13 de julio de 2010

De amores invencibles




Salió de casa con el gesto contraído de quien no ha logrado encontrar lo que perseguía. Lo que perseguía eran siempre pequeñas cosas, o quizás no lo eran pero tenían esa apariencia. Lo grande y lo pequeño son dos extremos de algo que jamás lograremos entender. Contra su costrumbre, cerró la puerta con violencia. Se arrepintió enseguida, cuando la aldaba proyectó su peso hacia adelante y luego cayó pesadamente sobre otra pieza del mismo metal amarillento.

El silencio de las escaleras murió bajo los ecos de los robustos tacones, ni demasiado altos ni excesivamente bajos. Aquella ventanita del tejado transmitía una luz mortecina que acompañaba al pasamanos de madera, dejando algún reflejo amable en las paredes. Se levantó la mirilla del vecino del tercero, como siempre. Maldijo su asombrosa desfachatez cuando el clic anunció que la observación había cesado. No se molestaba en disimular. En aquellas ocasiones habría deseado tener un cuerpo desmañado, completamente liso, grisáceo, casi invisible. Todo lo contrario de lo que tenía.

Poblaban las aceras algunos grupos de personas aisladas, llenando el espacio como si hubieran sido distribuídas por la mano de alguien que quisiera una escena que hablara de la soledad, del aislamiento. Cruzó el paso de cebra y suspiró al encontrarse bajo el manto de las hojas de los plátanos, con sus ramas entrelazadas para conseguir aquel paseo que llamaba a la calma en los días de agosto. Un río de frescura en el mar del estío bajo el que caminaba la gente ya desapegada de la soledad de las aceras.

Descansaban en un banco, los dos con las piernas cruzadas. Ella con los brazos atravesados también sobre el pecho y él repasando indolentemente las hojas de un periódico de un tamaño tal que lo obligaba a escorarse hacia la izquierda para no molestar a su acompañante. Portaba la mujer unas gafas negras, grandes y redondas, muy parecidas a las que había tenido tanto tiempo. Hasta que aquel día...

Entonces tuvo la extraña sensación de estarse viendo desde un punto en el pasado, como una espectadora de sus propios recuerdos. Creyó reconocer el cabello ensortijado de él, la correa de cuero envejecido que se negaba a cambiar porque había sido de su padre, los botones superiores de la camisa, desabrochados, el gesto concentrado de las cejas, las manos grandes y fuertes, los dos pequeños desiertos sobre las sienes.

Y en un instante tuvo la horrenda sensación de no poder recordar nada con algo de cariño. Como si los recuerdos hubieran sido cubiertos de una costra de olvido necesario, o se hubieran transformado en algo ajeno, algo que ya no le pertenecía. Aunque seguían donde estaban, bien pertrechados de detalles, de voces, de ruidos domésticos y olores de comida. Estaban, pero ya ni siquiera hacían daño.

Superó a la pareja y se dio cuenta de que tenían muy poco que ver con lo que ellos habían sido o representado. Ella había encendido un cigarrillo y balanceaba una pierna sobre la otra nerviosamente. Hizo una pregunta y él contestó con un monosílabo desganado. Continuó observando el leve baile vegetal sobre su cabeza y los rayos del sol que se colaban por los espacios que la brisa abría caprichosamente. Entre las hojas podrían vivir seres alados y diminutos. Hadas que no conocían el hastío, que nacían al día con una sonrisa tierna y entusiasta, siempre ansiosas por hacer de la vida un nuevo hallazgo. Y príncipes galantes, protectores. Y dragones amables y ranas de las que renacían los enamorados, depositado el beso necesario. Tenía que haber un mundo diferente, en algún sitio. Era absolutamente necesario.

Caminó hasta el final del paseo, intercambiando algún saludo, mientras en la memoria desfilaban las fechas y los aniversarios, las sonrisas de algún mayor que ya no estaba, el gesto concentrado de su padre, tan sabio y tan callado. Se detuvo y cerró los ojos un instante, para que nada impidiera la evocación de aquel rostro de marfil, sus cejas espesas e indisciplinadas, su boca rectilínea, sus pómulos de indio, su mirada de pozo. Se dijo que no había querido a nadie tanto. Estalló en el móvil el aviso de un mensaje. ¿Me invitas a cenar mañana? Y el sol tomó un tono más alegre, las hojas comenzaron a silbar bajito, los murmullos mecánicos de la calle adoptaron el preciso tono de un La mayor alegre y veraniego. En la esquinita de la pantalla brillaba su nombre en letras negras e impersonales. Claro, cariño. El mensaje se ha enviado correctamente. El dios del viento mandó una ráfaga de aire vigoroso y los pájaros protestaron entre las hojas, airados y orgullosos de no obedecer a nadie.

Era hijo de aquel hombre. Tenía sus mismas manos largas y huesudas, su estatura de estatua, su piel de cobre, sus ojos negros incendiados, su boca de pecado. Pero ahí terminaban sus herencias. Recordó aquel último día, la tormenta retumbando entre los montes como un mal presagio, los golpes bruscos de las puertas, los pasos apresurados avanzando por el pasillo exiguo, como enjaulados, la conversación de frases cortas e hirientes, aguzadas para causar el mayor daño posible. El ruído certero del vidrio de las gafas al quebrarse bajo el zapato abrillantado de él, su desprecio expresado en la ausencia de su mirada cuando la puerta emitió un veredicto y después un silencio de mármol.

Tomó de nuevo el teléfono en la mano y recorrió el menú hasta que el mensaje le iluminó la mirada y la sonrisa. ¿Me invitas a cenar mañana? Y el corazón se le expandió en un sentimiento que se parecía mucho a un refugio.