Al salir por la puerta el frío te recibe con un regalo azucarado: huele a café de pueblo dentro de la gran ciudad. A este rincón tan pequeño llega gente de todo un mundo, y el rincón los recibe sin preguntar. Mira, pero no juzga, confía antes de evaluar. De hecho, no evalúa, parte del gran principio que es el gran comenzar. Todo nace. Y porque fue capaz de nacer, ha de ser respetado.
En este pequeño rincón del centro del emporio-imperio no todo es imperial. En realidad sólo en las alturas de las torresnoséqué se añora a ese viejo difunto. Abajo, en la calle más verdad, la de los bares, aún los más puteados son amables. Debe ser que han entendido que sólo la risa los puede salvar. Y por eso los salva.
El café y el ruido de las estrechas calles como despertador a prueba de pilas que se acaban, un signo de identidad. Turbante, tez canela, negra mate o brillante como la luz en junio, sonrisa árabe o maya o turca o francesa, la piedra filosofal. Y qué me importa Trump si los días ríen a través de tu boca humilde y sabia. Y qué si nos damos de cabezazos contra las putas vigas de la hermosa buhardilla que no pensó nunca en ser un continente. Y nosotros ahí... de palabra en palabra y cerveza en cerveza, con la televisión muerta desde el minuto cero y los ojos manando preguntas.
Haces que una ciudad enorme resulta pequeña. Te la comes a pasos y a miradas. A preguntas y a sonrisas. Debe ser por eso que no hay rincón hermoso que se te resista en esta ciudad de las plazas hermosas. Y a los que no son hermosos los bautizas porque piden el título con gracia y humildad. Se buscan clientes... Ay, la humildad... que nos roba la vida y no queda ni gota en los supermercados...
Y Sabina pregonando su exilio en una terraza donde el ruido del ambiente lo borra de la escena, ni qué decir del auditorio. Y vamos a equivocarnos de calle otra vez, sigamos perdiéndonos, dónde está el problema... Y será que perderse es la mejor manera de encontrar una puerta distinta que te aboca a otra vida y no te hace preguntas, por más que te hagas tú.
Calidez de lámpara reciclada en un mundo de madera donde la luz lo es todo, o la escasez de luz, como cuando los cines servían de cobijo al amor prohibido. Una especie de biblioteca llena de botellas, como si el alcohol hubiera vencido ya a los libros. Palabras llenando el espacio que media entre los dos y la luz, o su ausencia, de testigo alcahuete...
No sé por qué tendrá que ser en la calle del Príncipe. Voy a pensar que se trata del príncipe de aquel Antoine que hirió al mundo con el sacrilegio de la ingenuidad y la condena rotunda de la palabra, ese truco barato que cultivamos con tanto perseverancia hasta que nos atrevemos a mirarnos a los ojos. Y será por eso que no le doy importancia al rótulo, porque no la tiene. Pero se llama como se llama.
¡Salud, "Suspiritos"!
2 de enero de 2017
4 de octubre de 2016
Taxidermia
Pasear es un arte. Y una buena compañía para el paseo es una cámara fotográfica. Además de que no habla, ayuda a justificar el ir y venir por mil rincones sin que nadie perciba nada extraño en tu deambular por aquí o por allá, a veces de forma errática.
Las cámaras fotográficas adoran las cosas viejas, vapuleadas por el tiempo, muertas (o no tanto) hasta la herrumbre. Se sienten irremisiblemente atraídas por esa herida y uno no puede contenerlas. Cuando te das cuenta estás en medio de un patio que no es de tu propiedad, y sueles percibirlo cuando ya la cosa no tiene solución. Perdone, ¿qué hace usted aquí? La pregunta te deja helado pero tiene la virtualidad de pintarte cara de inocencia. Balbuceas cualquier excusa escasamente inteligible y casi siempre te encuentras con la magnanimidad de tu desconocido interlocutor. A veces incluso te llevas grandes sorpresas.
¿Usted es gallego, verdad? Este hombre es directo y no le importa dejarlo claro desde el principio. La pregunta disipa la tensión de inmediato, invitando a la charla cuya necesidad acabamos de negar. Asiento, sorprendido, mientras él se sienta en una silla de cuerda con un saco en una mano y una navaja en la otra. Pues aunque le parezca extraño, yo también. ¿No me diga? Esta vez se ha entendido lo que ha salido por mi boca casi automaticamente, al percibir la aparente contradicción entre la declaración y el acento claramente andaluz que detecto. La reacción es un simple movimiento de cabeza y un suspiro que acompaña el movimiento del cuerpo que toma asiento con parsimonia.
¿Conoce un lugar que se llama Soldón? Cientos de veces he pasado por allí, señor, en el tren que me llevaba a la capital. Esto lo pienso pero no dejo que salga de boca para afuera, quizás intimidado por el hecho de haber sido pillado en falta, así que me limito a asentir bajando la cabeza. La navaja muerde la piel de la patata que acaba de surgir del saco de esparto, mientras el hombre, más bien grande, más bien grueso, mueve la cabeza arriba y abajo sin decir nada. Sí, señor, Soldón Sequeiros, allí he nacido, confirma.
Es una historia como otras, todos tenemos una. Un padre ferroviario, una madre muerta prematuramente, tres hermanos y una hermana mucho más joven. Y el trabajo. La historia de alguna gente es esa: puro trabajo. Jornalero y cazador, porque las viñas se le daban mal y allí no había mucho más que hacer. No intervengo mucho en la conversación, él no parece necesitarlo y yo prefiero, como siempre, escuchar.
¿Sabe usted lo que es la taxidermia? Asiento, envuelto de nuevo en la sorpresa. El aspecto de esta persona no hace pensar en una terminología ni medianamente sofisticada. Me reprendo por esta lamentable reflexión mientras él desliza la navaja sobre una oronda patata con verdadera maestría. Mi padre también era taxidermista, además de ferroviario como le he dicho. Habla a ráfagas y después descansa, como tomando aire. No parece estar en paz, aunque no sé exactamente por qué digo esto.
Me pregunto entonces por qué estoy aquí. No tenías gasolina, me respondo, es así de fácil. Y en estas sierras aisladas del mundo no parece buena idea esperar a encontrar otra estación de servicio tras las mil y una revueltas de una carretera que parece haber sido trazada siguiendo el curso de un relámpago cegador.
Las frases van hilvanándose unas a otras, con largas pausas por su parte y largos silencios por la mía. Hasta que la curiosidad puede conmigo. ¿Y cómo ha venido a parar aquí? La pregunta detiene un instante el ir y venir de la navaja y también el curso de la conversación. La piel de la patata aterriza mansamente en el suelo cuando su respuesta corona la atmósfera otoñal de la tarde. Por amor, señor, por amor. Observo las botas ásperas, teñidas del color ocre de la tierra, las ropas algo descuidades sin llegar a la suciedad, la piel endurecida por las heladas, el vello cubriendo los brazos y asomando como un torbellino negro por el escote de la camisa abierta de par en par. No es una declaración que se pueda asociar facilmente a esta imagen de jornalero taxidermista.
