Había estado antes aquí. Este sitio huele a mar y nunca hace frío. Las calles están siempre llenas de gente y los bares se reparten tan estratégicamente que es difícil encontrar algún rinconcillo solitario. Para eso hay que irse a la ciudad vieja, que sigue siendo vieja por más que restauren por aquí y por allá. Ahí aún quedan grandes piedras de granito en el pavimento. Es donde se refugian los bohemios, los poetas, los pintores y los guiris despistados. Tiene un algo de calma que no se encuentra en ningún otro sitio de la ciudad. Pena que en ese momento mi camarita no me acompañaba.
Hemos llegado tarde, por supuesto. Con el tiempo justo para remediar el ayuno de Rosa con un cafelito en un bar que se llama el Pecado y recogerla para ir a comer después de un breve paseo por el Orzán. La comida me ha reservado la sorpresa de la presencia en pleno puerto de dos mamotretos de increíble tamaño que ocultan la vista de Os Castros, lo cual es pecado mortal y pare usted de contar. La comida, con acento picante, da paso a un paseo que nadie hubiera adivinado tan largo. No estamos tan viejos como parece, jeje...
Me ha llamado la atención lo más obvio, claro. La gente rica de mi pueblo, que siempre ha tenido cierto complejo de paleta y no pierde un segundo en irse para allá, se ha hartado de proclamar las excelencias de la nueva ciudad, que es obra (dicen) de un tipo de nombre Francisco, presuntamente socialista, que se ha mudado al vecindario del santo Padre. Creo que tiene miedo de irse al infierno... Quien escribe no ha visto la maravilla, aunque hay que decir que uno es de pueblo y hay dos cosas que una ciudad no puede evitar: el ruido y el gigantismo. Dos monstruos que combinados acaban por producir la sensación de desastre urbanístico que conocemos. En este caso un desastre rodeado de cielo y mar por todas partes, que es igual que decir una bendición de desastre.
Y a la par que uno convierte las virtuales presencias en amistades reales de carne y hueso, y ojos, manos, acentos, cabellos y circunstancias vitales, vuelve al presente la ciudad. Extensa, luminosa, ruidosa sin atenuantes, con una luz extremadamente caprichosa porque aquí se pasa del "orballo" típico al sol justiciero y de ahí a las sombras y luego a las brumas y cuando te das cuenta resulta que el reloj apenas se ha movido, de manera que el tiempo tiene aquí formas un tanto extrafalarias.
He echado de menos los "troles". Aquellos autobuses de dos pisos y británica silueta que recorrían la ciudad con un ritmillo tropical que me encantaba, pero convertían cualquier trayecto de la marea de automovilistas en un calvario. Ahora han dejado en su lugar algún pequeño tranvía que incomoda menos al tráfico pero inunda el aire con tal marea de cables y postes que uno termina por no mirar nunca hacia el cielo, lo cual no está bien. Y encima va siempre petao de gente el condenado...
Nos hemos dedicado a pasear. ¿Qué mejor? El puerto, otrora diáfano y luminoso, el castillo de S. Antón, los templos (hermosísimos) y las placitas de la ciudad vieja, los espacios abiertos en torno a la Torre y el centro inundado de gente que va y viene entre exposiciones, terrazas y demostraciones callejeras que atestiguan que es tiempo de fiesta. Y entre cafelitos y paseos se nos ha ido esta corta estancia en tierras herculinas que habrá de repetirse porque es bueno volver al mar y es aún mejor cuidar de las amistades que ya han dejado de ser virtuales. A las dos un besote por ser tan buena gente y tan buenas anfitrionas.
Y tengo que contarlo: el hotel había agotado las habitaciones normales después de garantizar la reserva, así que me asignaron una suite que casi me caigo de culo...Nunca había vista una cama de semejante tamaño... ;)
Para la próxima quedarán por aquí algunas vistas de la ciudad vieja, porque es delito no dejarlas.