30 de noviembre de 2009

Such a good time



Estaba allí para tocar el saxo, pero la verdad es que se estaba tocando el sexo. De una forma leve y ocasional al principio, rotunda y recurrentemente después. La sesión estaba resultando extraordinaria hasta el punto de que la música había traspasado las fronteras del pentagrama y hacía mover los cuerpos con una voluptuosidad desatada. Aún así, aquello resultaba excesivo. Llegó un momento en que sus propios compañeros lo miraron de esa manera torva que no necesita de explicaciones, pero el hombre pareció no darse cuenta de lo que ocurría hasta que el contrabajo le largó un puntapié que resultó imposible de disimilar.

Se hizo el silencio. Entonces se acercó al micrófono y con una voz casi inaudible dijo aquello. "So sorry... was having such a good time...". El clarinete se aproximó al micro y tradujo la escueta frase. "Dice que lo estaba pasando tan bien...". Brotó una risa al fondo, y luego otra y otra, hasta que la sala fue una enorme y estruendosa carcajada. Entonces el lascivo indicó el reloj con el índice, lo levantó en el aire y salió zumbando entre las cortinas. El teclista llamó al orden y la formación atacó una "bossa" con un ritmo infernal. La audiencia se integró rápidamente en la vorágine envolvente del compás pero la vuelta del saxo no pasó desapercibida. En la sala estallaron las risas de nuevo atestiguando una complicidad nada disimulada y arreciaron cuando abrió los brazos como lamentándose de su humana condición.

El grupo completó la pieza con total profesionalidad y transcurrieron unos instantes mientras los músicos se miraban entre sí, luego al patio de butacas y finalmente al lúbrico compañero. Súbitamente una pareja se levantó al fondo, empujándose. La muchacha tiraba de su acompañante con tanta energía que terminó por atraer la atención de todo el auditorio. Cuando se percató de su involuntario protagonismo, se llevó a la mano a la boca, y antes de que desaparecieran por la puerta lateral dejó en el aire su vocecita ingenua.


"¿Nos dais cinco minutos?".

La sesión de jazz se convirtió en un desfile intermitente que ahora producía risa también en el escenario, pero no por eso se detuvo.

A la salida, el cartel del grupo se convirtió en punto de cita. Todo el mundo quería asegurarse de saber bien quién era aquella gente. Sólo tres palabras escritas en tinta negra sobre el fondo blanco del papel. Swing Real Shot. La última carcajada la provocó una mujer ya madura que, con una cinta correctora, ocultó la primera letra de la última palabra.

Imagen cabecera: Saxo-sexo de Jon-Juanma Illescas

http://www.artelista.com/obra/3633157119718359-romanticabaladaliquida.html

24 de noviembre de 2009

El nacionalismo de los otros.

Hace unas semanas, en Radio 3, entrevistaron a Carme Riera, que acaba de publicar un libro donde por lo visto pretende poner en solfa una serie de comportamientos del espectro polícito catalán comúnmente conocido como "nacionalista". Parece que no somos sólo los gallegos los que tiramos piedras a nuestro tejado. Ella decía que era muy normal criticar aspectos de las propias sociedades y a mí se me ocurrió que allá en los United Estates, donde vive, no le deben llegar muchas noticias de como andan las cosas por aquí, porque ni que le eligiera las fechas Mayor Oreja, oiga.

Los de Radio 3, que no son tontos, incidieron en una frase que, dentro de ese contexto, resulta llamativa porque ataca a la parte contraria a la que identifica como defensora del nacionalismo español, del que dice, más o menos, "ha llegado a tal grado de prepotencia que no se reconoce a sí mismo". Eso es justo lo que pasa. El airear banderas de 20 por 10, prohibir el uso del resto de las lenguas del estado en el Congreso de los diputados, o pretender que el castellano se enseñe de manera obligatoria en Brasil (¡¡!!) no es nacionalismo. Es patriotismo y se acabó, señoras y señores. En otras palabras, Madrid es la norma y todo lo que ande a su alrededor tendrá que adaptarse a lo que hay, so pena en incurrir en el abyecto delito de nacionalismo. Periférico, como dicen allá, para más inri. Porque el centro está en el medio, es decir en la mitad, que decían los de La Trinca.

