29 de abril de 2009

Amenaza

Una foto es una foto y sus circunstancias. Lo dice uno que entiende poco de fotos pero bastante de circunstancias.
A veces son buenas (eso es cosa de gente muy escogida), otras salen bien, y a veces salen como les da la gana. Lo cual no quita para que tengan su aquel.
Puede que sea la propia circunstancia la que origina el milagro. En este ocasión una larga persecución en el tiempo. El bicho estaba como entusiasmado, así que me dije "esta es la tuya".
Me equivoqué. Estaba tan entusiasmado que me trajo dando vueltas a la mata de espliego unos veinte minutos.
Así que, al final, salió por cansancio. Como le dio la gana. Pero tiene su aquel. O eso creo.

24 de abril de 2009

El mundo a las 14:03 p.m.

( D i s p a r a t e f o r m a l )

Dos adolescentes se entrelazan los cuerpos componiendo esvásticas sublimes en la humedad tórrida de la tarde de Cuzco porque necesitan saber cuánto tiempo vive la felicidad.

Un general medita la manera más decorosa de enviar al infierno a tres mil almas y después pide un vaso de agua a su ayuda de cámara y lo deposita en un posavasos para no manchar el cristal impoluto con olor a desinfectante, antes de recriminarle haber utilizado el ascensor en Sábado.

Hay una jovencita pescando en Diem Bien Fu ajena a la tenebrosa serpiente que sube a la exigua barca por el remo que reposa en el agua.

Un obispo se mesa los cabellos con el alma arrasada por el recuerdo de las caricias sólo permitidas a una hembra a la que él mismo perdonaba periódicamente en la soledad del confesionario de la catedral de Colonia.

A las puertas del Chase Manhatan Bank, un millonario decide arruinarse para conocer de primera mano la pobreza, pero renuncia en cuanto se da cuenta de que no podría volver a trabajar.

Hay un mendigo en el Pórtico de la Gloria, cantando "Aqualung" a la salida de la catequesis y un cura que lo observa admirado por la calidad de su pronunciación.

Los insectos deambulan entre las asombrosas cúpulas de Nôtre Dame y están muy lejos de asombrarse. Sólo buscan comida.

La lluvia cuenta cosas.

http://www.youtube.com/watch?v=5wiSWhPzdl8


21 de abril de 2009

Ausente


Quizás alguien lleva cuenta allá arriba de mis deudas, aunque no recuerdo haber dejado nada a deber. Puede que sea un tipo de mente endurecida por miles de razones. A lo mejor no puede evitar endurecerse después de ver todo lo que ve. Es lo que tiene poder verlo todo.

Ayer se me ocurrió pensar que quizás he vivido muchas vidas diferentes, porque no me reconozco en todas las personas que he sido. Me veo de moza, con las trenzas recogidas, de la mano de mi padre, orgulloso él. Más tarde de joven, del brazo de aquella amiga a la que después perdí de vista, y casi inmediatamente, casada. Creo que después del parto algo se rompió dentro, no sé muy bien donde, pero sí que algo se rompió, porque de pronto empecé a verlo todo diferente.

Un día dejé de contarle mis pecados al cura aquel, recién llegado de la capital, y comencé a despachar mi rutina de confesionario con tres o cuatro comentarios que eran iguales todos los meses. Creo que se dio cuenta, pero no dijo nada. Tuve tres hijos más, sólo una niña. La última. Y siempre aquella sensación de que algo se estaba perdiendo. Sentía una especie de ruido interior, más a más insistente, muy parecido al que hace el agua cuando se precipita por la tubería del lavabo.

Llegó un momento en que dejé de hacerme preguntas y el ruido cesó. Pero dio paso a una sensación mucho más molesta porque ya no dependía de mis mundos interiores, sino que estaba por la casa adelante. En las esquinas, tras los espejos, dentro de los armarios. Fue un día cálido de verano, después de una tormenta que descargó durante buena parte de la tarde y estuvo aún de noche rondando los montes, como un desheredado que ha sido expulsado de casa y se resiste a abandonar los propios caminos. A la luz de un relámpago lejano, y cuando ya el día comenzaba a declinar, me di cuenta de que estaba sola. No sola físicamente, porque a eso hacía mucho tiempo que me había acostumbrado. Sola en el mundo, en la vida. Sola a pesar de todos cuantos me rodeaban que nunca eran pocos. Y no por culpa suya, ni siquiera por culpa mía. No fue un descubrimiento doloroso. Sólo sorpresivo. Como cuando abres el grifo para mojar las manos, con ese gesto casi instintivo, y no sale nada.

Un día abandoné mis costuras eternas sin ninguna razón. Las miré durante un rato como si fueran a decirme algo, pero permanecieron perfectamente indiferentes. Después arrastré la silla que papá había adaptado a mi escasa estatura y la situé junto a la puerta acristalada que ya nunca daba paso al balcón. Oí claramente mis pasos y la protesta infantil de la madera al recorrer las tablas enceradas del suelo. Abrí la contraventana, miré los ovillos de lana, la cinta métrica mostrando la numeración ya desgastada de tanto uso, y me senté. Por primera vez me fijé realmente en el puente y el arroyo que pasaba por debajo, al lado de la casona, tras aquella higuera que parecía llevar allí toda la vida. Y sencillamente me acostumbré a aquel lugar. La silla baja, los cristales, las volutas pintadas de la balaustrada metálica del balcón, y más abajo la casona, el puente y el arroyo.

