20 de mayo de 2009

En Galiza, en galego.

Hay alguna gente que cree que estos escaparates donde dejamos letras, imágenes, alegrías o tristezas, son algo parecido a un almacén donde se acumulan cosas para que desde el otro lado alguien las mire. Uno siempre ha pensado que si sólo sirven para eso, poco servicio harán. Siempre he pensado que esto es otra forma de comunicarse, una más, y en ese sentido requiere de una corriente en ambos sentidos. Por lo que sea, (es algo que se me escapa), cuando llegué aquí sintonicé con gente verdaderamente lejana en la distancia. Curiosamente, la mayoría eran de habla catalana, en sus diversas vertientes, catalana, valenciana o balear.



Este blogue forma parte da Rede de Blogueiras/os en defensa do Galego

Llevo un bichito dentro que, aunque tardíamente, me ha obligado a verter aquí una serie de sentimientos, reflexiones, y relatos que no dejan de ser una manera como otra cualquiera de comunicarse. El hecho de que esas personas estuvieran tan lejos me obligó a utilizar una lengua que conociéramos todos. Hay que decir que, como muchos gallegos y gallegas, he sido educado en castellano, porque las escuelas franquistas no entendían de respeto a las lenguas de este país de países. El hecho de que me exprese cómodamente en esa lengua, sin embargo, no oculta otro que es cada vez más palmario, y es que las escuelas de la democracia tampoco están a la altura en ese sentido, ni con populares ni con socialistas.

Hace unos años se parió en esta tierra mía una ley que prometía, si bien tímidamente, poner remedio a esa situación. La llamada Ley de Normalización Linguística. El objetivo de esa ley era que nuestra lengua, que es y ha sido siempre el gallego, tuviera en esta comunidad el peso y la dignidad que cualquier lengua debe tener en el territorio en que se habla. Se acometía, por ejemplo, la tarea de integrarla en los centros escolares, que es donde cualquier lengua del mundo tiene su lugar adecuado, estableciéndose el objetivo de que llegara a tener una utilización más o menos pareja con el castellano, lengua que se impuso de manera arbitraria y obviamente coercitiva a raíz del Decreto de Nueva Planta de Felipe II. Nunca llegó a complirse. Ha habido centros en los que la utilización del gallego, lejos de esa cuota teórica del 50%, no ha llegado al 10% y aún menos.

Aún así, algunos personajes que jamás han tenido idea de cual es el panorama linguístico en este tierra, han echado mano de la demagogia más elemental para alertar sobre los supuestos peligros que el castellano corre ante estos tímidos intentos de normalización. Alguna formación política de nuevo cuño ha situado la confrontación entre las lenguas del estado en el punto céntrico de su ideario y al grito de Galicia Bilingüe (aquí los conocemos más bien por Galicia Bífida) han llamado a la "cordura" que pregona el nacionalismo español más rancio y reaccionario. De lo cual ha sacado provecho el Partido Popular, por unas u otras razones.

La consecuencia inmediata es que le Ley de Normalización Linguística, que apenas nos permitía levantar un poco la cabeza después de siglos de maltrato y despotismo español, va a ser derogada para reimplantar lo que Feijoo, que no tiene puta idea de lo que dice, llama el "bilingüismo cordial", y que, para entendernos en pocas palabras, viene a ser retirar el gallego de las aulas y devolverlo a las aldeas, que es donde ya no va quedando nadie. Saben muy bien lo que hacen y saben por qué lo hacen.

En consecuencia, y como gallego en ejercicio que tengo el honor de ser, he decidido contribuir contra esta miseria política, intelectual y moral con un blog en gallego que he llamado Cen Mil Derrotas (http://setesoles.wordpress.com/), por razones obvias. Lejos de pensar que las lenguas nos dividen, creo que nos unen, siempre y cuando tengamos de ellas unos mínimos conocimientos. No es ni mínimamente normal que las diferentes lenguas del estado estén absolutamente desaparecidas de la educación a nivel estatal. Quienes argumentan que el castellano es el elemento común que nos une, ocultan interesadamente que esa unidad descansa en la eliminación pura y simple de las culturas que sobreviven en la península, a pesar de las políticas abiertamente excluyentes y liquidacionista de los gobiernos españoles desde siglos atrás.

