendría bien para espantar los efectos del alcohol. Caminó un poco más y al llegar al estanco recordó que hacía mucho que no veía a Antón. Su antiguo proveedor de nicotina resultaba ser una de las pocas personas con quien le resultaba un placer charlar. Nunca se entretenían demasiado y los dos habían encontrado la forma de hablar sin decir las habituales chorradas. Entró en el diminuto local y tras un apretón de manos entabló conversación con el buen hombre. La salud le daba sus problemas y Encarna seguía con su manía de no salir de casa. Aportó lo que pudo a la escueta conversación y se despidió tanteando afectuosamente el hombro de su contertulio.

Llegado a la salida dirigió la vista en la dirección del kiosko. Resultaba más distante de lo que había pensado y no era posible obtener así ninguna información. Echó a andar en aquella dirección, sin prisas. Apenas circulaba ya nadie por la calle. Sólo una mujer avanzaba en su dirección con la mirada fija en el pavimento. No la reconoció. Sus pasos habían perdido la urgencia acostumbrada y el conjunto transmitía una sensación de dejadez que no sabía interpretar. La perspectiva de cruzarse con ella le provocó una especie de pánico. Lo desechó al instante por lo absurdo y porque el interés era sin duda más intenso. La distancia fue muriendo rápidamente y en apenas segundos llegó a su altura.

Caminaba absolutamente absorta, con la mirada fija unos metros por delante y la cabeza levemente inclinada, como si no quisiera ver nada que no fueran aquellas diminutas piezas cerámicas de la acera. La escasa luz del alumbrado no permitía ver gran cosa, pero las oscuras ojeras se hacían evidentes y el gesto de los labios componía una expresión que era el vivo retrato de la amargura. No pudo resistir más que unos pocos sengundos sin volver la cabeza. Se paró en mitad de la acera y recreó la mirada en aquella imagen desmadejada.

Al punto confirmó sus teorías en cuanto a lo mezquinos que, como humanos, podemos llegar a ser. Lo que había visto movía a compasión al instante y no era posible que existiera nadie tan embrutecido como para no experimentar la misma sensación. Y sin embargo, en algún rincón de su ser había nacido, ruín como una rata, una llama de alegría que sólo podía interpretarse de una manera. Necesitaba que la razón de la amargura de aquella mujer fuera la que suponía. La que necesitaba.

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Al cabo de unos días recibió una carta certificada. El Tribunal médico le convocaba el Miércoles a las 7. La blasfemia nació en su interior como si no existiera ninguna otra forma de expresión. Poco después salía de su boca y explotaba contra las paredes. Hasta Luís, el vecino de arriba, que era sordo, debía haberlo oído. Xisco saltó de la silla en que se había acomodado y corrió a esconderse bajo el vetusto armario.
La cólera no tenía medida. El sacrilegio salió una vez más de su boca y un eco trajo cientos de réplicas idénticas. Xisco bajó las orejas y se acercó al suelo cuanto pudo, como esperando un terremoto inevitable.

Una respiración entrecortada y furiosa llenó por completo la sala y al poco un esplendoroso puntapié lanzo el plato donde el gato solía comer contra una estantería llena de libros y viejos vinilos. Se dejó caer pesadamente en el sofá y pasado un par de minutos enpezó a maldecirse por su falta de autocontrol. Como hacía siempre. Después maldijo también al "jodido-tribunal-de-los-cojones" y, de paso, al calendario. Tenía que ser ese día. Y esa hora.

Cuando ya creía haberse tranquilizado, la blasfemia brotó una vez más, ruda y rotunda como un golpe de azada. Del piso inferior llegó una voz airada y Xisco abandonó el campo en una centésima de segundo.
Después de eso, salió al pasillo, recogió la chaqueta de la percha y se echó a la calle.

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La escena se repetía periódicamente. En el tribunal faltaba hoy alguna persona, pero el resto eran ya viejos conocidos. Había traído consigo todos los informes. Era de las pocas cosas que conservaba cuidadosamente porque tenía bien claro lo que se jugaba. El presidente requirió la documentación que el imberbe había pasado por alto olímpicamente, hizo un breve comentario con el resto de los presentes y a continuación pronunció una breve disculpa que aludía a la falta de medios, la falta de personal, de tiempo.... Él estuvo a punto de decir lo que pensaba, pero esta vez su autocontrol se puso al mando.

Recuperó en silencio la documentación que se le devolvía y tras recibir confirmación de que se le haría llegar verificación por escrito de la deliberación en sentido positivo, abandonó la enorme sala tras un lacónico saludo.
Le habían recibido a las 7 y 25. Eran las 7 y 31 y tenía prisa.

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Había estado dándole vueltas a su ruindad. Y a su mezquindad. Y a su insignificancia. Y al final había optado por rendirse. Lo que se siente, se siente. No me lo invento yo. Había pronunciado la sentencia con cierta indiferencia. Y ahora se aproximaba al kiosko con un sentimiento bien distinto. Dobló la esquina con toda la premura de que era capaz y allí estaba. Seguía abierto. La llama mezquina que le alimentaba explotó dondequiera que estuviera. No se podía evitar.
Aflojó el paso y continuó avanzando mientras un sentimiento de tregua le invadía.
Siempre se había arrepentido de algunas decisiones tomadas en determinados momentos, casi siempre sin la necesaria tranquilidad y sin ponderar cuidadosamente las consecuencias. Había apreciado también algunas circunstancias atenuantes. Su juventud, muy especialmente. Pero, en general, siempre se juzgaba duramente por aquellos errores. Porque se daba cuenta de que su vida habría sido distinto sin aquello. Nadie sabe si mejor o peor. Sólo distinta.

