30 de octubre de 2008

Amapoulas


Un milagre xorde pronto, de súpeto, á beira dun carreiro. Só con ter a afouteza de sair da casa e andar novos ou vellos camiños. De ollar nubes vellas no mesmo ceo de cada día. Un milagre agroma entre as herbas secas polo sol de verán, a carón dun monte de rescoballos das obras onde os humáns acubillan a súa eterna e irremediabel soedade. Unha explosión do cosmos entre as horas de noxo, anguria polos fillos, pánico do futuro, pánico polos cartos, pola pel que se enruga, por pecados presentes e desfeitas pasadas. Cando deixas atrás as verbas fachendosas dese deus preguiceiro, pariches un milagre. Porque un milagre é fillo dunha ollada sincera e non precisa de nada. Só unha pinguiña de atención.

Amapoulas.
Vermellas coma o sangue.

(Un milagro surge pronto, súbitamente, al lado de un sendero. Sólo hay que tener la valentía de salir de casa y andar nuevos o viejos caminos. De mirar nubes viejas en el mismo cielo de cada día. Un milagro brota entre las hierbas secas por el sol del verano, junto a un monte de escombros de las obras donde los humanos cobijan su eterna e irremediable soledad. Una explosión de cosmos entre las horas de hastío, angustia por los hijos, pánico del futuro, pánico por el dinero, por la piel que se arruga, por pecados presentes y derrotas pasadas. Cuando dejas atrás las palabras orgullosas de ese dios perezoso, has parido un milagro. Porque un milagro es hijo de una mirada sincera y no necesita de nada. Sólo una gotita de atención.
Amapolas. Rojas como la sangre.)

21 de octubre de 2008

Viaje a la nada



Por el camino de Penamoura. Me lo dijo como quien arroja un hueso consumido por el sol a un perro famélico, después de tirar la colilla en un charco en la densa oscuridad entre los muros de piedra. Volví a casa con la pena pugnando por correr por las mejillas, contento por no tener que volver a mendigar ante aquel ser repugnante la respuesta que nos sumiría a todos en el lacerante dolor de la certeza, y triste por haber confirmado una ausencia irremediable.

Rodeé el cuartelillo para no tener que soportar los comentarios de aquellos seres incomprensibles, casi desaparecidos bajo el tétrico manto verde y el tricornio. Hay momentos de la historia en que la miseria se viste de una arrogancia que nace del propio autodesprecio, y la inmundicia asoma irremediablemente al rostro de quien se sabe definitivamente siervo y no tiene el valor de quitarse del medio.

El día que me interné por aquel camino me sobrecogió la indefinible maravilla del paisaje. Busqué por los lugares más recónditos hasta que un persistente rastro dulzón me guió hasta lo que quedaba de él, apenas unos restos desencajados entre los muros de un pequeño pilón donde en otro tiempo bebía el ganado. Allí estaban sus botas recias y achatadas en la punta. Las extrañas lazadas de sus cordones, las ropas descompuestas y martirizadas por las heladas y el viento. Restos del cabello pegados a los líquenes del fondo y manchas escarlata sobre el cemento desnudo, oscuras ya, petrificadas. Al menos podríamos enterrarlo allí mismo sin tener que soportar las miradas cínicas y enfermizas de sus verdugos.

Cuando llegué a la carretera volví a ver el árbol al fondo, en el punto más alto, como una corona. Las nubes aliviando el frío con una lluvia apenas perceptible. A lo lejos una cortina de agua más espesa, justo donde la luz, a punto de morir, marcaba el camino del sol en retirada. Entonces me pregunté el por qué de tanta belleza.

Imposible explicarse cómo bajo aquel hermoso escenario, en una tierra que considerábamos nuestra, podía desarrollarse algo tan espantoso. Cómo podía aquel cielo acogedor dar cobijo a tanta impunidad. En qué lugar de aquel espléndido panorama encajaba el macabro cuadro que formaban los asesinos y sus víctimas.

13 de octubre de 2008

Lo tengo todo

No necesito el rumor aparente y vano del tesoro que tantos buscan con tanto tesón, casi furiosamente. Quizás con irme conociendo me baste para llegar feliz al puerto de mis días. No sé por qué se me ha concedido el privilegio de entender que el insignificante brillo de la hierba da calor y paz. Y es suficiente.

Me basta con sentir el frío de estas gotas menudas en la cara y conjurarlo con un gesto de las manos y agradecer después tener dos ojos para presenciar esto tan grande y al tiempo tan poca cosa. Agradecerlo a ningún dios, sino al cálido azar del tiempo, que no requiere de esfuerzos ni planes ni necesita de ningún tipo de protección.

Tan sólo estar aquí y ahora, acompañado del rumor fugaz de los coches que llegan y se alejan sin prestar atención. Y olvidar el paso de las horas mientras las nubes hacen camino incansables, prestándole al día un aroma de luces estremecidas, huidizas, siempre sorprendentes.

Y al entrar en el coche atender a tu voz compañera, protestar para romper el insoportable tufillo de la unanimidad, sortear con sonrisas algún reproche que ya se ha hecho familiar y luego mirarte y sentir que no se necesita nada más para entender el mundo que un poco de paciencia.

Y mirarte otra vez. Mirarte sin descansos, sin café de las doce, sin tentempiés, sin churros, mirarte hasta mañana. Cuando por fin te fijas, te nace una sonrisa iluminada de verde ecuatorial.

Y ya lo tengo todo.

