30 de septiembre de 2008

Vida sana


No sabría decir por qué lo hice. No soy dado a los cambios, pero afortunadamente los cambios ocurren con o sin permiso. A veces de las formas más inexplicables. En aquel momento me dedicaba a arreglar el mundo, o eso creía yo, criaturita... Y debió ser que una labor tan seria y trascendente termina por levantar protestas en algún compartimento del cerebro, como exigiendo algún tipo de desahogo. Digo yo.

Quizás por influjo de "Integral", revista por lo demás recomendable, cayó en mis manos un librito de una francesa que hablaba de la buena vida. Aproveché lo que me pareció sensato, que era poco. Y de la noche a la mañana me apunté a la vida sana. Hay cosas que sólo se pueden hacer así. Hay que explicar que los bares y estancos del pueblo deben una importante parte de su buena marcha a mi existencia. Digamos esto sólo para ilustrar lo radical del cambio, que no para presumir de viciosa condición, y sin entrar en enojosos detalles.

No recuerdo haber acusado especialmente la retirada de la brutal dosis de nicotina y demás nutrientes aportados por las docenas de cajetillas de tabaco que consumía cada semana. A las que había que sumar la triple ración que solía administrarme durante el "finde", en los templos de baile de la época. Si acaso eché un poquito de menos el sabor especial del cigarrillo que, ya en la cama, daba paso al sueño o anunciaba la inminencia del desayuno. A eso he llegado, sí.

La esplendorosa gama de sustancias más o menos etílicas que dividían el día en tiempo de vino, de orujo, vino de nuevo, cubatas y espuelitas de licor-cafeses, quedó reducida al agua. Recuerdo que un día pensé lo mentirosa que era aquella gente que decía que comer con agua era perjudicial. Mucho tuvieron que echarme de menos aquellos vasos altos y cilíndricos en los que me cepillaba los restos de las existencias de las juergas colectivas, al calorcito de aquel fantástico "Abraxas" de Carlitos Santana. Como las cartas. Al abrigo de los tutes y los subastados creció la fama de un sinfín de licores de esos que ahora se llaman artesanales, muy apreciados incluso en ambientes virtuales. (Yo sé lo que me digo...).

Mi pobre madre asistió apenada a la visión de mis platos a la hora de comer, con la ración reducida a un par de cucharaditas que darían pena a uno de esos médicos sin fronteras. Dejé de cenar en su presencia porque pensé que aquello la llevaría a la tumba. En un sitio donde aún se decía aquello de "Que Deus cho pague cunha muller que non che colla na cama" (1) se puede comprender el disgusto de mi progenitora.

Los resultados físicos fueron obvios transcurridas un par de semanas y aún antes. La piel se pegó a los huesos y a los músculos allí donde los había, y la barriga sencillamente desapareció, al extremo de que si la metía hacia adentro era fácil notar las agudas aristas de la columna vertebral, pero por delante. Decir que me convertí en algo ligero es explicarlo de forma muy precaria. En realidad flotaba en un elemento desconocido, dócil y etéreo y me resultaba imposible dejar de experimentar aquella maravilla física a todas horas, de manera que me convertí en alguien que corría todo el rato. Aquello reforzó aún más la sensación de liviandad, ya que tal actividad me había estado completamente vedada hasta entonces. El drástico cambio llegó a tal extremo que únicamente después de vivirlo se puede llegar a creer. Aquel tipo que se pasaba los inviernos con la cabeza desaparecida dentro del anorak azul "proleta", hizo de la ducha fría una religión. "¡Vivifica!", me decía cuando el chorro de agua helada batía violento contra la piel caliente luego de hacer siete u ocho kilómetros a la carrera, lo cual siempre había estado reservado "pa los pringaos".

Probablemente fue el brutal contraste con mi antigua etílico-nicotínica normalidad lo que puso en solfa las bondades de la milagrosa transformación. El haber llegado a tal estado de bienestar físico llevó mis neuronas a una especie de beatitud mental que pronto derivó en la necesidad de predicar la buena nueva. Un amigo mío llamó a aquello "el entusiasmo del converso", supongo que parafraseando a algún sociologo.
Me convertí en un coñazo. Entraba en las bares donde había vivido hasta entonces y pedía un agua. Y el barman, siempre un buen amigo, no sabía si llamar al médico. En cuanto comenzaba a explayarme sobre mi angelical estado empezaba a mascarse la tensión. Quien más quien menos miraba para las telarañas de las esquinas y a más de uno se le atragantaba la risa en cuanto encontraba alguna mirada cómplice, es decir, todas las miradas. Ya cuando repetía por vigésima vez aquello de "¡qué bien me encuentro!" la peña cambiaba de bar sin previo aviso, siempre coincidiendo con alguno de los momentos en que me veía obligado a aliviarme del agua mineral.

