28 de marzo de 2010

Las hojas muertas (y IV)


Los tacones levantaron ecos apremiantes en el silencio asombrado del lugar en penumbras. Cedió la puerta con un quejido metálico que cesó cuando el pomo golpeó la pared. La luz entraba por los cristales rotos, a raudales, revelando la silueta de la contraventana, vencida sobre la pared como un soldado moribundo. Hacía un frío difícil de creer y nada especialmente interesante que contemplar. El quejido de las bisagras arreciaba, a medida que la inercia dictaba el regreso al punto de equilibrio.

Al principio fue apenas una sombra. Los cabellos enmarañados, componiendo una suerte de llamarada indómita pintada de colores extrañamente fríos. Después, a medida que la puerta viajaba lentamente hasta el centro de la habitación, la frente grotescamente abultada, los pómulos marcados bajo la piel tensa y apergaminada, los ojos desmesuradamente abiertos en un gesto de ira de un azul espectral y la boca deformada en un gesto brutal, entre obsceno y estuporoso, con los labios envueltos en un carmín espeso, casi sanguinolento. Retrocedí, estremecido, sin poder apartar las pupilas de su mirada gélida y violenta, atrapada para siempre entre los trazos rápidos y largos de una mano segura, decidida. Pinta largo y seguro, me decía, como si no te importara el resultado.

Derrotado, bajé la vista hacia las maderas entristecidas y protegido ya de su mirada demoledora desplacé la puerta hasta ocultar de nuevo su glacial presencia. Recordé entonces la expresión confusa y apesadumbrada de quienes la rodeaban el día en que todos sus cuadros desaparecieron de la casa, cuando ya nadie osaba pedir explicación alguna sobre su particular comportamiento.

La puerta se abrió cuando estaba a punto de poner la mano en el picaporte. Reconocí enseguida el gesto ensimismado de Julián, el marido de Anuncia, medio oculto ahora entre los cabellos blancos y desordenados. Su sonrisa forzada y huidiza. No había cambiado mucho. ¿Como va la vida, Julián?, me alegro mucho de verlo. Malamente señor, son malos tiempos. ¿Y Anuncia? Con sus cosas, como siempre. Claro. Pues sí. Quedó medio asomado a la puerta con la actitud entre curiosa y precavida de quien no confía en la información que le dan los sentidos.

Intercambiamos un par de frases más, a modo de despedida. Supongo que ya nadie vive aquí, Julián. Ya no, señor, pero el café se acaba y hay que reponerlo. No prestó ninguna atención a mi gesto de estupor.

El viento arreció al cerrarse la puerta, y las hojas volvieron a buscar una salida del laberinto, jugueteando caprichosas entre mis zapatos.

FIN

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Foto: Recorte de la carátula de "In the court of the Crimson King". King Crimson.

24 de marzo de 2010

Las hojas muertas (III)

Uno de ellos corrió hacia la sala contigua, aún en penumbras y desapareció. Los otros tres continuaron con su examen a distancia, curiosos y dueños de la situación. Después de accionar el interruptor, avancé hacia el salón. Sólo entonces tuve conciencia del insólito hecho de que la luz inundara la estancia tímidamente, casi avergonzada, con un tono amarillento recreado en las paredes por la lámpara de múltiples brazos que descendía desde el techo como quien busca conversación. El silencio reinaba como un dios y los escasos testimonios de vida en el exterior no hacían más que confirmar la irrealidad de la escena.


Los pasos resonaron sobre la madera como un reloj de otro mundo, lentos y pesados. No había puertas en el estrecho pasillo que separaba las dos estancias. Las paredes altas, el tiempo detenido y el silencio absoluto. Ante los ojos nacía una sensación intensa de caos, o, quizás, de pesadilla. Sobre los muros, sujetos desmañadamente con puntas, los lienzos arrancados de los marcos, y a sus pies, en el suelo, los restos que los clavos habían expulsado brutalmente de la pared. El suelo inexplicablemente bruñido, como cuidado por las manos de un hada capaz de cualquier prodigio.


