21 de septiembre de 2016

Monsieur Sylvain tras el espejo

Una vez compré un viejo objetivo Zuiko en cierta plataforma de venta de segunda mano. A un señor francés que se llamaba, y espero que siga llamándose, Maurice Sylvain. Andaba yo procurando el milagro de conseguir un objetivo macro sin gastarme la pasta. Uno que es un poco rata. Mi fijé en la reputación del señor Sylvain. Noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento. Impequeibol. Después en el estado del producto. "État moyen", o sea, estado "medio". Mi cabeza echó a andar en aquel momento siguiendo un laberinto que paso a resumir, porque más adelante, recordándolo, no pude menos de reírme de mis propias miserias. Comprobaréis, a lo largo de las líneas que siguen, que mi estado de cordura debía ser en aquel momento, sólo relativo.

Qué pasaría por la cabeza del señor Sylvain cuando escribió aquello de “état moyen”... Qué pocas veces nos paramos a pensar que lo que decimos, lo que escribimos, ha tenido una razón de ser y tiene también un fin. Un destinatario. Alguien que va a interpretar el código a su propia manera y quizás influido por una noche mal dormida. O por los resultados de un partido de fútbol. Quizás se ha despertado y por primera vez en mucho tiempo se ha encontrado en el puro y duro suelo. Por eso tenía frío, se dirá... Por eso me duele la cadera, se dirá...

"État moyen". Es fácil saber cuál es el sentido de esas dos palabras. Pero lo que significan realmente nos está vedado. Quizás Maurice Sylvain estaba en estado “moyen” cuando escribió la inocente frase. Si vive en un piso viejo, habitado aún por sus padres, es fácil que Maurice barrunte tempestades desde hace tiempo, como hacen los parados cuando el estado decreta que no hay más pasta. De esas tempestades que se quedan con uno aún en los sueños. Si es así, Maurice seguramente ha exagerado. Precisamente porque está acostumbrado a cosas no tan “moyen”.

Como la vida nos educa a cada segundo en la desconfianza, quien escribe, gallego para más señas, una vez leídas estas dos palabras ha hecho un diagnóstico casi inmediato. Menudo pájaro el franchute este. A saber lo que entenderá por “état moyen”. Y se le ha venido a la cabeza, como una iluminación celestial, la misma frase en las columnas de venta de coches de segunda mano. “Estado medio”. O sea, para la chatarra. Apañados vamos...

Por suerte tenemos algo que nos sobra. Probablemente de las pocas cosas que no se agotan hasta que ya uno va cansado de disfrutarlas. Tenemos tiempo. En este caso, minutos. No han pasado más que minutos cuando una posibilidad se abre camino. Quizás Maurice sólo ha querido decir lo que ha dicho. Y estado medio signifique estado medio. ¿Medio con respecto a qué? ¿En opinión de quién? ¿A qué efectos exactamente? Y gracias a esos minutos, quien ha leído esas dos simples palabras, hará ahora al señor Sylvain una simple pregunta.

"¿Qué ha querido Vd. decir con “estado medio?" La versión en francés parece correcta, aunque hay alguna duda respecto de si aquellos guiones del dichoso “est-ce-que” siguen siendo normativos. El ordenador confirma que el mensaje se ha enviado a Maurice. Y es ahora cuando  se sabe que  la frase que va a leer resulta excesivamente lacónica. No hay un saludo, ni una palabra amable. Quizás hemos condenado al “franchute” con excesivas prisas, mucho antes de pensar siquiera en hacerle una simple pregunta. Y nos hemos dado cuenta, sí. Pero después de que el correo haya iniciado su virtual camino hacia un lugar llamado Chassieu, en Francia.

Su respuesta llega pronto y es también corta. Sencilla y sin fórmulas de cortesía. Será joven Maurice y quizás piensa que hay cosas mejores que hacer que parecer más o menos amable y educado. O todo lo contrario y es de la opinión de que las frases amables están de más en un asunto comercial. Puede que piense que están de más en casi todo. Quizás Maurice está harto de disimular la mierda de vida que le ha tocado, responde a lo que se le pregunta y cuando cree que ha completado la respuesta, coloca un punto final. Y punto. Final.

