19 de octubre de 2011

A dónde van...



Sabía que el verdadero viaje en el tiempo se hace a pie, volviendo a los lugares donde hemos dejado algo de nosotros. La casualidad quiso que uno de sus muchos itinerarios comerciales transcurriera por aquel valle encajado entre montes viejos y acostumbrados a la fatiga del sol y la continua brega de la lluvia y el viento. Estoicos pellejos del planeta que contemplan cansados la vida de los torpes humanos. Las sendas eran casi las mismas, apenas una pintura recién aplicada enmarcando los límites de la carretera. El mismo sinuoso camino que llamaba a las puertas de la memoria.

El pueblo había cambiado. Materiales sintéticos en las ventanas, semáforos en la via principal y edificios enormes que impedían el paso del sol y multiplicaban los ecos de las tareas cotidianas. Algunas caras conocidas y arrugadas ya, a la sombra de los plátanos en una tarde de verano como otra cualquiera.

Echó de menos el polvo de los caminos de antaño. La civilización se parece mucho a la domesticación. Todo resulta más amable pero se pierde la magia de la verdadera naturaleza de las cosas. Puede que también la de las personas. El camino, en las afueras, seguía sin asfaltar, y en las cunetas crecían plantas silvestres agostadas por el calor y el abandono. Un par de chalets de impecable factura a ambos lados de lo que había sido un hogar. El carácter pacífico de la palabra no consiguió engañarlo y tampoco la apariencia inocente de las paredes encaladas aún, resistiendo milagrosamente el paso del tiempo.

Por aquella puerta había salido ella aquel extraño día en que su mundo de muchachito en ciernes se tambaleó ante la amenaza brutal de su ausencia. Uno de los primeros rayos de luz de la consciencia había sido aquel terrible aldabonazo de los conflictos personales sobre la madera inocente de los primeros años. El recuerdo punzante de su rostro contraído por la ira y anegado en lágrimas de rabia. Aquel terrible día fue su llanto de crío el que iluminó las conciencias de los adultos, cegadas por las cosas pequeñas y ruines. Las miserias de que nos sembramos el camino por razones que no llegaremos a conocer jamás.

Afortunadamente, quedaban ecos más alegres de los días pasados. Sonrisas femeninas entre juegos interminables, olores a comida de gente humilde y esforzada, rastros de la brisa de abril entre las hojas altas de aquellos árboles que entonces parecían inmortales. Sus gigantescas ausencias demostrando ahora que nada dura eternamente.

No fue capaz de internarse entre las paredes vacías y desamparadas. Como si la presencia de un protagonista real de la historia fuese una profanación insufrible. La simple aproximación despertaba sensaciones extrañas, ruidos de otro tiempo, rumores de agua vertida en la gran olla que solía presidir la cocina, en lo alto de aquellas arandelas a punto de fundir bajo el calor terrible del carbón.


Y de repente se preguntó dónde había quedado todo aquello. En qué extraño rincón podrían haberse refugiado las risas infantiles o las voces airadas de los malos días. Dónde los sudores y dónde los llantos. Dónde los murmullos del amor nocturno o las dudas que siembra la escasez. Dónde la esperanza de los días futuros o la tristeza de esos que pasan como nubes, mansos e incógnitos, sin propósito ni destino aparente.

Antes de abandonar el lugar, miró por última vez a las paredes mudas, como quien pregunta.

5 de octubre de 2011

Penumbra



Hay un mundo de espirales de oro, un balcón en Castellana destinado a impedir siquiera la tentación del anonimato. Es un mundo de aristas amables, donde las víctimas siempre tienen alguien dispuesto al consuelo e incluso al sacrificio. Es como una norma de la casa. Pero las heridas no duelen menos por el hecho de que las armas estén bruñidas e impolutas.

De hecho, duelen más, porque a una herida le sigue otra en tan corto espacio de tiempo que esta gente ya se acostumbró a andar doliente. Algunos dicen que lloran mejor así sus versos. Todos adoran la proximidad del dolor de los otros, tras sus vidrieras. Cuando dicen "los otros", miran a lo lejos con gesto melancólico, acariciando la moldura cálida de las puertas del balcón, y atienden inadvertidamente al ruido fraternal del tráfico. Les relaja, dicen.

Mientras permanecen absortos, con la mirada perdida en la nube de contaminación y la boca crispada en una tristeza como encontrada en el portal, la criada recoge las colillas de un cenicero abandonado encima del piano y se pregunta (en ruso) qué le pasará hoy al delicado.

Hay una verdad poco aceptada, como ofensiva, obscena, y es que el dolor es cosa exclusiva de quien lo padece. Por eso no hay consejo útil, ni protocolo que tenga una aplicación real. Duele y eso basta. Y no te duele a ti, por mucha solidaridad que hayas atesorado en tu corazón de izquierdas, progresista, ecológico, anti-machista, federal y republicano.

Los héroes siempre lo han sido por desesperación. Y los villanos, aunque la desesperación de estos es distinta y crónica, casi rutinaria. Incurable, seguramente.

En el mundo que vive bajo la luz violenta de los astros, las cosas y hasta las personas adoptan las máscaras que la luz impone. Lo hacen sin darse cuenta, pero al final, lo saben y lo aceptan.

Es cierto que ver tan claramente facilita las cosas, descubre los caminos, facilita tácticas y estrategias, ayuda a conocer todo cuanto deseamos. Todo cuanto deseamos. Deseamos, deseamos, deseamos...

Pero quizás el misterio se desenvuelve mejor en la penumbra. Lejos del sol. Alrededor del agujero negro.