4 de octubre de 2016

Taxidermia

    Pasear es un arte. Y una buena compañía para el paseo es una cámara fotográfica. Además de que no habla, ayuda a justificar el ir y venir por mil rincones sin que nadie perciba nada extraño en tu deambular por aquí o por allá, a veces de forma errática.

Las cámaras fotográficas adoran las cosas viejas, vapuleadas por el tiempo, muertas (o no tanto) hasta la herrumbre. Se sienten irremisiblemente atraídas por esa herida y uno no puede contenerlas. Cuando te das cuenta estás en medio de un patio que no es de tu propiedad, y sueles percibirlo cuando ya la cosa no tiene solución. Perdone, ¿qué hace usted aquí? La pregunta te deja helado pero tiene la virtualidad de pintarte cara de inocencia. Balbuceas cualquier excusa escasamente inteligible y casi siempre te encuentras con la magnanimidad de tu desconocido interlocutor. A veces incluso te llevas grandes sorpresas.

¿Usted es gallego, verdad? Este hombre es directo y no le importa dejarlo claro desde el principio. La pregunta disipa la tensión de inmediato, invitando a la charla cuya necesidad acabamos de negar. Asiento, sorprendido, mientras él se sienta en una silla de cuerda con un saco en una mano y una navaja en la otra. Pues aunque le parezca extraño, yo también. ¿No me diga? Esta vez se ha entendido lo que ha salido por mi boca casi automaticamente, al percibir la aparente contradicción entre la declaración y el acento claramente andaluz que detecto. La reacción es un simple movimiento de cabeza y un suspiro que acompaña el movimiento del cuerpo que toma asiento con parsimonia.

¿Conoce un lugar que se llama Soldón? Cientos de veces he pasado por allí, señor, en el tren que me llevaba a la capital. Esto lo pienso pero no dejo que salga de boca para afuera, quizás intimidado por el hecho de haber sido pillado en falta, así que me limito a asentir bajando la cabeza. La navaja muerde la piel de la patata que acaba de surgir del saco de esparto, mientras el hombre, más bien grande, más bien grueso, mueve la cabeza arriba y abajo sin decir nada. Sí, señor, Soldón Sequeiros, allí he nacido, confirma.

Es una historia como otras, todos tenemos una. Un padre ferroviario, una madre muerta prematuramente, tres hermanos y una hermana mucho más joven. Y el trabajo. La historia de alguna gente es esa: puro trabajo. Jornalero y cazador, porque las viñas se le daban mal y allí no había mucho más que hacer. No intervengo mucho en la conversación, él no parece necesitarlo y yo prefiero, como siempre, escuchar.

¿Sabe usted lo que es la taxidermia? Asiento, envuelto de nuevo en la sorpresa. El aspecto de esta persona no hace pensar en una terminología ni medianamente sofisticada. Me reprendo por esta lamentable reflexión mientras él desliza la navaja sobre una oronda patata con verdadera maestría. Mi padre también era taxidermista, además de ferroviario como le he dicho. Habla a ráfagas y después descansa, como tomando aire. No parece estar en paz, aunque no sé exactamente por qué digo esto.

Me pregunto entonces por qué estoy aquí. No tenías gasolina, me respondo, es así de fácil. Y en estas sierras aisladas del mundo no parece buena idea esperar a encontrar otra estación de servicio tras las mil y una revueltas de una carretera que parece haber sido trazada siguiendo el curso de un relámpago cegador.

Las frases van hilvanándose unas a otras, con largas pausas por su parte y largos silencios por la mía. Hasta que la curiosidad puede conmigo. ¿Y cómo ha venido a parar aquí? La pregunta detiene un instante el ir y venir de la navaja y también el curso de la conversación. La piel de la patata aterriza mansamente en el suelo cuando su respuesta corona la atmósfera otoñal de la tarde. Por amor, señor, por amor. Observo las botas ásperas, teñidas del color ocre de la tierra, las ropas algo descuidades sin llegar a la suciedad, la piel endurecida por las heladas, el vello cubriendo los brazos y asomando como un torbellino negro por el escote de la camisa abierta de par en par. No es una declaración que se pueda asociar facilmente a esta imagen de jornalero taxidermista.

He tocado un punto sensible. Siéntese, ordena, antes de entrar en la casa y salir con dos vasos bajos de cristal y una botella de vino ya mediada. Para cuando llega a vacía, cosa que ocurre sin grandes demoras, estamos en medio del salón de la casa, literalmente atiborrado de fotografías. Ni el más mínimo rastro de la afición taxidermista de este hombre que habla y calla como siguiendo un ritmo marcado por el reloj de la pared.