He tocado un punto sensible. Siéntese, ordena, antes de entrar en la casa y salir con dos vasos bajos de cristal y una botella de vino ya mediada. Para cuando llega a vacía, cosa que ocurre sin grandes demoras, estamos en medio del salón de la casa, literalmente atiborrado de fotografías. Ni el más mínimo rastro de la afición taxidermista de este hombre que habla y calla como siguiendo un ritmo marcado por el reloj de la pared.
De vez en cuando lo escucho murmurar, ensimismado. Era tan bonita... Pero no me atrevo a encararlo directamente porque le adivino la mirada húmeda y lastimosa. Las fotografías, amarillentas y no siempre protegidas por el cristal habitual, muestran a la familia en los años 50, en el andén de la estación, dispuesta por orden de estatura y vestida con colores neutros que resaltan las camisas blancas. Aquí y allá algunas fotos de la pareja, en primer plano, con expresión seria él, más animada y sonriente ella. Era bonita. Una de esas morenas que no necesitan de grandes aspavientos para atraer las miradas de los hombres. Ojos negros soñadores, boca carnosa, cabellera negra y ondulada, nariz rectilínea, casi griega. Una belleza sencilla pero muy convincente.
No me atrevo a preguntar qué ocurrió, pero estoy seguro de que voy a saberlo. Como adivinando mis pensamientos y mientras contempla ensimismado las fotos de la mujer, murmura, casi para sí mismo... La vida no es justa, señor. Las maderas del piso crujen lastimeras bajo el peso de su humanidad, como llorando, mientras el peso del cuerpo va cambiando de una pierna a la otra, siguiendo la ruta que marca la mirada, literalmente prisionera de las imágenes desvaídas que pueblan las paredes. No es justa, no señor... Consuélese pensando que todos nos iremos, aquí no queda nadie, declaro con convencimiento. Él se vuelve y, parado sobre el suelo, mirándome fijamente con el vaso de vino atenazado en la mano derecha, como quien devuelve una compra en mal estado, me espeta: se murió, señor, pero no se ha ido.
El vaso de vino aterriza casi con violencia sobre un viejo aparador de castaño, mientras dirige sus pasos hacia la parte de atrás de la casa. Venga, ordena otra vez, y algo me dice que no se puede desobedecer. Atravesamos un cuarto apenas iluminado y después una despensa donde reina la fragancia rotunda de un jamón en proceso de curación, cruzando puertas situadas en medio de las paredes encaladas, tal como se hacía en las viejas casas de las aldeas, donde la intimidad parecía estar reducida a las puras noches. Finalmente llegamos a otra estancia diminuta con una ventana orientada al sur y abierta de par en par. Enseguida percibo la extraña ausencia de cualquier tipo de mobiliario.
Cuando por fin distingo lo que el corpachón del hombre ha estado ocultando, no puedo por menos de dar un respingo. Él, concentrado en algo perentorio, no se inmuta y continúa avanzando hacia la tumbona donde reposa un bulto que recuerda a un ser humano. De no ser porque los mechones de pelo caen sobre las ropas negras, descubriendo una piel escuálida y blancuzca que ha comenzado a insinuar el nacimiento de los dientes, en una mueca que sería aterradora para cualquiera. Para este hombre, no. No alcanzo a ver de dónde ha salido el escueto taburete donde asienta ahora sus posaderas, absorto en la contemplación de los restos de lo que un día debió ser una mujer hermosa. Cuando su mano avanza para cubrir los dedos femeninos, de un blanco mezquino y petrificado, murmuro una excusa cualquiera y desando el camino sin mirar hacia atrás. Al llegar a la puerta, vuelvo la cabeza. Nadie me sigue.
De repente, las casitas blancas, dispuestas en formación a lo largo de la pronunciada pendiente, han dejado de tener su encanto y hasta percibo alrededor de los olivos un efluvio que se niega a abandonarme. El rumor del motor de mi viejo Fiat me devuelve un poco a la realidad de un día luminoso que el sol aprovecha para recorrer los campos áridos bajo la mole impresionante de los montes vecinos. De repente se me ocurre que estos paisajes de la Alpujarra granadina tienen algo de irreal.
Al pasar delante del cuartel de la Guarcia Civil, algo me hace pisar el freno de improviso. El coche se detiene abruptamente y se cala antes de que consiga pisar el pedal del embrague. Algunas ideas confusas rondan mi cabeza, pero es mucho más intensa una sensación de alarma que parece haberse instalado para siempre. Contemplo por el retrovisor la bandera sobre la austera arquitectura de la casa-cuartel. Alguien asoma por la puerta fijando su atención en el coche anclado firmemente en medio de la carretera. Así que me decido, arranco de nuevo, coloco absurdamente el intermitente e inicio la marcha como si acabara de robar la imagen del patrón del pueblo.
Y cuando por fin veo, ya a lo lejos, las casitas encaramadas en la montaña, me justifico mentalmente: ¡Y quién coño soy yo para entender sobre la vida y la muerte!
Las cámaras fotográficas adoran las cosas viejas, vapuleadas por el tiempo, muertas (o no tanto) hasta la herrumbre. Se sienten irremisiblemente atraídas por esa herida y uno no puede contenerlas. Cuando te das cuenta estás en medio de un patio que no es de tu propiedad, y sueles percibirlo cuando ya la cosa no tiene solución. Perdone, ¿qué hace usted aquí? La pregunta te deja helado pero tiene la virtualidad de pintarte cara de inocencia. Balbuceas cualquier excusa escasamente inteligible y casi siempre te encuentras con la magnanimidad de tu desconocido interlocutor. A veces incluso te llevas grandes sorpresas.
¿Usted es gallego, verdad? Este hombre es directo y no le importa dejarlo claro desde el principio. La pregunta disipa la tensión de inmediato, invitando a la charla cuya necesidad acabamos de negar. Asiento, sorprendido, mientras él se sienta en una silla de cuerda con un saco en una mano y una navaja en la otra. Pues aunque le parezca extraño, yo también. ¿No me diga? Esta vez se ha entendido lo que ha salido por mi boca casi automaticamente, al percibir la aparente contradicción entre la declaración y el acento claramente andaluz que detecto. La reacción es un simple movimiento de cabeza y un suspiro que acompaña el movimiento del cuerpo que toma asiento con parsimonia.
¿Conoce un lugar que se llama Soldón? Cientos de veces he pasado por allí, señor, en el tren que me llevaba a la capital. Esto lo pienso pero no dejo que salga de boca para afuera, quizás intimidado por el hecho de haber sido pillado en falta, así que me limito a asentir bajando la cabeza. La navaja muerde la piel de la patata que acaba de surgir del saco de esparto, mientras el hombre, más bien grande, más bien grueso, mueve la cabeza arriba y abajo sin decir nada. Sí, señor, Soldón Sequeiros, allí he nacido, confirma.
