16 de marzo de 2009

Causas y azares

Hay una especie de insecto rutinario en el aire, una nube confusa, no declarada, que tamiza la luz y le da al día un no se qué de repetido. El aire frío penetra en la habitación cuando abro la cristalera. Es mejor el frío que este olor a piel envejecida, efluvios de bourbon y ropa interior acaso más demorada sobre la piel de lo aconsejable. No siempre tengo las fuerzas necesarias para asearme convenientemente. La vecina corre la cortina casi violentamente, como hace siempre. Es curioso el empeño que pone siempre en demostrar su animadversión.

Creo que he heredado de mi padre la costumbre de leer la prensa, por más que últimamente me pregunto cuál será la verdadera razón. Hace tiempo que no presto atención a los grandes titulares. Ni a los pequeños. En realidad sólo busco entre el maremagnum de letras de todos los tamaños y colores, algo que me haga pensar que la vida sigue en cualquier otro sitio. Que hay vidas diferentes al otro lado. A veces me entretengo en los anuncios, que suelen ocupar dos o tres páginas. Los de sexo particularmente, pero nunca los de los profesionales del oficio. No tienen mucha gracia. Otros sin embargo, sí. Leo "Busco alguien que me quiera" y me quedo pensando qué ingenua esperanza abriga esta mujer que declara cincuenta y cuatro años y no considera necesarios los detalles físicos, porque obviamente eso no tiene nada que ver con que la quieran.

Hace una tiempo me preguntaría qué es lo que quiero, pero ahora ya he decidido que me da igual. Hay algo en algún sitio que me obliga a callar y me amarga el semblante. Lo veo en los escaparates. Pero lo cierto es que tampoco sé muy bien que es. Querría poseer esa alegría innata del vecino del cuarto, un negro de Cuba que apenas come un día de cada dos o tres, pero siempre baja las escaleras cantando aquello de "los infelices ratones fueron a deliberar...". O el verbo fácil y brillante de mi jefe, que parece vivir para lucirlo y por lo que se ve, vive bien.

Como hay poco trabajo he decidido cogerme una baja y recorrer la ciudad en autobús. Porque sí. El médico no me suena de nada, pero no pone muchos problemas. Si yo digo que me duele la espalda, será porque me duele, ha debido pensar. Y si el sistema marcha bien o se va a tomar por saco no es su problema. Cada vez nos parecemos más a aquella gente de las películas que hacían tras el Telón de Acero en los años setenta. Rebosamos desesperanza por todas partes y las luces de neón no consiguen hacer desaparecer la sensación de que todo se desmorona. El banco que piensa en tus ahorros. El jabón que cuida de tu piel. Tu salud en buenas manos.

El autobús es uno de esos que llevan a los turistas por los tópicos y típicos rincones de la ciudad. Casi siempre va lleno, pero hoy llueve y eso me garantiza que el piso superior, que no tiene cubierta, estará casi completamente vacío. Cuando llego arriba compruebo que soy el único que se atreve a mojarse. Mientras se pone en marcha busco un asiento que no haya retenido demasiada agua. Apenas acabo de colocar el periódico bajo mis posaderas cuando pasa una pareja y ocupa los primeros asientos sin deshacer el abrazo. Detrás una mujer de pelo corto, delgada, que camina con una extraña indiferencia y termina ocupando un asiento relativamente próximo sin preocuparse de si se moja el culo o no.

Algunos coches se atropellan delante, después de saltarse un semáforo en el último segundo. Extraigo el recorte del periódico, leo de nuevo el mensaje y luego contemplo las cifras del teléfono. Siempre he tenido la manía de buscar relaciones entre las cifras de los números de teléfono. Quizás para poderlos recordar, que es parte de mi trabajo. Seis, ocho, tres, cuatro, cinco, cuatro, tres, ocho, nueve. Una simetría rota por el seis y el nueve. Sesenta y nueve. Fácil de recordar. Las cifras van apareciendo en la pantalla del viejo móvil, como en un juego. Cuando están todas ante mí, me pregunto qué habrá al otro lado. Quizás está apagado. Fuera de cobertura. Seguramente apagado. El autobús da un ligero bandazo mientras el altavoz habla de Gaudí con un tono cansino. He apretado el botón de llamada, no sé bien por qué. Sonrío como un crío que roba una chocolatina de la cesta de la compra de mamá. Y la sonrisa muere lentamente cuando alguien contesta al otro lado. Está casi a punto de colgar cuando apenas murmuro un "hola". Ella corresponde con otro más natural.