El panorama de la política española es heredero de la llamada Reforma, operación de cosmética política que ha evitado la depuración de responsabilidades de la dictadura y nos ha regalado la presencia en el panorama político del país de personajes tan siniestros como Manuel Fraga, estandarte de la legión de fascistas disfrazados de demócratas que campan por las patrias praderas sin el más mínimo recato, y lo que es aún peor, de sus herederos, los Aznares, Mayor Orejas y demás fauna neofacha entre la que destaca sin duda la presencia del borbón, elegido directamente por el dictador, y de cuyas andanzas y corruptelas se han hecho eco algunos medios sin que la justicia, sorda y ciega ella, se haya molestado siquiera en abrir la boca, quizás por no llamar más la atención sobre lo que ya apesta a complicidad pura y simple.

Y de aquellos barros, estos lodos. Aquí se habla de bilingüismo sin tener ni idea de qué cosa será esa y se promulgan leyes que bajo la excusa de eliminar una supuesta imposición, imponen a toda la ciudadanía gallega las normas de los castellano-hablantes del país, a quienes previamente se ha despojado de su propia lengua. Es tan injustificable que hasta en los foros europeos les llaman la atención. La pena es que quizás sean esos foros los únicos que acudan en nuestra ayuda. Hay muchos castellano-hablantes que nos defienden y acuden con nosotros a manifestarse por nuestros legítimos derechos. A quienes leáis estas letras os pido vuestro apoyo, porque aquí nadie está hablando de exclusividad ni de exclusión, sino de convivencia basada en el respeto y el conocimiento cabal y profundo de nuestra realidad. Y nuestra realidad no será tal si nuestra cultura y muy en especial nuestra lengua no es respetada y promovida hasta recuperar la dignidad que se le ha arrebatado por medios muy poco presentables. Es absolutamente obvio que el gallego es la lengua de Galicia. Hasta el Estatuto que Fraga firmó lo dice.

Acabo con unos versos de Victoriano Taibo (que no de Piñeiro, corrijo el apunte) que han ornamentado cientos de blogs como este el Dia das Letras Galegas, jornada que algunos dedicaron a comedias florales y otros a defender en la calle, tan pacífica como rotundamente, su propia cultura.

O galego que non fala
a lingua da súa terra
nin sabe o que ten de seu
nin é merecente dela.

18 de mayo de 2009

Recursos


"Partiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cotas de la miseria."


Groucho Marx.

10 de mayo de 2009

Caracolas


No la recordaba así, tan delgada, envuelta en esas ropas tan livianas que parece que no llevara nada sobre la piel. Entonces no era más que una jovencita algo entrada en carnes, de mirada huidiza y poco sociable, según decía él. Acudía a su amparo como si el mismo aire fuera una amenaza. Recurría a su mano como un náufrago encuentra la salvación: desesperadamente. No supo mucho más de ella después de aquello, cuando sus vidas tomaron caminos diferentes y una parte quedó atrás, aprehendida en aquella casa de maderas y hiedras, algo descompuesta ya por el viento y las heladas.

Esta tarde ha venido a casa Águeda, con la acostumbrada botellita de vino dulce bajo el brazo. Entre ellas no es necesario más que un breve abrazo que confirme a través del tacto la persistencia de un sentimiento afianzado más por el paso del tiempo que por la coincidencia en el pensamiento o las actitudes. Tienen poco que ver Águeda y ella. Hasta el nombre, con esa esdrújula provocadora, le disgusta. Cuando se miran suelen tomarse como pequeños descansos, para que las pupilas se acepten de nuevo una vez han comenzado a notar cierto desagrado. Después se acostumbran y las palabras van y vienen con naturalidad, hasta que surge alguna discrepancia que sortean como siempre han hecho, con elegancia y una cierta condescendencia practicada de antiguo.