Brotó en el aire el tañido inesperado del piano. El gato se quedó parado sobre la más grave de las teclas, mirando arrogante y después retrocedió. En una repisita practicada en el mueble del instrumento, una taza finamente pintada sobre un platillo a juego, y una cucharilla. En el fondo, los restos oscuros, ya desecados, del café, y en los bordes, un rastro vagamente escarlata.


Muy a disgusto, reconocí aquellos cuadros inmaduros y coloreados hasta la exageración con la agobiante sensación de estar viviendo un sueño desmentido por la brutalidad de los clavos incrustados en la pared de cal. Llenó la estancia el recuerdo de su voluntad imperiosa e invencible hasta aquel triste momento . Serás pintor porque esa es mi voluntad y la de los tuyos. De la pared torturada emergieron sus ojos, dos océanos de un azul infinito que hasta entonces habían sido hermosos, abiertos y paralizados ante la negativa. Su gesto impenetrable me atravesó las vísceras al recordarla, erguida en la vieja butaca, con la eterna taza de café suspendida entre el índice y el pulgar, reclamando la presencia de Anuncia. El señor nos abandona, dijo entonces, mientras su boca verificaba la sentencia con el gesto indiferente de quien decide terminar el café por ninguna razón determinada.


Después vino la ausencia. La lejanía. La vida que tomó otros rumbos. La promesa inaplazable del futuro en marcha. La apacibilidad de no hacerse preguntas que flagelan la memoria. Hasta que Laura, la hija de Anuncia, llamó un Viernes por teléfono y comunicó el fallecimiento con tres días de retraso. ¿Y cómo no me habéis avisado? Y el silencio al otro lado, seguido de un suspiro y una breve frase pronunciada porque no quedaba más remedio. No quiso que se avisara a nadie, ya sabe cómo era.


Partículas de polvo bailaban en el aire entre los haces de luz filtrados por las ramas de los plátanos cuando volví a recorrer la casa con pasos cansados. Nunca había permitido la presencia de espejos en su reino. El fotógrafo de la familia, un tal Damián, que debía ser un maestro en el arte de la paciencia, había intentado durante años convencerla para dejar a la posteridad un retrato. A nadie le aprovechará cuando ya no esté, respondía invariablemente con un asomo de fastidio. Quizás aproveche a quienes ahora la rodean, mi señora, replicaba el buen hombre. Esos me tienen aquí. Y jamás nadie conoció un retrato suyo.


Su belleza tenía un algo de irreal, probablemente a causa de su extrema palidez y la mirada casi transparente. Y aquel carácter no ayudaba a mejorar la impresión de lejanía. Déspota hasta el punto de aceptar el propio sufrimiento como algo preferible a la debilidad, e incapaz de ponerse en el lugar del otro, hacía del cumplimiento de su voluntad un principio irrenunciable que le granjeó no pocas antipatías antes de encerrarse en casa a cal y canto cuando apenas había cumplido cuarenta años. Lo demás fue un puro seguir caminando por la misma conocida senda. Lo que llamamos hábitos.


Me sorprendió aquella puerta cerrada, casi invisible en medio del pasaje entre la parte este y oeste de la casa. Volvieron a la memoria los juegos en aquel minúsculo espacio bajo las escaleras que conducían al ático, atiborrado de muebles inservibles, lámparas abandonadas y alfombras destruidas por la humedad. El cierre soportó estoicamente la presión ejercida por mi mano, acaso temblorosa. Caminé despacio por el pasillo, frustradas las ansias de saciar la curiosidad. Cuando volvía sobre mis pasos, la silueta de la llave, suspendida sobre el marco de la puerta, se hizo visible al contraluz misterioso de la casa.


(continuará)

19 de marzo de 2010

Las hojas muertas (II)

Dos palomas agitaron las alas en el exterior mientras cerraba de nuevo la puerta. Olía a algo espeso y penetrante. Allí estaba el escaño en que solía recrear mi gusto por la soledad en las tardes asfixiantes del verano. Un manto de polvo viejo cubría el contorno de los escasos muebles de la estancia, apenas iluminada por la escasa claridad que penetraba las grietas de las contraventanas. El pestillo golpeó abruptamente la madera seca y oscura cuando lo liberé para permitir el paso de la luz a través de los cristales, oscurecidos ya por una suciedad enquistada. Continuó el rumor tras la puerta de la sala, abierta de forma inexplicable. El olor ganaba en intensidad con el paso de los minutos.