Estoy demasiado ocupado en recuperarme de la sorpresa para saber qué decir. Finalmente decido que lo que no tiene ningún sentido es quedarse callado. Y mucho menos, hablar de la caprichosa lluvia, que acaba de hacer de nuevo acto de presencia.

- No sé si tu ingenuidad me ha parecido insultante o todo lo contrario.

- Perdona, déjame abrir el paraguas.

La inseguridad se me instala repentinamente en la boca del estómago cuando el paraguas se abre repentinamente delante de mí. Justo en el asiento que ocupa la mujer de pelo corto, delgada. Tiene una voz que me recuerda a alguna antigua profesora, grave pero bien timbrada. No parece tímida, pero sí noto el tonillo que deja el hastío allá por donde pasa.

- Bien... A mi no me parece insultante. En realidad es un mensaje bien sencillo.

- Pero quizás muy difícil de entender.

Ella vuelve la cabeza a uno y otro lado y yo voy acomodándome poco a poco, después del sobresalto que produce comprobar la inmediatez de su presencia.

- Lo son mucho más cualquiera de los que lo rodean, si te paras a pensarlo.

- No hay mucho que entender, en eso tienes razón.

La lluvia apenas llega a mojar la piel. Es casi una caricia que cae con una verticalidad extraña, como si el aire hubiera decidido darse un respiro por tiempo indefinido. Se produce el silencio que siempre se produce en una conversación con un mínimo de sentido. Ella vuelve la cabeza a la izquierda y luego la inclina mirando al suelo. Lleva unos zapatos de color vainilla con un tacón fino pero no muy alto. Sus pies asoman bajo la estructura de los asientos, perfectamente inmóviles. Había pensado que había un mucho de desesperación en su mensaje, pero ahora creo que es todo lo contrario. Más bien invita a pensar en la serenidad.

- La verdad es que no estoy muy seguro de saber qué es realmente querer. ¿Tú lo tienes tan claro?

- Supongo que tienes familia, gente alrededor. O la habrás tenido.

- Sí, pero ahí hay un lazo biológico que dificulta el entendimiento. Y no se puede querer sin entender.

- Ya. Pero habrás querido a alguien...

El silencio vuelve a hacer acto de presencia, esta vez más pesado, más cargado de interrogantes. Algunos recuerdos desfilan sin preocuparse de la herida que producen. Habrás querido a alguien. Está claro que todo el mundo sabe hacerlo. Los gatos también. Y los insectos. La inocente observación ha producido una especie de quemadura que exige una satisfacción.

- Una vez tuve un perro.

El tono de la respuesta delata poca predisposición a continuar con la conversación. Cuando me indica que quizás debería comprarme otro, apenas la dejo terminar la frase y la adelanto una respuesta que se parece bastante a un aguijón. Entonces las palabras se atropellan unas a otras, con el tono contenido, pero imparables. Luego se detienen, repentinamente. Ante mí hay un paraguas detenido en el aire y un rostro asombrado. Tiene los ojos grandes, la nariz recta y una boca de esas que invitan a la locura. Los dos mantenemos el teléfono absurdamente pegado a la oreja unos instantes. Ahora tengo una sensación más conocida entre los huesos. La que me produce siempre la gente que se va. Probablemente es el hecho de que no me atreva a mirarla lo que la mantiene allí, escudriñando entre las arrugas de mi frente y mi boca cerrada a cal y canto. Acabo de darme cuenta de que no me he afeitado.

- Supongo que querías mucho a tu perro.