La señora Riera, por razones que ella conocerá, pasó tan de puntillas sobre la frase que todo lo que dijo se le quedó allá en Barcino, donde, según ella, no se habla catalán. "Desgraciadamente", dijo. Pero al tiempo se le soltó una risa de esas que cuentan más de lo que al hablante le conviene. No veo yo qué gracia le encontrará al tema ningún catalán o catalana con un mínimo aprecio por su lengua. Para mí que hay gente que termina confundiendo el cosmopolitismo con cosas menos presentables, como le pasó al Joan Manuel, por no hablar del inefable Boadella, criaturita, metido ahora en la defensa del castellano, acosado e indefenso ante toda esta banda de nacionalistas periféricos.

Las cifras tienen la virtud de arrojar luz sobre las cosas sin necesidad de enredarse en esas trifulcas político-filosóficas que casi siempre resultan interminables y siempre le hacen el juego al que tiene la sartén por el mango. Se trata de comparar las realidades linguísticas de Madrid y Barcelona. Esta es la proporción de hablantes de catalán o castellano en el área metropolitana de Barcelona:

Hablantes de catalán: 27%. Hablantes de castellano: 54%.

(Fuente: Encuesta sobre usos linguísticos de la Generalitat: http://www20.gencat.cat/docs/Llengcat/Documents/Dades_territori_poblacio/Altres/Arxius/EULP08_PresentResultats.pdf )

Lejos de lo que pregona la propaganda más o menos rancia de obispos y peperos, esto es lo que ocurre en el mismo centro vital de uno de estos "nacionalismos periféricos" que han acorralado al castellano, según opinan ciertos doctos doctores.

Se me ocurre pensar qué ocurriría si en Madrid las cosas fueran siquiera parecidas. No digamos ya que hubiera más hablantes de una lengua diferente del castellano, que es la lengua propia de Madrid, no. Digamos que las cifras fueran idénticas.

Supuesto teórico:

Madrid. Hablantes de castellano: 54% Hablantes de catalán: 27%

¿Os imaginais que una cuarta parte de los madrileños hablara catalán? Ya no un 54%, no. Dejémoslo en la cuarta parte. ¿Os lo imagináis? Porque yo lo imagino y veo tanques por las calles
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18 de noviembre de 2009

La vida a lo lejos.



El aire gélido de la mañana se colaba por las juntas de los bloques de cemento descabalgados de la estructura acribillada por proyectiles de calibres diferentes. El frío del desierto es un frío atroz, paralizante, una daga que se hace sitio por el más minúsculo de los poros hasta llegar a reinar dentro del cuerpo. Una tiranía imposible de combatir en un país atenazado por la guerra.

Los cuerpos se cobijaban bajo las mantas y los cartones, en posición fetal, dando la impresión de carecer de extremidades, y sólo los mejor adaptados se atrevían a asomar la cabeza cuando, a una cierta hora, alguna mujer entraba dentro del extraño habitáculo para traer algo de fruta, si había suerte. Nunca era suficiente para todos, pero habían conseguido establecer una especie de turno no explícito, según el cual el poco alimento de que se disponía había de llegar a quienes más lo necesitaban.

Karim era muy consciente de que por ser el mayor del grupo siempre se le reservaba la peor parte, pero también sabía que gracias a eso era capaz de buscar salidas en cualquier tipo de situación. Las muchachas dormían apartadas de ellos, siempre vigiladas por algún familiar y prácticamente inaccesibles. Salvo aquellas que habían decidido vivir por su cuenta aceptando las servidumbres que semejante decisión imponía.