Es una historia como otras, todos tenemos una. Un padre ferroviario, una madre muerta prematuramente, tres hermanos y una hermana mucho más joven. Y el trabajo. La historia de alguna gente es esa: puro trabajo. Jornalero y cazador, porque las viñas se le daban mal y allí no había mucho más que hacer. No intervengo mucho en la conversación, él no parece necesitarlo y yo prefiero, como siempre, escuchar.
¿Sabe usted lo que es la taxidermia? Asiento, envuelto de nuevo en la sorpresa. El aspecto de esta persona no hace pensar en una terminología ni medianamente sofisticada. Me reprendo por esta lamentable reflexión mientras él desliza la navaja sobre una oronda patata con verdadera maestría. Mi padre también era taxidermista, además de ferroviario como le he dicho. Habla a ráfagas y después descansa, como tomando aire. No parece estar en paz, aunque no sé exactamente por qué digo esto.
Me pregunto entonces por qué estoy aquí. No tenías gasolina, me respondo, es así de fácil. Y en estas sierras aisladas del mundo no parece buena idea esperar a encontrar otra estación de servicio tras las mil y una revueltas de una carretera que parece haber sido trazada siguiendo el curso de un relámpago cegador.
Las frases van hilvanándose unas a otras, con largas pausas por su parte y largos silencios por la mía. Hasta que la curiosidad puede conmigo. ¿Y cómo ha venido a parar aquí? La pregunta detiene un instante el ir y venir de la navaja y también el curso de la conversación. La piel de la patata aterriza mansamente en el suelo cuando su respuesta corona la atmósfera otoñal de la tarde. Por amor, señor, por amor. Observo las botas ásperas, teñidas del color ocre de la tierra, las ropas algo descuidades sin llegar a la suciedad, la piel endurecida por las heladas, el vello cubriendo los brazos y asomando como un torbellino negro por el escote de la camisa abierta de par en par. No es una declaración que se pueda asociar facilmente a esta imagen de jornalero taxidermista.
He tocado un punto sensible. Siéntese, ordena, antes de entrar en la casa y salir con dos vasos bajos de cristal y una botella de vino ya mediada. Para cuando llega a vacía, cosa que ocurre sin grandes demoras, estamos en medio del salón de la casa, literalmente atiborrado de fotografías. Ni el más mínimo rastro de la afición taxidermista de este hombre que habla y calla como siguiendo un ritmo marcado por el reloj de la pared.
De vez en cuando lo escucho murmurar, ensimismado. Era tan bonita... Pero no me atrevo a encararlo directamente porque le adivino la mirada húmeda y lastimosa. Las fotografías, amarillentas y no siempre protegidas por el cristal habitual, muestran a la familia en los años 50, en el andén de la estación, dispuesta por orden de estatura y vestida con colores neutros que resaltan las camisas blancas. Aquí y allá algunas fotos de la pareja, en primer plano, con expresión seria él, más animada y sonriente ella. Era bonita. Una de esas morenas que no necesitan de grandes aspavientos para atraer las miradas de los hombres. Ojos negros soñadores, boca carnosa, cabellera negra y ondulada, nariz rectilínea, casi griega. Una belleza sencilla pero muy convincente.
No me atrevo a preguntar qué ocurrió, pero estoy seguro de que voy a saberlo. Como adivinando mis pensamientos y mientras contempla ensimismado las fotos de la mujer, murmura, casi para sí mismo... La vida no es justa, señor. Las maderas del piso crujen lastimeras bajo el peso de su humanidad, como llorando, mientras el peso del cuerpo va cambiando de una pierna a la otra, siguiendo la ruta que marca la mirada, literalmente prisionera de las imágenes desvaídas que pueblan las paredes. No es justa, no señor... Consuélese pensando que todos nos iremos, aquí no queda nadie, declaro con convencimiento. Él se vuelve y, parado sobre el suelo, mirándome fijamente con el vaso de vino atenazado en la mano derecha, como quien devuelve una compra en mal estado, me espeta: se murió, señor, pero no se ha ido.
El vaso de vino aterriza casi con violencia sobre un viejo aparador de castaño, mientras dirige sus pasos hacia la parte de atrás de la casa. Venga, ordena otra vez, y algo me dice que no se puede desobedecer. Atravesamos un cuarto apenas iluminado y después una despensa donde reina la fragancia rotunda de un jamón en proceso de curación, cruzando puertas situadas en medio de las paredes encaladas, tal como se hacía en las viejas casas de las aldeas, donde la intimidad parecía estar reducida a las puras noches. Finalmente llegamos a otra estancia diminuta con una ventana orientada al sur y abierta de par en par. Enseguida percibo la extraña ausencia de cualquier tipo de mobiliario.
Cuando por fin distingo lo que el corpachón del hombre ha estado ocultando, no puedo por menos de dar un respingo. Él, concentrado en algo perentorio, no se inmuta y continúa avanzando hacia la tumbona donde reposa un bulto que recuerda a un ser humano. De no ser porque los mechones de pelo caen sobre las ropas negras, descubriendo una piel escuálida y blancuzca que ha comenzado a insinuar el nacimiento de los dientes, en una mueca que sería aterradora para cualquiera. Para este hombre, no. No alcanzo a ver de dónde ha salido el escueto taburete donde asienta ahora sus posaderas, absorto en la contemplación de los restos de lo que un día debió ser una mujer hermosa. Cuando su mano avanza para cubrir los dedos femeninos, de un blanco mezquino y petrificado, murmuro una excusa cualquiera y desando el camino sin mirar hacia atrás. Al llegar a la puerta, vuelvo la cabeza. Nadie me sigue.
De repente, las casitas blancas, dispuestas en formación a lo largo de la pronunciada pendiente, han dejado de tener su encanto y hasta percibo alrededor de los olivos un efluvio que se niega a abandonarme. El rumor del motor de mi viejo Fiat me devuelve un poco a la realidad de un día luminoso que el sol aprovecha para recorrer los campos áridos bajo la mole impresionante de los montes vecinos. De repente se me ocurre que estos paisajes de la Alpujarra granadina tienen algo de irreal.
Al pasar delante del cuartel de la Guarcia Civil, algo me hace pisar el freno de improviso. El coche se detiene abruptamente y se cala antes de que consiga pisar el pedal del embrague. Algunas ideas confusas rondan mi cabeza, pero es mucho más intensa una sensación de alarma que parece haberse instalado para siempre. Contemplo por el retrovisor la bandera sobre la austera arquitectura de la casa-cuartel. Alguien asoma por la puerta fijando su atención en el coche anclado firmemente en medio de la carretera. Así que me decido, arranco de nuevo, coloco absurdamente el intermitente e inicio la marcha como si acabara de robar la imagen del patrón del pueblo.