De vez en cuando lo escucho murmurar, ensimismado. Era tan bonita... Pero no me atrevo a encararlo directamente porque le adivino la mirada húmeda y lastimosa. Las fotografías, amarillentas y no siempre protegidas por el cristal habitual, muestran a la familia en los años 50, en el andén de la estación, dispuesta por orden de estatura y vestida con colores neutros que resaltan las camisas blancas. Aquí y allá algunas fotos de la pareja, en primer plano, con expresión seria él, más animada y sonriente ella. Era bonita. Una de esas morenas que no necesitan de grandes aspavientos para atraer las miradas de los hombres. Ojos negros soñadores, boca carnosa, cabellera negra y ondulada, nariz rectilínea, casi griega. Una belleza sencilla pero muy convincente.

No me atrevo a preguntar qué ocurrió, pero estoy seguro de que voy a saberlo. Como adivinando mis pensamientos y mientras contempla ensimismado las fotos de la mujer, murmura, casi para sí mismo... La vida no es justa, señor. Las maderas del piso crujen lastimeras bajo el peso de su humanidad, como llorando, mientras el peso del cuerpo va cambiando de una pierna a la otra, siguiendo la ruta que marca la mirada, literalmente prisionera de las imágenes desvaídas que pueblan las paredes. No es justa, no señor... Consuélese pensando que todos nos iremos, aquí no queda nadie, declaro con convencimiento. Él se vuelve y, parado sobre el suelo, mirándome fijamente con el vaso de vino atenazado en la mano derecha, como quien devuelve una compra en mal estado, me espeta: se murió, señor, pero no se ha ido.

El vaso de vino aterriza casi con violencia sobre un viejo aparador de castaño, mientras dirige sus pasos hacia la parte de atrás de la casa. Venga, ordena otra vez, y algo me dice que no se puede desobedecer. Atravesamos un cuarto apenas iluminado y después una despensa donde reina la fragancia rotunda de un jamón en proceso de curación, cruzando puertas situadas en medio de las paredes encaladas, tal como se hacía en las viejas casas de las aldeas, donde la intimidad parecía estar reducida a las puras noches. Finalmente llegamos a otra estancia diminuta con una ventana orientada al sur y abierta de par en par. Enseguida percibo la extraña ausencia de cualquier tipo de mobiliario.

Cuando por fin distingo lo que el corpachón del hombre ha estado ocultando, no puedo por menos de dar un respingo. Él, concentrado en algo perentorio, no se inmuta y continúa avanzando hacia la tumbona donde reposa un bulto que recuerda a un ser humano. De no ser porque los mechones de pelo caen sobre las ropas negras, descubriendo una piel escuálida y blancuzca que ha comenzado a insinuar el nacimiento de los dientes, en una mueca que sería aterradora para cualquiera. Para este hombre, no. No alcanzo a ver de dónde ha salido el escueto taburete donde asienta ahora sus posaderas, absorto en la contemplación de los restos de lo que un día debió ser una mujer hermosa. Cuando su mano avanza para cubrir los dedos femeninos, de un blanco mezquino y petrificado, murmuro una excusa cualquiera y desando el camino sin mirar hacia atrás. Al llegar a la puerta, vuelvo la cabeza. Nadie me sigue.

De repente, las casitas blancas, dispuestas en formación a lo largo de la pronunciada pendiente, han dejado de tener su encanto y hasta percibo alrededor de los olivos un efluvio que se niega a abandonarme. El rumor del motor de mi viejo Fiat me devuelve un poco a la realidad de un día luminoso que el sol aprovecha para recorrer los campos áridos bajo la mole impresionante de los montes vecinos. De repente se me ocurre que estos paisajes de la Alpujarra granadina tienen algo de irreal.

Al pasar delante del cuartel de la Guarcia Civil, algo me hace pisar el freno de improviso. El coche se detiene abruptamente y se cala antes de que consiga pisar el pedal del embrague. Algunas ideas confusas rondan mi cabeza, pero es mucho más intensa una sensación de alarma que parece haberse instalado para siempre. Contemplo por el retrovisor la bandera sobre la austera arquitectura de la casa-cuartel. Alguien asoma por la puerta fijando su atención en el coche anclado firmemente en medio de la carretera. Así que me decido, arranco de nuevo, coloco absurdamente el intermitente e inicio la marcha  como si acabara de robar la imagen del patrón del pueblo.

Y cuando por fin veo, ya a lo lejos, las casitas encaramadas en la montaña, me justifico mentalmente: ¡Y quién coño soy yo para entender sobre la vida y la muerte!