Nargis solía tener galletas, y aunque no le gustaba el hecho de que las aceptara de los soldados de la base, no se podía permitir ningún tipo de escrúpulo a la hora de vencer al hambre. Los milicianos se hacían de cuando en cuando con el control de la zona, y entonces era peligroso conservar nada que hiciera pensar en eventuales contactos con los occidentales, pero comer era necesario. Un día vio como ella enterraba las relucientes cubiertas de aquellos paquetitos. Su colorido era como un signo de irrealidad en aquella tierra estéril arrasada por el hambre y las bombas.

Era de noche aún cuando se despertó. El frío parecía haber remitido a causa de una leve capa de nubes que cubría la zona en los últimos días. Cruzó los brazos sobre el pecho y estiró los músculos, levantando la cara como hacía su padre antes de que aquel infierno de fuego terminara con todos en apenas segundos. No dejó que el recuerdo de aquellas dieciséis almas fulminadas por la máquina de matar extranjera ocupara su mente un minuto más. Sólo algunas noches cedía a la melancolía, recordaba las carita risueña de su prima Aila y se preguntaba por qué Alá permitía aquellas cosas.

Escudriñó entre las sombras de la noche ya en fuga, y ascendió hasta la cumbre de la colina para comprobar si había alguna patrulla cerca. Cuando se supo a salvo descendió por el camino hasta divisar a lo lejos el perímetro del campamento de los militares, rodeado de sacos terreros y sofisticadas alambradas fabricadas en Londres. Acurrucado en una pequeña oquedad de la roca, esperó con los dientes castañeteando involuntariamente de vez en cuando. La salida de ella solía coincidir con las risas de los centinelas, que no dejaban de manosearla mientras examinaban el pequeño morral que colgaba del hombro. Le hirvió la sangre la primera vez que lo presenció y desde entonces se limitaba a atender al rumor de los pasos de la joven.

Se había establecido entre los dos una relación extraña. La primera vez que se le plantó en medio del camino, lo miró sin que su reacción pasara de la curiosidad. No tenía miedo de los hombres. Había comprobado que sus duros caparazones no pasaban de ser una apariencia obligada. El chaval se apartó en cuanto echó a andar decidida, sus pechos redondos y jóvenes bailando bajo la chilaba. Lo dejaba ya atrás cuando él pregunto si tenía comida. Entonces extrajo uno de aquellos paquetitos de galletas y hundiendo la uña del pulgar en el envoltorio, separó la mitad y la dejó reposando en la arena aún fría del desierto. Sonrió cuando él, arrodillado en tierra, la miró receloso, concentrándose enseguida en la masticación de aquellas dulces y redondas delicias.

Aquella mañana estaba tardando demasiado y se imaginó lo que estaba pasando. Sus últimas incursiones no habían tenido el fruto apetecido. Ella se escabullía por otros caminos y cuando conseguía sorprenderla, se negaba a darle el alimento. Llevaba una brasa negra en la mirada desde que le había echado en cara sus visitas al campamento extranjero. Eres una puta, le dijo, con los ojos ardiendo. Pero como, le respondió ella y luego sonrió. Y tú comes gracias a mí, pequeño desgraciado. Aquello lo había enfurecido hasta el punto de intentar atacarla. Pero era mayor y muy fuerte. Se deshacía de él sin mayor esfuerzo, dejándolo abandonado en el suelo, con el estómago clamando por una piedad que el orgullo maltratado no podía aceptar.