Y cuando por fin veo, ya a lo lejos, las casitas encaramadas en la montaña, me justifico mentalmente: ¡Y quién coño soy yo para entender sobre la vida y la muerte!
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Relatos
21 de septiembre de 2016
Monsieur Sylvain tras el espejo
Una vez compré un viejo objetivo Zuiko en cierta plataforma de venta de segunda mano. A un señor francés que se llamaba, y espero que siga llamándose, Maurice Sylvain. Andaba yo procurando el milagro de conseguir un objetivo macro sin gastarme la pasta. Uno que es un poco rata. Mi fijé en la reputación del señor Sylvain. Noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento. Impequeibol. Después en el estado del producto. "État moyen", o sea, estado "medio". Mi cabeza echó a andar en aquel momento siguiendo un laberinto que paso a resumir, porque más adelante, recordándolo, no pude menos de reírme de mis propias miserias. Comprobaréis, a lo largo de las líneas que siguen, que mi estado de cordura debía ser en aquel momento, sólo relativo.
Qué pasaría por la cabeza del señor Sylvain cuando escribió aquello de “état moyen”... Qué pocas veces nos paramos a pensar que lo que decimos, lo que escribimos, ha tenido una razón de ser y tiene también un fin. Un destinatario. Alguien que va a interpretar el código a su propia manera y quizás influido por una noche mal dormida. O por los resultados de un partido de fútbol. Quizás se ha despertado y por primera vez en mucho tiempo se ha encontrado en el puro y duro suelo. Por eso tenía frío, se dirá... Por eso me duele la cadera, se dirá...
"État moyen". Es fácil saber cuál es el sentido de esas dos palabras. Pero lo que significan realmente nos está vedado. Quizás Maurice Sylvain estaba en estado “moyen” cuando escribió la inocente frase. Si vive en un piso viejo, habitado aún por sus padres, es fácil que Maurice barrunte tempestades desde hace tiempo, como hacen los parados cuando el estado decreta que no hay más pasta. De esas tempestades que se quedan con uno aún en los sueños. Si es así, Maurice seguramente ha exagerado. Precisamente porque está acostumbrado a cosas no tan “moyen”.
Como la vida nos educa a cada segundo en la desconfianza, quien escribe, gallego para más señas, una vez leídas estas dos palabras ha hecho un diagnóstico casi inmediato. Menudo pájaro el franchute este. A saber lo que entenderá por “état moyen”. Y se le ha venido a la cabeza, como una iluminación celestial, la misma frase en las columnas de venta de coches de segunda mano. “Estado medio”. O sea, para la chatarra. Apañados vamos...
Por suerte tenemos algo que nos sobra. Probablemente de las pocas cosas que no se agotan hasta que ya uno va cansado de disfrutarlas. Tenemos tiempo. En este caso, minutos. No han pasado más que minutos cuando una posibilidad se abre camino. Quizás Maurice sólo ha querido decir lo que ha dicho. Y estado medio signifique estado medio. ¿Medio con respecto a qué? ¿En opinión de quién? ¿A qué efectos exactamente? Y gracias a esos minutos, quien ha leído esas dos simples palabras, hará ahora al señor Sylvain una simple pregunta.
"¿Qué ha querido Vd. decir con “estado medio?" La versión en francés parece correcta, aunque hay alguna duda respecto de si aquellos guiones del dichoso “est-ce-que” siguen siendo normativos. El ordenador confirma que el mensaje se ha enviado a Maurice. Y es ahora cuando se sabe que la frase que va a leer resulta excesivamente lacónica. No hay un saludo, ni una palabra amable. Quizás hemos condenado al “franchute” con excesivas prisas, mucho antes de pensar siquiera en hacerle una simple pregunta. Y nos hemos dado cuenta, sí. Pero después de que el correo haya iniciado su virtual camino hacia un lugar llamado Chassieu, en Francia.
Su respuesta llega pronto y es también corta. Sencilla y sin fórmulas de cortesía. Será joven Maurice y quizás piensa que hay cosas mejores que hacer que parecer más o menos amable y educado. O todo lo contrario y es de la opinión de que las frases amables están de más en un asunto comercial. Puede que piense que están de más en casi todo. Quizás Maurice está harto de disimular la mierda de vida que le ha tocado, responde a lo que se le pregunta y cuando cree que ha completado la respuesta, coloca un punto final. Y punto. Final.
Le hemos enviado al señor Sylvain la cantidad de dinero que nos pide por el artefacto en “état moyen”. Ha llegado un poco tarde, lo cual invita a pensar que no hace mucho caso de las prisas. Cabe la posibilidad de que este Maurice haya tenido que atender a Monsieur Sylvain, a la sazón impedido en una silla de ruedas, por ejemplo, aunque ágil de memoria y locuaz en cuanto a sus recuerdos. Maurice ha escuchado ya esa cantinela demasiadas veces. Tendremos pues que disculparlo si ha sido así. En todo caso el artefacto ha llegado cuando ha llegado y de poco sirve buscarle explicaciones.
La primera inspección no ayuda a mejorar la imagen que, por razones injustificadas e injustificables, nos hemos hecho de su persona. Las piezas giran bien, sin ofrecer resistencia, pero no están excesivamente limpias. No brillan como esperábamos. Por más que no sepamos por qué esperábamos semejante cosa. Ocurre algo peor. El visor delata una fibra negra firmemente adherida a algún sitio. Y otras dos estrellas del mismo color a uno y otro lado, rotundas y dispuestas a hacer guardia el tiempo que haga falta.
Para confirmar una vez más el atractivo irresistible de la condena, emitimos veredicto al segundo siguiente. La has cagado. Vocación por el cilicio, podríamos llamar a esto. Vestigios paranormales de la educación católica que prometía hacer de nosotros gente de bien. El primer condenado, uno mismo. Y luego, confirmación irrevocable de la condena al infausto franchute. Ya ni las primeras fotos se hacen con interés. Total...
Bueno, lo que es ver, la foto sí llega a verse. Incluso algunos colores resultan atractivos. Aunque se haya movido la cámara cuando no debía, lo cual no es culpa del franchute. Y las aproximaciones dibujan un mundo fantástico. Uno parece capaz de introducirse en una de esas corolas sonrosadas que prometen una puerta al paraíso. A despecho de las dichosas manchas, que, por cierto... no sabemos donde se han metido. Curioso. Incluso si se aumenta la imagen lo inimaginable, se siguen mostrando esquivas. No están. Lo cual es una suerte. O un milagro. Porque en el visor sí que siguen estando. Serán fantasmas franchutes de visor. Por ejemplo.
