30 de agosto de 2008

A Coruña

Había estado antes aquí. Este sitio huele a mar y nunca hace frío. Las calles están siempre llenas de gente y los bares se reparten tan estratégicamente que es difícil encontrar algún rinconcillo solitario. Para eso hay que irse a la ciudad vieja, que sigue siendo vieja por más que restauren por aquí y por allá. Ahí aún quedan grandes piedras de granito en el pavimento. Es donde se refugian los bohemios, los poetas, los pintores y los guiris despistados. Tiene un algo de calma que no se encuentra en ningún otro sitio de la ciudad. Pena que en ese momento mi camarita no me acompañaba.

Hemos llegado tarde, por supuesto. Con el tiempo justo para remediar el ayuno de Rosa con un cafelito en un bar que se llama el Pecado y recogerla para ir a comer después de un breve paseo por el Orzán. La comida me ha reservado la sorpresa de la presencia en pleno puerto de dos mamotretos de increíble tamaño que ocultan la vista de Os Castros, lo cual es pecado mortal y pare usted de contar. La comida, con acento picante, da paso a un paseo que nadie hubiera adivinado tan largo. No estamos tan viejos como parece, jeje...

Me ha llamado la atención lo más obvio, claro. La gente rica de mi pueblo, que siempre ha tenido cierto complejo de paleta y no pierde un segundo en irse para allá, se ha hartado de proclamar las excelencias de la nueva ciudad, que es obra (dicen) de un tipo de nombre Francisco, presuntamente socialista, que se ha mudado al vecindario del santo Padre. Creo que tiene miedo de irse al infierno... Quien escribe no ha visto la maravilla, aunque hay que decir que uno es de pueblo y hay dos cosas que una ciudad no puede evitar: el ruido y el gigantismo. Dos monstruos que combinados acaban por producir la sensación de desastre urbanístico que conocemos. En este caso un desastre rodeado de cielo y mar por todas partes, que es igual que decir una bendición de desastre.

Y a la par que uno convierte las virtuales presencias en amistades reales de carne y hueso, y ojos, manos, acentos, cabellos y circunstancias vitales, vuelve al presente la ciudad. Extensa, luminosa, ruidosa sin atenuantes, con una luz extremadamente caprichosa porque aquí se pasa del "orballo" típico al sol justiciero y de ahí a las sombras y luego a las brumas y cuando te das cuenta resulta que el reloj apenas se ha movido, de manera que el tiempo tiene aquí formas un tanto extrafalarias.

He echado de menos los "troles". Aquellos autobuses de dos pisos y británica silueta que recorrían la ciudad con un ritmillo tropical que me encantaba, pero convertían cualquier trayecto de la marea de automovilistas en un calvario. Ahora han dejado en su lugar algún pequeño tranvía que incomoda menos al tráfico pero inunda el aire con tal marea de cables y postes que uno termina por no mirar nunca hacia el cielo, lo cual no está bien. Y encima va siempre petao de gente el condenado...

Nos hemos dedicado a pasear. ¿Qué mejor? El puerto, otrora diáfano y luminoso, el castillo de S. Antón, los templos (hermosísimos) y las placitas de la ciudad vieja, los espacios abiertos en torno a la Torre y el centro inundado de gente que va y viene entre exposiciones, terrazas y demostraciones callejeras que atestiguan que es tiempo de fiesta. Y entre cafelitos y paseos se nos ha ido esta corta estancia en tierras herculinas que habrá de repetirse porque es bueno volver al mar y es aún mejor cuidar de las amistades que ya han dejado de ser virtuales. A las dos un besote por ser tan buena gente y tan buenas anfitrionas.

Y tengo que contarlo: el hotel había agotado las habitaciones normales después de garantizar la reserva, así que me asignaron una suite que casi me caigo de culo...Nunca había vista una cama de semejante tamaño... ;)
Para la próxima quedarán por aquí algunas vistas de la ciudad vieja, porque es delito no dejarlas.

Escaparate

Lo mejor de algunas fotos es que aparecen solas, sin necesidad de buscarlas.
Se te quedan mirando como descaradas y sin dar la más mínima explicación.
Uno después la busca y puestos a encontrar, encuentra, pero no sé si siempre es necesario.
Ahora mismo, creo que no.