A medida que se acercaba, las palabras que habían salido de su boca frente a la diminuta ventanilla volvían al presente. Nunca sabría explicar por qué había dicho algo tan absurdo y tan falto de tacto. Había ocurrido y no valía darle más vueltas. No valía darle más vueltas.... era la misma reflexión que se había hecho en otras ocasiones. Ahora pensó que esa reflexión era una manera muy poco presentable de escabullirse. Algo en su interior lo decía con todo el descaro: ¿Qué tal una disculpa, chaval?

Siempre le había sido difícil. Había sido capaz de disculparse miles de veces. Por escrito. Una carta, un correo electrónico.... Pero la misma situación, planteada cara a cara, en la vida real, con la persona agraviada frente a uno, ya era otra cosa. Era una forma de exponerse que le resultaba insufrible. El hecho de reconocer la falta ya era difícil, pero el recibir la aceptación de la disculpa, lo era más aún. En algún rincón de su personalidad había un componente de autodesprecio que siempre conseguía imponerse. Como si el castigo fuera lo único que verdaderamente pudiera redimirle. Lo cual convertía el perdón en algo inaceptable. El hecho de que eso sólo fuera así en el cara a cara era algo que no había entendido jamás.

Por alguna razón, cumplidos ya los 47, ese componente parecía estar cediendo. Y se presentaba la ocasión ideal. Estaba justo a unos pasos. Pero no era fácil. Se acomodó contra una farola mientras dejaba que los pensamientos fueran de una posibilidad a otra, abriéndoles el camino como esperando un veredicto factible. Al final decidió que la única posiblidad, la más obvia, era hacerlo. Y punto. Continuó remoloneando unos minutos, como extrayendo del aire fresco el valor necesario. Y por fin, se decidió.

Mientras atravesaba la calle, observó que el coche que tenía delante había frenado bruscamente y desde dentro le miraban con una mueca burlona. Levantó la mano y desde dentro un par de sonrisas condescendientes aceptaron la disculpa. Buena señal. Adelante.
Mientras se acercaba, vio su silueta reflejada en la vitrina y observó que había inclinado la cabeza. Corrigió la postura y se acercó a la ventanilla sin más dilación. Sus pulsaciones habían subido de forma alarmante y era fácil que algo lo delatara.

Buenas tardes. La voz tembló ligeramente por más que intentó disimular su estado. Buenas tardes. La de ella parecía mucho más en forma. Había recogido un periódico cualquiera y ahora alargaba la mano con una moneda. Aprovechó que ella desviaba la mirada para recoger las vueltas. Tendría que haberte pedido disculpas hace tiempo, pero no acabo de entenderme. Ella había girado la cabeza al oirle. Volvió a mirar hacia la cajita de metal donde guardaba el cambio. No tiene tanta importancia. Lo dijo mientras escogía las monedas.

Lo siento, insistió. Recogió el cambio. Las miradas se encontraban y se huían tras cada frase. Quiso ver cierto brillo tras aquellos ojos demacrados y luego lo negó porque no veía la razón. Estaba a punto de despedirse cuando ella habló de nuevo. Creo que esto te interesaría. Le alargaba un libro de pastas blancas con una carátula llena de colorido. Parasoles azules y naranjas sobre mesas amarillas y una mujer morena en medio de una plaza mediterránea. Observó la foto del autor. Un hombre ya en la vejez, quizás, con una expresión marmórea y los labios apretados en una linea casi recta. El pelo blanco y las cejas tambien. La frente amplia y curtida por el sol. El tipo casi metía miedo.

¿Puedo? Pronunció la frase con el libro ya abierto y ella no pudo evitar una sonrisa al reconocer el gesto. Cuando levantó la cabeza para recibir la aprobación se encontró con aquello. La expresión se le iluminó como por arte de magia y las miradas permanecieron encontradas un instante. Una vez se rindieron, el hombre examinó las líneas que había elegido al azar.

"La diferencia entre la cosa imaginada y la verdaderamente acaecida, por lo menos por lo que atañe a mi diario, es la que hay entre la realidad que es propia de la mentira y la que es propia de la verdad". Así de sopetón le superaba un poco, pero hay libros que se compran por causas mucho menos justificadas. Si hubiera sido un ensayo sobre física cuántica lo hubiera comprado igual. Era inevitable. Hasta pronto. Un par de palabras que dicen mucho más de lo aparente y sin atreverse a mirarla de nuevo, se alejó.

Le había invadido una sensación de bienestar apenas recordada y decidió que comprobar si la cita volvía a producirse, no haría más que estropearla. Cuando llegó a casa, algo le impidió seguir sus instintivas rutinas. De hecho, una vez abierta la puerta lo suficiente como para poder abarcar con la vista el amplio pasillo de cal y madera, no pudo reconocer lo que veía. Xisco había decidido condederle a su ventana la calidad de espléndido mirador que siempre le había negado. Cuando cerró la puerta, el animal apenas le miró. Componía esa escena mil veces retratada en la que el contorno gatuno servía de contrapunto a la luz exterior. Un cuadro amable.