Quizás Maurice se esté riendo del desconfiado carpetovetónico que le ha comprado ese viejo objetivo. Y habrá pensado, “anda la cara que va a poner cuando mire por el visor!”. Y es probable que se lo haya contado a Monsieur Sylvain, que habrá reído de buena gana y recordado tiempos en los que reía más, cuando su Charlotte le hacía cosquillas en el sofa y luego le ponía un dedo sobre los labios para frenar sus entusiasmos porque Maurice estaba a punto de dormirse. Quien sabe si Maurice sabe hacer milagros a distancia, que es la única manera de hacer milagros sin que venga algún espabilao a montar un chiringuito mariano.
Lo mejor será reír como ellos, mis dos posibles o probables amigos de Francia, que no franchutes, y recordar que los milagros están allí donde alguien quiere verlos. Y no es cuestión de fe. Sencillamente, vale la pena hacer una sencilla pregunta, aún cuando las esperanzas de una respuesta positiva sean casi nulas. Lo contrario es negar la posibilidad de ver al otro lado del espejo a un tipo tan generoso como cualquiera, con problemas parecidos a los nuestros pero cabal cuando toca, buen encajador y capaz de reírse de nuestras torpezas con un aquel de magnanimidad que sólo los humildes poseen.
Qué pasaría por la cabeza del señor Sylvain cuando escribió aquello de “état moyen”... Qué pocas veces nos paramos a pensar que lo que decimos, lo que escribimos, ha tenido una razón de ser y tiene también un fin. Un destinatario. Alguien que va a interpretar el código a su propia manera y quizás influido por una noche mal dormida. O por los resultados de un partido de fútbol. Quizás se ha despertado y por primera vez en mucho tiempo se ha encontrado en el puro y duro suelo. Por eso tenía frío, se dirá... Por eso me duele la cadera, se dirá...
"État moyen". Es fácil saber cuál es el sentido de esas dos palabras. Pero lo que significan realmente nos está vedado. Quizás Maurice Sylvain estaba en estado “moyen” cuando escribió la inocente frase. Si vive en un piso viejo, habitado aún por sus padres, es fácil que Maurice barrunte tempestades desde hace tiempo, como hacen los parados cuando el estado decreta que no hay más pasta. De esas tempestades que se quedan con uno aún en los sueños. Si es así, Maurice seguramente ha exagerado. Precisamente porque está acostumbrado a cosas no tan “moyen”.
Como la vida nos educa a cada segundo en la desconfianza, quien escribe, gallego para más señas, una vez leídas estas dos palabras ha hecho un diagnóstico casi inmediato. Menudo pájaro el franchute este. A saber lo que entenderá por “état moyen”. Y se le ha venido a la cabeza, como una iluminación celestial, la misma frase en las columnas de venta de coches de segunda mano. “Estado medio”. O sea, para la chatarra. Apañados vamos...
Por suerte tenemos algo que nos sobra. Probablemente de las pocas cosas que no se agotan hasta que ya uno va cansado de disfrutarlas. Tenemos tiempo. En este caso, minutos. No han pasado más que minutos cuando una posibilidad se abre camino. Quizás Maurice sólo ha querido decir lo que ha dicho. Y estado medio signifique estado medio. ¿Medio con respecto a qué? ¿En opinión de quién? ¿A qué efectos exactamente? Y gracias a esos minutos, quien ha leído esas dos simples palabras, hará ahora al señor Sylvain una simple pregunta.
"¿Qué ha querido Vd. decir con “estado medio?" La versión en francés parece correcta, aunque hay alguna duda respecto de si aquellos guiones del dichoso “est-ce-que” siguen siendo normativos. El ordenador confirma que el mensaje se ha enviado a Maurice. Y es ahora cuando se sabe que la frase que va a leer resulta excesivamente lacónica. No hay un saludo, ni una palabra amable. Quizás hemos condenado al “franchute” con excesivas prisas, mucho antes de pensar siquiera en hacerle una simple pregunta. Y nos hemos dado cuenta, sí. Pero después de que el correo haya iniciado su virtual camino hacia un lugar llamado Chassieu, en Francia.
Su respuesta llega pronto y es también corta. Sencilla y sin fórmulas de cortesía. Será joven Maurice y quizás piensa que hay cosas mejores que hacer que parecer más o menos amable y educado. O todo lo contrario y es de la opinión de que las frases amables están de más en un asunto comercial. Puede que piense que están de más en casi todo. Quizás Maurice está harto de disimular la mierda de vida que le ha tocado, responde a lo que se le pregunta y cuando cree que ha completado la respuesta, coloca un punto final. Y punto. Final.
Le hemos enviado al señor Sylvain la cantidad de dinero que nos pide por el artefacto en “état moyen”. Ha llegado un poco tarde, lo cual invita a pensar que no hace mucho caso de las prisas. Cabe la posibilidad de que este Maurice haya tenido que atender a Monsieur Sylvain, a la sazón impedido en una silla de ruedas, por ejemplo, aunque ágil de memoria y locuaz en cuanto a sus recuerdos. Maurice ha escuchado ya esa cantinela demasiadas veces. Tendremos pues que disculparlo si ha sido así. En todo caso el artefacto ha llegado cuando ha llegado y de poco sirve buscarle explicaciones.
La primera inspección no ayuda a mejorar la imagen que, por razones injustificadas e injustificables, nos hemos hecho de su persona. Las piezas giran bien, sin ofrecer resistencia, pero no están excesivamente limpias. No brillan como esperábamos. Por más que no sepamos por qué esperábamos semejante cosa. Ocurre algo peor. El visor delata una fibra negra firmemente adherida a algún sitio. Y otras dos estrellas del mismo color a uno y otro lado, rotundas y dispuestas a hacer guardia el tiempo que haga falta.
Para confirmar una vez más el atractivo irresistible de la condena, emitimos veredicto al segundo siguiente. La has cagado. Vocación por el cilicio, podríamos llamar a esto. Vestigios paranormales de la educación católica que prometía hacer de nosotros gente de bien. El primer condenado, uno mismo. Y luego, confirmación irrevocable de la condena al infausto franchute. Ya ni las primeras fotos se hacen con interés. Total...
Bueno, lo que es ver, la foto sí llega a verse. Incluso algunos colores resultan atractivos. Aunque se haya movido la cámara cuando no debía, lo cual no es culpa del franchute. Y las aproximaciones dibujan un mundo fantástico. Uno parece capaz de introducirse en una de esas corolas sonrosadas que prometen una puerta al paraíso. A despecho de las dichosas manchas, que, por cierto... no sabemos donde se han metido. Curioso. Incluso si se aumenta la imagen lo inimaginable, se siguen mostrando esquivas. No están. Lo cual es una suerte. O un milagro. Porque en el visor sí que siguen estando. Serán fantasmas franchutes de visor. Por ejemplo.