Corrió silenciosamente en cuanto distinguió su silueta a punto de alcanzar la bifurcación que le permitiría llegar al valle sorteando su escondite. Esta vez no lo iba a consentir. Salió de las sombras por sorpresa. Permanecieron mirándose desafiantes mientras la luz hacía promesas en el horizonte rosado de la aurora. ¿Quieres comer, pequeño testarudo? Extrajo del morral un bote rodeado de papel amarillo donde se representaban las jugosas tajadas del melocotón en almíbar. Ven y come, vamos... Observó cómo se aproximaba, lentamente, admirando el brillo de sus ojos adolescentes. En el último instante ocultó el bote cruzando las manos a la espalda y alzó el pecho, ofreciéndolo ante los ojos del muchacho. Bien, jovencito... quizás tu boca desee algo más que alimentos extranjeros... Él, despreciando el ofrecimiento, intentó arrebatarle el alimento, sin conseguirlo. El orgullo le inundó los ojos de lágrimas y furia. Cada nueva acometida era neutralizada con facilidad, hasta que la rabia dio paso a una tristeza honda y desvalida. Entonces ella lo miró de una forma diferente y de su boca salió un mensaje que contrastaba con la dulzura del tono utilizado. Testarudo y necio muchacho... Contempló unos instantes las lágrimas que surcaban su cara polvorienta. Lentamente, su mano izquierda liberó las pequeñas piezas cerámicas que cerraban la vestimenta que cubría su carne de aceituna ante la mirada atónita de él y cuando el pecho asomó apenas bajo la ropa, se aproximó, acarició el rostro humedecido del chaval y lo atrajo hacia sí. No será mi piel lo que más daño te haga, muchachito estúpido...

El orgullo sucumbió pronto ante el inesperado regalo, brindado ahora al amparo de una mirada dulce y protectora. Atacó ávidamente las dos pequeñas y sonrosadas cumbres, levantando enseguida una protesta. No es así, jovencito. La miró aturdido pero vencido ya por una codicia nunca antes conocida. Ha de hacerse despacio. Y muy suavemente, ¿lo has comprendido? Asintió con la cabeza y volvió a la dulce tarea, más tranquilo, mientras la mano de ella iba por su pelo y emitía de vez en cuando algún leve suspiro. Bien, muchachito.... escuchó su voz, tan distinta ahora a la que conocía. No hay tiempo de más. Sólo quiero que me digas qué alimento prefieres ahora. Y el bote de melocotón apareció ante sus ojos, al lado de los senos desnudos. Sonrió y acarició la curva suave de la piel hasta llegar a la montañita ahora endurecida. Ella soltó una risa suave y tomando su mano depositó en ella el bote de melocotón antes de hacer una breve recomendación. Come despacio. Esta vez contempló el baile de sus caderas al alejarse antes de acometer ansiosamente la tapa de la lata, que se resistió.

Decidió profundizar en aquella búsqueda del cuerpo femenino en otras ocasiones, pero ella siempre llevaba prisa, así que hubo de conformarse con el escaso alimento y alguna rápida caricia que le permitía con una sonrisa en la mirada. Un día no volvió. Los rumores corrieron por los caminos entre las tiendas frágiles y los extraños hogares construidos bajo los escombros hasta que la historia tomó una forma que cambiaba con el curso de los días y los caprichos de quien la contara. Pero todas las versiones coincidían en un punto. La habían matado a cuchillo, con una crueldad terrible. Karim rememoró el odio con que la miraba los primeros días y la rápida evolución de aquel sentimiento hasta llegar a otro que había nacido al calor de su mirada dulce, entre las prisas y los caminos polvorientos que volvían de la base. No lloró, pero la pena llenó un poquito más la sima de dolor que le crecía dentro del pecho.

Abdulláh solía prestarle los prismáticos cuando se detenía en el lugar. Repasaba el horizonte pacientemente, con el kalashnikov apoyado en las rodillas, y sonreía cuando la mirada del chaval se clavaba en los prismáticos. Admiraba unos instantes la codiciosa mirada infantil y se los entregaba, quizás por ver asomar a sus ojos entristecidos la chispita de alegría que las circunstancias le habían negado. Se le abría la boca, asombrada, cuando los pliegues del horizonte reseco aparecían dentro de los dos círculos mágicos y nunca se cansaba de mirar. Deberías regalármelos, le dijo aquel día a Abdulláh, y el miliciano lo miró muy serio, con algo bailándole en las pupilas. Un buen miliciano consigue siempre lo que necesita, contestó.