Lo raro fue que el bicho no protestara cuando se acercó a cerrar la ventana. Hasta se molestó en dirigirle una mirada más o menos prolongada. Alberto no pudo evitar el comentario. Leches, ....qué te pasa? Cuando levantó el rabo y acercó la cabeza en un ademán punto menos que libidinoso, las alarmas sonaron todas juntas. Joder !! ¿Qué pasa hoy aquí?

Por fin cerró la ventana, Xisco recuperó su antipático comportamiento habitual, y él se entretuvo en mirar a donde siempre tenía que mirar. Ana no había regrasado. La luz del televisor dibujaba la escena con la claridad habitual. Alguien reposaba con las piernas cruzadas sobre la mesa enana y la mujer de alguien iba y venía en el trajín habitual. Nada había de interés allí.
Encaminó sus pasos hacia el pasillo, con las manos en los bolsillos y una sensación apacible de la que ya casi se sentía incapaz. Alcanzó en unos pasos la habitación de la plancha y fijó la mirada en un viejo butacón heredado de sus abuelos. Cuando todo el mundo había decidido deshacerse de el, algo le dijo que debía quedárselo.

Raras veces se sentaba en aquel mueble veterano. La madera había oscurecido con el tiempo, pero el barniz resistía el paso de los años como si tal cosa. Apenas algunas faltas en las patas, escasamente visibles. Lo había colocado a un lado de la puerta acristalada que daba acceso a un balcón nunca visitado. Abrió completamente la contraventana y se sentó. Acarició brevemente aquel viejo tapiz pasado de moda y miró hacia fuera.
La situación del butacón permitía llevar la vista más allá de las casas de enfrente, enfilando un descampado donde habían anunciado un espléndido parque infantil que no había llegado a concretarse, como tantas otras cosas. A lo lejos, cientos de cubiertas entejadas en un caos de lineas donde reinaban, como no, las antenas de televisión.

Cuando se dio cuenta, habían pasado las horas. Permanecía con la mirada fija en aquel mar de antenas y su aspecto daba a entender que podría pasar mucho tiempo más en aquella situación. Volvió a preguntarse por qué se sentía tan.... en paz? Siempre se había analizado y normalmente esos análisis conseguían dar con la razón de tal o cual estado de ánimo. Ahora le resultaba difícil definir con precisión cómo se sentía.
No siempre las palabras consiguen reflejar esos detalles. Había un algo de esperanza perdida en su interior. Pero el escepticismo que le acompañaba siempre seguía pesando. Si bien resultaba claramente más ligero, comparado con no hacía tanto tiempo.

Los días transcurrieron con una cierta placidez y el recuerdo de Aurora casi se desvanecía completamente en según qué momentos. Se embarcó en la lectura del viejo de pelo blanco y aire furibundo. El texto resultaba cuasi-filosófico en determinados capítulos, pero la protagonista era sin duda la vida real. No hubiera seguido leyendo si no fuera así. Se dejaba caer por el café de Mario con relativa frecuencia, aunque no diariamente. Las tareas cotidianas ocupaban su tiempo y la apacible sensación que había nacido el día que compro el libro en el kiosko, permanecía a su alrededor. El Lunes registró cierto desasosiego y el Martes lo confirmó definitivamente. La razón era el Miércoles.

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Este hombre se pasa la vida juzgándose. Cuando sabe perfectamente lo que le molesta que le juzguen los demás. A cada minuto emite un veredicto parcial y temporal de una pequeña porción de su vida. Las torpezas, las indecisiones, las vergonzosas pérdidas de control de tal o cual fecha, .... todo va acumulándose en la memoria, como un contra-curriculum que tuviera que presentar delante de no se sabe quien.

El hecho de que todo eso pese más que las experiencias más o menos positivas, explicaría una buena parte de su compleja personalidad. También recuerda haber cumplido con sus quehaceres. Se sabe un tipo responsable que jamás ha negado la ayuda, más allá incluso de lo razonable. No tiene deudas que le avergüencen y nadie puede acusarle de vago. Podría decirse que goza del respeto de quien le conoce, aunque no de su simpatía. Pero siempre termina diciéndose, ....bah,... a ver si ahora vas a necesitar de laureles....

El aguantar las bofetadas de la vida con cierto estoicismo, con "temple", como él diría, es quizás una de las cosas que más le han ayudado a vivir sin perder la paciencia. Cierta conciencia de que no hay nada que no termine nunca. Por más que haya cosas que duren más de lo razonable. Puede que sea eso lo que termina venciendo a más de uno.

Es curioso que a los derrotados nunca los colocamos en esa categoría, ni en ninguna que se le parezca. Nos hemos buscado una serie de etiquetas que los sitúan en un mundo que no tiene nada que ver con el nuestro. Seguramente porque así nos resulta más fácil pensar que somos invencibles. Invencibles...... valiente mierda somos !! La frase nació de su boca sin querer, como dando la hora. Decidió dejar sus filosofías de tres al cuarto para otro momento, estiró los brazos para desentumecerse y se dispuso a cenar. Xisco vio el gesto y levantó la cabeza, soñando ya con el plato lleno.