Alfredo entra en la sala cuando están casi a punto de despedirse, y eso significa que ya no se van a despedir. Hace un día precioso y te vendrá bien tomar un poco el aire. Él está acostumbrado a hacerse obedecer y ella siempre ha preferido ceder ante sus argumentos. Sigue siendo un marido ejemplar y ha sido un padre atento y solícito. Y si no fuera por él, ni saldría de casa. Los esperan un grupo de amigos en la terraza del café Ideal, a la entrada del parque. En la calle, la tarde los recibe con una airecillo más fresco de lo que sería de esperar, pero Alfredo cree que no hay que tener miedo del aire, que por algo ha estado siempre aquí. Desde la acera de enfrente los mira un crío que vende periódicos y de cuando en cuando se lleva los dedos llenos de tinta a la nariz, para disfrutar del olor penetrante.

Las mujeres caminan con precaución, sorteando hábilmente algún que otro charco producto de las lluvias de ayer, mientras Alfredo les cede el paso y extiende los brazos hacia sus espaldas sin llegar a tocarlas, como un ángel protector que quisiera pasar desapercibido. Luego se apresura a interponerse ante del vendedor de periódicos, como una barrera infranqueable que el crío respeta hasta el punto de no llegar a decir la primera palabra. Debe llevar los pies empapados en esos zapatos llenos de agujeros, el pobrecito, piensa.

Quienes les esperan se levantan de la mesa para recibirlos y el camarero, sabedor de que aquello tomará su tiempo, aprovecha para limpiar alguna mancha en las mesas contiguas. Después de las primeras efusiones se van acomodando poco a poco, con los caballeros ostentosamente erguidos hasta que la última puntilla blanca toma el lugar adecuado en las sillas pintadas del mismo color y se abre alguna sombrilla para protegerse del sol aún alto . La conversación gira sobre los acontecimientos previsibles en las vidas de dos matrimonios con la madurez a punto de cambiar de estado y una viuda que se ha acomodado a sus costumbre toda una vida. Los estudios de los hijos, alguna boda en ciernes y los horarios de los cultos en la iglesia más antigua de la ciudad, que todos visitan asiduamente, son los temas habituales de conversación.

Apenas han empezado a saborear el café, el té o la manzanilla en las pulcras tacitas que el camarero reparte con habilidad por la mesa, cuando se acerca la joven y se presenta a Castor, que la reconoce pasados unos momentos y se levanta para hacerle un sitio mientras Alfredo luce su cortesía habitual y las mujeres saludan con un simple movimiento de cabeza curioseando entre los rasgos delicados de su carita blanca enmarcado por los tirabuzones oscuros y espesos. Es la hija de Eladio. Todos asienten recordando al citado por unas u otras razones. Claudia, la mujer de Castor, más amiga de escuchar que de hablar, luce la expresión de admiración que le produce siempre la gente joven. La recién llegada atrae la atención sin esforzarse, con una voz cálida y bien timbrada que nunca se apresura y no se pierde en detalles banales. Ha venido a ocuparse de algunos asuntos de la casa, casi absolutamente abondonada y por la que parece interesarse alguien en la capital. Mira de frente, con la cabeza ladeada de un modo casi imperceptible del lado de su interlocutor y parece disfrutar escuchando.

Algunos recuerdos se hacen sitio ayudados por la conversación, que deriva hacia rincones de la vida pasada. La vida parece tener dos caras. Una apacible y marcada hace tiempo en el cuaderno de bitácora del que guía la nave y otra tumultuosa e imprevisible que no sabe de previsiones, moldes o conveniencias. La figura de padre emerge entre una bruma de tiempos idos pero presentes, su mano firme pero tierna en los paseos al lado del rio tumultuoso en los inviernos, su gesto duro de un tiempo, y su mirada perdida a la muerte prematura de madre, tan frágil ella, tan poquita cosa y al tiempo tan imprescindible para él. Su gesto, en fin, su figura y hasta su recuerdo penden del fino hilo de la sensación tremenda, terrible, de no haberlo conocido suficientemente. Quizás no haberlo conocido en absoluto. Hasta aquel día.