Súbitamente, una suerte de grito infantil rasgó el silencio que hasta entonces parecía indestructible. Sobrecogido en un primer momento, dejé que el eco de los propios pasos ahuyentara el acoso irracional del pánico. La puerta daba acceso al pasillo, en cuya oscuridad se adivinaban apenas algunas fotografías de la familia. Allí debía estar el rostro casi inexpresivo del abuelo Arturo, el gesto adusto y severo de su mujer, Elba, y las caritas asustadas de quienes habían sido mis compañeros de juegos en torno a la casa, ahora sombría y silenciosa.


Conforme avanzaba en la penumbra, aumentaba la sensación de estar siendo observado y una inquietud naciente se iba adueñando de la atmósfera. Después, la luz inundaba la soledad de las salas que iba visitando, una a una, descubriendo algún mueble abandonado, a veces en medio de la habitación, como si a última hora la indiferencia se hubiera impuesto sobre cualquier otro tipo de consideración.


Otro pequeño pasillo marcaba el camino hacia las escaleras que daban acceso a la planta superior. No recordaba en qué lugar se hallaba la ventana. Con una mano suspendida en el aire, previendo algún mal encontronazo, desemboqué en la sala contigua. Un bufido claramente amenazador se extendió sobre las tablas del suelo hasta convertirse en un rumor sordo que ascendió por las escaleras rápidamente. Comenzaba a sentir frío y sólo la terquedad propia de mi carácter me impedía encender una cerilla, empeñado en negar la naturaleza intrínsecamente inquietante de la tiniebla. Una pequeña línea de luz descubrió finalmente la contraventana, que liberó un largo lamento al separarse de los cristales turbios.


Tres reguerillos de un color amarillento bajaban por la pared serpenteando como pequeños meandros hasta morir inexplicablemente a cierta distancia de los escalones de madera. Barras doradas en los vértices de los ángulos de los escalones, limpias, casi brillantes, y bajo éstas, obedeciendo al orden impuesto por una mano seguramente pulcra y segura de sí misma, una alfombra de tonos rojos, beige, amarillos y azules, componiendo escenas de caza.


Al mirar hacia abajo, el brillo del barniz del pasamanos destacó sobre la suciedad impersonal de las maderas del piso inferior. En el último escalón, ante la puerta, los ojos de una Diana sentada en actitud indolente, mostrando el pecho y mirando directamente desde la alfombra a los ojos del espectador. Su sonrisa tenía un aquel de indiferencia poco propio de una diosa.


La mano empujó la puerta con fuerza, creyéndola encajada en los marcos por la fuerza del tiempo y la humedad, ocasionando un brusco desplazamiento que murió con un golpe sordo y rotundo contra la pared. Del techo, apenas visible en la obstinada penumbra de la casa, cayeron unas briznas de polvo danzando sobre la luz proyectada desde las ventanas. El olor, más y más penetrante, reinaba por todos los rincones.


Las contraventanas se separaban ahora con suavidad de sus alojamientos, casi lánguidamente. Apoyé los dedos en los cristales y enseguida los froté, lamentando aquel movimiento inconsciente, pero la piel no reveló el más mínimo signo de suciedad. El dedo medio recorrió la fría superficie del vidrio para certificar que la suciedad se había quedado en el exterior. Más allá del jardín abandonado circulaba un coche sin ninguna prisa, como un elemento más del decorado, indiferente y silencioso.


Cuadros en las paredes. O por mejor decir, marcos en las paredes. Marcos de un tamaño importante y despojados de su contenido, mostrando a veces los restos del forro posterior y algún resto extraño colgando de la estructura. La madera del piso producía chirridos constantes, suaves y mantenidos como la nota de un violín, mientras la vista viajaba por las butacas, las perchas vacías, el carrillón paralizado y las cortinas altas y espesas. El rumor llegó, líquido, desde la puerta. El gato me miraba fijamente mientras los orines se deslizaban lentamente hasta una de las juntas de la madera, por donde se escurrieron al piso inferior. Enseguida noté el tacto inexplicable de una segunda mirada, y luego de una tercera y una cuarta. Aquellos animales denunciaban sin ningún complejo mi condición de intruso.


