16 de diciembre de 2012

Golondrinas



Quizás seas como una golondrina, alguien verdaderamente capaz de estar ausente y utilizar la ausencia como un paraguas o una de esas prendas que se llevan encima de los hombros, algo insignificante y entrañable al mismo tiempo. Uno de esos trapitos que se hacen indispensables, como algunas personas.

Tal vez te guste vivir contigo más que con los demás, eso lo entendería. También entendería que te guste el silencio, la tranquilidad, el simple hecho de que no pase nada, que todo esté "bien", en su sitio, confortablemente detenido. El tiempo también, parado como un árbol, como alguien que espera su comida y entretiene la vida con pensamientos nimios, inútiles, con imágenes que vienen a la cabeza desde los minutos que han pasado pero aún se resisten a morir.

Ni siquiera llego a imaginar como eres por dentro y eso se me hace extraño, es una imposibilidad casi física. No llego a ti por la misma razón por la que no puedo trepar por las paredes. Pero tu gravedad es más honda, más inalcanzable. Quizás sólo me haya sido concedido el privilegio de observarte a distancia, de saberme muy bien tus alrededores y hasta tus proximidades. Pero el interior me está vedado. Veo el cerrojo echado en tus ojos negros y desafiantes. Y, sencillamente, sé que no podré entrar nunca.

Ese es el verdadero dolor. La incapacidad obvia y evidente de no poder traspasar tus paredes de cal, por mucho que traspase tu boca o tu sexo. Siempre estoy afuera y eso duele. Es lo más parecido al frío glacial del invierno de un vagabundo que no puede calentarse ni con una mirada amable. El frío como un pellejo inapelable y burlón, cínico, cortante, inmisericorde, omnipresente.

Y no puedo aprender a soñar el calor de tu entraña a fuerza de imaginarte como no eres, porque eso es negar el único rescoldo de esperanza. No sé aprenderte. Me pierdo en los caminos, tanto más cuanto más alto está el lugar en que te yergues, tan cerca y tan lejana, tan bella y tan de nadie, una isla con un sólido abismo alrededor que se ha tragado el agua que servía de puente.

Hay una luz de acero en estas mañanas frías de nubes como velos y vientos como dagas. Un peso en la esperanza que no llega a nacer. Un rumor de presagios de un mundo irreal, inventado, un simple producto de la necesidad, hija de la miseria. Quién sabe siquiera si es una necesidad o un espejismo... 

Sea. Seguiré aprendiéndome los montes. Todos los montes, con sus cuestas, sus matas, sus caminos, sus brisas melancólicas y sus soles ardientes, sus piedras tan gastadas, sus huellas tan perdidas, su amor de cosa grande, su aliento gigantesco, su rumor de tormenta...

Y al volver a casa, miraré de nuevo los cables del teléfono donde anidas un año tras otro, sobre los mármoles gastados del portal. El día menos pensado, volverás. O volveré a soñarte, que es lo mismo.