Cuando ya los pasos inician el camino hacia otra despedida, murmuro una disculpa. O eso creo, porque no sé muy bien qué he dicho. Los pasos se detienen. Luego su mano abarca el metal cromado del asiento delante de mí y su cuerpo cruza al asiento contiguo permitiéndome visualizar rotundamente sus posaderas. Antes de que se siente, extraigo el periódico de debajo de las mías y lo coloco de manera que impida que se moje más de lo que está. Ella lo recoge y separa dos mitades entregándome una de ellas. Y ese gesto de compartir un periódico mojado con alguien, me sitúa de repente en un mundo diferente que ya no recordaba.

- Siento haber dicho lo del perro. Perdona.

- He oído cosas peores. Me llamo Sandra.

- Yo soy Antón. ¿Vienes mucho por aquí?.

Por no sé qué razón, hemos decidido no darnos la mano. Creo que el chiste no le ha hecho mucha gracia, así que me voy con la mirada hacia lo más lejano que encuentro en el cielo oscurecido. Cuando su risa comienza a nacer, poco a poco, la miro agradecido como un perro.

- Serás borde...

Es lo más agradable que he oído en muchísimo tiempo. Voy a seguir escuchando con atención. Aunque llueva.


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11 de marzo de 2009

El cielo




- Me tiene harta. Tendría que haberle hecho caso a mi madre y largarme a Londres con los del curro. Que ya ni recuerdo la última vez que me sacó de paseo.

- Pero si el otro día quiso llevarte al museo ese y le dijiste que ya era tarde y eran escasamente las seis, alma de cántaro.

- ¿Y por qué cojones tengo que ir al museo cuando a él le da la gana? Hasta ahí podíamos llegar, hombre.

- Bueno Bea, tengo mucha gente en el bar. Tengo que colgar.

He colgado con tanta mala uva que a lo mejor se ha dado cuenta. Pues es igual. Que se aguante. La clientela empieza ya a palmear en el mostrador.

- ¡Conchaaaaaa!

Es curioso que cuando regreso de mi pequeño e íntimo cubil, atiborrado de cachibaches de cocina, especias, y mil restos de cosas que ya no sirven para nada, parece que se les alegra el rostro. Entonces los imagino llegando a casa y me pregunto de qué misterio están hechos los hombres. Y lo que pensarán sus mujeres cuando les ven aquí, alegres y optimistas como nuevos millonarios. Nunca dicen nada, pero lo piensan.

- ¿Qué pasa, Manuel?, que te me alborotas.

- No es por mi, mujer, es aquí el Fermín que trae cara de hambre y mírale como está, como un alambre.

Los habituales van entrando, poco a poco. Algunos en traje de faena. Es casi la una y media y en la calle se nota la agitación del mediodía. La mayoría no estarán más de unos minutos, relajándose después del trabajo mientras intercambian algunos comentarios con los amigos o los parroquianos, porque aquí todo el mundo es dado a hablar. Incluso más de la cuenta.

Fermín tarda en recuperarse. Quien más quien menos todos llevan su historia a las espaldas. Pero a este hombre parece que le cuesta más. Desde que se dejaron va como ensimismado y si antes era callado ahora se ha vuelto taciturno y he observado que a veces tienen que ir a sacarlo de casa. Es cierto que ha adelgazado. Debe andar en los cuarenta y pocos pero su aspecto de ahora hace pensar en algunos más.

- ¿Como vamos, Fermín?

- Como un cura, reina.

Es un tipo discreto y más educado que la generalidad de los que pasan por aquí. Pero algo le han hecho los de sotana, que los tiene atravesados y no hay que hacerle. Un día se midió con un santón de esos de porte distinguido y labia cuanta quieras, que entró en el bar a predicar en el desierto, y no hubo quien lo hiciera callar hasta que Fermín levantó la voz. Un casi nada. Desde ese día lo miramos con otros ojos. A veces se tarda en conocer a la gente. A mi me van a decir...

- ¿Lo de siempre, corazón?

- Por no perder la costumbre.

Mientras le pongo su clarita y su pincho, observo a dos parejas que acaban de entrar. No les conozco. Ellas se acomodan en una mesa y los hombres acuden a la barra y piden para los cuatro. Creo que llevo bien que me miren los habituales. Incluso me gusta. Pero estos repeinaos con aires de casino me molestan. Y si miran de esta manera, mucho más.