Estaban en lo alto de una pequeña colina, con la llanura a sus pies, y los perfiles de la base a lo lejos. Lo vio encogerse al oír un rumor allá abajo. El jeep se detuvo y se bajó un uniformado, mirando con aprehensión hacia las alturas unos instantes. Después tomó confianza y se echó el fusil a la espalda. Caminaba deprisa bajando la cremallera del pantalón. Abdulláh señaló en su dirección y habló entre los dientes. ¡Mira! La silueta del soldado apareció dentro de los circulitos mágicos. Llevaba los binoculares colgando del cuello, grandes y brillantes, negros como la noche más oscura. Fíjate bien. Miró al rostro tenso de Abdulláh, contraído en una mueca malévola. Es el asesino de Nargi. Protestó. ¿Cómo lo sabes? El miliciano aproximó su rostro y lo miró como si pudiera verle las entrañas. Sé que no fue él quien empuñó el cuchillo. Pero es responsable. ¿Acaso no lo son todos ellos? La respuesta brotó en el recuerdo del sabor de aquella piel joven y excitante. Después volvió a su mente la imagen de los centinelas manoseándola como si no tuviese alma ni voluntad. Le ardían las entrañas.

El " kalashnikov" apareció ante sus ojos, sostenido por la mano fuerte del miliciano. La venganza y el premio al alcance de la mano. Abdulláh corrigió la postura que adoptó al enfilar el arma contra el objetivo, que se entretenía en recorrer con el chorro de su vejiga la tierra seca y ardiente. Aguanta la respiración y dispara. No se demoró. Sonó un pac extraño y la culata del fusil lo empujó hacia atrás con violencia. El cuerpo del soldado se vino abajo como uno de aquellos títeres que la gente de las ongs utilizaba para arrancarles alguna sonrisa antes de emprender camino en sus grandes coches llenos de banderas. Quedó arrodillado en una postura extraña, con una de las piernas completamente extendida y la otra desaparecida bajo el peso del cuerpo, la cabeza colgando del tronco detenido por una roca puntiaguda, y el pene sobresaliendo absurdamente del pantalón, mojando aún la arena.

Corrió como un zorro hambriento y tomó los binoculares sin mirar al cadáver más de lo inevitable. Abdulláh lo miraba con admiración y un gesto de sorpresa instalado en el rostro cuando volvió. Pero no se entretuvo. ¡Vámonos! Corrieron unos cientos de metros hasta encontrar la moto que el miliciano había ocultado entre unos matorrales espinosos y en apenas segundos estaban lejos del lugar. Desde lo alto del cerro vieron un par de vehículos saliendo de la base. Al llegar a la aldea, paró la moto, y lo despidió con una breve instrucción. Di a mi madre que estoy bien y que rece por todos nosotros. Y reza tú también. La moto levantó una lluvia de arena al alejarse. Emprendió una corta carrera hacia los bloques de hormigón que eran su casa, después de esconder los binoculares bajo las ropas.

En los días y los meses que siguieron nada cambió. Un oficial de la base pasó a hacer preguntas, pero se limitó a recoger la opinión de las mujeres y algún anciano. Allí no había combatientes. Nadie lo molestó y no hubo detenciones. Por las noches tenía una pesadilla recurrente. La que había sido su casa se derrumbaba colapsada por una ola de fuego y humo negro. Al disiparse el humo aparecía el cuerpo sin vida del soldado, con la cabeza colgando y aquella carne blanca y fláccida mojando la arena. Entonces se encogía aún más, tapaba la cabeza con la manta y trataba de imaginarse el mar que ahora podía ver en los días más claros.

