23 de febrero de 2008

Magia


Caminar un camino al paso de la arena
Con zapatos del aire y nubes en la frente
Cómplice de la niebla la soledad tan dulce
Y el frío del otoño en las manos vacías

Respirar un murmullo de insectos laboriosos
Adivinar un nombre de trino entusiasmado
Recorrer con los dedos las rugosas señales
Del tiempo en la madera, las pieles de los siglos

Y en la humilde hojarasca fugaz y acogedora
Desvelar el misterio de las tardes en calma
Atrapar el calor del brillo de esos ojos
Y cantarle el recuerdo al sol que se despide

Soñando de las venas vegetales el pulso
De los cursos del agua la caricia en el rostro
Traducir los mensajes del viento en la espesura
Contarle sus secretos al hada de las fuentes

Y después sin pudor, con tierra entre las uñas
Reposar sobre el musgo antiguo y venerable
Penetrarse la boca con aromas de espinas
Y aletargar la vida entre árboles desnudos

10 de febrero de 2008

Jaime



Dicen que todos nacemos con un don. Hay quien nace con unas manos de seda, o con una vista de lince, o incluso con esa rara capacidad de saber por donde discurre, subterráneo y oculto como un arcano, un caudal de agua. Y si bien todos tenemos la capacidad de hablar, no disfrutamos de esa maravilla de la misma manera. Hay quien nace con el don de la palabra. Gente que abre la boca para decir dos cosas y luego calla y te deja casi enamorado, poco importa tu sexo o el suyo.

No hace tanto me pasaron un video de un juez de menores que circula por la red por causas que tienen que ver con el despiste que nos gastamos a la hora de educar a la chavalada. Recomendable, por otra parte. Pero es que el buen señor, aparte de ser un tipo muy sensato, tiene una voz de esas que encandilan a las cabras. Al principio te quedas con el mensaje, pero en cuanto pasa un cierto rato casi te da igual lo que diga y te quedas con esa vibración que llega a los oidos como algo sencillamente adictivo.

Creo que no se conocen muchas personas con esa capacidad en la vida. Entre quienes trataron de formarnos en las aulas siempre hay alguien a quien seguramente recordamos justo por esa razón. A lo mejor no aprovechamos las clases como debíamos precisamente por esa dichosa vibración que terminó llevando nuestra atención del mensaje al mensajero y de ahí la misteriosa razón del despiadado suspenso. En ocasiones las cosas van mal por extrañas razones.

Pero a veces se trata más bien de gente instruída en otro tipo de conocimientos. Esos que tiene que ver con la tierra y la reproducción de las plantas y las cosechas, las fases de la luna, los injertos, las abejas... Esa gente tiene otro don y hay que decir que está mucho menos extendido. Jamás tiene prisa. Parece que las propias vidas vegetales les hubieran enseñado que todo lleva su tiempo y que desesperarse por culpa del reloj es un disparate. Así que en algunas de esas personas vienen a juntarse esos dos regalos, en una asociación poco menos que milagrosa. No se puede hablar bien si la prisa te muerde los talones.

Conocí a uno, cuando mis pasos andaban por aquel barrio que llamaban "Casas baratas". Aún sigue por allí, y le veo de vez en cuando mientras voy camino del curro. Es de esas personas que se trajean cuando la ocasión lo requiere y no más. El resto del tiempo va en traje de faena. Tiene un expresión francamente adusta, aunque se adivina a un tipo mucho más accesible en cuanto se pone a hablar, casi siempre con las manos en los bolsillos. Suele largar una frase intrascendente a modo de saludo, y después los buenos días o lo que toque. De pelo rizo, ensortijado, ojos grandes y rostro acostumbrado a vientos, lluvias y resoles, siempre me vienen a la mente sus botas, es curioso... Grandes como barcas, negras siempre, parecen tan anchas como largas, o quizás es la impresión que da esa punta amplia a modo de media luna. Y su pachorra, claro. Esa forma de caminar como si ya hubiera ocurrido todo cuanto tenía que ocurrir.

Quien escribe aprendió a jugar a las cartas observando como lo hacían quienes ya sabían. Este buen hombre, entre ellos. No era de los más hábiles pero por alguna razón yo solía preferir sus partidas a las de los demás. Quizás tenía mejor ojo a la hora de escoger compañeros más tranquilos, de los que no te montan bulla si metes la gamba. Con algo de suerte tenía uno la suerte de que se quedara un ratillo por la noche, después de perder, que es lo que solía pasarle. El frío del invierno suele llevar las conversaciones por rumbos insospechados, quizás sugeridos por la espiral incandescente de una de aquellas estufas de resistencias que parecían tener un poder hipnótico. Las condiciones eran claras. No demasiada gente, hora tardía y pocas ganas de hablar. Algún comentario intrascendente... "vai frío, Jaime..." y una respuesta tan intrescendente... "ai om, esto non é nada...". Suficiente para que la mente del hombre volviera al pasado, a sus tiempos de pastor en los gélidos montes de Candeda. La gente se acomodaba alrededor de la estufa a medida que el hombre iba adentrándose en sus recuerdos, todos con mucho cuidado de no interrumpir el hilo del relato.

La voz nos trasladaba a todos al pasado, paciente y segura como un reloj. Y ahí estábamos todos entre las vacas, con unas nevadas de espanto, a kilómetros de casa, armados con un paraguas, un impermeable y calcetines de lana de oveja, de la que pica, como nuestro héroe. Las palabras eran entonces las protagonistas de una historia que era siempre distinta aún a costa de la verdad, que poca importancia tiene en esas ocasiones. El caso era estar entre los pinos azotados por el viento, en aquellos caminos colmados de nieve congelada y vigilar los pasos del lobo allá arriba. "Viñeron canda min máis de cinco kilómetros, pero eu non tiña medo". Llegados a este punto del relato florecían algunas sonrisas en la audiencia más entrada en años sin que el hombre hiciera el más mínimo caso. Era un momento delicado, porque si algún listo hacía un comentario sarcástico allá se iba toda la magia con viento fresco. Y qué leches importaba si era verdad o un pelín exagerado, digo yo... si el placer era oirlo. Recibir esa vibración parsimoniosa en los oídos como el regalo que efectivamente era.

Jamás escuché a ningún conferenciante con tanto placer. Con tanta avidez. Temía el momento en que alguien del corro echaba la mirada al reloj y soltaba el consabido "son horas de ir prá cama". Cuando llegaba a ocurrir, me apresuraba a hacer alguna pregunta, dejando asomar al rostro todo el interés posible para que volviera a coger el hilo de la historia y neutralizar al sujeto y su inoportuna sensatez. No habrá tiempo de dormir... Aunque la verdad es que el hombre no solía trasnochar más de la cuenta. Quien disfruta dando ese tipo de regalos suele gustar también de las primeras luces del alba. De dónde si no habría de salir su inspiración...