Nunca supo qué la impulsó a entrar en aquella habitación en la que sólo se entraba por razones bien justificadas, como una limpieza periódica que él supervisaba personalmente sentado en una butaca en el pasillo, enfrente de la puerta. Quizás fue aquel olor a naftalina o la soledad de los libros colocados en la amplia biblioteca, y que nadie tocaba sin su consentimiento. O el olor de la tinta que vertía en aquel papel grueso y amarillento con una pluma larga que hacía correr con maestría dejando en el aire un rumor pacífico. Se había quedado en casa en uno de aquellos días en que sus jaquecas la obligaban a odiar la luz más leve y los ruidos inevitables de la actividad de la gente en la calle.

Recorría el pasillo con un libro en las manos cuando advirtió que la puerta había quedado entornada. Siempre había cerrado mal, porque a las cosas no pueden dárseles órdenes y la humedad de algún invierno se le había acumulado allí donde debía encajar para cerrarse. Distraída por la lectura no fue capaz de advertir otra cosa que la silente llamada de la luz azulada y el olor a tinta y libros viejos y cautivos. Traspasó el umbral casi sin darse cuenta, recorrió las aristas de la biblioteca con el dedo índice y lo frotó contra el pulgar para deshacerse de alguna motita de polvo inevitable. Y después el contorno del escritorio de caoba que alguien había traído de las Filipinas. Aún seguía divagando sobre las líneas sosegadas de su lectura cuando la vista reposó inocente sobre el papel que asomaba bajo el diario doblado cuidadosamente. Y será la distancia nuestra penitencia pero jamás lamentaré haberte amado tanto...

Mientras las voces van y vienen, rememora la lucha que en apenas segundos libraron los dos seres que la habitaron entonces, el uno pugnando por imponer el sosiego a costa del olvido, y el otro empeñado en saber lo que debe saberse. Casi es capaz de sentir de nuevo el tacto áspero del papel cuando retiró el diario lo suficiente para confirmar que aquellas escasas palabras no eran el fruto de una fantasía o un caprichoso juego literario practicado para dejar pasar el tiempo. Evoca su figura paralizada, desde la lejanía de los años transcurridos, depositando de nuevo el diario sobre la superficie del escritorio de manera que aquellas pocas palabras delatoras quedaran completamente ocultas, como si con aquel inútil movimiento pudiera conjurar el pasado, y asegurándose al salir de que la puerta quedara bien cerrada. Aquella tarde pensó en los largos silencios de su madre y en las otrora largas ausencias de aquel padre al que había venerado como a un santo. A la hora de la cena, aquel hombre al que ya no conocía, preguntó por la razón de su silencio y ella dijo estar algo cansada.

Eladio siempre ha sido un gran hombre. Castor suele hacer ese tipo de declaraciones altisonantes, a despecho de su falta de conocimiento de la persona o personas en quienes recaiga el halago. Es su forma, un tanto infantil, de hacerse notar y reconocerse entre lo que él llama gente de bien. Águeda, enemiga de tales exageraciones, suele torcer el gesto y permanece callada hasta que consigue olvidarlo. Alguien recuerda los tiempos en que el tal Eladio trabajaba en Telégrafos y Alfredo comenta su primera entrevista, habla del carácter extrovertido y alegre del personaje, y de lo fácilmente que llegaron a un acuerdo para que se encargara de poner orden en algunos de sus asuntos comerciales. Justo antes de que Inés cayera enferma con aquella dichosa pneumonía. Inés se lleva la taza a los labios y concentra la mirada en el fondo del recipiente y el líquido aún caliente ahora que su nombre ha salido a escena.

