2 de enero de 2017

El Parnasillo

Al salir por la puerta el frío te recibe con un regalo azucarado: huele a café de pueblo dentro de la gran ciudad. A este rincón tan pequeño llega gente de todo un mundo, y el rincón los recibe sin preguntar. Mira, pero no juzga, confía antes de evaluar. De hecho, no evalúa, parte del gran principio que es el gran comenzar. Todo nace. Y porque fue capaz de nacer, ha de ser respetado.

En este pequeño rincón del centro del emporio-imperio no todo es imperial. En realidad sólo en las alturas de las torresnoséqué se añora a ese viejo difunto. Abajo, en la calle más verdad, la de los bares, aún los más puteados son amables. Debe ser que han entendido que sólo la risa los puede salvar. Y por eso los salva.


El café y el ruido de las estrechas calles como despertador a prueba de pilas que se acaban, un signo de identidad. Turbante, tez canela, negra mate o brillante como la luz en junio, sonrisa árabe o maya o turca o francesa, la piedra filosofal. Y qué me importa Trump si los días ríen a través de tu boca humilde y sabia. Y qué si nos damos de cabezazos contra las putas vigas de la hermosa buhardilla que no pensó nunca en ser un continente. Y nosotros ahí... de palabra en palabra y cerveza en cerveza, con la televisión muerta desde el minuto cero y los ojos manando preguntas.


Haces que una ciudad enorme resulta pequeña. Te la comes a pasos y a miradas. A preguntas y a sonrisas. Debe ser por eso que no hay rincón hermoso que se te resista en esta ciudad de las plazas hermosas. Y a los que no son hermosos los bautizas porque piden el título con gracia y humildad. Se buscan clientes... Ay, la humildad... que nos roba la vida y no queda ni gota en los supermercados... 


Y Sabina pregonando su exilio en una terraza donde el ruido del ambiente lo borra de la escena, ni qué decir del auditorio. Y vamos a equivocarnos de calle otra vez, sigamos perdiéndonos, dónde está el problema... Y será que perderse es la mejor manera de encontrar una puerta distinta que te aboca a otra vida y no te hace preguntas, por más que te hagas tú.


Calidez de lámpara reciclada en un mundo de madera donde la luz lo es todo, o la escasez de luz, como cuando los cines servían de cobijo al amor prohibido. Una especie de biblioteca llena de botellas, como si el alcohol hubiera vencido ya a los libros. Palabras llenando el espacio que media entre los dos y la luz, o su ausencia, de testigo alcahuete... 


No sé por qué tendrá que ser en la calle del Príncipe. Voy a pensar que se trata del príncipe de aquel Antoine que hirió al mundo con el sacrilegio de la ingenuidad y la condena rotunda de la palabra, ese truco barato que cultivamos con tanto perseverancia hasta que nos atrevemos a mirarnos a los ojos. Y será por eso que no le doy importancia al rótulo, porque no la tiene. Pero se llama como se llama.


¡Salud, "Suspiritos"!