Quizás Maurice se esté riendo del desconfiado carpetovetónico que le ha comprado ese viejo objetivo. Y habrá pensado, “anda la cara que va a poner cuando mire por el visor!”. Y es probable que se lo haya contado a Monsieur Sylvain, que habrá reído de buena gana y recordado tiempos en los que reía más, cuando su Charlotte le hacía cosquillas en el sofa y luego le ponía un dedo sobre los labios para frenar sus entusiasmos porque Maurice estaba a punto de dormirse. Quien sabe si Maurice sabe hacer milagros a distancia, que es la única manera de hacer milagros sin que venga algún espabilao a montar un chiringuito mariano.
Lo mejor será reír como ellos, mis dos posibles o probables amigos de Francia, que no franchutes, y recordar que los milagros están allí donde alguien quiere verlos. Y no es cuestión de fe. Sencillamente, vale la pena hacer una sencilla pregunta, aún cuando las esperanzas de una respuesta positiva sean casi nulas. Lo contrario es negar la posibilidad de ver al otro lado del espejo a un tipo tan generoso como cualquiera, con problemas parecidos a los nuestros pero cabal cuando toca, buen encajador y capaz de reírse de nuestras torpezas con un aquel de magnanimidad que sólo los humildes poseen.
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11 de septiembre de 2016
Mi chica-promesa
Dicen que las personas entran por los ojos. Aunque ese parece un rasgo más masculino que femenino. Los hombres somos "de imagen", y las mujeres "de concepto". Más espirituales, vaya, concedamos que sí.
Me gustó su foto, su forma de mirar, su expresión franca, su sonrisa distendida, sus piernas fuertes, su cintura menuda... Me entretuve en su perfil más de lo que acostumbro, porque suelen verse cosas francamente cómicas. Su presentación me pareció algo cómica también, pero después de examinar sus fotos una vez más, decidí ignorarlo. "Busco un hombre serio, que sepa lo que quiere, que haya dejado atrás su mochila, aseado, elegante, asentado económicamente, fiel, detallista sobretodo, que me haga sentir como una reina y que sólo tenga ojos para mi. ¡Detesto la mentira!"
La última frase figuraba en cada rinconcito del perfil, aprovechando cualquier oportunidad, como una de esas señales de tráfico omnipresentes. Cuando cerré la página, llevaba el mensaje tatuado en la mente como una maldición... Detesta la mentira... así que ándate con ojo, porque a la que respires va a notar el perfume del elixir barato. Y yo cobrando el paro... hay que joderse...
Conseguí una entrevista virtual en el chat de la página. "Pero no te retrases", me dijo. Y a las 19 h. en punto estaba yo como un clavo ante el ordenador. Apareció a las 19:14, quejándose del tráfico. "A alguna gente no deberían darle el carnet". Siguió una retahíla de recomendaciones, consejos y prohibiciones que no consiguió hacerme olvidar su cintura de avispa. Los tíos somos así.
Justo antes de concertar una cita me lo advirtió. "Has visto las veces que he puesto en mi perfil que detesto la mentira?". Contesté que sí, casi impresionado. Era imposible no percatarse, pero no dije nada porque recordé las moldeadas piernas de aquella diabólica foto.
Llegué tarde, o, por mejor decirlo, ella estaba allí cuando yo llegué. "Llegas tarde, nene". No me gusta que me llamen "nene", pero se me olvidó decirlo al contemplar su escote de sima. "Has tardado tanto que me han entrado ganas de cagar". No sé cómo algunas personas pueden lanzar las sillas hacia atras de esa manera estando sentadas. Tras el traqueteo de la silla metálica aparecieron sus piernas delgaduchas subidas a unas plataformas de unos 30 cm.
Recordé la foto de sus imperiales muslos, inevitablemente. Sólo que ahora, con una pierna al lado de la otra, tal como suelen estar a la hora de deambular, el volumen parecía haber desaparecido como por ensalmo. Caminó hacia el lavabo... pues eso... deambulando. ¿Sabéis esas personas que caminan proyectando las manos hacia atrás? Uno acaba temiendo por sus atributos masculinos y una de dos, o enfrentas los peligros del pavimento, o la amenaza del puño anti-escroto. Así caminaba mi chica-promesa.
Volvió transcurridos sus buenos 20 minutos, dando pasitos cortos e inseguros. Le costó descender desde los 30 cm hasta la silla, pero lo consiguió. Yo aproveché para echar una visual sobre el muslamen desaparecido. Confirmé el diagnóstico, no estaban. Me sobresaltó su voz destemplada: "!Tú!". Vi al camarero acercarse tímidamente mientras ella lo miraba como un juez de la Inquisición. El hombre, maduro ya y algo enclenque, soportó en un minuto lo que un boxeador aguanta tras un combate completo. "¡Qué cojones te crees, ¿que vengo a hacerme socia de este chiringuito de mierda?!", tronó en la cara del pobre hombre, para dar por finalizado el asalto.
Debo tener un ángel de la guarda, porque entonces sóno el timbre de mi anticuado móvil. Médicos sin fronteras, qué maravilla... Es fácil dejarlos hablar sin decir una palabra en mucho, pero mucho tiempo. Al cabo de unos minutos ella me miró, francamente mosqueada. "Qué! Vas a hacerme caso o has venido a pedir cita en la Itv?"
"Es mi padre", contesté. "Y qué cojones le pasa?". Dudé un instante y decidí no andarme por las ramas. "Se muere!" "No me jodas!", espetó. "Y de qué?". Esta es la mía, pensé... y lo solté sin demorar ni un segundo. "De lepra".
La miss compuso un gesto de asco insuperable y salió de nuevo trastabillando hacia el baño. No esperé a que regresara. De vuelta en el coche, mientras el paisaje desfilaba mansamente tras el parabrisas, bajé la ventanilla, contemplé los robles a ambos lados de la carretera y me dije: "¡Qué hermosa es la soledad, muchacho!".
Imagen sustraída del despacho de Rajoy. Previo pago al cajero-en-be, claro... buenos son ellos...
Etiquetas:
Humor
31 de marzo de 2016
No sé si puede decirse que los espacios tienen un destino. Tampoco si todas las cosas deban tener una utilidad. Quizás con sólo "ser" debería ser suficiente, quién sabe... Tal vez nos cuesta trabajo entender si las cosas que están, "son", por el mero hecho de estar, o "son" unicamente cuando tienen un fin, o sirven para algo. Sirven, para nosotros, claro, siempre está ahí ese antropocentrismo inevitable, el mundo "creado" para los humanos.
Lo asombroso es el estado nuevo, no querido, de esos espacios que han sido concebidos para ser llenados (de personas) y al final están vacíos. Es ese un estado sobrecogedor, de alguna manera. Es como poner un marco a la ausencia. Más grandioso cuanto más desprovisto de vida.
No se puede decir que haya silencio aquí. De hecho, parece que lo más común en estos ambientes es la presencia del agua. Una especie de eco de carrillón oculto que, en lugar de pregonar las horas, anuncia los segundos. Cada uno de ellos. Rumores a destiempo, de tamaños variables y un algo de ultratumba. Goteras, les llamamos, pero son más que eso. El hecho de ponerle nombres a las cosas puede servir para diferenciarlas. Pero a entender no ayuda.