¿Es usted Inés? Observa sus ojos negros y húmedos, y asiente. Tendrá que disculparme. Creo que nos hemos visto alguna vez antes de nuestra marcha, pero no estaba segura de reconocerla. Acepta las disculpas con una tímida sonrisa y contempla despacio su mirada familiar. Es para usted. El paquetito, envuelto en papel azul, queda en el centro de la mesa después de hacer un pequeño recorrido por entre los servicios que algunos apartan para que pueda llegar a destino. Alfredo se hace con el y lee las dos palabras que han sido escritas en la superficie más visible con una letra amplia y sosegada. Luego lo deposita en el mismo sitio donde lo encontró sin hacer comentarios. Castor se dirige a la joven interesado por su futuro inmediato y su interésalimenta de nuevo la conversación. Finalmente, la joven se disculpa y se despide sin entretenerse más de lo estrictamente necesario.

Tiene el mismo andar de su padre. Castor no podría negar su interés por la figura alta y delgada que se aleja. Ahora que la joven concentra de nuevo la atención, Inés observa el paquete azulado y la letra primorosa. A punto de tomar de nuevo la tacita de té recuerda que está irremediablemente vacía y entonces Águeda confiesa que está cogiendo frío y se levanta. Castor hace lo propio dirigiéndose al camarero para pagar la deuda, sin atender las protestas rituales de Alfredo. Olvidas el paquete. Es la voz menuda de Claudia. Alfredo lo recoge sin interesarse más por la cuidada letra del remitente. De vuelta a casa tropiezan con algunos conocidos con los que conversan apenas unos instantes y siguen camino sin hablar, hasta que Águeda se despide y la perspectiva acogedora de la casa caldeada los invita a apresurar el paso.

De nuevo en el hogar, se procede a la cena, en silencio, y luego Alfredo se retira a su despacho, donde suele trabajar hasta que el sueño lo vence, a veces sin permitirle llegar al lecho. En medio de la mesa descansa el paquetito azul, triste y desatendido, hasta que ella lo atrae deslizándolo lentamente sobre el mantel de algodón sembrado de florecillas verdes y rojas. Inés Rojas. El grueso trazo de tinta y la caligrafía, amplia y decidida, desmiente cualquier necesidad de discreción. Roto el sello de lacre, Inés retira el delicado papel azulado y contempla con una mirada cálida la cajita de madera ornamentada en la tapa con filigranas plateadas. Dentro no hay más que una breve carta y dos pequeñas y extrañas caracolas.

Lo recuerda sin querer recordarlo, como ha hecho siempre, como si fuera un castigo impuesto por un dios vengativo que dejó hace mucho tiempo de quererla. Lo acoge en su mundo, de nuevo por primera vez, con los cabellos rizos cayendo sobre las cejas rectas y discretas, los ojos negros y húmedos, la nariz escasa y algo respingona y la boca abierta en una sonrisa eterna y sonrosada mientras pregunta por Don Alfredo, por una asunto de negocios. El sol se colaba aquel día por la claraboya del tejado, encendiendo una línea de luz casi cegadora sobre el pasamanos de las escaleras, cuando él salía ya de casa y se despedía cortesmente sin dejar de mirarla y ella correspondía con una inclinación de cabeza y los ojos perdidos ya en sus pupilas negras.

Por decencia se negaría los recuerdos, pero la voluntad se rinde cada día con un poco más de delectación y tras un velo de languidez nace el pasado, apenas unas horas de aquel día en que Alfredo se había ido de viaje e Inés soportaba los últimos alientos de aquella molesta pneumonía. Eladio acudió a la casa como todos los Jueves, al no haber sido advertido de su ausencia. Ella, hastiada de su larga estancia en el lecho, descansaba en un sillón envuelta en una bata cuando sonó la pesada aldaba de la puerta a la hora en que él solía llegar.

