2 de enero de 2015

De guerras anunciadas



Acomodó las nalgas a la tapicería de cuero perfumado. Elevó las gafas con la punta del índice y tomó otro de aquellos caramelitos blancos con la otra mano, tosiendo involuntariamente. Enseguida supo que se repetiría una y otra vez. Así que abrió el bolso y extrajo un cigarrillo mentolado escuchando, también involuntariamente, el reproche acostumbrado. Nada para calmar la tos como aquello que, justamente, la causaba. Pensó que la vida era un disparate descabellado y después se reprochó mentalmente aquella obviedad. Observó la llamita azulada y paladeó el gusto ácido del cigarrillo, antes de que el aire se llenara de volutas, azules también.

Maliciosamente, sonrió cuando el humo se desplazó hacia el origen del reproche mientras el auto tomaba una curva a la derecha. Se le abrió la sonrisa y no lo supo. Después, el manotazo previsible provocó corrientes azules de formas suaves y caprichosas. Siguió sus evoluciones unos segundos y después hizo bajar el cristal un par de centímetros. No necesitaba la paz, pero sí el silencio. El silencio, pensó, era lo único de lo que no podría prescindir.

Se asió a la puerta cuando el auto tomó una curva rápida y acomodó de nuevo las posaderas. Transitaban bajo un cielo de hojas verdes y ramas entretejidas por una mano experta. Al fondo del túnel vegetal, la llamarada del sol provocaba una cierta sensación de irrealidad. A punto de entrar en la penumbra fresca, un carro tirado por dos vacas casi somnolientas. Delante de ellas, un hombre joven con una vara larga extendida entre los hombros, sirviendo de apoyo a los brazos fibrosos y bronceados. Lo contempló despacio mientras el coche aminoraba rapidamente la velocidad. El apolo, allá afuera, ni se molestó en comprobar si quedaba sitio para la abrillantada carrocería venida de otro mundo. Subitamente, se sintió prisionera de una sensación casi animal, pero hermosa al mismo tiempo.

No encontró la palabra ni se preocupó por ello. Sólo siguió mirando el cabello descuidado y negro, las manos largas, el rostro ennegrecido por la sombra de la barba escasa, el vuelo de la camisa abierta sobre el vientre tenso y broncíneo. La frenada la lanzó un poco hacia adelante. Se irguió y mantuvo la mirada cuando se cruzó con el de afuera. Un segundo, dos, tres, cuatro... Cuando decidió quitarse aquellas gafas que casi le cubrían la cara, ya era tarde. Mientras recobraba su posición original, repasó las curvas grasientas de una papada blanca como la nieve, enmarcada entre la camisa blanca  y aquellos rizos entrecanos preñados de gomina de su acompañante. Aquello la obligó a volver de nuevo la cabeza para ver como el apolo se alejaba mostrando la espalda geométrica. Observó su paso reposado y el mal estado de los tejanos caídos, apenas sujetos con un cinturón de cuero. Encontró hermosa la obscenidad que casi se abría paso en su imaginación y, sin dudarlo, se situó en medio de la escena.

Decidió recrearse en la fantasía mientras su imagen se perdía en la penumbre vegetal, se echó el cigarrillo de nuevo a la boca, suspiró una gran bocanada del gas azul y perfumado y lo exhaló con energía justo cuando giraba en el asiento. El silencio se quebró abruptamente. La paz, también.