El aire suena aquí también, como si de las paredes hubieran brotado hojas tiernas. El aire se pasea placidamente por las estancias. Casi se puede decir que curiosea, se deja oir en algún murmullo, cerca de las ventanas, se va, y después vuelve. No sé si ese aire u otro, pero sí... Vuelve.
Aún así, lo más impresionante es la huella de las almas que estaban y no están. Como si hubieran dejado una huella cuya naturaleza nadie sabe identificar bien. La turbadora e incluso inquietante no-presencia. Un cierto aroma que debe recrear la imaginación, porque no queda rastro del olor de las especias en las burbujeantes potas de la cocina. Esa huella se transformó en algo, nadie sabe exactamente en qué.
En el silencio de los cuartos vacíos se sueñan voces del pasado. Sólo pueden soñarse, pero están, eso es lo inexplicable, como si hubieran dejado algo adherido a las puertas, a las baldosas... Donde queda una cama arrasada por la carcoma hay un rumor de sexo tal vez clandestino, rastros de la voluta azul de un cigarrillo que él se echó a la boca después de aquello. Huellas de la respiración en las paredes, vaho de bocas desecado por el calor en los cristales. Surcos de aquellos dedos que componían un corazón después de que la boca exhalara un aliento de amor el tiempo suficiente para que el corazón viviera un par de segundos.
Si se escucha con cierto desprendimiento de uno mismo, como olvidando el cuerpo, se oyen conversaciones intrascendentes, algún grito infantil, el roce del tejido de una falda contra una mesa de billar, el siseo inquietante de una confidencia... Fijándose muy bien hasta se podrían trazar en el aire los rastros de las miradas que se cruzan y se encuentran, o se huyen, o se esconden... Hasta se pueden adivinar las razones de las bocas que no responden a una pregunta hecha en voz muy baja.
Los insectos merodean por los vértices de las puertas y las paredes, todo un ejército disciplinado ordenando la vida bajo las hojas acumuladas en el suelo, amontonadas en ciertos lugares, como por capricho de este espacio anegado de nada.
Uno mira hacia arriba y se pregunta por qué no se ha caído todo, un segundo después de que la última vida abandonara la sacralidad de ese templo sin dioses. ¿Por qué las cosas no se mueren?
Alguien hablaría de un cierto aire fantasmal, especialmente cuando las nubes caen sobre el tejado abierto y de las puertas brotan haces de luz extraña. Las puertas gimen. Uno intenta fijar el origen de cada pequeño chasquido y al instante se da cuenta de que está rodeado de millones de entes, tal vez insignificantes, pero presentes por todas partes. Casi se siente miedo, porque el miedo no es más que el desconocimiento.
Pero no. Apenas se traspasa de nuevo el umbral de la puerta, esta vez para salir, uno se siente reconfortado. Estúpidamente reconfortado. Porque hay que decirlo, ahí adentro la única amenaza proviene de algún resto que pueda desprederse de las paredes. Hay mucho más peligro en el exterior. Y es que los fantasmas de verdad estamos afuera.
26 de octubre de 2015
Pseudo-ensayo y disquisición
Sin ninguna animosidad, pero muy claramente, te lo digo. Escribo para mí, no para ti. No te lo tomes a mal, tampoco sé muy bien por qué lo hago. Probablemente porque quiero demostrar que este mundo podría ser algo menos absurdo, más dulce con los pequeños, más fuerte con los poderosos. Porque me gusta pensar que la dulzura es el arma de los que piensan con el corazón. Créeme, la cabeza está ahí para ponerte por delante de los demás y, sólo a veces, por encima de los demás. O por debajo, que es lo mismo, perdona esta inútil muestra de cinismo.
Todo cambia. Siempre. Siempre y nunca son dos palabras terribles, de un alcance tan pavoroso que de hecho no llegamos a entenderlas. Pero a veces, efectivamente, ocurren. Siempre vas a cambiar, no te engañes. Y pobre de ti si no lo haces, porque entonces será infinitamente peor. Serás reo de ti mismo, tu ser como tu propia cárcel. Huye de eso mientras puedas, amigo ...
Alguien debería colocar esa frase encima de la pizarra del colegio, en medio del altar, en la oficina, en los pasillos de los burdeles, en el refectorio de la cárcel, en los cajeros de los bancos, en el cuarto de baño, ese lugar que nadie podrá evitar jamás. Será por algo. En el ataud no será necesaria, salvo para los vivos. Ponedla pues a la entrada de los tanatorios. Es la única verdad inmutable. Todo cambia. Siempre.
Pero a lo que iba... No intento impresionarte, sólo aliviar esta distancia que produce el hecho de que tú y yo seamos dos extraños. Diferentes, distintos, separados, lejanos por muy cerca que podamos estar. Dos y no uno, aquí sólo sirve la resignación. Sólo invitándote a entrar en lo más íntimo de mí puedo aliviar esa angustia, y he de hacerlo mediante estos signos que te autorizan (es más, ¡te obligan!) a penetrar en el rincón donde habitan...iba a decir mis pensamientos, pero no... Ahí está la cosa, es mucho más. Piénsalo bien, no es tan "normal". Ahora estás dentro de mí, y ya quisieras que fuera sólo sexo. No, amigo, no... no es eso.
Voy a lo importante. Ya que te dejo entrar (o te obligo, de acuerdo...) ten la delicadeza de tomarte el trabajo de saber bien donde estás. Escarba con la vista en los rincones, tómate tiempo. Ya que estás dispensado de la más mínima responsabilidad sobre estas cuatro paredes, qué mejor que escudriñar incluso en los rincones más remotos... Quizás encuentres un tesoro en cada una de las pequeñas cosas. Fíjate bien, tócalo todo, aproxima incluso ese apéndice que te ha crecido sobre la boca, que para algo ha de servir...¡Huele, joder! ¡Huele!
¿Te has fijado alguna vez en lo bien que huele una buena biblioteca? Esa mezcla del polvo inevitable con los líquidos de limpieza es más potente que las drogas, amigo... Pero lo mejor nace dentro, en las líneas donde forman (¡demasiada disciplina!) las letras. Ahí existe algo más que perfume. Es la historia de los hombres, fíjate bien. Últimamente, también la de las mujeres. Ahhhh!... ese es otro olor, ¿te has dado cuenta?
No. Ya sé que no. Por eso me tomo la molestia de decírtelo. No apures la lectura. Lee como las abuelas toman la manzanilla. Por la boca y por la nariz. Lee por la punta de los dedos, como los ciegos. Lee con la lengua y con los genitales, pero sin prisa, porque en cuanto apures el paso dejarás de observar los objetos pequeños, los conceptos pequeños, las dulzuras microscópicas de lo aparentemente insignificante.