Tardé en curar de mi ataque de salud. Justo a tiempo de no verme condenado al ostracismo. A base de algún vinillo vespertino fui recuperando la senda de los entrañables recuerdos del "gin-tonic". Suerte que ya la edad fue poniendo las cosas en su punto, no sé si justo o aproximado, de modo que los viciosos placeres se redujeron al límite de lo soportable por los castigados órganos y al fin y a la postre sigo tomándome mis vinitos y mis cañas. Ahora me ha dado por mezclarlos con algo que no puedo mencionar porque os descojonaríais de mí sin miramientos, pero mira... He decidido que si a mí me gusta ya pueden llover billetes que tanto me da.

El dejar atrás el tabaco ha costado mucho más. No sé cuantas marcas habré fumado pero son muchas: Celtas, Ducados, Jean, Record, 46, Marlboro, Luckystrike, Habanos, ... y luego todos los Light correspondientes hasta que ya recalé en aquel Nobel que era una pura rendición. He tenido que ir sembrando los techos de los armarios de cajetillas abandonadas, pero a día de hoy no siento la más leve tentación de volver a libar del humo azulado. Sólo mola en las tomas nocturnas de las pelis, pero ya no pico.

¿La conclusión? No sé... Quizás que hay que tomarse las cosas con calma, pero también hay que estar siempre atento a las señales y abierto a los cambios. Y que la vida tiene un ritmo preciso y natural que va del día a la noche, y eso debe ser por algo. No puedes ver un amanecer si te acuestas entre vahos etílicos a las tantas. Y eso es perderse mucho más de lo que parece. Y la lucidez es algo que seguramente sólo se aprecia cuando se pierde, como muchas de las cosas más valiosas que tenemos.

Mi enhorabuena a quienes decidáis seguir ese camino, en la esperanza de que seáis mucho más coherentes que yo. Y menos coñazos.

(1) "Dios te lo pague con una mujer que no te quepa en la cama". Curiosa sentencia que debe tener que ver con aquello que llamaron "los tiempos del hambre".

Imagen por cortesía de Marian.

Un recuerdo

Se diría que esta lámpara ha sido testigo de nada. Apenas unas presencias en un bar modesto de algún pueblo de la Galicia interior, un día cualquiera cuando el calor es una promesa en la mañana y aún soportable cuando el sol ha llegado a lo más alto. Ha entrado una pareja y ha pedido de comer. Después un grupo de jóvenes.

Ellos han alzado la voz sin contemplaciones, han reído y hablado lo suficiente como para prohibir durante unas horas el silencio. La pareja ha conversado en voz baja, repasado con la vista las maderas recias y oscuras y observado con un asomo de censura en la mirada las demostraciones de una de las jóvenes, mientras ésta golpeaba la mesa con las manos haciendo patentes los efectos del alcohol.

Ha cesado repentinamente en sus demostraciones. De hecho ha permanecido en silencio hasta que han abandonado el comedor. Apenas se ha permitido un escueto "disculpen" cuando ha pasado al lado de la pareja. Una rubia bien vestida y de voz chillona que se ha incorporado al grupo más tarde ha acaparado de forma definitiva el espacio que ella ocupaba hasta ese momento. Una reina destronada cuya historia no conoceremos.

La pareja ha abandonado el local poco después. Han estado un rato esparciendo los ecos de su conversación en voz baja. Parecían disfrutar de una felicidad humilde, basada en las miradas, las sonrisas y el tacto de las manos, que han concretado en más de una ocasión. El reducido recinto ha agradecido la restauración del silencio de sus voces bajas y reposadas.

Nada de eso quedará aquí. Pero yo, el tipo de la cámara, he decidido quedarme con un recuerdo. E interpretado como una señal el hecho de que esta lámpara está justo a la altura de la vista. Rodeada de tonos imprevistos y accesible como una cereza en un camino absolutamente abandonado.

24 de septiembre de 2008

Magnitudes



Quizás podríamos ver el mundo, las cosas, en magnitudes diferentes.
Quizás.

Podríamos pensar que el enorme Júpiter puede ser contemplado como un simple átomo si nos alejamos los suficiente. Puede que esas partículas que desde aquí consideramos insignificantes encierren otro universo.
Infinito, inacabable.
No sé si incomprensible.

Esto que ahora vemos forma parte de otra cosa, pero no debe revelarse. Porque lo mataríamos al diluirlo en esa otra presencia. Puede que incluso fuéramos incapaces de verlo.

12 de septiembre de 2008

Expresividad


María es una amiga mía, catalana en ejercicio, a quien considero un prodigio de expresividad, en más de un sentido. Aunque tiene sus momentos, como se puede deducir del texto, suele ir dejándolo todo regado de sonrisas.

Un placer conocerte.