- Andrés te manda recuerdos.

Habla el moreno, más alto y bien vestido. Parece un piquito de oro y debe saberse guapo.

- No le conozco, perdona.

- Yo tampoco.

Ríe su propia gracia secundado por su compañero. Yo miro a sus acompañantes y sigo con mis quehaceres sin inmutarme. Ramón me ha pedido otro café hace un buen rato y me mira con gesto contrariado. Salgo hasta su mesa con la tacita humeante y retiro el anterior mientras él continúa devorando el periódico. Es el cuarto café de la mañana, pero ya he desistido de darle consejos. La última vez me dijo que si no le había matado la mina, mal iba a hacerlo el café. Me da las gracias como siempre y yo correspondo con una sonrisa, que es lo que mejor aprecia. Y que vuelva cimbreándome como una hembra con vocación, pero sin aspavientos. También eso le gusta.

Las mujeres de la mesa reclaman la consumición a sus acompañantes en lugar de dirigirse a mi. El guapo se encarga de recordármelo, esta vez sin permitirse más confianzas. Para cuando les he atendido a los cuatro el bar empieza a llenarse, aunque eso no es difícil. Apenas diez metros donde a veces he contado más de treinta almas. Algún simpático le he llamado "El cielo", porque sólo caben los justos. En esas ocasiones yo sugiero mi angelical condición, ante el regocijo general y sin que nadie lo haya negado hasta el momento.

Hace unos diez años que me separé y ya no era la primera vez. Asi que saqué mis conclusiones. Me gustan estos niños grandes. Estas masas de músculos que lloran como bebés y se rinden sin remedio ante una piel redonda y blanca. Me gusta escarbarles las entrañas hasta encontrar el núcleo mismo de su naturaleza auténtica, más allá de su pose de esforzados guardianes. Verles en las pupilas la vergüenza de sentirse descubiertos e indefensos. Pero no quiero ser parte de su patrimonio otra vez.

- Lo siento, he tenido un examen.

- Venga, pónteme en marcha que mira como está esto.

Marian suele echarme una mano los fines de semana. Le hace falta la pasta. Procuro tratarla bien, pero ya le he puesto clarito que lo que pago es el curro. Nada de malentendidos. Y no la puedo asegurar. Aritmética pura. Lo ha entendido y lo cierto es que cumple lo suyo. A veces se retrasa, pero tampoco está pendiente del reloj a la hora de salir.

- ¿Crees que me hará daño un agua?

- Ay, Antonio que mal te veo hoy.

- Ponle una Cola, anda, a ver si al menos es capaz de andar.

- ¿Y tú?

- Café, que tampoco voy muy allá.

A veces he intentado componer una especie de mosaico con todas estas vidas. He jugado a mezclar sus circunstancias, sus parejas, trabajos, problemas... Y al final he pensado que sólo pueden ser de ellos. Coco y sus malos cálculos con el alcohol, Antonio haciendo de angelito de la guardia de su jefe, Ramón y su afán infinito de cultura periodística... Sólo en su mundo tienen sentido. No son santos, pero también eso me gusta de ellos. En general llevan bien sus miserias y siempre han sido capaces de hacerme reir. Con las inevitables excepciones.

- Ya no haces caso ni a los guapos. Te has vuelto orgullosa.

- LLegas tarde. ¿Vino?

- Frío, ya sabes.

No quiero ser más parte de su patrimonio pero por una mirada de estas podría hacer una excepción. Así que más vale que te andes con ojito, Bea. A veces me sorprenden este tipo de pensamientos, medio salvajes, pero no los puedo evitar. Como no puedo evitar componer el escote mientras sirvo a este moreno con ojos de carbón del centro de la tierra.

- He estado de cháchara con tu mujer. Cada día habla más.

- Qué cosas dices...

- Me ha dicho que a su Tomás lo tiene bien amaestrao.

- Positivamente.

