25 de agosto de 2007

A mi rio



Hoy he vuelto a mi rio, por más que el día no invitaba demasiado. Creo que ha sido una especie de ritual. De ese tipo de cosas que haces porque algo te lo pide desde dentro del cuerpo. O del alma, que sé yo. Creo que no volveré por aquí hasta el año que viene, a menos que mañana tengamos todo el verano que hasta hoy ha faltado, y no creo que vaya a ser así.

Parecerá una estupidez, pero lo cierto es que quería despedirme de estas piedras, a veces tan molestas. Desde la foto puede parecer un espacio casi ideal, pero lo cierto es que resulta bastante incómodo según a qué cosas estés acostumbrado. Sólo que esas incomodidades ya se han incorporado al ente que habita mi pensamiento y me recibe cada año con ese rumor de agua enbravecida sin el que la vida no sería lo mismo. Siento que este espacio, que no es de nadie, me pertenece.

Y ya me da igual que las piedras se me claven en las costillas. Sencillamente, las retiro hasta que la molestia que está debajo de la que acabo de retirar resulte soportable. En tiempos en que venía aquí bastante gente, terminábamos por allanar de alguna manera este mar de minerales errantes, expulsados de todas partes y vapuleados de por vida. Hoy resulta más difícil porque apenas queda ya quien venga a rendir visita a este rincón.

Cualquiera que me viera entrar en el agua se echaría unas risas, porque no es tan sencillo como parece. En las zonas en las que el agua baja mansamente termina acumulándose sobre las piedras una película arcillosa tan resbaladiza que es casi imposible no caerse. Así que lo normal es marcarse un numerito de equilibrista de vez en cuando, agitando los brazos en el aire casi involuntariamente, para evitar llegar al agua antes de lo previsto. Resulta absolutamente cómico, de verdad.

En un día nublado como hoy, en el que el verano parece decir adiós, no se puede evitar una fuerte sensación de melancolía. Y creo que sería equivocado combatirla. Es mejor abandonarse a ese tenue velo de tristeza mientras la vista recorre estos rincones tan conocidos y tan amados. Y dejar que las piedras, las pizarras, los arbustos, los tomates (¡¡ los hay !!), los mosquitos, las hormigas... el aire, la luz, el agua, ... te acompañen.

Hay tantos recuerdos ligados a este rincón que creo que no sabría interpretar mi vida si de alguna manera desapareciera de la memoria. Sería un auténtico desastre. Eso que llaman una pérdida irreparable.

Bien, me he despedido con un baño que ha resultado sorprendentemente frio. Mucho más de lo esperado, aunque el frio de estas noches ya lo anunciaba. En fin, como es imposible abrazar algo tan grande, sólo me dejaré abrazar. Hasta el año que viene, mi querido y líquido rincón.

24 de agosto de 2007

El "secreta"


Corren los años 70. Vivo en este barrio. Le llaman “Las Casas Baratas”. No son casas. Son pisos, siendo generosos. Se ordenan por bloques de viviendas de diferentes alturas, dispuestas en una sencilla trama que conforma un barrio obrero, o, mejor dicho, un barrio pobre.

Tenemos el matadero, la capilla, el cuartel, que incluye la cárcel, y el teleclub. Aquí vive gente trabajadora, la guardia civil y algún extraño personaje. Se rumorea que ha sido “secreta”. Unos cincuenta y muchos, corta estatura, enclenque, pelo cano rizado con dos amplias entradas , expresión ausente pero urgente al tiempo, y espalda ligeramente encorvada sobre un cuello casi inexistente. Siempre lleva el mismo atuendo, haga frío o calor. Un traje color azul con rayas blancas apenas perceptibles dispuestas verticalmente tanto en el pantalón como en la chaqueta.

Vive en la planta baja de unos de los bloques más altos, al que se accede por unas modestas escaleras de apenas 5 ó 6 escalones. La acera discurre entre este bloque y otro gemelo, dejando en medio un espacio donde se albergan un pequeño comercio de comestibles, la pescadería y el bar.