Le hemos enviado al señor Sylvain la cantidad de dinero que nos pide por el artefacto en “état moyen”. Ha llegado un poco tarde, lo cual invita a pensar que no hace mucho caso de las prisas. Cabe la posibilidad de que este Maurice haya tenido que atender a Monsieur Sylvain, a la sazón impedido en una silla de ruedas, por ejemplo, aunque ágil de memoria y locuaz en cuanto a sus recuerdos. Maurice ha escuchado ya esa cantinela demasiadas veces. Tendremos pues que disculparlo si ha sido así. En todo caso el artefacto ha llegado cuando ha llegado y de poco sirve buscarle explicaciones.

La primera inspección no ayuda a mejorar la imagen que, por razones injustificadas e injustificables, nos hemos hecho de su persona. Las piezas giran bien, sin ofrecer resistencia, pero no están excesivamente limpias. No brillan como esperábamos. Por más que no sepamos por qué esperábamos semejante cosa. Ocurre algo peor. El visor delata una fibra negra firmemente adherida a algún sitio. Y otras dos estrellas del mismo color a uno y otro lado, rotundas y dispuestas a hacer guardia el tiempo que haga falta.

Para confirmar una vez más el atractivo irresistible de la condena, emitimos veredicto al segundo siguiente. La has cagado. Vocación por el cilicio, podríamos llamar a esto. Vestigios paranormales de la educación católica que prometía hacer de nosotros gente de bien. El primer condenado, uno mismo. Y luego, confirmación irrevocable de la condena al infausto franchute. Ya ni las primeras fotos se hacen con interés. Total...

Bueno, lo que es ver, la foto sí llega a verse. Incluso algunos colores resultan atractivos. Aunque se haya movido la cámara cuando no debía, lo cual no es culpa del franchute. Y las aproximaciones dibujan un mundo fantástico. Uno parece capaz de introducirse en una de esas corolas sonrosadas que prometen una puerta al paraíso. A despecho de las dichosas manchas, que, por cierto... no sabemos donde se han metido. Curioso. Incluso si se aumenta la imagen lo inimaginable, se siguen mostrando esquivas. No están. Lo cual es una suerte. O un milagro. Porque en el visor sí que siguen estando. Serán fantasmas franchutes de visor. Por ejemplo.

Quizás Maurice se esté riendo del desconfiado carpetovetónico que le ha comprado ese viejo objetivo. Y habrá pensado, “anda la cara que va a poner cuando mire por el visor!”. Y es probable que se lo haya contado a Monsieur Sylvain, que habrá reído de buena gana y recordado tiempos en los que reía más, cuando su Charlotte le hacía cosquillas en el sofa y luego le ponía un dedo sobre los labios para frenar sus entusiasmos porque Maurice estaba a punto de dormirse. Quien sabe si Maurice sabe hacer milagros a distancia, que es la única manera de hacer milagros sin que venga algún espabilao a montar un chiringuito mariano.

Lo mejor será reír como ellos, mis dos posibles o probables amigos de Francia, que no franchutes, y recordar que los milagros están allí donde alguien quiere verlos. Y no es cuestión de fe. Sencillamente, vale la pena hacer una sencilla pregunta, aún cuando las esperanzas de una respuesta positiva sean casi nulas. Lo contrario es negar la posibilidad de ver al otro lado del espejo a un tipo tan generoso como cualquiera, con problemas parecidos a los nuestros pero cabal cuando toca, buen encajador y capaz de reírse de nuestras torpezas con un aquel de magnanimidad que sólo los humildes poseen.


11 de septiembre de 2016

Mi chica-promesa



Dicen que las personas entran por los ojos. Aunque ese parece un rasgo más masculino que femenino. Los hombres somos "de imagen", y las mujeres "de concepto". Más espirituales, vaya, concedamos que sí.

Me gustó su foto, su forma de mirar, su expresión franca, su sonrisa distendida, sus piernas fuertes, su cintura menuda... Me entretuve en su perfil más de lo que acostumbro, porque suelen verse cosas francamente cómicas. Su presentación me pareció algo cómica también, pero después de examinar sus fotos una vez más, decidí ignorarlo. "Busco un hombre serio, que sepa lo que quiere, que haya dejado atrás su mochila, aseado, elegante, asentado económicamente, fiel, detallista sobretodo, que me haga sentir como una reina y que sólo tenga ojos para mi. ¡Detesto la mentira!"