Alto turbado cuando se le informa de la ausencia de Alfredo, el hombre se interesa por su estado entre conmentarios intrascendentes. Ella, para confirmar su mejoría camina por la sala moviéndose con soltura hasta que su paso vacila y en apenas segundos los bazos masculinos acuden en su ayuda sin poder evitar el escalofrío que produce el contacto de la piel hasta entonces ajena. Como en un dulce sueño las miradas devienen en caricias y un peso de recuerdos inútiles decreta que no habrá vida si no se vive ahora. En la habitación en penumbras los cuerpos se descubren asombrados y se entregan por fin con la avidez del deseo más inalcanzable. Y después del amor, recuerdo en el recuerdo, ella acaricia los rizos sobre su frente, selecciona un pequeño grupo de cabellos y hace una petición. Regálamelos. Y mientras él sonríe, ella acaricia su pecho y luego su estómago, y al llegar al pubis enreda sus dedos en el vello cobrizo y lo reclama de nuevo. Regálamelos. Él ríe quedamente, como se ríe cuando un crío demanda cualquier imposible y contempla su expresión algo confusa, quizás avergonzada, pero al tiempo gozosa, como si no fuera capaz de reconocer a la Inés de las últimas horas, o los últimos días, o los últimos años... Después, mientras vence la tarde, se les van muriendo las sonrisas desesperadamente y la luz que agoniza abre paso a una pena que los minutos alimentan sin compasión hasta que una puerta apenas entornada anuncia ya la ausencia que será definitiva.

En los últimos tiempos ha adquirido la costumbre de subir a la habitación antes de cenar. En esos días de lluvia que hacen crecer en los humanos la sensación de soledad, Inés abre con cuidado uno de los cajones del tocador y extrae primero un pequeño misal con las tapas de cuero abrillantadas por el uso. Recuerda con qué sensación de alivio abría su padre aquel librito en sus últimos tiempos, en las frecuentes ocasiones en que reclamaba insistentemente un poco de soledad, y ella atistaba por la rendija de la puerta para comprobar de qué asombrosa manera se relajaba su rostro, habitualmente serio y concentrado hasta la severidad. En una pequeña abertura de aquellas tapas encontró más tarde la explicación de su alegría, en un papel blanco escrito con una letra menuda cuyo contenido profanó cuando él ya no estaba entre los vivos.

Después lo devuelve a su lugar y hurga bajo las ropas en una de las esquinas para hacerse con la cajita de madera. La abre y descubre una vez más aquella lacónica línea rematada en puntos suspensivos. Inés, Inés, cómo se nos fue el tiempo... Y debajo una firma amplia con trazos redondos y ligeros. Eladio. Bajo el papel descansan dos pequeños haces de cabellos sujetos con finísima cinta, uno negro y otro de tonos más cobrizos, con los que ella juega unos instantes hasta dejarse vencer por la tentación de llevarlos sobre los labios para recuperar el aroma de aquel pecado delicioso. Si oye crujir las maderas de la escalera lo devuelve con calma a su lugar y contempla el mundo en la ventana hasta que Alfredo la reclama desde la puerta para la cena. Normalmente, como hoy ocurre, se limita a darle una voz desde el piso de abajo y ella responde con el deje cansino que él interpretará como un signo más de familiaridad.

5 de mayo de 2009

Laureados sinvergüenzas


Cuando se critican determinados comportamientos de la derecha, suele elevarse la voz y clamar contra el supuesto maniqueismo de quienes los denuncian. En las últimas elecciones celebradas en Galicia, algún antiguo conselleiro proclamó muy ufano que "se ha demostrado la falacia del caciquismo".

Extraigo a modo de ejemplo un párrafo de el periódico "O Xornal" (actual competencia de la Voz de Galicia) donde se cuentan la vida y milagros del señor Baltar, jefe todopoderoso de la Diputación ourensana desde el principio de los tiempos, y en el que el ínclito personaje deja clara su idea de la libertad de elección cuando se le pregunta si fue él quien inventó el acarreo de votos.