Acaba de salir del piso exiguo. Echa los codos hacia atrás y hurga en los bolsillos de la americana azul visiblemente perjudicada por el paso del tiempo, mientras pasea la vista arriba y abajo para comprobar que las cosas siguen en su sitio. Terminada la infructuosa búsqueda parece recordar que los gafas están en el bolsillo interior. Las extrae con cuidado y las deposita sobre la nariz tranquilizando el gesto.

“Buenos días”, “buenos días”. No suele pararse con nadie. Cruza ante la pescadería dejando una mirada curiosa en el interior y continúa hacia el bar. Hay dos espacios bien diferenciados. Un mostrador que compone una escuadra perfecta, justo enfrente de la puerta, y un reservado donde se disponen 6 mesas de mármol y patas de madera que sirven casi exclusivamente para jugar a las cartas. La blanca superficie acusa la huella del carboncillo de los lápices que van y vienen durante las partidas de tute o subastado.

Tras un escueto saludo al barman, que responde educadamente pero sin demasiadas familiaridades, ocupa su rincón habitual en la mesa del fondo después de recoger el periódico. Extrae un nuevo par de gafas de la americana y se pone a la tarea. Suele leerse el “Pueblo” de cabo a rabo. Eso le toma un par de horas bien a gusto. En el transcurso de ese tiempo, nada conseguirá distraer su atención. Apoya la cabeza en los dedos abiertos y, ligeramente inclinado sobre las páginas en blanco y negro, va tomando posesión de los acontecimientos. El crucigrama ocupará el resto de la mañana. Luego, una de esas cortas conversaciones con que solemos aliviar las despedidas, y vuelta a casa.

Por la tarde, cuando leo el periódico, termino siempre revisando el crucigrama en busca de algún espacio vacío. No suele haberlos y, cuando los hay, raramente consigo resolver el problema. Así pasa este hombre sus últimos años, en esa rutina de funcionario desubicado, si no desterrado, como algunos afirman. Lo último que recuerdo fueron algunas visitas al bar, ya por la noche, alguna de las cuales terminó en un súbito desfallecimiento que dio con su cuerpo por tierra, fulminado.

Murió un día cualquiera sin que nadie advirtiera su ausencia. De hecho fue el hedor y no la ausencia lo que obligó a averiguar qué había ocurrido. Nadie supo de familia, allegados o conocidos que acudieran a despedirle. Ni siquiera recuerdo su nombre.

3 de agosto de 2007

Orgullo de "currito"


Supongo que los vecinos del pueblo se preguntarían por qué lo hacía. A esa gente no se le escapa una. Debe ser que han pasado por todo y no hay manera de colarles una apariencia. En una aldea es obligado pararse a hablar con la gente, aunque siempre hay quien pasa de largo. Supongo que el hecho de ser "de fuera" te obliga también a la cortesía. Y desde luego, hay que reconocer que es más humano que la despersonalización de las ciudades, donde no hablar una palabra en el ascensor o no cambiar más que un cortés "buenos días" con el vecino, resulta ser lo habitual. Así que me paraba y cambiaba unas palabras con quien tuviera a bien pararse a charlar. Pero nunca conté gran cosa. Por otro lado, no había mucho que contar.

Creo que me pasé trabajando en esa casa, en los ratos libres, fines de semana y vacaciones (os lo podeis creer) del orden de tres años. Recuerdo que mi viejo me preguntó por qué lo hacía, aunque justamente fue él quien quiso emplear en la rehabilitación unos duros que le sobraban. Un día sugirió, de alguna manera, que quería demostrarme a mi mismo que lo podía hacer. No le dije que no, pero tampoco estoy muy seguro de que fuera exactamente eso.

No voy a decir que no me lo currara bien, porque de otra forma no se puede hacer. Y que me quedó un cierto orgullo de ver nacer las cosas nuevas y los espacios más o menos luminosos a base de sudor del bueno, sin trampa ni cartón. Por más que uno sepa que las cosas nacen siempre como resultado de algo, una vez que las ves ante ti, recién paridas, parecen un milagro. Aún más si lo que haces es arreglar lo viejo, porque la imagen original parece que se queda anclada ahí, en algún rincón. Te sientes como un pequeño artista que hace brotar cosas nuevas de algún sitio. No importa de donde. Y no creo que sea una exageración decir que el trabajar con las manos es arte, de alguna manera. Quizás de muchas maneras.