Y, ya para acabar, no creas que te lo cuento todo. Si te he dejado entrar en este santuario, no va a ser todo fácil. Practica con humildad y verdadero cariño esta comunión conmigo. Construye aquello que no he explicitado, porque lo he hecho así en la convicción de que ni el mismo Pessoa es tan especial. Cuando lees construyes, es más... lo que lees ya deja de ser mío y es tuyo. Es hermoso. Cada interpretación, una obra nueva, un libro que no se acabará jamás. Y al que nunca han de dar uno de esos premios que alguien (que casi nunca escribe) aprovechará para llenarse el bolsillo y el ego... ¿Se puede pedir más?
Allá tú si decides no aprovechar la oportunidad. Yo te he advertido.
Todo cambia. Siempre. Siempre y nunca son dos palabras terribles, de un alcance tan pavoroso que de hecho no llegamos a entenderlas. Pero a veces, efectivamente, ocurren. Siempre vas a cambiar, no te engañes. Y pobre de ti si no lo haces, porque entonces será infinitamente peor. Serás reo de ti mismo, tu ser como tu propia cárcel. Huye de eso mientras puedas, amigo ...
Alguien debería colocar esa frase encima de la pizarra del colegio, en medio del altar, en la oficina, en los pasillos de los burdeles, en el refectorio de la cárcel, en los cajeros de los bancos, en el cuarto de baño, ese lugar que nadie podrá evitar jamás. Será por algo. En el ataud no será necesaria, salvo para los vivos. Ponedla pues a la entrada de los tanatorios. Es la única verdad inmutable. Todo cambia. Siempre.
Pero a lo que iba... No intento impresionarte, sólo aliviar esta distancia que produce el hecho de que tú y yo seamos dos extraños. Diferentes, distintos, separados, lejanos por muy cerca que podamos estar. Dos y no uno, aquí sólo sirve la resignación. Sólo invitándote a entrar en lo más íntimo de mí puedo aliviar esa angustia, y he de hacerlo mediante estos signos que te autorizan (es más, ¡te obligan!) a penetrar en el rincón donde habitan...iba a decir mis pensamientos, pero no... Ahí está la cosa, es mucho más. Piénsalo bien, no es tan "normal". Ahora estás dentro de mí, y ya quisieras que fuera sólo sexo. No, amigo, no... no es eso.
Voy a lo importante. Ya que te dejo entrar (o te obligo, de acuerdo...) ten la delicadeza de tomarte el trabajo de saber bien donde estás. Escarba con la vista en los rincones, tómate tiempo. Ya que estás dispensado de la más mínima responsabilidad sobre estas cuatro paredes, qué mejor que escudriñar incluso en los rincones más remotos... Quizás encuentres un tesoro en cada una de las pequeñas cosas. Fíjate bien, tócalo todo, aproxima incluso ese apéndice que te ha crecido sobre la boca, que para algo ha de servir...¡Huele, joder! ¡Huele!
¿Te has fijado alguna vez en lo bien que huele una buena biblioteca? Esa mezcla del polvo inevitable con los líquidos de limpieza es más potente que las drogas, amigo... Pero lo mejor nace dentro, en las líneas donde forman (¡demasiada disciplina!) las letras. Ahí existe algo más que perfume. Es la historia de los hombres, fíjate bien. Últimamente, también la de las mujeres. Ahhhh!... ese es otro olor, ¿te has dado cuenta?
No. Ya sé que no. Por eso me tomo la molestia de decírtelo. No apures la lectura. Lee como las abuelas toman la manzanilla. Por la boca y por la nariz. Lee por la punta de los dedos, como los ciegos. Lee con la lengua y con los genitales, pero sin prisa, porque en cuanto apures el paso dejarás de observar los objetos pequeños, los conceptos pequeños, las dulzuras microscópicas de lo aparentemente insignificante.
Y, ya para acabar, no creas que te lo cuento todo. Si te he dejado entrar en este santuario, no va a ser todo fácil. Practica con humildad y verdadero cariño esta comunión conmigo. Construye aquello que no he explicitado, porque lo he hecho así en la convicción de que ni el mismo Pessoa es tan especial. Cuando lees construyes, es más... lo que lees ya deja de ser mío y es tuyo. Es hermoso. Cada interpretación, una obra nueva, un libro que no se acabará jamás. Y al que nunca han de dar uno de esos premios que alguien (que casi nunca escribe) aprovechará para llenarse el bolsillo y el ego... ¿Se puede pedir más?
Allá tú si decides no aprovechar la oportunidad. Yo te he advertido.
6 de octubre de 2015
Mercurio
Llueve ligerito, gotitas menudas y sabias que caen sin hacer ruido, como jugando. El verano tiene ahora un algo de provisional, un eco de timidez en las miradas, esa cierta languidez de las cosas que saben que no vivirán mucho. Es extraño el hecho de que rara vez somos conscientes de habitar un planeta. Esa debe ser la razón de estas nostalgias de la lluvia, del lamento del viento o el bramido incansable del mar. Cómo no iba a estar furioso...
Te eché de menos hoy en mis sueños. Tú eras mi lluvia y mis céfiros y mis albas ansiosas, animales... La que iluminaba el lado oscuro de mi vida oscura y me ofrecía un auto-retrato lleno de colorido cuando el reloj ya va hacia el mediodía y no me acuerdo más de aquello que fue.
Así llovió esta noche, silente y cálido... O será que así lo soñé mientras hurgaba tus rincones en mis sueños turbios, faltos del puro azul que era (¡¡¡y es!!!) tu mirada. Esa debe ser mi penitencia...
A punto de amanecer, no queda ni rastro de esa catarata de minúsculas partículas inocentes, transparentes, livianas, limpias... Y ahora recuerdo que era así como llorabas. Ni un ruidito triste... Sólo un rocío continuo en los ojitos mustios... Ese fue mi pecado.
El sol se precipita y Mercurio se confunde con la luz, que ya vence. Pero cómo brilló mientras llovía...
Te eché de menos hoy en mis sueños. Tú eras mi lluvia y mis céfiros y mis albas ansiosas, animales... La que iluminaba el lado oscuro de mi vida oscura y me ofrecía un auto-retrato lleno de colorido cuando el reloj ya va hacia el mediodía y no me acuerdo más de aquello que fue.
Así llovió esta noche, silente y cálido... O será que así lo soñé mientras hurgaba tus rincones en mis sueños turbios, faltos del puro azul que era (¡¡¡y es!!!) tu mirada. Esa debe ser mi penitencia...
A punto de amanecer, no queda ni rastro de esa catarata de minúsculas partículas inocentes, transparentes, livianas, limpias... Y ahora recuerdo que era así como llorabas. Ni un ruidito triste... Sólo un rocío continuo en los ojitos mustios... Ese fue mi pecado.
El sol se precipita y Mercurio se confunde con la luz, que ya vence. Pero cómo brilló mientras llovía...
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