25 de noviembre de 2007

Antes del reloj



Todo ha cambiado mucho y muy rápidamente. Parece que el tiempo corriera a algún destino apremiante y nos llevara atados a su pellejo sin pedir permiso. Y ahí vamos, casi indefensos y presas de nuestro propio pánico inconfesado, a ninguna parte. Apenas nos da tiempo de recuperarnos de alguna humana preocupación para respirar con alivio mientras no se presenta la siguiente. Y permanecemos al acecho, vigilando la llegada de la próxima. Casi no tenemos tiempo ni para los recuerdos.

Es imposible que esto haya sido siempre así. De hecho recordamos tiempos más livianos, cuando el reloj no era tan importante y los horarios tenían mucho que ver con las clases de aritmética y muy poco con el afilador que aparecía un buen día con aquel artilugio increíble y el silbato que hacía danzar una escala de notas que progresaban raudas hacia el agudo y caían al grave por el mismo camino y con la misma diligencia. Había quien decía que anunciaban la lluvia, y tenían razón. Nunca ha dejado de llover, y el día que eso ocurra, más vale desconfiar. El viejo truco de las profecías.

Se me ocurre que el hecho de que nos desplacemos a la velocidad con que hoy lo hacemos debe tener algo que ver en toda esta sensación de agobio asfixiante que casi todos padecemos. Estoy por asegurar que quienes no lo padecen, no tienen coche. Usan el de los demás, los muy jodíos, como hace mi hermana. Dijo en su momento que no pasaba por el aro y lo cumplió. Ahora yo, que sí pasé por el aro, soy su cartero. Bien, a lo que iba... ¿qué sensación de agobio podía tener aquel afilador - paragüero? Un tipo que se desplazaba a pie con una rueda de un metro de diámetro para afilar cuchillos y reparar paraguas. La lógica del asunto no tiene desperdicio: no había que afilar los cuchillos todos los días. Ni mucho menos. Y el paraguas solía aguantar lo suyo porque así debía ser. Así que aquel hombre (no conocí ninguna afiladora-paragüera) pasaba ... cada año.

Lo cual implica que se ganaba la vida de una manera nada común. Hoy estás aquí y mañana allí y pasado un poco más lejos. Pero siempre hay cuchillos que afilar. Los que afilaste el año pasado, justamente. Y a nadie se le va a ocurrir protestar cuando aparezcas. Lo recuerdo bien. Toda la manzana haciendo cola junto al buen señor. Y el, cachazudo, gastando bromas y repartiendo saludos como un redentor de andar por casa, después de anclar el artefacto para ponerse a la tarea. Apenas una palanca sujeta al eje de la rueda para hacer girar aquella piedra que hacía saltar chispas como si fuera un saldo de fantasías. Todos los chavales nos preguntábamos como es que no se quemaba el condenado. Para cuando desaparecía de la vista, con aquel cacharro increíble, había pasado la tarde.

Cuánta gente se pasaba la vida yendo en burro de un sitio a otro. Incluso a pie. Como aquellas cuadrillas que iban a segar a Castilla y atravesaban los montes de Trevinca para terminar en algún lugar perdido de Zamora desde donde, según cuentan, los trasladaban hasta sus diferentes destinos a base de tracción animal. Cuántos caminos de esos son aún testigos de un tiempo que tardaba en pasar tanto como hiciera falta. ¿Qué habitaría la cabeza de aquellos que, a lomos de un asno, ocupaban un par de días en resolver un simple asunto de intendencia? Necesito harina, un peine, cuerda para pescar, aceite, también jabón si tienes...

Puede que lo mismo que ocupa ahora nuestras mentes tan ocupadas y preocupadas. Pero quizás fueran capaces de fijarse en las hayas, o en el curso ondulado de los riachuelos, y admirar los cambios en las tonalidades del sol que se oculta perezoso. Y sonreir ante el canto de los petirojos sin confundirlos para nada con los jilgueros. O torcer el gesto cuando la noche se echaba encima y las sombras de la aldea que habían divisado desde lo alto no acababan de hacerse presentes. Y al llegar a refugio quizás avisaran de la presencia del lobo, allá en lo alto. Eran tres por lo menos, y le habían acompañado un buen trecho, que a duras penas había conseguido dominar el pánico del asno, nada tranquilo con aquella presencia...