“Lo hacemos todos, pero nosotros ganamos. Hay que trabajar. En todas las elecciones voy a Nogueira para vigilar cómo va la cosa. Vi a una pareja y tuve dudas. Le pregunté si me darían el voto, me dijeron que sí y entonces les cambié las papeletas que llevaban en la mano por unas del PP. Los acompañé hasta la mesa y luego comprobé que le iban a votar al PSOE”.


En "Bouzafría", el blog donde me enteré del asunto () , se preguntan qué hace la Fiscalía, dado que se trata de una manera de proceder que ha sido publicitada por el periódico. Me atrevo a decir que aplaude, como los correligionarios de este simpático chaval.
http://www.xornal.com/artigo/2009/04/06/suplement- os/contexto/baltar-he-cambiado-silla-anos/20090404- 2057191979.html

1 de mayo de 2009

Sobre el lenguaje, Ebay y la desconfianza.



Qué pasaría por su cabeza cuando escribió aquello de "état moyen"... Qué pocas veces nos paramos a pensar que lo que decimos, lo que escribimos, ha tenido una razón de ser y tiene también un fin. Un destinatario. Alguien que va a interpretar el código a su propia manera y quizás influido por una noche mal dormida. O por los resultados de un partido de fútbol. Quizás se ha despertado y por primera vez en mucho tiempo el espacio al otro lado de la cama está vacío. Por eso tenía frío, se dirá...


Es fácil saber cuál es el sentido de esas dos palabras. Pero lo que significan realmente nos está vedado. Quizás Maurice Sylvain estaba en estado "moyen" cuando escribió la inocente frase. Si vive en un piso viejo, habitado aún por sus padres, es fácil que Maurice barrunte tempestades desde hace tiempo, como hacen los parados cuando el estado decreta que no hay más pasta. De esas tempestades que se quedan con uno aún en los sueños. Si es así, Maurice seguramente ha exagerado. Precisamente porque está acostumbrado a cosas no tan "moyen".


Como la vida nos aboca a cada paso a la desconfianza, el que ha leído las dos palabras ha hecho un diagnóstico casi inmediato. Menudo pájaro el franchute este. A saber lo que entenderá por "état moyen". Y se le ha venido a la cabeza, como una iluminación celestial, la misma frase en las columnas de venta de coches de segunda mano. "Estado medio". O sea, para la chatarra. Es que hay que echarle cara ...


Por suerte tenemos algo que nos sobra. Probablemente de las pocas cosas que no se agotan hasta que ya uno va cansado de disfrutarlas. Tenemos tiempo. En este caso, minutos. No han pasado más que minutos cuando una posibilidad se abre camino. Quizás Maurice sólo ha querido decir lo que ha dicho. Y estado medio signifique estado medio. ¿Medio con respecto a qué? ¿En opinión de quién? ¿A qué efectos exactamente? Y gracias a esos minutos, quien ha leído esas dos simples palabras, hará ahora una simple pregunta.


¿Qué has querido decir con "estado medio"? La versión en francés parece correcta, aunque hay alguna duda respecto de si aquellos dichosos guiones del dichoso "est-ce-que" siguen siendo normativos. El ordenador confirma que el mensaje se ha enviado a Maurice. Y es ahora cuando se sabe que la frase que va a leer resulta excesivamente lacónica. No hay un saludo, ni una palabra amable. Quizás hemos condenado al "franchute" definitivamente, mucho antes de pensar siquiera en hacerle una simple pregunta. Y nos hemos dado cuenta, sí. Pero después de que el correo haya iniciado su virtual camino hacia un lugar llamado Chassieu, en Francia.


Su respuesta llega pronto y es también corta. Sencilla y sin fórmulas de cortesía. Será joven Maurice y quizás piensa que hay cosas mejores que hacer que parecer más o menos amable y educado. O todo lo contrario y es de la opinión de que las frases amables están de más en un asunto comercial. Puede que piense que están de más en casi todo. Quizás Maurice está harto de disimular la mierda de vida que le ha tocado, responde a lo que se le pregunta y cuando cree que ha completado la respuesta, coloca un punto final. Y punto. Final.