8 de octubre de 2008

Besos de ángel

A punto de meterse en la ducha pensó que estaba muy cansado. Las baldosas transportaron el frío poco a poco a la carne tibia, confirmando aquella sensación de invierno que lo habitaba desde no sabía cuando. Allí estaba su mano, asiendo la cortina absurdamente, preguntando de qué servía todo aquello. El espejo sorprendió su rostro, víctima prematura de las grietas del tiempo. Detenido y casi asombrado miró de frente aquellos ojos fatigados por las despiadadas vigilias.

Apoyado en el lavabo adelantó el rostro hasta el espejo, con calma, aproximándose aún más hasta aquellas pupilas apagadas y confusas. Y preguntó, "¿Qué quieres"?

- ¿Qué has dicho?

No hubo respuesta. La imagen del espejo cocentró toda su atención hasta que nació otra pregunta, ahora en silencio, "¿Quién eres?". Cuando notó la presencia bajo el marco descolorido de la puerta, bajó la vista, avergonzado.

- ¿Se puede sabes qué haces desnudo por la casa adelante? ¿No ves que te puede ver la cría?

Quizás en el kiosko de la esquina deberían vender raciones de fortuna. O participaciones de felicidad futura, garantizada. ¿Cuál era la razón de que aquella criatura que había traído al mundo no le hubiera visto jamás desnudo, siendo en realidad el perfecto fruto de la desnudez?

Se concentró en la expresión severa de ella. En el agudo filo de sus labios rematados por una mueca despectiva. Y en sus ojos de ira envejecida, sobrealimentada... y seguramente justificada. Después, dos palabras sencillas cayeron de su boca sorprendida, produciendo un extraño murmullo entre las sombras matutinas.

- Me voy.

- ¿Te vas?

Poco a poco fue naciendo aquella amarga y demoledora sonrisa, mientras sus ojos lo recorrían sin pestañear causando una sensación parecida a una quemadura.

- ¿Al cielo? ¿A la cantina? A buscar trabajo adivino que no... ¿verdad?

Esta vez no advirtió el aguijón de la culpa en la boca del estómago. En su lugar brotó como una sensación de verano que acaba. Una promesa cierta de incertidumbres que a medida que transcurría el silencio se revelaba como una posibilidad de alivio.

Se irguió y alzó su paupérrima desnudez ante aquel curioso tribunal que lo juzgaba escoba en mano. Avanzó hasta ella y descendió al fondo de sus ojos azules y fríos como un mar del norte. Los pliegues de su piel blanca fueron desapareciendo a medida que la sonrisa moría como contando el tiempo por centésimas, milésimas de segundo, en aquella eternidad de pasillo en penumbras. El asombro nació en su mirada inquieta y la boca se le abrió involuntariamente. Dio un paso hacia atrás mientras la escoba se escurría entre sus manos produciendo un chasquido sordo en el suelo de madera encerada. Siguió retrocediendo hasta que la pared encalada la detuvo.

- Voy a vestirme.

Las maderas crujieron cuando se aproximó al armario oscuro y escogió la camisa que reservaba para las grandes ocasiones. Gritó el cajón de madera mientras extraía una muda limpia y se vestía contemplando como el pasado desfilaba por los cristales de la ventana entreabierta. Recogió la cartera de la mesita de noche, reservándose un par de billetes, dejó el resto bajo el pie de la lámpara y salió. La puerta de la cría permanecía cerrada, vedada como el beso de un ángel, tan próxima como inaccesible.

La cocina estaba limpia y ordenada. Sólo la botella vacía y el vaso permanecían donde habían quedado de madrugada, con aquel rastro violeta sobre la superficie de formica. Aquella huella gritaba una culpa mientras se enfundaba la chaqueta recogida del respaldo de la silla y salía al pasillo caminando como un náufrago.

Dos fotos antiguas colgaban en mitad de la pared mitigando apenas el blanco vacío. Padre y madre, con atuendos austeros y una pregunta dolorosa en la mirada. Las botas devolvían un eco triste de sueños aplazados mientras avanzaba hasta la salida, antes de abrir la puerta de par en par y aspirar todo el aire que le fue posible.

- ¿A dónde vas?

La niebla se le coló por los resquicios de la ropa, a través de los dedos, entre los cabellos, penetró en la boca y salió después envuelta en el vaho del aliento cálido. El pasador de la puerta repitió aquel sonido familiar que dividió al mundo entre hoy y mañana. Algunos le miraban mientras caminaba despacio hacia la estación sin despertar su interés.

Introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta extrayendo aquel cartón diminuto recorrido por letras y cifras negras que le había entregado Mario después de aquella terrible conversación. Era difícil saber por qué no lo había arrojado en cualquier esquina como hacía con todo lo importante. En el recuerdo nació la mirada dolorida y escéptica de aquel hombre bueno, el tímido contacto de su mano en el hombro, el gesto resignado con que le dio la espalda. Y la vergüenza que lo invadía, lacerante, le dio la respuesta.

Mientras esperaba el tren, paralizado en el andén, el mar surgió ante sus ojos. Aquel ser gigantesco que había visto una sola vez, en su lejana infancia, indómito y apacible al mismo tiempo . Poderoso y amable. Desafiante y acogedor. Quizás sólo en su presencia podría llegar a saber que un hombre puede lavar su alma y renovar por fin los propios pasos.

El monstruo de hierro apareció en el horizonte luchando por detener su carrera entre quejas metálicas y una columna de vapor de agua que lo invadía todo. Caminó con una sorprendente determinación hacia la puerta que había quedado justo enfrente, subió, y antes de instalarse miró hacia aquel insignificante lugar lleno de casitas blancas donde la vida parecía haberse parado. Entonces supo que hay más de una vida. Y que un día volvería por el beso de un ángel.


Imagen por cortesía de Marian


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