22 de abril de 2007

Imperativo legal



Me ha denunciado. Asegura que tengo las típicas manías de los humanos y que no tengo más que mirarme al espejo. Y que no tengo putidea de fotografía. Joder, se la ve convencida (es chucha, no chucho ....). Si es que no doy una ... Mis disculpas, Dª Chucha.

Don Chucho



Simpático, ¿verdad? Pero no sólo. Aplomado, interesado y muy dueño de la situación. Venía olisqueando por aquí y por allá, un poco apresurado, así que pensé que se me largaba con viento fresco. Tiré una foto con las prisas lógicas y quedó como mal repartida. El chucho descentrado y la sombra como escapándose por la esquinita de abajo. Transmite una fuerte impresión de abandono entre los espacios mal ubicados.

Y no es el caso. Cuando me puse frente a él, plantó el culo en el suelo y levantó la cabeza tal como veis. Como un modelo. Ni el más mínimo gesto de duda, temor o curiosidad. El tipo está en su sitio y yo no. Y lo sabe, el muy jodío. Además le han cortado el pelo para aliviarle estos imprevisibles calores y se siente importante. Me ha dicho que cuando iban a proceder con la melena ha salido pitando. Que le gusta así, estilo Beatles. Le he dicho que le queda muy bien, en un intento de conservarle en esa postura unos instantes más. No había necesidad. Cuando he bajado la cámara ha torcido un poco el morro, como si la sesión le hubiera resultado corta.

6 de abril de 2007

La Vía Láctea

Cinco de la mañana. Madre me sacude los hombros con ese algo especial que pone en todo cuanto tiene que ver con "su niño". Abandono la cama y con el tenue reflejo de la luz de la cocina me pongo en marcha. No hay que despertar al resto de la casa. Me aseo de manera sumaria bajo una luz de cera y luego me enfundo estas ropas de tacto áspero y color francamente desagradable.

Una taza de leche oscurecida con no sé qué y estoy listo. Madre va y viene con esa expresión de fatalidad crónica que tan bien conozco. Echo al hombro el petate y me despido con un par de gestos rápidos mientras escucho el consejo de siempre. "Ten coidado, fillo".

Me acoge la noche de Marzo y una atmósfera que anuncia día soleado. Hay algo cálido en estas luces mal alimentadas. Los tacones despiden ecos por las sombras, en un silencio que sabe a compañía. No sé por qué siempre he visto en las noches silenciosas algo acogedor. Tengo tiempo de sobra, así que camino con tranquilidad, con una brisa sosegada en el rostro y el pensamiento como detenido.

Voy dejando atrás cruces solitarios y ventanas que van componiendo un puzzle urbano de resplandores blancos o amarillos. Algunos obreros esperan en las esquinas, en pequeños grupos. Disfruto del paseo cuanto puedo, como demorando el final del camino, pero al fin la estación se hace más y más evidente en la distancia.

Penetro en un espacio exiguo iluminado por luces blancas, cegadoras. Apenas un par de personas en la cola. Tras el ritual de costumbre obtengo la acostumbrada papeleta que me sitúa en Madrid-Atocha. Salgo al andén y alivio la espera avanzando o retrocediendo con pasos melancólicos mientras compongo con las vías un punto de fuga en el infinito. El monstruo de hierro aparece pronto en el horizonte, con un rugido inevitable y un pálido haz de luz entre los ojos.

Me acomodo en un departamento vacío, apago la luz y me dispongo a dormitar lo mejor que pueda. El revisor no aparecerá hasta dentro de un par de horas. Por la ventanilla desfilan rincones conocidos, recuerdos de la infancia, quizás confusos ya. Una vez más, me voy. A la puta "mili". Por cuarta vez en el último año. Cuanto más tiempo pasa más me duele. Doy cobijo a algunas imágenes del pasado y luego a otras que deben ser del futuro. Me abandono al sueño.

Esta vez no es madre quien sacude mis hombros. "Billete, por favor". Traje azul con gorra más o menos a juego, camisa blanca víctima ya de las arrugas y la corbata negra de rigor. Ha debido dormir poco el hombre. No acostumbra a pasar a estas horas. En cuanto quedo solo apago la luz de nuevo. Miro afuera de la ventanilla medio adormecido y entonces me fijo mejor. La luna permanece tras las suaves colinas y envía un rumor blanco que dibuja los contornos de un horizonte suspendido en un lienzo. El tren avanza cansinamente por una llanura interminable y arriba hay un coro de luces que no he visto jamás. Al menos, nunca tantas. Y no de esta manera. No sabía que la luz tuviera tantas tonalidades. O que las sombras fueran tan cambiantes. Hay estrellas gigantes ahí arriba. Y otras más pequeñas que van y vienen. Huyen unas de otras en un juego inocente. Quizás juegan a esconderse en las sombras. La mancha blanquecina que llamamos Láctea recorre el cielo cegador, paralela al tren, como invitando a seguirla. Estoy convencido de que nunca más volveré a verla. No de esta manera. Cuando llevo así un buen rato, me doy cuenta de que lo que siento ahora se parece mucho a la plena consciencia. No de uno propio, sino de todo. De la luz y las sombras ... los vientos, los caminos, el futuro, la angustia, el hierro, los olores, la vejez, la amargura, la calma, los fracasos, el cariño, el hastío, las heridas, el hambre, los volcanes, los mares, las injurias, el trueno, ...

Creo que es la única vez que me he sentido así. Y seguramente será la última. Hay cosas que no ocurren dos veces. Tendré que dar las gracias al revisor insomne.


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