Le hemos mandado al señor Sylvain, o al joven Sylvain la cantidad de dinero que nos pide por el macro en "état moyen". Y el correo se ha encargado de hacérnoslo llegar. Un poco tarde, lo cual invita a pensar que no hace mucho caso de las prisas. Cabe la posibilidad de que este Maurice haya tenido que atender a Monsieur Sylvain, a la sazón impedido en una silla de ruedas, por ejemplo, aunque ágil de memoria y locuaz en torno a los recuerdos que Maurice ya ha escuchado demasiadas veces. Tendremos pues que disculparlo si ha sido así. En todo caso el artefacto ha llegado cuando ha llegado y de poco sirve buscarle explicaciones.


La primera inspección no ayuda a mejorar la imagen que, por razones injustificadas e injustificables, nos hemos hecho de su persona. Las piezas giran bien, sin ofrecer resistencia, pero no están excesivamente limpias. No brillan como esperábamos. A saber por qué esperamos semejante cosa si la foto que mostraba el cacharro hacía pensar en lo contrario. Ocurre algo peor. El visor delata una fibra negra firmemente adherida a la lente. Y otras dos estrellas del mismo color a uno y otro lado, rotundas y dispuestas a hacer guardia el tiempo que haga falta.


Para confirmar una vez más el atractivo irresistible de la condena, emitimos veredicto al segundo siguiente. La has cagado. Vocación por el cilicio, podríamos llamar a esto. Vestigios paranormales de la educación católica que prometía hacer de nosotros gente de bien. El primer condenado, uno mismo. Y luego, confirmación irrevocable de la condena al infausto franchute. Ya ni las primeras fotos se hacen con interés. Total... Aunque... bueno, lo que es ver, sí que se ve. Incluso algunos colores resultan atractivos. Aunque se haya movido la cámara cuando no debía, lo cual no es culpa del franchute. Y las aproximaciones dibujan un mundo fantástico. Uno parece capaz de introducirse en una de esas corolas sonrosadas que prometen una puerta al paraíso. A despecho de las dichosas manchas. Que, por cierto... no sabemos donde se han metido. Curioso. Incluso si se aumenta la imagen lo inimaginable, se siguen mostrando esquivas. No están. Lo cual es una suerte. O un milagro. Porque en el visor sí que siguen estando. Serán fantasmas franchutes de visor. Por ejemplo.


Quizás Maurice se esté riendo del desconfiado carpetovetónico que le ha comprado ese viejo objetivo. Y habrá pensado, "anda la cara que va a poner cuando mire por el visor". Y es probable que se lo haya contado a Monsieur Sylvain, que habrá reído de buena gana y recordado tiempos en los que reía más, cuando su Charlotte le hacía cosquillas en el sofa y luego le ponía un dedo sobre los labios para frenar sus entusiasmos porque Maurice estaba a punto de dormirse. Quien sabe si Maurice sabe hacer milagros a distancia, que es la única manera de hacer milagros sin que venga algún espabilao a montar un chiringuito mariano.


Lo mejor será reír como ellos, mis virtuales amigos de Francia, que no franchutes, y recordar que los milagros están allí donde alguien quiere verlos. Y no es cuestión de fe. Sencillamente, vale la pena hacer una sencilla pregunta, aún cuando las esperanzas de una respuesta positiva sean casi nulas, porque ocurre que esa negación nace en nosotros mismos y es de nuestra exclusiva responsabilidad. Esa es la absurda manera en que llegamos a negar la posibilidad de ver al otro lado a un tipo generoso, con problemas parecidos a los nuestros, y capaz de hacer valer su generosidad por encima de nuestras torpezas.
(Toma realizada con el "macro" adquirido a monsieur Sylvain).