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Las horas del Miércoles pasaban con la misma lentitud de siempre. Pero algo en su interior transformaba cada minuto en una nuevo signo de intranquilidad. Hizo algunas compras. Xisco andaba escaso de condumio. Resolvió mínimamente el desorden de la cocina, pasó una fregona al cuarto de baño, repuso un par de tornillos que hacía meses amenazaban con dejar de cumplir su función, y se echó a la calle.

Tenía que combatir aquella ansiedad. Pasos largos y relajados. Era su consigna. Andar dominando el frio primario que pronto desaparecería. Y dejar que lo que sucedía alrededor atrapara los sentidos. El ruído, inevitable, la luz, y esos seres que te cruzas por única y última vez, quizás. Tenía que dejar que las cosas sucedieran fuera. Que no inundaran su mundo. Su escaso, dolido y vulnerable mundo.

No lo conseguía. Algunos lo miraban Y algunas, no. Y se preguntaba a qué venía la atencion, o la desatención. Qué leches tenía de particular. Si caminara como aconsejaba su consigna, no tendría ni que haberles visto. ¡¡ Anda y que les den !! Para confirmar lo rotundo del exabrupto trazó un ángulo recto casi imposible y enfiló el callejón. Esa estrecha calleja le procuraba frescor en el verano y le tenía incluso simpatía. Esta vez iba a ser diferente. Apenas dio un par de pasos notó un relámpago en la mandíbula que le proyectó hacia el duro suelo. Pasaron algunos segundos. Manos nerviosas iban aquí y allá por los bolsillos. Apenas llevaba encima para pagarse un par de cafes. Una blasfemia. Luego otra. Luego una carcajada que venía de más atrás.

Seréis pringaos....El tipo se partía el culo de la risa. Y el no tenía ganas de reir. Le habían tirado las llaves en la cara con muy mala intención, y notaba un hilillo cálido corriendo mejilla abajo. Se había dado la vuelta para ver las jetas de los simpáticos ciudadanos. Y había perdido de vista la risilla falsa que se aproximaba. Lo siguiente fue un puntapié un poquito más abajo de cierto agujero. No le había acertado. O si.....porque pasados dos segundos un dolor profundo y agudo se adueñó de su entrepierna. Los chavales ya estaban fuera del país.

Para cuando fue capaz de respirar, tenía la cabeza descansando en un charco apestoso. No quiso saber de qué. Retirarla de allí suponía enderezar lo que le quedaba de cuerpo, que no podía ser mucho. Lo intentó y desistió inmediatamente. Optó por mantener las rodillas ben pegadas al cuerpo y rodar hacia el otro lado. Enseguido vió las llaves con algun adorno sanguinolento y se apresuró a hacerse con ellas. Siguió apretando las piernas contra el estómago un largo rato. Volvió la sangre al cuerpo y la conciencia allá arriba. Pero no conseguía levantarse.

Cerró los ojos como para facilitar la recuperación por arte de magia. Consiguió que aparecieran dos municipales. Mejor dicho, un municipal y una municipala. El tipo se quedó un par de pasos atrás con la mano apoyada en la pipa. No fuera a estar tratando con vaya usted a saber... La municipala se lo tomó más en serio. Al cabo de unos minutos casi podía tenerse en pie. Hubo las consabidas invitaciones a la responsabilidad ciudadana. No se preocupe. Los conozco. Les debía un dinero. La municipala le miró como quien ve a un perro moribundo y se alejó entonando un "lailo, lailo, lailo" que le recordaba algo.

No hubo más ayudas. El dolor permanecía allí, sordo y puñetero. Tenía frio. Llevaba la ropa medio descompuesta y no podía evitar inclinarse hacia adelante. Adoptar una postura erguida suponía comenzar un calvario. Caminó lo suficiente para doblar la esquina y un bar diminuto y desierto apareció en la acera de enfrente, como un oasis.
Esta vez no lamentó que el tráfico le hiciera esperar. Se demoró lo más que pudo, enderezó los huesos cuanto le fue posible y cuando vio el paso libre avanzó más o menos renqueante. No se veía a nadie dentro. Subió un par de escalones y empujó la puerta. El hecho de que el dueño no apareciera era un alivio.

Se encaramó como pudo al primer taburete que encontró y esperó. El dolor remitía. Buenos días. Había salido de una puerta oculta a la vista, secándose las manos sin prisas. Cuando le miró vio alarma en los ojos de aquel tipo grande. Se quedó medio parado, evaluando la situación, y luego le miró directo a los ojos, sin parpadear. Todo atención y concentración. El había planeado alguna excusa absurda, pero al final pensó que no serviría de nada. Le miró a su vez, sin disimulos. El corpachón pareció tranquilizarse.

Resultó ser adivino. Pero a quien se le ocurre meterse por el callejón a estas horas....!! Lo dijo mientras se daba la vuelta y desaparecía por la puerta invisible. Un instante después reaparecía cargado con un paquete de algodones y un botiquín. No parecía acostumbrado a pedir permiso. Y no paraba de hablar. Los resultados fueron excelentes. No tuvo reparos en pasar un trapo húmedo para eliminar el rastro de sangre que corría desde la ceja hasta el cuello. A continuación abrió la herida sin mucha delicadeza, arrancando un lamento mal disimulado, y procedió como el mejor de los médicos, aunque no como el más cuidadoso.

