3 de diciembre de 2011

La casa, limpia.




Hacía un frío singular, como de fin del mundo. Y sin embargo no conseguía sentir la agresión de otras horas, esas minúsculas agujitas que se encajaban entre la piel y los huesos y se quedaban ahí, vampirizándolo. El día tenía una luz de barrio obrero, entre grasienta y desamparada y hasta el ruído de la calle parecía haber dado una tregua al paso de las horas.

Retiró la copa de cerveza que se había dejado sobre la cpu y sopló con fuerza, por instinto, intentando borrar inútilmente las manchas que quedaban allí, aferradas al metal frío. Le dolía la espalda de dar vueltas y vueltas en la cama, encajando las diversas partes del cuerpo sobre las sábanas, en posiciones a veces inverosímiles. Intentaba calmar el insomnio con una especie de yoga inventado para romperse las articulaciones, pero no lo conseguía. En mañanas como aquella, el cansancio era tan profundo que tenía la impresión de vivir en una suerte de mundo irreal en el que todo resultaba lejano, y, sobre todo, ajeno.

La ansiedad comenzaba a crecer pasada la primera media hora fuera de la cama y se transmitía a sus movimientos nerviosos y a veces descoordinados. Limpiaba para combatir aquella sensación de amenaza. Había pensado que mataba dos pájaros de un tiro, mitigar la tortura y mantener la casa razonablemente presentable para sí mismo. Las visitas le importaban un carajo, pero sabía reconocer que no había visitas. Mentir a los demás es cosa inevitable. A uno mismo, es un ejercicio de estulticia barata.

Metió la ropa en la lavadora y se alejó para comprobar que aquellas letritas que en la corta distancia se revelaban absolutamente ilegibles, correspondían al lavado habitual. Aquel run-run lo tranquilizaba. Un rumor doméstico que ayudaba a pensar que la casa estaba viva, en marcha, como cualquier otra casa. Puso un vinilo de Tom Waits en el giradiscos y comprobó que lo que sonaba se correspondía aceptablemente con su estado de ánimo. Waltzing Mathida, waltzing Mathilda you... Se imaginó bailando un vals con Mathilda, se inventó sus ojos verdes, su cabello sin tintes, su cintura tan próxima, su pecho cubierto apenas por una camiseta de tirantes, como en las películas americanas ambientadas en el caluroso sur... Dónde coño estaba su Mathilda...

Mientras pasaba la escoba, pensó que la suciedad sigue una norma parecida a la energía. Nunca se pierde, sólo se transforma. O se cambia de sitio y recala donde mas se note su presencia, para joder, que es de lo que se trata. La vecina de arriba reñía con aquella adolescente con cuerpo de mujer declarada apta para el consumo... Se avergonzaba un poco de aquellos pensamientos preñados de un cinismo visceral e incontrolado. Luego se decía que aún le quedaba dignidad. Y que la perdería de buena gana entre sus piernas... esto ya con un rictus de amargura en los labios cerrados a cal y canto, como una de aquellas fábricas en las que había pasado media vida. Un esclavo, no más... A qué engañarse...

Descubrió en la nevera un olor poco agradable y manoteó entre aquellos mundos de plástico comercial hasta que dió con los restos de una cena antigua. Cerró la bolsa de la basura atando las asitas de color rojo después de darles vueltas hasta conseguir que aquellos desperdicios no dejaran escapar un gramo de aire al exterior. Caminó hacia la puerta de salida y lo dejó en la esquina, con desgana. Cerraron una puerta de golpe en las alturas. Y qué mierda de mundo vamos a arreglar si no sabemos cerrar las puertas, mecagoendiós... 

Voz de Gardel al otro lado de la calle. "... que naciste en la miseria de un cuartucho de arrabal...". No recordaba que nadie hubiera compuesto alguna vez un tango alegre, o sarcástico, o irónico, no... Tristes, sí. Todos. Miró hacia la ventana donde el tipo fumaba en camiseta, con la cortina escapando de los marcos de la ventana por efecto de alguna corriente. No escuchaba a Gardel, pensó. Y después se preguntó por qué le apetecía juzgarlo de aquella inmisericorde manera.

Y decidió seguir limpiando la casa hasta que reluciera como los chorros del oro. 
Porque estaba hasta los güevos de estar triste. 
Y porque la tristeza siempre luce mejor en una casa limpia.