25 de enero de 2008

El espejo

Mi viejo no me enseñó mucho, pero puso un interés especial en meterme una idea muy simple en la mollera. Uno debe conocer bien sus propios límites. Aquel que los traspasa nunca llega a buen puerto. Eso decía él y eso he aprendido yo. No soy bien parecido. En conjunto creo que tengo una apariencia insignificante pero tampoco vale la pena entrar en detalles. No me gusto.

He aprendido a arreglármelas. No quiero más que eso porque sé que no podría llegar a más. No es que envidie a quienes viven del éxito o como quiera que le llamen a eso. Sencillamente sé que no es lo mío. Quizás por eso nunca me he acercado a las mujeres con la alegría necesaria. Tuve un par de experiencias amorosas siendo más joven pero a estas alturas supongo que sólo necesitaban compañía.

Creo que la conocí a poco de poner la tienda. Entró un día con un tipo alto y moreno. Pidió sal fina, me dedicó una breve sonrisa mientras recogía las vueltas y se fue. No ha cambiado. Siempre lleva esa corta melena que le marca la mandíbula y amenaza con meterle las puntas en los ojos cuando se inclina. Habla moviendo los labios despacio y siempre consigue que mire su boca. Seguramente ya me la sé de memoria. No acostumbro a enrollarme con la clientela, a menos que insistan, que los hay. Quizás por eso volvió a visitarme. Después de un tiempo, llegó a ser casi asidua. Probablemente le soluciono esos pequeños despistes de costumbre, porque nunca compra gran cosa. Un cepillo de dientes. Una cabeza de ajos. Una bombilla. Y siempre deja una sonrisa. En realidad salgo ganando.

Aquel tipo grandote la dejó. Noté que paraba más en casa y compraba más. Un día le dije que tenía ojeras, casi sin darme cuenta. Ya ve, dijo. Pasada una temporada entró un trajeado y preguntó cuando valía una de las rosas que tenía en el jarrón. Le dije que no estaban en venta. Entonces miró hacia fuera con un gesto de duda y la vi allí, esperando. Conseguí que el hombre aceptara la flor como un regalo, por más que insistía en pagar. Luego observé la sonrisa de ella cuando recogió el romántico regalo de manos de aquel personaje que a mi me parecía insulso y algo afectado. ¡Qué bien conocía aquella sonrisa!

Decidí averiguar donde vivía. Fue tan fácil como visitar el portal, siempre abierto, y hacer alguna discreta pregunta a un antiguo cliente ya jubilado. Un día escribí una serie de versos en un papel gris, sin líneas. Lo metí en un sobre y lo envié a su dirección.A veces hago las cosas sin pensar porque es la única manera de vencer la inseguridad.

Después de una temporada volvió a pasar por la tienda. Quería un abrelatas. Que fuera sencillo. Yo siempre tenía cosas sencillas. Pregunté qué tal iba la vida mientras empaquetaba el artilugio sencillo. Bien y usted, respondió, pero su expresión decía otra cosa. Volvía a visitarme con más frecuencia. Me pregunté si leería las pobres letras que me había atrevido a enviarle, casi avergonzado. Había decidido abandonar aquella patética costumbre cuando un día descubrí el color ceniciento del papel en su mano mientras caminaba apresurada. Miraba de cuando en cuando hacia delante para no tropezar. Luego lo guardó en el bolso y siguió su camino con pasos largos y apresurados.
Esa noche mi habitual y fatal tranquilidad se vio turbada por aquel acontecimiento. Nadie lee lo que no quiere leer. Se hace porque gusta o no se hace. Finalmente mi proverbial sensatez me aconsejó no extraer demasiadas conclusiones de aquello. Quizás mis rimas no eran tan anodinas como pensaba o, sencillamente, le gustaba aquel tipo de escritura. Tanto daba. Lo importante era no dejar que aquello se agrandase en mi mente como una esperanza. Sólo sigue tu vida, me dije.
Aquel día entró con un aire casi misterioso. No recuerdo qué pidió. Permanecía como pendiente de algo que yo no deseaba adivinar. Le di lo que quería y me preparé a admirar una vez más su sonrisa de despedida. En lugar de eso, me miró un par de veces, como azorada. Quisiera hacerle una pregunta, dijo. Casi sobresaltado por aquella novedad permanecí atento. ¿Hay algún poeta por el barrio que acostumbre a distribuir su obra gratuitamente o algo así? Supongo que aquí oirá usted de todo..., aclaró. Respondí que no tenía conocimiento de tal cosa. Es que recibo poemas de alguien a quien no conozco, dijo. ¿La molestan?, pregunté. ¡Oh, no! ¡Al contrario!, contestó. Luego se despidió olvidando su sonrisa habitual.