La última frase figuraba en cada rinconcito del perfil, aprovechando cualquier oportunidad, como una de esas señales de tráfico omnipresentes. Cuando cerré la página, llevaba el mensaje tatuado en la mente como una maldición... Detesta la mentira... así que ándate con ojo, porque a la que respires va a notar el perfume del elixir barato. Y yo cobrando el paro... hay que joderse...

Conseguí una entrevista virtual en el chat de la página. "Pero no te retrases", me dijo. Y a las 19 h. en punto estaba yo como un clavo ante el ordenador. Apareció a las 19:14, quejándose del tráfico. "A alguna gente no deberían darle el carnet". Siguió una retahíla de recomendaciones, consejos y prohibiciones que no consiguió hacerme olvidar su cintura de avispa. Los tíos somos así.

Justo antes de concertar una cita me lo advirtió. "Has visto las veces que he puesto en mi perfil que detesto la mentira?". Contesté que sí, casi impresionado. Era imposible no percatarse, pero no dije nada porque recordé las moldeadas piernas de aquella diabólica foto.

Llegué tarde, o, por mejor decirlo, ella estaba allí cuando yo llegué. "Llegas tarde, nene". No me gusta que me llamen "nene", pero se me olvidó decirlo al contemplar su escote de sima. "Has tardado tanto que me han entrado ganas de cagar". No sé cómo algunas personas pueden lanzar las sillas hacia atras de esa manera estando sentadas. Tras el traqueteo de la silla metálica aparecieron sus piernas delgaduchas subidas a unas plataformas de unos 30 cm.

Recordé la foto de sus imperiales muslos, inevitablemente. Sólo que ahora, con una pierna al lado de la otra, tal como suelen estar a la hora de deambular, el volumen parecía haber desaparecido como por ensalmo. Caminó hacia el lavabo... pues eso... deambulando. ¿Sabéis esas personas que caminan proyectando las manos hacia atrás? Uno acaba temiendo por sus atributos masculinos y una de dos, o enfrentas los peligros del pavimento, o la amenaza del puño anti-escroto. Así caminaba mi chica-promesa.

Volvió transcurridos sus buenos 20 minutos, dando pasitos cortos e inseguros. Le costó descender desde los 30 cm hasta la silla, pero lo consiguió. Yo aproveché para echar una visual sobre el muslamen desaparecido. Confirmé el diagnóstico, no estaban. Me sobresaltó su voz destemplada: "!Tú!". Vi al camarero acercarse tímidamente mientras ella lo miraba como un juez de la Inquisición. El hombre, maduro ya y algo enclenque, soportó en un minuto lo que un boxeador aguanta tras un combate completo. "¡Qué cojones te crees, ¿que vengo a hacerme socia de este chiringuito de mierda?!", tronó en la cara del pobre hombre, para dar por finalizado el asalto.

Debo tener un ángel de la guarda, porque entonces sóno el timbre de mi anticuado móvil. Médicos sin fronteras, qué maravilla... Es fácil dejarlos hablar sin decir una palabra en mucho, pero mucho tiempo. Al cabo de unos minutos ella me miró, francamente mosqueada. "Qué! Vas a hacerme caso o has venido a pedir cita en la Itv?"

"Es mi padre", contesté. "Y qué cojones le pasa?". Dudé un instante y decidí no andarme por las ramas. "Se muere!" "No me jodas!", espetó. "Y de qué?". Esta es la mía, pensé... y lo solté sin demorar ni un segundo. "De lepra".

La miss compuso un gesto de asco insuperable y salió de nuevo trastabillando hacia el baño. No esperé a que regresara. De vuelta en el coche, mientras el paisaje desfilaba mansamente tras el parabrisas, bajé la ventanilla, contemplé los robles a ambos lados de la carretera y me dije: "¡Qué hermosa es la soledad, muchacho!".


Imagen sustraída del despacho de Rajoy. Previo pago al cajero-en-be, claro... buenos son ellos...