No se queje tanto. He visto cosas mucho peores. Emitió su dictamen mientas se dirigía a la puerta invisible. Volvió a salir de allí en apenas un par de segundos y siguió hablando mientras bajaba de cualquier rincón una botella de brandy. Una copa de buen tamaño aterrizó en el mostrador y el corpachón dio una orden seca y tajante después de escanciar un trago generoso. Tómeselo. El color de aquel líquido le trajo recuerdos más que desagradables, pero no era la mejor ocasión para desobedecer. Se la metió entre pecho y espalda en un par de tragos. El corpachón murmuró una aprobación y siguió hablando.

Cuando se vió de nuevo en la acera, camino a casa, no pudo recordar bien si había dicho algo en algún momento. Pero el hecho es que caminaba con la dignidad mínima de un ser humano y había notado que no le miraban. Salvo esa joven de ojos negros redondos y vivarachos. ¿Había sonreído? Miró hacia atrás y sorprendió la sonrisa que conocía.... Pero será posible.....?

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Xisco estaba en casa, como si hubiera adivinaba que algo no iba bien. No bien abrió la puerta le vió desperezarse y avanzar a su encuentro. No era una conducta habitual en el bicho, pero tampoco iba a intentar averiguar sus razones. Siempre se le escapaban. Colgó la chaqueta en el respaldo de la primera silla que encontró y se dirigió al butacón al que se había acostumbrado últimamente.
Dejó vagar la vista sobre aquel mar de tejas ocres y antenas metálicas y en pocos minutos se entregó al sueño.

Le despertó una sensación de frio que ya duraba más de lo necesario. Intentó encogerse instintivamente y enseguida acudió un dolor no recordado desde la entrepierna. Antes de incorporarse, esta vez con más precaución, miró el reloj. Eran las 7 y 10. No había comido. En algún rincón de su retina quedaron aquellas tres letras recogidas en esa ventanita del reloj que casi nunca podía leer. Wed. Miércoles. 7 y 10. Esta vez la señal de alarma pudo con todo. Saltó del butacón como impelido por un hambre de siglos. El dolor le hizo doblarse hacia adelante, pero no dejó de correr. Xisco miraba asombrado la escena. La puerta se cerró nada educadamente. El gato dio media vuelta y se alejó en direccióna su ventana.

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Ni un asomo de luz en el kiosko. Apenas lo notó aflojó el paso y se abondonó a la ya conocida sensación. ¿Por qué tendrían que ir las cosas tan bien que hasta a tí te tocara algo, estúpido? El anciano que caminaba en dirección contraria le miró a la boca. Habría notado esa mueca que dibujaban las comisuras de sus labios apuntando al suelo. Alguna vez la había sorprendido en algún escaparate. Se insultó mentalmente un par de veces y la copa de coñac del grandullón protector acudió a su mente como una señal en la que perderse definitivamente.

Caminó hacia el café decidido a celebrar los viejos tiempos. Mucho antes de llegar, el ruido llegó a sus oidos de forma evidente. Luego vio el cartel. Campeonato de tute. No podría soportar aquello. Juró interiormente. Volvió a hacerlo cien veces más. Una vez se calmó, anduvo unos pasos y decidió sentar sus dolidas posaderas en un banco de aquellos que había colocado el Ayuntamiento poco antes del último proceso electoral.

Un coche avanzaba más rápido de lo aconsejable. Vaya novedad. Le sobrepasó en décimas de segundo y clavó los frenos en un gesto que parecería físicamente imposible. La puerta contraria al conductor se abrió lentamente. Vio descender una figura familiar. Apenas habia conseguido abandonar el diminuto espacio, una voz clamó un agrio insulto y el destartalado auto salió como volando antes de que la puerta se hubiera cerrado. Ahí estaba ella, conocida y ajena al mismo tiempo. Apenas había conseguido arrebatar el bolso en el último segundo. Y ahora permanecía ensimismada, con la vista fija en la silueta del coche que se alejaba. Y el bolso colgando de la mano izquierda, apartado del cuerpo en un gesto de incredulidad. Permaneció así hasta que otro motor exigió paso.

Subió a la acera con paso vacilante y se encaminó al kiosko. Aquella costumbre de llevar la cabeza medio colgando acabaría dándole problemas. Y ya parecía tener los suficientes. En lugar de dirigirse a la puerta se aproximó a la parte posterior, que quedaba más resguardada. La tensión de la mano se aflojó en un gesto aparentemente absurdo y el bolso descendió rápidamente hasta los dedos para caer al suelo inmediatamente con un ruido apenas perceptible. La cabezá se inclinó aún más y los brazos acudieron como para protegerla. Los hombros iniciaron un baile frenético y los sollozos se dejaron oir como si nada importara que hasta las piedras supieran lo que estaba pasando.

Una mujer entrada en años se aproximó y puso su mano sobre los hombros aún convulsos. Los sollozos se detuvieron apenas, como cogidos en falta. No pudo ayudar mucho la pobre señora. Aquella mujer no estaba en condiciones de agradecer nada. Recogió el bolso del suelo rápidamente y se precipitó dentro del pequeño reducto que le daba cobijo cada día.

Desde el banco podía vislumbrarse al contraluz lo que ocurría dentro. Por más que era harto previsible. La melena se había inclinado sobre una estantería que ya parecía destinada a aquel triste menester. Mientras contemplaba la escena sin perderse ni un segundo de todo cuando estaba pasando, Alberto volvió a certificar el grado de mezquindad a que podía llegar. Si bien un cierto sentimiento de compasión parecía abrirse camino con dificultades. Algo te debe quedar de humano, se dijo, dedicándose después uno de aquellos epítetos que se regalaba con cierta frecuencia.