Al llegar a casa repasé uno de aquellos poemas antes de introducirlo en el sobre. No le molestaban..."al contrario"... Recorría el pasillo arriba y abajo, dándole vueltas. Tampoco estaba seguro ni mucho menos de que aquello fuera realmente bueno. A punto de girar para emprender la marcha en la dirección contraria, sorprendí mi propia imagen en el espejo. Aquel tipo con el blanco papel colgando de la mano derecha. Fue como si mi padre me enviara otra de sus regañinas desde el más allá. Aparté la vista y abandoné los versos sobre aquel viejo mueble de la entrada. Creció dentro de mi algo muy parecido a la ira.

Al día siguiente tomé una decisión. Añadí un par de líneas al final, a modo de post data: "Espero no haberla molestado. Este será mi último envío." Eché un somero vistazo a aquellos versos. No entendería una palabra y quizás era lo mejor. Cerré el sobre con una sensación de asfixia y me miré en el espejo antes de salir. A veces me pregunto quién habrá diseñado esa extraña sonrisa mía.

Pasó el tiempo. La vi en la acera de enfrente un día lluvioso, a punto de cerrar. Caminaba con una especie de lasitud que me pareció casi enfermiza. Llevaba un paraguas color café que hacía juego con el tres-cuartos. Cerré y la seguí sin preguntarme por qué lo hacía. La luz exigua de las farolas filtraba una lluvia apacible y cálida. Caminé tras ella por calles solitarias hasta llegar a la plaza. Entró en un café de grandes ventanales y se sentó en una mesa diminuta, cerca del cristal. Me guarecí bajo una marquesina y la vi atender al camarero. Le sirvieron un café. Se quitó el tres cuartos, lo dobló cuidadosamente y lo depositó en la silla de enfrente. Luego abrió el bolso y extrajo aquel montoncito de papel ceniciento. Se recostó en la silla y comenzó a leer mientras removía el café con lentitud. Cuando finalizó la lectura miró hacia fuera, dejó la cucharilla sobre el platillo y bebió a pequeños sorbos. Luego devolvió la taza a su lugar y continuó leyendo.

Terminó el café y se quedó mirando hacia el exterior con los textos en la mano. Decidí acercarme con la misma sensación que debe tener un soldado cuando se lanza a la vorágine de la batalla. Se fijó en mi cuando empezaba a cruzar la calle, con un gesto de sorpresa. Continué caminando sin poderlo remediar. Casi estaba en contacto con el cristal cuando detuve mis pasos. Miré aquel papel de ceniza y luego a ella. Asomó a su expresión una mueca de asombro insuperable. Su mirada cayó dando tumbos, ya sin mirarme, mientras echaba mano al pañuelo o revisaba los bolsillos buscando algún quehacer que la socorriera . Sollocé una sonrisa y el cristal devolvió la imagen desvalida y familiar de uno que no quería ser poeta.
Foto: Retrato de James Edwards. René Magritte

4 comentarios:

Anónimo dijo...

e novamente conseguiches conmoverme. Paréceme un relato xenial. Ten todos os elementos que debe ter, no seu sitio, coas palabras exactas, para espertar as sensacións adecuadas.
Marabilloso final!!! non cabía outro certamente.
Só engadirei que "coñecer os propios límites" significa iso, coñecelos. Ás veces cremos que temos máis límites dos que son. Un poeta non é aquel que namora cos seus versos; é quen nos move a alma coas súas palabras.
NORABOA CONTISTA!!!

PD: recordoume moito aquel outro do quiosco e a quiosqueira... (glups)

Belén dijo...

... Tras merodear la catarsis, me doy una vuelta por el sitio...
Al final de cuentas, vivos o no... ni la muerte ni la vida saben distinguir edades.

Merodeo... y sonrío.

Anónimo dijo...

Me ha encantado¡¡
Sencillamente...precioso
Biquiñossssssssss solete

Puck dijo...

Perdona que interrumpa la calma que aquí reina...

http://www.youtube.com/watch?v=HCxHobqOUOI