Sonríe con los ojos entornados y un diente asomando a destiempo entre los demás. Lo suyo es decir las cosas al revés, con la versión oficial por delante y el sarcasmo al acecho en la expresión. Se le ve de vuelta de todo, pero conserva un aire de inocencia en la mirada que he de evitar muchas veces, porque hace estragos. Quizás no debería haberle dicho esto, pero la dichosa mujer consigue cabrearme. Y qué demonios, no hago más que hablar. De momento. Sonrío ante este último pensamiento mientras le acerco el vino y observo su mirada fija en mis caderas.

- Sólo falta tu pinchito de costumbre y estarás como en casa.

Mientras deposito en el platillo el pincho de tortilla casi recién hecho, un par de conocidos se le acercan. Marian se mueve rápida entre las mesas con los pinchos como estandarte de hospitalidad. El local está a tope. Cobro rápido para permitir que los que llegan de nuevo se acomoden y observo que no falte de nada. Marian hace bromas a los más veteranos y arranca unas risas con facilidad. Sabe establecer los límites. Valdría para el negocio pero tiene miras más altas. Mejor para ella.

El Rizos acaba de aterrizar en la otra esquina con un colega que no conozco. Me hace una V con los dedos que sé interpretar. No entiendo como estos jóvenes no revientan con tanta cerveza que se meten, pero no es cosa mía. Le miro brevemente mientras les sirvo y su compañero enfila el camino del servicio.

- ¿Podrás hoy?

- Ya te llamaré si puedo.

- Me pregunto por qué te lo piensas siempre tanto.

- Es que los de menos de treinta me dais un poco de miedo.

Me mira serio. Pocas veces lo veo sonreir. Es extraño ver a la gente joven tan seria. Tiene una forma de vestir que me resulta extraña. No es que me disguste o no. Es que sencillamente no le encuentro sentido. O quizás establezco asociaciones más o menos tópicas. Menos de treinta debería significar alegre, vestimenta informal y la vida por delante. No es alegre, viste como un árbol y parece que llevara la vida en el bolsillo de atrás del pantalón, a punto de caerse.

Estaba un día por aquí, en la esquina de la barra, con la espalda apoyada en la pared y un cigarrillo olvidado entre los dedos. Prácticamente se estaba durmiendo. Eran las fiestas del barrio y es fácil que estuviera corto de sueño. No me fijé más en él. Casi a punto de cerrar entró un par de vecinos con una tajada monumental. Se pusieron pesaditos. No es que fueran un problema, pero el caso es que en un momento dado les llamó la atención. Primero pusieron cara de beodos injuriados, pero en cuanto los citó por sus nombres empezaron a tirar de las camisas para abajo y a componer la corbata.

Les invité a café y enseguida me pidieron disculpas y se largaron estirando el brazo en dirección del joven a modo de saludo. Se les veía intimidados. Me acerqué a él y le puse otra cerveza. Sentía curiosidad. Me dio las gracias y me miró un instante. Parecía triste. Cambiamos algunas frases que resultaron sinceras y casi a punto de la confidencia aparecieron los munipas y me ordenaron cerrar. Me puse a colocar algunas sillas y a trasladar algunas cajas de cerveza al trastero. Cuando me di cuenta me estaba ayudando con toda la naturalidad. Abandonamos los dos el local casi a las cinco de la madrugada. Me acompañó en silencio en una noche cuajada de estrellas, mientras aquí y allá sonaban las conversaciones de los últimos en retirarse. Cuando llegué a casa lo miré. No dijo nada. Abrí la puerta, entré y dejé que él entrara también. Charlamos un momento en la cocina. Le dije que me iba a dormir, que estaba muy cansada. Le indiqué que podía acomodarse en la habitación del fondo y me marché a dormir. Al minuto siquiente estaba en mi cama. Nos regalamos los cuerpos sin hablar y nos dormimos.

Desde entonces es como una presencia entrañable que viene y va sin hacer preguntas. No hay que hacerle la comida o lavarle la ropa, no me insulta y hasta es capaz de soportar mis llantinas de vez en cuando sin torcer el gesto. Le he cogido cariño.


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