(continuará)

16 de marzo de 2010

Las hojas muertas (I)

En contra de todo cuanto me había propuesto, me detuve. Corría un vientecillo frío que había secuestrado las vidas en las casas, coquetas y bajitas, con algunas muestras de cansancio en los tejados y en las ventanas de madera, agrietadas ya por el acoso constante del sol y la lluvia. Contraviniendo aún más el propósito pacificador de aquel paseo, miré hacia la puerta. Todo seguía en su sitio. El llamador de bronce, con su pátina azulada y el gesto abatido de los malos días. La lámpara que habíamos traído de casa de la abuela muerta, con su eterno lamento de metal. Los adornos de estaño sobre la policromía del cristal. Las volutas metálicas de la barandilla, los pomos dorados de la verja...


Los casi seiscientos kilómetros que había recorrido parecían ahora un inútil recuerdo. Una de esas cosas que se anotan en algún sitio sin saber bien por qué y luego se olvidan sin que ni siquiera la voluntad tenga necesidad de intervenir. Cuarenta y cuatro años. Media vida. Caminé hacia la casa sin prestar atención a una señal de alarma que surgió entre las ramas de los plátanos, agitados de repente por una mano enorme e invisible. Salió un hombre mayor de la casa contigua, al que no reconocí. Recogió un periódico del alféizar de la ventana, y sin dejar de mirar, con ese descaro de los viejos que se parece mucho a la burla, volvió al interior de su cubil.


A medida que atravesaba la calle, las alas del tejado iban ampliando la perspectiva, dándole a lo que había sido un hogar el aspecto de un abrazo no deseado. Parecía mucho más grande de lo que realmente era. La verja chirrió desabrida, como era de esperar. La pulida superficie de las escaleras había saltado aquí y allá, como expulsada de su insignificante quietud por miles de tempestades. Ante la puerta, la hojarasca danzaba siguiendo los mandatos de un viento creciente. Habían colocado un timbre bajo el marco. Apenas un pequeño resalte negro sobre una placa de plástico de aspecto sucio y ordinario. Al presionarlo, con cierta sensación de desamparo, se produjo un rumor muy lejano que no tenía nada que ver con los recuerdos que se agolpaban en la memoria. Las hojas continuaban en su loca carrera hacia las esquinas, y de allí salían después despedidas hacia mis pies, como pidiendo un poco de cariño. Nadie abrió. La puerta tampoco cedió a la leve presión de la mano, torpe y dubitativa.


Apoyada contra la pared, en el ángulo que formaban las escaleras con la fachada de la casa, una manguera que había sido verde esperaba el paso de los años para encontrar refugio en la tierra, renegrida y abierta por miles de heridas que no habían conseguido poner fin a su extraña verticalidad. El sendero bordeaba el contorno de la casa, apenas visible ya por el mundo vegetal que había recuperado sus viejas posesiones. Al doblar la esquina, nació la silueta de la balconada frente al sauce, ahora indolentemente desnudo. Ecos de risas en la memoria, de carreras por la hierba fresca de la primavera y luego el recuerdo helado de una mirada azul y despiadada.


Las ventanas de la planta baja permanecían cerradas, con las contraventanas bien aseguradas y la pintura de los marcos acusando el paso de las horas. En la parte de atrás, el pozo parecía haber sucumbido a la invasión de las enredaderas hacía mucho ya, lo mismo que los bancos de madera, desplazados de su lugar habitual seguramente por la chavalada del lugar. Tras los muros, la calle recorrida por el silencio y la soledad. Los últimos rastros de los juegos infantiles parecían haber desaparecido tiempo atrás. La puerta trasera resistía bien el paso del tiempo. Superados los cinco escalones sucios e impersonales, introduje la mano en el bolsillo interior de la gabardina y extraje la llave, grande y oscura. En seguida recordé el olor de las manos de Anuncia, que solía encargarme de cerrarla en las noches de invierno. Cuando se olvidaba de perfumarse olía a caldo, a verduras frescas y a carbón. La cerradura cedió sin esfuerzos. No así la puerta, que parecía encajada en el marco irremediablemente, hasta que al levantarla levemente franqueó el paso a regañadientes.