Después de aquello sólo recuerdo un desfile de críos y mujeres y hombres que apenas se paraban a probar el vino, decían un par de frases tópicas sin esperar respuesta y ya no volvían a dirigirte la palabra hasta que se despedían, lo cual ocurría siempre pronto. A veces me pregunto si yo misma causé ese estado de cosas, con mis silencios y mis presencias apenas perceptibles, aunque no recuerdo haber tomado esa decisión. En realidad me da igual. No es algo que me haya molestado nunca.

Estos últimos días me ha dado por recordar. Por pasar las páginas de la vida que recuerdo. Y he comprobado que he tenido una vida extrañamente tranquila. Lo que se dice una vida muy normal. He sido una niña, una joven, una madre y después una dama de compañía que raramente salía de casa. Sólo recibía a las amigas y las dejaba hablar, que es lo único que querían. Es extraño, quizás, pero no recuerdo que nadie haya intentado nunca convencerme de que mi manera de vivir era equivocada. Unos y otros hablaban a mi alrededor, reían, gritaban y cantaban en las celebraciones. Después se iban. Yo no preguntaba a dónde y ellos no sentían la necesidad de decirlo. Quizás yo misma les impuse esa norma. No sé decir cómo.

Estaba enfermo. Volvía a casa. Eso decía la carta que me llegó desde el mar un día en que la lluvia permanecía colgada de la baranda del balcón, escurriéndose lentamente por los conos cristalinos del hielo, como si temiera hacerse daño al caer. Aquel día me pregunté cuál era la diferencia entre estar vivo, estar enfermo y estar muerto. Aquel gélido día me convertí en una apasionada víctima de la filosofía y deambulé por la casa adelante preguntándome qué era ser y qué estar. Y cuando duraba. Y con quien había que ser y con quien estar. No averigué nada y tampoco dormí. Cuando me senté en mi reino ante los cristales, rompía el día, pero aún la apática farola alumbraba pálidamente la piel rugosa y fría de la higuera eterna.

Lo metieron en casa en una camilla. Tenía la piel amarilla y los labios extrañamente blancos, casi translúcidos. Mientras los dos camilleros lo introducían en la cama noté un olor dulzón flotando en el ambiente, marcando el escaso camino recorrido entre la puerta y la habitación. Cuando me coloqué a los pies de la cama, me miró unos instantes y luego cerró los ojos. No dijo nada. Uno de los enfermeros me informó sobre lo que debía comer, con una expresión ausente en la mirada, mientras miraba el reloj. Esa noche olvidé darle la cena, irremediablemente absorta en mis cavilaciones.

Al día siguiente llegó mi hija y dijo que se quedaría a cuidarlo. Pregunté no sé qué de su trabajo sin mucho convencimiento. Ella explicó brevemente algo sobre pensiones, dijo que nos arreglaríamos y dio el tema por agotado. No entendí su declaración. Entendí mucho mejor su mirada huidiza y luego me creció por dentro algo que pugnaba por salir de una especie de cautiverio. Eran sólo palabras. Pero callé. Mientras ella recorría la casa mil veces haciendo una pregunta de vez en cuando, yo volví a la silla que ocupaba ante los cristales y supe con quien había que ser y estar.

La casa se llenó de gente cuando murió. Había tanta que decidí darme un paseo por el huerto que cuidaba mi vecina y que solía ser una especie de dispensario del que podía esperarse cualquier cosa, desde un hermoso repollo hasta un ramo de flores. Por alguna razón supe que era el día indicado para agradecérselo. Hubo un velorio incluso más concurrido, donde se vaciaron muchas botellas de vino dulce y se sancionaron públicamente las virtudes del finado antes de dar paso a los pasteles y las galletas de chocolate. Me dijeron que cuando la discusión pasó al tema político y los ánimos empezaron a exaltarse, alguien de la familia elevó la voz dando fin a la reunión y la concurrencia se evaporó. Los pocos con los que me crucé en las escaleras apenas se despidieron con una mirada. Tenían los ojos enrojecidos, pero se habían olvidado de como se llora.

Ella se ha quedado. La pensión que era antes apenas suficiente ahora nos da más que de sobra para las dos. Por las mañanas hace las compras, asea la casa un poco y después hace algo de comer. A eso de las diez, me peina mojando el peine de carey en una pequeña palangana y me sujeta el pelo en un moño pequeño. Después me ayuda a desplazarme hasta mi trono ante la cristalera. Desde allí veo pasar el agua del arroyo, y recuerdo. Muchas veces sin querer. Es como si los recuerdos acudieran a una cita previamente programada. Desfilan con tranquilidad. Como ha sido mi vida. Tranquila. Aunque a veces, cuando el agua pasa turbia bajo el puente por culpa de las lluvias interminables, tengo una impresión extraña. Por un instante se me antoja que quizás mi vida no era exactamente mía. Quizás me he limitado a vivir trocitos innumerables de otras vidas. Las de los demás.

7 de abril de 2009

Invierno



Hubo un tiempo de arroz, lágrima y vino
de relojes parados en la aurora
Hubo un alud de pétalospalabras
un retumbar de vientos en las manos
Una noche de besos que se murieron nunca
y un siempre que murió a las poquitas horas
Luego vino un invierno de rama enmarañada
Y aún así sigo aquí, sumando el tiempo
.