21 de febrero de 2011

(Ella y) Genaro



No hablaba mucho. Más bien se limitaba a ser cordial con la mirada, los gestos, las actitudes en general. Tampoco escamoteaba una sonrisa cuando brotaba de forma natural, pero no se sentía obligada a sonreír si no le salía de dentro. Nunca dio explicaciones. No dijo de dónde venía, ni quién era, qué tenía o dónde quería estar ni con quien. Y se acostumbraron a sus largas y silenciosas presencias ante aquella puerta, bajo la arcada que la protegía de la lluvia y los vientos traicioneros de la primavera y el invierno.

Escribía dentro y respiraba afuera. Cocinaba comidas austeras y sencillas que le duraban días y días, y regaba las flores con un cariño especial. Nunca lloraba cuando se le morían, pero antes de sustituirlas por otras les dedicaba una mirada atenta y un pensamiento no necesariamente triste. Aquellas pequeñas ausencias le recordaban otras más lejanas en el tiempo y mucho más dolorosas. Éstas conseguían paralizar sus movimientos relajados entre las matas verdes y luminosas, y la sumían en un mundo de ensoñaciones que finalmente alumbraban una sonrisa interior, no visible. Una llamita que formaba parte del mundo de recuerdos que le daba calor en los inviernos y fuerzas cuando el sol agotaba los miembros. Vivía en la calma lenta y sosegada de quien no espera nada.

Nadie se sorprendió cuando sus estancias bajo aquella luz caliente y amarillenta se fueron espaciando más y más en el tiempo y la soledad se apropió de su antiguo reino. Un día llegó una ambulancia siguiendo el rastro de un coche caro y reluciente del que descendió una pareja que miró con expresión de censura las aceras sucias y los bancos de la Diputación, carcomidos por el sol y las heladas. La sacaron en una camilla y se la llevaron ante la mirada curiosa de Genaro, un viejo jubilado que a veces la ayudaba a podar los rosales. Solía quitarse la boina en presencia de la mujer, y sólo en los últimos tiempos fue capaz de interpretar aquel gesto de tristeza que ella componía al verla girar estúpidamente entre sus manos secas y agrietadas por las heladas y el trabajo. Tampoco hablaba mucho y prescindía de las amabilidades de rigor. Y se enfadaba si las plantas eran regadas más de lo necesario, pero sólo la reconvenía con la mirada y cierto gesto torvo que ella recibía siempre con una sonrisa de esas que tardan un tiempo en morir.

Transcurrieron unas semanas y el coche elegante hizo de nuevo acto de presencia. Bajó un hombre rondando los cincuenta que exhibía una barba bien cuidada y miraba las casas malamente alineadas de la calle principal con signos de nerviosismo. Detrás de él apareció un camión de mudanzas con un grupo de trabajadores que entró en la casa siguiendo sus pasos. Después de darles las instrucciones necesarias, salió de nuevo a la puerta con una bolsa de tela en la mano, y se compuso los cabellos parado bajo la vieja arcada, ensimismado. Una chapa de latón con propaganda de cerveza lo guió hasta la cantina. Allí le dijeron donde vivía el viejo. Genaro tenía ojos de sorpresa cuando se abrió la puerta con el gemido típico de las bisagras viejas. Recogió el paquete con cierta timidez, vislumbrando apenas en el interior los perfiles de las herramientas que ella utilizaba,con sus colores vivos y sus mangos estrechos y pulidos, como de juguete.

Se sorprendió más cuando el hombre extrajo del interior de su abrigo un librito de pastas duras, en las que el color había sucumbido ante el roce inevitable y recurrente de los dedos femeninos. El lazo azul que lo ceñía parecía por alguna razón un sello inexpugnable. Lo miró asustado hasta que el temor se transformó en una sonrisa donde crecía una cierta vergüenza. Yo no sé leer, señor. Cuando lo dijo ya la vergüenza había muerto. Ella me dijo que no importaría, señor Genaro. Inició apenas el gesto de quitarse la boina cuando aquel hombre tomó el camino de vuelta. Y su mano quedó flotando en el aire mientras recordaba la sonrisa de ella, ligera y aterciopelada, hasta que por fin bajó y deshizo con parsimonia el lazo azul. Las páginas estaban repletas de signos de un negro intenso, amplios y encaracolados. Aquí y allá, pétalos de rosas y dalias, con su olor dulzón y su color de fiesta. Escuchó una y otra vez el mensaje de aquellas hojitas muertas antes de quedarse dormido ante los troncos que ardían murmurando aquella cancioncilla que ella solía entonar mientras los dos se afanaban entre toda aquella vida vegetal.



Al día siguiente se presentó en casa de su hermana, muy temprano, y en lugar de dar los buenos días, preguntó sin más por su sobrina. ¿Dónde está Sole? Su hermana le dijo que tenía clases esa mañana porque uno de sus compañeros en la escuela había caído enfermo. Genaro dio un par de vueltas por la habitación, inquieto, mientras la mujer lo miraba extrañada. Le dices que tengo que aprender a leer. Lo dijo y se marchó por donde había venido, pero a punto de cerrar la puerta hizo una aclaración. Hoy, mejor que mañana. Y sus pasos se perdieron entre el polvo del camino mientras su asombrada hermana miraba las paredes, una tras otra, como quien busca explicación a las tormentas.


Imagen: Campesino, de Ortega Muñoz

1 de febrero de 2011

El espejo



El mundo se acaba en una hora, cuando doblas la esquina y el aire frío detiene el curso apenas intuido de la no-consciencia. El mundo se acabó ya muchas veces, de forma irremediable, definitiva, para otros que no son tú ni pueden serlo. Quizás se acabó para ti antes de saber que estabas en el mundo, aquel día que tan conscientemente reconociste que el muro que tenías delante era infranqueable por la sencilla razón de que no tenías fuerzas para saltar al otro lado. Y muchas menos para saber lo que había al otro lado, lejos de la confortable cotidianeidad de tu celda conocida, tu isla fortaleza, tu prisión protectora.

Y pasó el fin del mundo y volviste a la vida un día en que las horas pasaban inocuamente ante las inmóviles cortines de una ventana por la que se colaba un horizonte grabado en una zona concreta y precisa del cerebro, un óleo familiar cononado por el monte de las tres victorias. Reposaron las horas lentamente, mientras los recuerdos se abrazaban y se miraban a los ojos como los viejos prisioneros que ven la libertad cuando ya es más un riesgo que una liberación. La mayoría murieron despúes del abrazo, cuando el aire movió tímidamente el aura pesado de la inmovilidad, la textura más liviana del pensamiento, y la mirada descubrió en la cima del monte la clave del asombro. No todo ha terminado. ¿Habrá más de una vida? Quizás, pero aquí mismo.

Es aquí, entre esta confusión infinita, donde hemos de celebrar lo poco que tenemos. Después de conocer que apenas somos nada. Suspiros acodados en los mostradores de los bares mientras Saturno surca la tiniebla a una velocidad incomprensible dentro de un universo que no nos presta ni la más mínima atención. El caucho arrastra la huella pegajosa de los restos de cerveza y al mismo tiempo el gas libra batallas gigantescas en la entraña de Júpiter. O acaso en otro tiempo que no es nuestro y nada importa. Tendríamos un ataque invencible de pánico si fuéramos conscientes del aterrador tamaño de la tiniebla que nos envuelva por todas partes. Ahí afuera y aquí, dentro de ese otro universo que nos resulta aún más desconocido. Más extraño y más cerca. El agujero negro del espejo.