30 de junio de 2013

La diosa de la brisa.



Hay días que parece que el universo entero te abrazara, pero uno tiene que dejarse abrazar. No todo el mundo sabe.

Mejor si es de noche y el mercurio sube de los veinte grados, pero no demasiado. Mejor si llueven esas gotitas cálidas que apenas llegan a enturbiar el cristal del parabrisas. Mejor si estás tranquilo y no recuerdas nada.

No es difícil reconocer ese estado de cosas si uno lo ha vivido antes. La brisa es aquella misma caricia demorada, entregada pero libre, lenta pero infinita, sutil, cálida, pero no ardiente. Al contrario que en el invierno, cuando el frío te obliga a ocultar el rostro, los músculos se estiran, el rostro y el pecho se abren a la sorpresa de una lluvia invisible de átomos. La brisa es una diosa convertida en amiga, pero una diosa que no tendrás jamás.

Y es precisamente su libertad intrínseca lo que gozas. Como cuando sonríes al contemplar a una pareja que se besa apasionadamente, ajena a todo por pura voluntad.
Es la elegría de la felicidad de los otros.
El amor perfecto.

Hay días, noches, en que uno descubre un puntito de luz descolocado, fuera de su ambiente, como un guiño enviado desde una estrella lejana y azul que quiere inmiscuirse en nuestra vida.

En realidad es un efecto óptico.
Alguien se acordó de ti en la distancia.
Y quería hacértelo saber.