Empezaba a hacer frío, pero la mirada no podía abandonar aquel minúsculo espacio donde no parecía ocurrir nada. Comenzaba a sufrir un entumecimiento alarmante cuando algo se movió allí dentro. Casi a cámara lenta las manos descolgaron el cartel que advertía de una ausencia temporal. Luego comenzó el obligado recorrido habitual para volver a dejar aquel exiguo espacio protegido de las inclemencias y las intrusiones de los amigos de lo ajeno. Estaba tardando un mundo.

Por el otro lado de la calle irrumpió una figura alta y desgarbada. Caminaba como empujada por un motor. Aquellos largos brazos resultaban familiares.
Poco antes de llegar al kiosko lanzó un "!! Tú !!" desvergonzado y se encaró con la mujer desairadamente. Ella giró la cabeza y apenas sí tuvo tiempo de dejar lo que hacía para atenderle. No dijo nada. Levanto un brazo levemente en un reflejo de defensa. Los del viejo trazaban figuras gigantescas en el aire mientras un aluvión de voces en mil tonos diferentes la rodeaban como un ejército ante el que no se puede hacer nada. Inclinó la cabeza y juntó las manos sobre al pecho, petrificada en aquella luz mortecina. Las voces continuaron su asedio mientras el viejo avanzaba y retrocedía sobre sus pasos en apenas un metro cuadrado de terreno, como si le fuera imposible contener aquella furia desatada.

Pasaron unos segundos eternos y aquel ser envuelto en la bruma de la cólera más absoluta, parecía por fin dispuesto a alejarse. Ella permanecía inmóvil, como una santa, con la cabeza inclinada y las manos juntas bajo la barbilla. Casi parecía terminado el asedio cuando el viejo, en un último acceso de rabia incontenible, avanzó a grandes zancadas con el brazo derecho extendido hasta el índice acusador. Cuando llegó a la altura de la aterrorizada figura, encogió el brazo y de un rápido empellón la lanzó contra las paredes del kiosko. La cabeza golpeó una plancha metálica emitiendo un zumbido sordo y los brazos se abrieron y cayeron desmayadamente a lo largo del cuerpo.

Alberto se había levantado horrorizado. El viejo volvía por donde había venido con el mismo paso colérico y mirando hacia atrás una y otra vez, como comprobando los efectos de la razzia. La mujer componía un cuadro grotesco, con la cabeza colgando y los brazos desmayados. Al poco las piernas comenzaron a fallarle. El cuerpo se deslizó contra la plancha metálica que lo sostenía mientras las rodillas se adelantaban involuntariamente. El gabán había quedado enganchado en algún punto indefinido y sólo descendió cuando el cuerpo llegó al suelo, tapando completamente la cabeza inanimada. Hubiera resultado cómico si no resultara patético.

No había nadie en la calle. El silencio se había adueñado de todo, como si los últimos acontecimientos resultaran difíciles de asumir hasta para los adoquines. Sólo los pasos rápidos de Alberto rompieron aquella atmósfera casi irreal. Cuando llegó junto a la mujer puso una rodilla en tierra y retiró como pudo el gabán que la cubría de aquella forma tan grotesca. Observó que no lloraba. Y no parecía haber reparado en su presencia. Levantó su cabeza tan delicadamente como pudo. Tenía la mirada turbia y la mandíbula caída. Apartó la melena con cuidado y aplicó un pequeño cachete sobre su mejilla. Casi resultó una caricia. La segunda vez lo hizo mejor. Ella fijó la vista en sus ojos y parpadeó un par de veces.

Un par de transeúntes se habían aproximado ya. La mujer los miraba con aprehensión. Tienes que levantarte. Pasó su brazo por la cintura femenina y el otro empujó por debajo del codo hacia arriba. Una vez erguida, comprobó que podía mantenerse de pie, pero no dejó que echara a andar inmediatamente. Ella asió su antebrazo con fuerza y asintió con la cabeza como dando a entender que podía caminar. Avanzaba con lentitud. Y en la dirección equivocada.

Tu casa queda en la otra dirección. Lo dijo como temiendo ser más rudo de lo conveniente. Ella no contestó de momento. Se limitó a seguir andando con cierta dificultad. Al cabo de unos minutos y ya recobradas en parte las fuerzas, dejó escapar una frase limpia y sencilla. No tengo a donde ir. Alberto se detuvo sin querer y la miró perplejo. Ella le miró un segundo con un aire mitad desvalido mitad indiferente y echó de nuevo a andar.

No había hoteles en aquella zona. Alguna pensión no demasiado recomendable y pare usted de contar. Alberto sabía que caminaban en dirección a su casa, pero no tenía muy claro si darle cobijo era lo correcto. O lo conveniente. O qué pensaría ella de semejante solución. Pero no había muchas alternativas, así que enfiló el portal sin hacer comentarios. No estaba muy seguro de que pudiera subir las escaleras. Apenas inició la pregunta, ella asintió como si adivinara lo que pensaba. Se felicitó por no vivir en el cuarto. El recio pasamanos facilitó la tarea y al cabo de un tiempo no excesivo, estaban arriba.