(continuará)

10 de marzo de 2010

El grito

No quedaban libros. Entonces comenzaron a arrojar a la

hoguera las cosas más extrañas. Alguien gritó al ver el

crucifijo volar hacia el infierno. Los libros murieron

igualmente.


(Microrrelato presentado a Microrrelatos-sms. La frase en cursiva fue propuesta por la organización convocante. Longitud máxima del texto: 160 caracteres.)

Pesadilla

No quedaban libros. La enorme rata comenzó a mirarlos

como si considerara la posibilidad de cambiar su dieta.

Despertó, helado, en la bañera. Tosía pompas luminosas

de jabón.


(Microrrelato presentado a Microrrelatos-sms. La frase en cursiva fue propuesta por la organización convocante. Longitud máxima del texto: 160 caracteres.)

El castigo

No quedaban libros. Arrodíllate, dijo, y puso en sus palmas

abiertas dos simples monedas. Sus compañeras la miraron,

torvas, las biblias temblando en los brazos exhaustos.


(Microrrelato presentado a Microrrelatos-sms. La frase en cursiva fue propuesta por la organización convocante. Longitud máxima del texto: 160 caracteres.)

7 de marzo de 2010

Gente rarita


Predican una sensatez extraña, varada entre parámetros poco comunes y acostumbrada a lo no habitual. Ellas, por ejemplo, sacuden los brazos en el aire frenéticamente frente al televisor, mientras él mira extasiado una lámpara. Preguntar la razón de conductas tan extrañas no tiene mucho sentido, porque lo mismo te lo explican con dos palabras en cualquier lengua inútil y se quedan tan frescas.

Si se tiene en cuenta que son capaces de echarse al mundo con una temperatura que va de los cero grados a los menos cinco, uno empieza a ver claro. Inútil preguntar. Te dirán que se lo pasan pipa, pero el hecho objetivo y demostrable es que a las pocas horas de llegar a destino, a eso de las ocho de la mañana, desfilan por las calles a toda velocidad en dirección a una estación de autobuses. Cada uno se lo pasa pipa como le da la gana.

Ojo. Tampoco es que fumen porros de CO2 o que les atraiga el aire mañanero literalmente gélido, porque de hecho y con una insomne excepción, van dormidos. La explicación es la otra pata de la silla, que viene de Barcelona y ha tenido el valor de echarse doce horitas de autobús a cuestas. Se hace la interesante. No aparece. Que dónde está M, que si no será este el andén, que si no será esta la estación, que si no será esta la ciudad o habrá optado por el plan C... Pero no. Sólo se hacía la interesante. Después aterriza en el cántabro asfalto una sonrisa y dos ojos verdes escondidos entre la llamarada colorá. Todo ello envuelto en un atuendo tropical que llamaría la atención si uno no establece bien el contexto. Ella iría desnuda por la vida. I prou.

Los días de esta gente transcurren en un caótico sistema de medidas donde la víctima más frecuente suele ser el reloj. "La-hora-de" es un concepto prohibido y eso que normalmente se llaman planes es la pura materialización de la utopía. Pero dentro de un orden son tan capaces de hacer cosas normales como cualquiera. Y por si queda alguna duda, aquí se deposita, a los efectos oportunos, el correspondiente testimonio que corre a cargo de la alegría de la casa. Si os estáis preguntando por qué precisamente ella, podéis continuar. Es bueno hacerse preguntas.


Se llama Nata. Nunca dice tonterías, no va a votar y si le das un poquito de fuet te da unas lambetadas que flipas. Para posibles pretendientes: el ser de raza canina sería aconsejable, obviamente. Hay que apostar por una cierta moralidad en lo afectivo.

Ojo. Hablamos de moralidad, no de sotanas. Y lo dejamos aquí, que me embalo.