28 de abril de 2008

Amig@s del Net y del Congal: Nota

He optado por dejar los enlaces de los blogs colectivos porque creo que encontrarse con muchas direcciones invita a no visitar ninguna. También me daba cierto miedo de olvidarme de algun@, francamente, porque aunque sé que tod@s somos inteligentes, el tratar a alguien de manera "preferente" puede conducir a equívocos que no deseo. Añadiré individualmente a quienes aún no estén incorporados a uno u otro blog.

Hemos reunido a un grupo importante de gente y creo que pasará un tiempo antes de que consigamos crear una cierta dinámica. Pero las perspectivas (coincido con Ruy) son fantásticas. Ojalá se cumplan. Estoy orgulloso de estar entre vosotr@s.

Un gran abrazo. ¡A por el Mar!

27 de abril de 2008

Árboles desnudos


En días como este la luz es un estorbo
y los ojos también
de puro innecesarios

Condenados a ser testigos del naufragio
los recuerdos dormitan
un sueño ensimismado

Hay manos que examinan la piel agonizante
y arrojan pesadillas
pálidas a la calle

Por donde transitamos envueltos en penumbras
exánimes y absurdos
como árboles desnudos

16 de abril de 2008

La vergüenza



No he podido dormir. He estado repasando mi juventud, a grandes saltos, procurando no olvidar nada de lo que considero importante. La luz se cuela por las rendijas de la persiana y dibuja un baile de sombras en el techo. Y ahí sitúo mis recuerdos. Mis amigas de entonces que son las de hoy día, con alguna pérdida importante e inevitable. Mis pequeños y grandes amores, todos de ojos negros y tez morena, tal como siempre me han gustado.


Justo hasta hace poco más de un año en que el azar me regaló a este hombre de piel de porcelana, al que odié con los ojos hasta que un buen día se agachó a recoger mi paquete de tabaco y se atrevió a mirarme. Y desde entonces lo quise tanto como lo odiaron mis ojos y mil veces más.


Hoy voy a casarme. De blanco y ante el altar, acompañada de toda mi gente. Como dice mi madre, “como Dios manda”. Hace días que no me soporto, pero ya sabía que ocurriría. Hoy es el día y mis ansiedades han pasado. Debe ser por eso que me siento llena de una alegría que necesita ser pregonada y compartida sin límites. ¡Soy feliz!


Madre ha entrado en la habitación y se ha sentado en la cama, como hacía cuando no era más que una niña de huesos largos y carnes escasas. Como entonces me ha cogido las manos con las suyas. Pero hoy no puede hablar. Sólo me mira como temiendo que el aire me haga daño. Cuando me incorporo y la abrazo, uno de esos mágicos seres da la señal y el llanto acude a saludar a una madre y una hija que necesitan de un cariño nuevo, regado con agua y sal. Es hermoso quererse.


Me despido de mi cama sin mirar atrás y me entrego a la vorágine de los preparativos. Mi hermano, mucho más joven, me mira con un no sé que de melancolía. Me han preparado el baño. Creo que no paro de sonreír. Después de envolverme en pompas de jabón y aromas de lavanda, limpia y cálida como un jazmín tras una lluvia de verano, entro en la habitación. Han dispuesto una marea de sedas y tules del color marfil que a mí me gusta. He debido probarlo mil veces, pero hoy no será como siempre. Sólo están madre y Lidia . Madre ha venido a llorar y Lidia a asegurarse de que luzco mejor que una estrella. No hay una sola posibilidad de que no lo consiga.


Afuera se multiplican los rumores de gente que entra y sale, habla en voz alta y luego cuchichea, seguramente reprendida por papá, que nunca ha gustado del alboroto y no quiere que hoy sea diferente. Papá, siempre velando por unos y otros. Es un ángel. Por fin, Lidia se planta ante mí, da un paso atrás, sonríe, me mira a los ojos y sin más abre la puerta. Ha llegado el momento.


Debo ser la causa de este murmullo de asombro. Nace un silencio y crece mi rubor hasta que alguien aplaude y los que le siguen hacen nacer mi sonrisa entregada. Toda esta gente me quiere. Papá se adelanta con los ojos húmedos y me ofrece su mano, serio y sin dejar de mirarme un instante. Le entrego la mía y lo miro también, hasta el fondo del alma. No sé qué será lo qué alumbra hoy a este hombre, pero parece que vaya de la mano de Dios.


Se abre la puerta y tras una orden seca para apartar a quien nos cierra el paso, salimos. Parece que esté viviendo en un mundo aparte, fuera de mí, desde donde contemplo las sonrisas, la admiración, el gesto cariñoso de todos, las luces tiernas y perezosas de la mañana y el coche engalanado sobriamente.