Algunos atardeceres conseguía burlar la vigilancia de las mujeres y se apostaba con los binoculares en el mismo lugar desde el que había quitado la vida a aquel hombre. El sol invadía los dos círculos mágicos, vertiendo sobre el reino de arena una túnica enrojecida que poco a poco iba muriendo al otro lado, en los confines del mundo. Allí debía estar la calma. La vida que se mantenía lejana e inalcanzable. El mar y los paquetes de galletas. El paraíso que sólo podía ser soñado y que ahora parecía tan próximo que lo hacía llorar.

12 de noviembre de 2009

Un buen cacharro



Por mucho que la quieras, te agota. Te convierte en un tipo malhumorado, con el nervio a flor de piel y las ganas de cualquier cosa que te puedas imaginar a la altura de las aceras. Barcelona es así en una determinada época. Lo cual no disminuye sus encantos, pero cubre su piel de cosas que no dejan que la veas como te gustaría.

Fue esa la razón que nos llevó hasta la playa. Estábamos por el Poblenou, si mal no recuerdo, y bajando bajando por aquellas "ramblas" nos fue recibiendo una cierta brisilla huida para siempre del resto de la ciudad. La proximidad del mar hizo nacer un alivio ya necesario, y desde entonces el agua se convirtió en una promesa.

Bajando por el caminillo transitado por cientos de hormiguitas humanas nos recibió la bandera. Una bandera arco-iris que debe ser de las más pacíficas que conozco. Mientras la Noieta nos iba poniendo al tanto llegamos a la orilla. Lo primero que llama la atención es la superpoblación del rincón, porque no deja de ser un rincón y pequeño. Después te asalta la novedad de ver tanto pito al aire. También el hecho de que los pitos estén tan morenitos. Así que, finalmente, tanto músculo labrado y tanta intensidad en las miradas de las parejas ya son cosas que pasan a un segundo plano.

La galería de personajes era imposible de abarcar. Pero hay cosas y personas que llaman la atención. Un tipo en la playa con sombrerito es una de ellas. También hay gente a la que no le gusta pasar desapercibida y está en su derecho. El hecho de que no levantara más de metro y medio entre la apolínea muchedumbre ayudaba también a fijar la atención.

Pero fue al aproximarse, en el momento en que el muchacho incició un ligero escorzo a su derecha, desviando la mirada del mar por unos instantes, cuando en medio del agua en calma, las arenas doradas y la abigarrada multitud surgió algo que en una décima de segundo tomó la forma de una luz de ambulancia en medio de un cementerio plagado de mármol. No he visto cosa igual. Lo prometo.

Lo primero que me llamó la atención fue que mirara hacia las arenas de una forma tan clara, tan verticalmente. Tan vertiginosamente. Supongo que es una asociación de ideas. Hay cosas que deben mirar hacia arriba, especialmente cuando alcanzan el tamaño esperado. Esta miraba hacia abajo pero el tamaño no era su problema. "Ya quisiera el reloj de... ". Se me vino a la cabeza sin pedir permiso, acordándome del reloj de pared de alguien de la familia que se quejaba de que aquellos contrapesos no pesaban lo suficiente.

Creo recordar que desvié la mirada porque uno, que es de pueblo, no puede evitar contemplar con más descaro del necesario las cosas que en las ciudades le llaman la atención. Pero el daño estaba hecho. En realidad creo que no lo olvidaré jamás. Es imposible borrar de la memoria a un tipo de metro cincuenta con sombrerito en la playa nudista del Poblenou. Pero la cosa que llevaba entre las piernas convierte la imagen en una escena de película de esas memorables.

Por supuesto que me imaginé como sería aquello en estado de alegría. De lo que pensé después también me acuerdo: "¿Habrá preservativos para los caballos?"