De todas formas, me ha quedado una sensación mucho más poderosa de toda esa experiencia. Hay percepciones que casi no se pueden explicar, que no sabe uno muy bien de donde salen o cuál es su causa verdadera. Pero las notas de una manera abrumadora. En ese amplio espacio - casi cien metros de superficie - me sentí absolutamente en paz en momentos en que no tenía paz. Así de sencillo. Hay recuerdos, aparentemente insustanciales, que se han quedado amarrados en alguna parte del corazón, porque el cerebro para esas cosas no sirve.

Tenía un pequeño patio exterior, con una higuera importante. Ahí me senté un día cualquiera, supongo que cansado y al rato de dejar que no pasara nada, cosa fácil en un lugar así, tuve la sensación más placentera que recuerdo en muchos años. Nada más que un ligero vientecillo primaveral, acariciando las hojas de la higuera, como un regalo de sosiego absoluto y eterno. La luz del sol del crepúsculo y ese silencio de brisa que acaso solo los árboles saben dar. Después de ese día, esa fue otra "tarea" de la que procuraba no olvidarme.
Y un tiempo diferente. O la ausencia de prisas, de horarios que cumplir, de tareas que necesitan estar acabadas casi antes de haber comenzado. Y el enorme placer de hacer las cosas con cariño, con paciencia, perdonándose cada fallo y hasta riéndose uno de las meteduras de pata, en esa soledad de hogar abandonado. Quizás recuperar también el espíritu de esa gente que no ha tenido maestros y averiguar, a base de tesón y paciencia, que no hay nada que no se pueda aprender. Y casi nada que no se pueda hacer.

Comprobé también, porque no lo tenía tan claro hasta ese momento, que uno es distinto de los demás. Parece una obviedad, pero quizás conviene pensarlo más despacio. Ocurrió más de una vez y de muchas veces, que me sorprendí pensando "cualquiera que me vea, se parte". No sé si de la risa o del asombro. La tarea solía presentar dificultades importantes, porque uno no es ni carpintero ni albañil ni mago. Así que podía pasarme en la misma posición, dándole vueltas a la cosa, ... horas. ¿Nunca habéis visto una garza en un rio, bien de mañana? No mueven un músculo y terminan por parecer parte del paisaje del tiempo que se pueden pasar así.

El caso es que solía funcionar, aunque no digo que siempre. Al final surgía un plan y "sólo" se trataba de ponerlo en práctica. Y entonces, cuando me ponía en marcha, me crujía todo el cuerpo en cada articulación, como esos muelles oxidados que delatan la más mínima oscilación. Así que no podía dejar de preguntarme el tiempo que llevaría varado, como la garza y de lo extraño que ese comportamiento podría resultarle a mucha gente.

He tenido la fortuna de disfrutar de esa soledad como creo que poca gente haya podido hacer. Aunque realmente, no estaba solo. Ahora que es casi imposible encontrar un lugar donde el silencio sea posible, creo que esa experiencia me ha enseñado de verdad lo absolutamente hermoso que puede ser el silencio. Como un confidente al que puedes contarle todo sin necesidad de pensarlo siquiera. El silencio se parece mucho a la paz. Debe ser por eso que cada día estamos más intranquilos. Cada día hay más gente que confiesa no poder soportarlo, como si habitara en el algo intrínsicamente malo. Estamos desquiciados. Es un hecho.

Por paradojas de la vida, que jamás será controlable ni planificable ni mucho menos previsible, llegado el momento en que pudo empezar a usarse, ninguna de las personas que debían disfrutarla se encontró a gusto. Y pasado un tiempo se vendió para recuperar en lo posible el dinero invertido. Lo compró una pareja de por aquí que trabaja en Barcelona (algo misterioso me une a la gente del Mediterráneo...). El día que ultimamos la venta, apenas empecé a bajar las escaleras ya estaban dando botes de alegría tanto compradores como testigos. Creo que hicieron una fiesta y todo. Seguramente pensaron que se habían topado con el tipo más tonto del planeta. Y yo salí a la calle pensando en lo improbable que sería que aquella gente pudiera pasar nunca por una experiencia semejante.

La vida, en muchos momentos, depende de la pura suerte. Claro que... hay que buscarla.