Ciclos vitales


"A vida dá moitas voltas", decimos por aquí. Es una verdad indiscutible y muy poco arriesgada por otro lado. Es tan obvio que sólo quien tiene poquitos años puede atreverse a dudarlo, casi siempre para admitirlo abiertamente en cuanto ha caído el primer tortazo vital, que nunca tarda.

Vamos dejando como señales en ese camino para identificar esos acontecimientos, a veces afortunados y otras no tanto. Sencillamente, es así como se vive. En ocasiones me apetece pensar que la vida es como un balance, y que quienes no han obtenido un saldo razonablemente positivo al principio han de tener nuevas oportunidades al final, para llegar a esa especie de equilibrio.

Opino que realmente existen gentes a quienes la vida les va mal. A quienes la vida las trata mal. Sin embargo no soy capaz de identificar claramente cuáles son las circunstancias que definirían de manera inequívoca esa mala fortuna. Hay gente muy pobre que tiene una buena vida y gente muy rica que va dándose golpes como un fantasma desnortado. Parece que la verdadera fortuna está en elegir el camino adecuado, por muchos traspiés que se puedan dar. Y levantarse cada vez que se cae, que es lo difícil.

Vivir exige lucha y mucho temple. Mucha paciencia y unas buenas espaldas para soportar más de una andanada de esas que te dejan medio sonado. Y no me canso de prevenir a todas esas personas que en un momento dado deciden elevar una pared sobre sus mundos para que ya nada les haga más daño. Por la sencilla razón de que esa pared puede impedir que lleguen nuevas vidas al exiguo espacio que uno ocupa. Si eso llega a ocurrir, mal andamos.

La vida es riesgo y nadie puede obtener luz sin abrir la ventana por la que podría colarse un hermoso jilguero o un obús. Si se cuela el obús habrá que ponerse de nuevo a la tarea hasta que tengamos otra ventanita. Y vale la pena reconstruir tantas veces como sea necesario. Porque el jilguero llega. Siempre llega.

Quizás es importante tener la paciencia necesaria como para que llegue a ocurrir la primera vez. Después ya sabe uno que es posible y la tarea no toma tanto esfuerzo. Uno sabe que ocurrirá más tarde o más temprano. Y como el reloj ha dado ya tantas vueltas no importa esperar un poco más.

Llega un día en que te descubres de nuevo en eso que llamamos "el espejo de los otros". Tu reflejo en esas otras vidas. Diferentes, lejanas, desconocidas en buena medida. Pero próximas, cálidas, accesibles desde esas risas que nacen de algún rincón misterioso, sin esfuerzo y con vocación de continuidad. Ecos sencillos de humanidad sencilla. Caricias en las voces, promesas en las risas, contacto en los defectos que nos hacen humanos, mientras las nubes desfilan sobre nuestras cabezas afirmando que ya ha pasado un día, y luego otro y uno se pregunta por qué no ha nacido en Cantabria, en un ruidoso cruce de caminos donde hay un bar al que han puesto de nombre "México" para que un día alguien olvidara el dichoso artículo gramatical y dejara en el móvil de Eme una frase que decía "Estamos en México". Qué curioso...

Nadie sabe a dónde vamos desde aquí, con esas presencias, netas a veces, difusas aún en otros casos. Qué nuevos cruces de caminos nos esperan o qué nuevas voces vendrán a dejar sus ecos o sus sonrisas. Es difícil saber por qué, pero algunos de esos ecos y desde luego todas esas sonrisas, quedan.

Uno suele retocar las fotos razonablemente para no ofender la vista de quien mira. En esta ocasión no será así. Queda ahí una foto borrosa, defectuosa, falta del glamour que ahora parece casi exigible. Pero es una foto cierta. Es verdad. Como es verdad ese risa confiada que ha sido la verdadera columna vertebral de este encuentro de gente que ya más de uno y de dos hemos definido como entrañable. Hemos tenido el valor de abrir una puerta y ahora tenemos el camino delante. Nadie sabe a donde va, pero caminamos. Eso es vivir.

¡Por la vida! (Y por compañías como estas, hay que decirlo.)