Vivir haciendo camino. Y haciendo del camino una buena parte de la vida. Convivir con un tiempo que convertía su ley en esencia misma de la vida. Un tiempo acompañante. Un consejero de sueños. ¿De qué otra forma se podría viajar por esos caminos sinuosos, multiplicando la distancia para evitar las rocas imponentes de las alturas o los rios impetuosos en la primavera? Un tiempo que invitaría a celebrar los olores del aire, los rigores del frio y las calimas justicieras del verano. Sin todos los disimulos que hoy llamamos comodidades. Un tiempo para dormir en colchones rellenos de llana de oveja y cáscaras vegetales. Un tiempo para apreciar el plato de sopa ante la lumbre y salir luego a la puerta a liar un cigarro y escuchar el aullido del lobo y explicar a los asombrados contertulios que al lobo no se le puede demostrar miedo porque lo huele y entonces es cuando estás perdido... Tú y el pobre asno, que no tiene la culpa.

Quizás el tiempo deja su huella en las hojas, en las piedras, en los granos diminutos de sílice arrastrada por los rios hace miles de años. Quizás sea posible conocer la historia de todos cuantos recorrieron estos caminos sin saber a ciencia cierta cuando llegarían ni como. Acaso ni si llegarían. Quizás sea posible apoyar la mano en el tronco de un árbol centenario y advertir enseguida que allí se apoyaron uno y una un día, mirándose a los ojos mientras las manos eran puro deseo. O tumbarse en el suelo y notar la pasada presencia del que huía víctima del abuso, decidido a resistir como los lobos. Solo e indefenso. Grandioso en la pura heroicidad de su insignificancia. Quizás sea posible virar ese recodo del camino y escuchar desde el pasado las voces airadas de los que se ganaban el pan a golpe de trabuco y amenaza.

Quizás, pero...¿quién sabe hacerlo?

10 de noviembre de 2007

La beca


Nunca le había resultado fácil atarse los zapatos. Componía los lazos como un castillo de naipes que se fuera a desplomar de un momento a otro y mantenía una mano paralizada mientras la otra completaba la tarea si había suerte de que aquello no se descompusiera. Hacía frío en la casa, como siempre. Se enfundó el pantalón corto y se lavó la cara y las manos en aquel lavabo medio desvencijado, después de llenarlo con una tinaja de porcelana. Odiaba el ruido del maldito cacharro y jamás era capaz de realizar aquella tarea, insignificante para los adultos, sin tropezar con algo.

Cuando estuvo listo entró en la cocina y se acomodó frente al tazón de leche, en su sitio habitual. La taza de ella estaba ya vacía. Se había olvidado de retirarla al fregadero como era habitual. El fogón de la cocina crepitaba aliviando el frio de la mañana con el aquel rumor entrañable. La puerta del patio estaba entornada y afuera se sentían los golpes del hacha contra aquella raíz indestructible. Comió un par de galletas más de las permitidas aprovechando que nadie podía advertir la infracción, recogió las dos tazas y se asomó el patio.

Madre levantaba el hacha con las dos manos, con una pierna firmemente asentada sobre la madera, y descargaba el golpe sin contemplaciones. Se dispuso a recoger los trozos que se arremolinaban alrededor de la leñadora en posturas caóticas y a veces muy lejanos. Colocaba un par de piezas grandes entre el antebrazo izquierdo y el estómago y el resto ya sólo era apilar mientras fuera posible.

