23 de noviembre de 2010

La condena




Habían pasado los años, casi imperceptiblemente, con una mezcla de melancolía y dejadez que no dejaba marcas. Aparentemente. Hacía mucho ya que no sacaba aquellas fotos del cajón porque lo único que lograba era constatar de la forma más dolorosa el hecho de que aquella ya no era la misma mujer. Y los cambios físicos no eran lo más desalentador, sino aquella especie de invariable apatía que llenaba sus días y sus noches. Lo peor era que la benevolencia que en otro tiempo practicaba consigo mismo había dado paso a una actitud distante que prometía convertirse en censura, abiertamente y sin mucha demora. Comenzaba a odiarse.

Lo comprobó un día cualquiera mientras pasaba frente al espejo y la mirada apagada, sombría, casi sucia, desmintió su cuerpo aún apetitoso, altivo y sinuoso, su armadura. Se preguntó para qué le servía, de una forma casi soez, desvergonzada. Cuando salió a la calle el aire la abrió la liviana gabardina como deseando exhibir el pecho que viajaba indolente bajo aquel manto blanco y distinguido. La miraron dos hombre, murmurando, luego el cartero, obeso y sin afeitar. Lo miró ella también, obligándolo a bajar la vista. Y un instante después se sorprendió murmurando entre los rumores otoñales de las hojas. Quien te vería fozar aquí como un cerdo, gordo asqueroso... Seguía cruzándose con miradas ávidas, las de los hombres, y otras más esquivas a las que no prestaba mucha atención.

Se detuvo ante un escaparate y descubrió que nunca había actuado de aquella manera. De hecho despreciaba profundamente a quienes se sienten por encima de los demás, pero entonces... Los reflejos cambiantes del cristal servían de escenario a una reflexión basada en recuerdos vagos y visiones de épocas pasadas. Volvió a la carga... gordo asqueroso... jamás había siquiera pensado algo tan ofensivo de alguien. Simplemente, no se lo permitía. Estaba a salvo de aquellas miserias de los demás. Ella era diferente. Una señora.

Una hoja detuvo su vuelo ante el cristal y cayó a sus pies, danzando caprichosamente ante los vivos colores de las blusas, los trajes masculinos, las cinturones estrechos y brillantes. Ha muerto, pensó. Y parece alegre, sin embargo... Y yo viva y tan... Se le atragantó la palabra en la garganta y notó un cosquilleo en las fosas nasales. Las imágenes del escaparate perdieron nitidez y algo pesado le oprimió el pecho como la losa de una tumba. Contempló la carrera de las dos gotitas en el cristal, mejillas abajo. Luego se sacudió la tristeza con pasos firmes y vigorosos bajo una leve llovizna que consiguió calmarla poco a poco. Sonó denso y fatigado el reloj de la catedral, con sus pasos metálicos y cansados. Algo le hervía dentro. El cuero del bolso estaba humedecido por algo que nacía en sus manos siempre que la asaltaban aquellos repentinos estados de ansiedad y tristeza.

Pasó el lado de la tienda. Libritos de todos los tamaños, algunos con una llamativa tira cruzando su inofensiva geografía. "Anunciado en tv". Miró el rinconcito que conocía. Autores eslavos, desconocidos para cualquiera que no devorara los libros como ella lo hacía. Como si fueran su verdadero alimento. Una moderna edición del Decamerón y lo último de Saramago. Enfocó al fondo del local, a la mesa que conocía tan bien. Y allí estaba. Siempre estaba allí. Se preguntó por la razón de aquella calma invencible de hombre sereno e inconmovible, y un poco más tarde por la razón de aquellos dos adjetivos tan aparentemente precisos y esclarecedores. No sé nada de tí, pensó. Y de mí, tampoco. Súbitamente lo vio alzar la cabeza de la lectura y sonreír lentamente con la mirada, casi sin cambiar de posición, con aquella mezcla de desinterés y todo lo contrario. Tardó en reaccionar cuando se quitó las gafas y le hizo un gesto para que entrara, desde la penumbra de aquel local ajado y al tiempo bendecido por los años.

Tenía algo que le interesaría, le dijo, mientras ella dejaba la vista vagabundear por las estanterías llenas de colores opacos y aquella extraña formación de lomos con letras serias y circunspectas. Olía a un abandono natural, como huelen los bosques en otoño. Mientras él avanzaba por el estrecho pasillo entre columnas de libros dispuestos en equilibrios improbables, recordó su voz intimidada y casi ronca aquel día que había decidido olvidar. Cuántos años pasan desde el día que niegas sin saber bien por qué y ese otro en que, por la misma razón, te preguntas qué hiciste en aquel preciso momento.  Había abandonado su mirada como derrotado de antemano, pero la frase nació igualmente en su garganta triste. No sé por qué te quiero... Recordó sus pasos vencidos a través de aquellos mismos pasillos, y su propio rechazo manifestado sin la más mínima duda, con  aquel caminar altivo en dirección a la puerta, poniendo distancia con la estatua que ya no tenía ni valor para mirarla de nuevo.