Lo primero que pensó fue donde había dejado los calcetines. Solían quedar por los rincones más inverosímiles. Luego se preguntó si había comida para los dos. Enseguida recordó que había acumulado más sopa de la que podía comer y había comprado embutidos no hacía tanto tiempo. Por otra parte, no debía tener mucha hambre la pobre. Se le ocurrió que lo mejor que podía hacer era acomodarla en el viejo butacón que había abandonado no hacía tanto. Una vez la vio acomodada, abrió la contraventana completamente. Aquel paisaje de tejas y antenas no era lo mejor que podría contemplar, pero era algo. Ella lo confirmó en seguida. Miró el paisaje urbajo y dejó que la cabeza reposara mansamente en la vieja butaca.

Septiembre avanzaba con la lentitud propia de las estaciones y no hacía frio todavía. Así que no había encendido aún la calefacción. Las mujeres suelen ser frioleras, chaval. Espabílate. Y luego, uno de los epítetos acostumbrados. En algún sitio he dejado una manta que vendría de perlas, pensó. Recorrió la casa algunas veces. Ya empezaba a maldecir cuando recordó donde estaba. Acudió a aquel armario de castaño que los propietarios del piso habían querido dejar atrás y retiró la manta después de comprobar que estaba presentable.

Cuando entró en la pequeña pieza ella había cerrado los ojos, aunque no parecía dormir. Acercó una silla y se sentó a su lado. Perdona. Abrió los ojos.
- La casa es amplia y puedes acomodarte como mejor te plazca. No vivo en el lujo pero creo que está razonablemente limpia. Aquí al lado hay una habitación donde dormirás bien y podré oirte fácilmente si necesitas algo.

No había notado que tuviera los ojos verdes. Las lágrimas acudían ahora y mostraban aquel fondo de jungla de manera clara. Habría querido enjugarlas con la escasa delicadeza de que era capaz, pero no podía permitírselo. Dos reguerillos manaron lentos mejillas abajo. No parecía importarle su presencia, pero él no sabía qué demonios hacer.

- No podré dormir. Estaré bien aquí.

Estaba claro que no de aquella manera. No se iba a pasar la noche así. Así que recordó la vieja silla que había usado su madre. Le había cortado las patas para adecuarla a su escasa estatura. Ahora vendría bien. Se dirigió a la cocina y retiró de encima un sinfín de objetos más o menos olvidados. Cuando entró en la habitación ella había cerrado los ojos. Se había entregado a un llanto silencioso y apacible. Respiraba profundamente y sólo aquellos simétricos reguerillos en sus mejillas delataban lo que ocurría en su interior. Colocó la silla a escasa distancia de sus rodillas y después de situar un cojín anticuado sobre las vieja madera asió sus tobillos con decisión y los depositó con suavidad sobre el cojín después de retirar los zapatos. Ella abrió los ojos un instante sin demostrar nada especial.

Donde habré dejado la dichosa manta...Salió al pasillo y la encontró sobre el radiador. La recogió con rapidez, entró de nuevo en la habitación y la depositó sobre aquella tristeza abandonada. La estiró sobre las piernas extendidas, levantó de nuevo los tobillos y la envolvió sobre los pies. Puede que le diera algo de calor, pero mejor calor que frio. Tiempo tendría de destaparse. Completada la sencilla operación se irguió y la contempló largamente. El llanto continuaba fluyendo mansamente pero su respiración era lenta y profunda. Tendría que haber comido algo, pero probablemente le fuera imposible. Abandonaba la habitación cuando escuchó aquel gracias en apenas un murmullo.
Procura descansar. Intentó que su tono resultara más amable de lo que solía ser y se dispuso a cuidar un mínimo de sí y del gato.
De madrugada se levantó para ver como seguía aquella pobre alma en pena. Encendió la luz del cuarto de baño, al final del pasillo y se dirigió a la pequeña pieza donde la había dejado. Antes de llegar, observó que la puerta de la habitación contigua había sido entornada. Asomó la cabeza y advirtió que la silla que había dejado a los pies de la cama albergaba una chaqueta de punto y una falda doblada cuidadosamente. Escuchó una respiración profunda y regular y no quiso ser más curioso. Al menos estaba claro que no se sentía intimidada.

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Por la mañana se vistió antes de salir de la habitación y se la encontró en el pasillo, ante aquella pequeña estantería, quitando el polvo de aquellos libros que el había casi olvidado. Murmuró un buenos días que ella respondió con una voz apenas perceptible. Seguía sollozando con cierta intensidad, lo cual llamó su atención, porque había esperado que hubiese asumido ya la situación en cierta medida. Enseguida le llegó como una queja confusa cuyo sentido no pudo entender.

- Sólo hice lo de la manga !!
Y siguió sollozando, aún con más fuerza. No cabía más que dar consuelo, pero era una situación complicada porque no se sentía autorizado a tantas efusiones, así que, confuso como no lo había estado en su vida, decidió huir del triste cuadro haciendo caso de la llamada del gato que se había colocado bajo la ventana de la galería y reclamaba salir con urgencia. Cuando la hubo levantado miró hacia abajo y reparó en una camisa blanca que flotaba al viento como una bandera. Tenía una mancha amarillenta en una manga y otra del mismo color, aún más intenso, en medio de la espalda. Los contornos delataban claramente el delito de una plancha que había permanecido allí más tiempo del recomendable. Adivinó inmediatamente quien debía manejarla y entendió de súbito la queja que acababa de escuchar.