Le sonrío sin decir nada mientras ascendía por las escaleras cuidando de que no cayera ninguna de aquellas pobres víctimas del hacha. Abrió la pesada puerta del horno y fue colocándolas sobre el fondo caliente cuidándose mucho de no sufrir el agijón de aquellas astillas traidoras. Cuando no hubo más espacio, depositó el resto sin muchos miramientos bajo aquel rincón que alguien había bautizado como "la meseta". Luego salió a recibir instrucciones de nuevo al patio.

Media docena de huevos, media hoja de bacalao, doscientos gramos garbanzos y una bobina de hilo blanco fino. Habia dicho fino, si... Agustina siempre tenía la sonrisa en el rostro, en aquel corpachón enlutado, lo cual la hacía preferible a cualquiera de cuantos podía andar tras aquel mostrador. Que se lo apunte en la cuenta. Se dio por despedido por el comentario de la mujer y arrancó un pedazo de papel del paquete de garbanzos para metérselo en la boca antes de marchar. Qué le encontraría a aquel dichoso papel...

Caminó con los paquetes junto a las cunetas desnudas acomodando el paso como mejor pudo. Lamentó no poder echar mano de aquellas pequeñas cascaritas que aparecían en los troncos de los enormes plátanos y mucho más el hecho de no poder arrastrar los pies para levantar nubes de polvo a su paso. Se acumulaba con facilidad y poderse transformar en una de aquellas máquinas de vapor que pasaban bajo el puente era una tentación muchas veces invencible. Sólo que la última reprimenda había sido más que convincente. Era difícil saber por qué se le antojaba tan apetecible aquella imitación mecánica. El problema era que cada vez se hacía más evidente el penoso espectáculo que ofrecía al llegar a casa cubierto de polvo de los pies a la cabeza. Y ver una vez más a aquella mujer fulminarlo con la mirada y echarse las manos a la cabeza, comenzaba a hacerse desagradable. Quizás era que se estaba haciendo mayor.

Entró en la casa cruzando la verja del patio para entrar por la cocina y evitarse los patines de fieltro que madre abligaba a calzarse para no dañar la cera de la madera. La enorme pota de caldo anunciaba verdura para varios días. Del segundo en adelante aquello era una delicia. Oyó una discusión al fondo del pasillo. Su hermana era una auténtica pesadilla cuando se empeñaba en gritar, así que consideró que había cumplido con su tarea y bajó el patio. Aquel pequeño espacio donde se apilaba la madera era un buen rincón para sus fantasías y alguna de aquellas varas podía transformarse con un poco de paciencia en una lanza comanche o una metralleta digna del mismísimo "Gorila".

Poco antes de comer, madre le mandó sacar agua del pozo. Contempló la danza del caldero de zinc mientras la cuerda hacía girar la roldana emitiendo un quejido metálico y luego tiró con fuerza para vencer el peso del agua fresca y cristalina. Mientras caminaba hacia la casa observó a su padre subir las escaleras con un gesto de alegría poco común. Su hermano mayor subía tras él, con una expresión de satisfacción que no podría disimular aunque quisiera.

"¡Nos han dado la beca!"

Nos han dado la beca significaba "¡toca crecer, chaval!" Significaba que "la academia", el único sitio donde entonces se podían cursar estudios oficiales, ya no era sólo cosa de aquel sabiondo espabilao que a la postre era su hermano, sino que ya había una oportunidad para el benjamín y su hermanita. Pues qué bien... adiós a las amables monjitas, los rostros conocidos y la comodidad de no tener que demostrar más que cuatro quebrados y las lecturas ya superadas del mamotreto aquel de nombre indiferente.

Seguramente por primera vez en su vida supo qué era un recuerdo y para qué servía. Madre Cruz, aquel rostro angelical enmarcado en la cofia rigurosa de las teresianas, las mesas verdes siempre limpias, el tipo largo aquel que nunca sabría por qué le tenía tanta manía, el ruidoso timbre del recreo, el miserable peñazo del rosario diario,... En fin, al menos el rosario habría terminado. Pero no conseguía saber por qué todo en mundo en casa estaba tan contento.