Ahora se le antojaba no sólo extraño, sino también enfermizo y hasta humillante, el hecho de que aquel hombre se hubiera convertido con el paso de los días y las horas en "su librero". De repente no podía entender nada y se le hizo incluso más insoportable cuando su voz le llegó a los oídos. He marcado estas frases porque sé que te gustarán. A punto de asir el pasamanos, vislumbró al contraluz las huellas de su mano derecha en el barniz gastado de aquella madera amiga. Y pensó que en setenta y ocho años no había sido capaz de fijarse en nada verdaderamente importante. Se quedó mirando aquellas breves lineas mientras ella contemplaba los surcos de su piel pálida, casi translúcida. Algo le estalló dentro cuando sus ojos azules y desesperanzados descansaron como siempre lo hacían en los suyos, confiadamente, casi beatíficamente. Nunca tenía que confirmar nada. Él lo sabía y al cabo de los años llegó a saber que no necesitaba más que una sutil indicación para envolver el libro ciudadosamente en aquel papel que olía vagamente a resina y alcanfor.

Como si no fuera suya, observó la languidez de su mano cuando dejó el billete en la del hombre demorándose una eternidad. Notó su tacto frío y suave, el leve envaramiento de los dedos largos y cuidados, acaso un leve temblor al devolver las monedas. Oyó su propia voz como si una supuesta doble asistiera a la escena en lo alto de las estanterías, con un eco metálico y extrañamente monocorde. Estaré sola en casa esta noche. Las palabras caían desde la boca con lentitud de estrellas, con un sonido de lluvia traída por la fatalidad, como algo inevitable, orgánico. Ven a verme. Como él en aquel lejano día, desvió la mirada antes de dejar de hablar, como si le pesara más de lo soportable. Metió el libro en el bolso con un gesto mecánico y avanzó hasta alcanzar la puerta y salir al exterior de nuevo.

El hombre salió de la casa algo más tarde las tres de la madrugada y caminó muy lentamente hasta el auto, absolutamente ensimismado. Introdujo la llave en el contacto y encendió los faros. El rumor del vehículo apenas perturbó los ecos de la noche en calma, atravesando lentamente las avenidas hasta llegar al parking. Encajó su anticuado perfil entre dos rayas blancas observando que no había ningún otro coche alrededor, apagó el contacto y encendió parsimosiosamente un cigarrillo. El retrovisor reflejaba el alma incandescente de las dos farolas en el asfalto empapado por la lluvia tenaz, en una luz amarillenta y melancólica. Por qué... se repetía, con un dolor extraño ganando terreno entre los dedos, en los labios, en el vientre y el sexo, donde aún palpitaban las huellas insufribles de sus dedos, el calor imborrable de su aliento, la ronca agonía de sus suspiros rotos... 

Despertó entumecido, con un frío atroz envolviéndole el semblante y la sensación de haber muerto hacía mucho, como si morir no tuviera la más mínima importancia. El alba había nacido levantando una nube de brumas en el río, y las farlolas permanecían encendidas, contradiciendo al mecanismo que tendría que haberlas apagado. Se quedó mirando las llaves en el arranque, ensimismado, hasta que pasó un cartero obeso y sin afeitar. En la piel continuaba el rastro hiriente de sus manos incandescentes. Murmuró quedamente una especie de conjuro. No sé por qué te quise. 

10 de noviembre de 2010

Caer en gracia



El mundo se mueve merced a extraños engranajes y por más que se hable del esfuerzo y la constancia y toda esa matraca, está claro que la suerte cuenta y a veces mucho más de lo que pudiera pensarse. Por otro lado, parece que hay gente que nace con un don que no es nada común, y hasta en la desgracia tiene suerte.

La cosa viene al caso (obsérvese el escorzo léxico-fonético con atención, porfa) de un personaje que en otros tiempos se llamaba Kurt Savoy, y ahora ha decidido ponerse más "fashion" y se lo ha cambiado por Curro Savoy, que parece que va más con los tiempos. Este tipo se gana la vida silbando. Como lo cuento. No os vayáis a pensar que es cosa de fruncir los morros y ponerse a soplar como cuando te afeitas, no. Hay que silbar con cierto arte, como él. Pero lo gracioso está en cómo ha llegado a ese extraño destino. Resulta que estaba en un concurso de cantantes (qué feo ha sonado eso...) y en esto que se le olvida la letra de la canción y se pone a silbar. Y gana el concurso.

Dice que se fue para casita como unas pascuas, con veinte duros y una lata de Colacao de las grandes. "Porque no veas como las estábamos pasando". El hombre sigue dando guerra con su "Curro Savoy" a las espaldas, y ha venido a caerle en gracia a cierta gente de Radio 3. Gracias a ellos completamos un poco la foto del personaje con algún detalle curioso. Como tantos otros gladiadores del mundo de la música no llegó a completar sus estudios. Cuenta que el día en que debía examinarse, "con los nervios que llevaba",  cometió el pequeño desliz de olvidarse de su santa en una gasolinera. Y en esto que vio el bolso en el asiento y tuvo que dar la vuelta, lo cual le impidió realizar su sueño. La oportunidad no volvería a presentarse, pero lo que realmente sorprendió al hombre fue la reacción de su mujer. "Quería divorciarse y todo", dice con aire dramático. "Pero es que no pudo ser y qué se le iba a hacer. Conducí cinco o seis kilómetros marcha atrás, y claro,  los chóferes de los camiones se enfadaban". El entrevistador traga saliva y confirma los detalles. La cosa se pone aún más cachonda. "¿Por la autopista??" "Sí, claro".

Os dará la risa, pero el tío se pasea la geografía española (no sé si la de afuera también) de arriba a abajo, conoce a toda la gente importante y se bandea como un salmón en la corriente. Y encima lo sacan por la radio porque les ha caído en gracia.

Y es que tener gracia tiene su aquel. Aunque vengas de robar un banco. Es más, robar un banco también tiene su gracia.

http://www.youtube.com/watch?v=WycrKk-q-Bc&feature=fvsr