Algunas sonrisas infantiles se pegan casi a los cristales mientras el coche echa a andar con timidez. Recorremos la escasa distancia hasta la modesta capilla del barrio alto entre miradas curiosas y una luz violenta de primavera adelantada. Papá me mira de cuando en vez con una expresión a la vez triste y feliz. Cuando llegamos se baja del coche justo a tiempo de poner orden entre una nube de críos que quisieran asaltarme. Alguien me grita “guapa” y ya no sé si puedo soportar tanta alegría.


Recibo la sonrisa franca de mi hombre mientras asciendo los escasos escalones y camino relajada hacia el interior de la capilla, pequeña y adornada con flores en los rincones más insospechados. Alguien empuja las grandes puertas produciendo un chillido de bisagras descuidadas y luego frota los dedos conjurando una suciedad cierta.


Recorremos el pasillo central acompañados de un ejército incondicional de sonrisas y miradas que besan en la distancia. Papá señala la gruesa alfombra ante mí sin poder evitar un sarcástico comentario ante la obvia suciedad sobre el tejido ajado y polvoriento. Acudo a la visión de todas estas amplias sonrisas para olvidarlo hasta que me encuentro con la expresión inocente del cura. Apenas lo he visto y ya me inunda esta sobrecogedora sensación.


Ahora cobra sentido el breve comentario de madre, ayer. Casi no le presté atención. Don Antonio se ha puesto enfermo, dijo. Evoqué un instante la figura cordial del viejo párroco que debía celebrar la ceremonia y luego olvidé, embriagada por este maremagnum de sensaciones. Y aquí tengo, ante mí, a quien jamás hubiera imaginado... Lleva el pelo rubio cortado al cepillo y conserva la mismo fría expresión en los gélidos ojos azules. Pero su apariencia es absolutamente insignificante comparada con el escalofrío despiadado del recuerdo.


Papá me mira y yo compongo el gesto como puedo, sin poder disimular una angustia que ha nacido súbitamente debajo de la piel. Me ha brotado un frío inhumano en un pozo ahí adentro. Vuelvo la vista a esos ojos de hielo y entonces acude a su boca la sonrisa. Su perfecta sonrisa.


Le niego la mirada. No logrará impedir que esto termine en uno u otro momento. Sigue el ritual con una calma que me consume. Pronuncia mi nombre y no puedo evitar un estremecimiento. Sigo mirando al suelo. Al fin encuentro el beso de mi amado casi sin darme cuenta, pero cuando vuelvo a bajar la vista, la mano del cura recorre mi mejilla demorándose en la caricia y dejando un rastro de hielo en la piel y en el alma. Mi repugnancia contrasta con su expresión beatífica como lo harían una rosa y un ataúd. Quienes me rodean sonríen comprensivos condenándome a la más absoluta soledad. Incluso quien ya es mi esposo no ve más que un gesto cariñoso. No recuerdo qué pasó después.


Cuando despierto escucho frases entrecortadas. "Ha sido demasiada la emoción". Tengo las piernas en el aire y papá sujeta mi cabeza mientras noto el frescor de la hierba en la espalda. Estoy tan confusa que no reconozco ni a mi gente. Hasta que ya en pie recobro poco a poco la compostura y al tiempo la memoria. Él reaparece entonces envuelto en las ropas litúrgicas, luciendo su beatífica expresión. Todos le hacen sitio mientras irrumpe en el corro. Vuelve a elevar la mano hacia mi mejilla, callado, mirándome fijamente, y entonces la vergüenza que me habita desde que tenía trece años me abandona por fin por la boca.


No volverás a tocarme.


El eco claro de esas pocas palabras invade el espacio y se detiene en el aire petrificado mientras algunas miradas van del uno al otro, confusas. La sonrisa muere lentamente en su piel de mármol. Acude a una de sus frases piadosas sin descomponerse. Me asombra esa expresión colmada de inocencia mientras en sus claras pupilas revivo el recuerdo lacerante del temblor malsano de sus dedos sobre mi piel de niña. Entonces escarbo con la mirada en sus entrañas consumida por la indignación hasta que sus ojos helados se baten en retirada, pero sin la más mínima sombra de culpa. Sigo su andar altivo mientras se refugia entre las piedras sagradas. No comprendo por qué le dan cobijo, pero ya no me importa. Ahora podré olvidarlo.


Pasado mucho tiempo volví a la iglesia, pero sólo a rezar. Siempre a horas disparatadas.