El patio era el objetivo habitual de muchas miradas en aquel entorno del barrio. Aquella bandera pretendía ser una explicación pública que nadie hubiera reclamado.

Volvió al lado de la mujer, comprendiendo ahora su drama tan presente y adivinando en buena medida el del pasado. Seguía sollozando y pasando el trapo sobre aquel sufrido libro, quizás por milésima vez.

- ¿Tan mal te tratan?

Lo dijo casi sin pensar, como si aquellas cosas no ocurrieran realmente. Y provocó un estallido de llanto incontenible. Aquellos dedos menudos aflojaron sin querer y el libro cayó al suelo, mientras los brazos conservaban absurdamente la misma posición. Esta vez no se paró a pensar qué había que hacer. Se descubrió en un abrazo tan tierno y entregado que casi no se reconocía. Su habitual torpeza había dado paso a una destreza sentimental que no era suya. Ella apoyó la cabeza en aquel cálido seno masculino y arrojó sus tristezas contra un aroma de macho austero y descreído. Escuchaba un shshshsh continuado mientras unos dedos andaban en su pelo con calma y delicadeza.

Muchas eran las tristezas, de manera que aquel abrazo duró tanto tiempo que ya llegó un momento en que parecía imposible conservarlo. El llanto fue cesando y el hombre empezó a sentir vergüenza de aquella situación. Aún así dejó que fuera ella la que se apartara. La mujer levantó la cabeza y se llevó a la nariz el trapo con el que había estado limpiando el libro. Cuando lo retiró dejó dos manchas leves en las aletas de aquella nariz breve y ligeramente respingona.

El rió levemente y ella dirigió una mirada sorprendida al trapo y no pudo evitar que una leve sonrisa le iluminase el rostro.

Era la segunda vez que Alberto veía asomar una timida sonrisa en aquella mujer. Y la segunda vez que se asombraba de lo que ocurría cuando la boca iniciaba aquel gesto distendido y lo completaba un instante después permitiendo que viviera apenas unos segundos. Era justo la diferencia que hay entre la oscuridad y la luz en sus miles de matices. Materialmente, era otra persona.

Sus manos seguían como sosteniendo aún aquellos brazos menudos. Aprovechó el leve contacto para dirigirla hacia el butacón recientemente descubierto y se acomodó a su lado en una silla cualquiera. La enorme emotividad vivida hacía apenas unos minutos avivó la llama de la buena comunicación. Esa que permite entrar en el alma de los demás sin causar daños. Entregando cuanto se puede entregar y recibiendo sin zozobras aquello que buenamente se nos entrega. Es la única manera de entenderse.

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Xisco sale menos. Le ha tomado cariño a esta mujer. Los dos se comunican cosas en extraños lenguajes. A veces les contemplo como dolido porque este animal nunca ha demostrado mucho afecto por quien le da de comer. Por las tardes continuo tratando de escarbar en este italiano serio como un mármol. He descubierto que la luz del patio invita a la lectura. Resulta extraño no haberlo descubierto antes, pero lo cierto es que la casa parece ofrecer ahora un calor que nunca había tenido.

Ella sale cada día a atender aquel cubículo atiborrado de prensa y cosas nimias. Yo me paso a una cierta hora para ayudar con los paquetes pesados y luego acudo al café a calmar el estómago con el café con leche acostumbrado. Mario me trata con una cierta distancia, pero he descubierto más respeto en su mirada. Sigo ocupando mi mesa habitual cuando es posible y desde allí sigo contemplando ese dichoso kiosko mientras me aventuro por los caminos del pasado sin dejar de maravillarme de lo imprevisible que resulta el presente.

Me doy mi paseo habitual y a eso de la 1 del mediodía paso por casa a rematar la comida. Ana suele dejar preparado lo esencial antes de salir. Nunca he sido un gran cocinero. Procuro compensar esas carencias propias con la plancha y el aspirador que ella ha juzgado necesario. No ocultaré que la compensación resulta insuficiente, pero he conseguido que los calcetines no aparezcan en lugares muy inesperados.

Ana se ha tomado a broma ese rechazo que tengo por el televisor. Y sonrie ensimismada cuando acudo al sofá y me arrebujo a su lado demostrando un frio que en realidad no siento. Enseguida me pasa el brazo por los hombros. Me hago el remolón un par de segundos, no más, y luego reposo mi cabeza en su seno cálido y me dejo querer. Si Aurora me viera así, no se lo creería. Cuando ya las extrañas presencias del infernal aparato me resultan insoportables, me incorporo, le planto un ruidoso beso en la mejilla y me voy a buscar mi mundo propio entre estas cuatro paredes.

He comprobado que ese abandono la entristece un poco, pero sé que no debo renunciar a mi espacio. Y esa leve tristeza no hace sino demostrar un interés que alimento cada día como si fuera un tesoro. He aprendido a esperar. Para cuando sus heridas empiecen a olvidarla, creo que me entregaré como nunca he sabido hacerlo en el pasado. Y sus leves tristezas tendrán fin.

Sigo acogiendo en mi ese escepticismo que me aconseja no dar nada por hecho, por si acaso resulta necesario acoger otra vez a doña soledad. Pero creo que no volveré a dejar que se instale tan ricamente.

FIN