Supongo que será un personaje conocido. Puedo dar fé de que es muy reconocible en función del atuendo o más bien de la falta de atuendo. Si alguien lo conoce, le mando mis saludos en agradecimiento a la sonrisa que en su momento despertó. Lo que más me sorprendió fue que llevara aquello con tanta naturalidad. Y cuando digo "aquello", me refiero a toda su persona, no sean Vds. malpensad@s
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9 de noviembre de 2009

Fuente


No hay quien me quite de la cabeza que las cámaras, a veces, tienen vida propia.
Uno había visto esto, en su momento.
Pero aquel "esto" tiene poco que ver con este "esto".
No sé si me explico...
Es como cuando vas por la vida pensando que ves lo que te interesa y en realidad sólo percibes las cosas secundarias. Ahora creo que se me ha entendido. ;)

4 de noviembre de 2009

El feísmo "gallego"



Por alguna extraña razón, alguien ha decretado que el llamado “feísmo” es algo consustancial con Galicia. Y nos lo hemos creído tan a pies juntillas que disfrutamos extendiendo la idea. A estas alturas creo que somos una de las pocas comunidades en el mundo que disfruta tirando piedras sobre su propio tejado. Aquí reímos los chistes “de gallegos”, votamos a los que nos envenenan los mares, y si alguien tapia la finca con algo mínimamente curioso, corremos a la red a poner un gran letrero que diga “gallego puerco”, no vaya a ser que no se enteren en Camberra.

Instalados ya en la cabalgante diglosia que nos divide la boca en una pura esquizofrenia colectiva, apuramos el cáliz de la enajenación y la extendemos al resto de nuestros espacios vitales. Hemos optado por hacer reír a los turistas, “que son los que nos dan de comer”. Y ya puestos a hacerles reír, terminamos por creernos el guión, sin darnos cuenta de que la cosa iba de broma.

Uno, que de vez en cuando se da una vuelta por el mundo, ha visto cosas feas por todas partes. Cosas feas, absurdas, indignantes y hasta delictivas. Y no hay lugar en el planeta que se salve, a menos que por allí no haya pasado la raza humana.

No hace tanto que se ha retirado del diccionario de la Real Academia Española cierto contenido del término “gallego” que más o menos venía a ser un sinónimo de retrasado mental, más bien sucio y con cara de puerco. No sé si ha sido buena idea. En realidad era el testimonio vivo de cómo desde el poder se estigmatiza todo aquello que ha de permanecer bajo el duro yugo de la dominación. En el presente, esa definición era más un insulto para el agraviante que para el agraviado y tenía la virtud de ser un testigo absolutamente fiable del trato que nos ha dispensado la historia o, más bien, quienes la escriben, en este caso la Real Academia de la Lengua de España.

Probablemente la mecánica de la dominación es tan sencilla como mantener a las almas sumidas en la suprema ignorancia y recordarles frecuentemente su condición. En realidad aquí tenemos los mejores huertos del mundo, los mejores ríos, los mejores montes y desde luego los mejores mejillones. Pero a mi pueblo llegan los mediocres, cuando sobran. Los buenos siguen camino. Esa continua fuga de lo propio, sean los mejillones o la electricidad, es una de las cosas que ha terminado por afianzar una idea profunda y arraigada de abandono.

En realidad, en muchos casos es el orgullo, unido a la falta de recursos, lo que aconseja plantar un somier a la entrada de una finca. Es la conciencia absoluta del desamparo lo que aconseja subsistir por los propios medios olvidándose un poco o un mucho de las apariencias. Y bien mirado, un cierre de hierro forjado es algo terriblemente pretencioso que la naturaleza niega a cada paso. Y aquí de naturaleza sabemos mucho más de lo que se cree.

En cualquier caso, estos somieres que aquí se ven, tienen domicilio social más al este, y poco importa cuál sea el lugar. Lo que tienen en común con los gallegos es el entorno de abandono en que suelen encontrarse. Abandono que la autoridad ha practicado en el pasado y sigue practicando en el presente, allá y aquí.

No es nuestra desidia. Es su infinita avaricia. Ni nuestra incuria. Más bien su falta de humanidad. Y quizá también nuestra pacífica condición. Pero esa sólo es un error en tiempos de guerra. Y de guerra, afortunadamente, entendemos poco.