24 de diciembre de 2009

Se lo pasen Vds. bien... si quieren.

Dejo aquí esta alegría caboverdiana a modo de saludo navideño para quienes pasáis por aquí. Porque la alegría no es poca cosa. Bicos, muxus, petons, besos y apapachos.

¡Nos vemos!

14 de diciembre de 2009

Doña



Un día me tomarán por loco. Y no me importará porque no sé si acabo de reconocer eso que llaman cordura. De hecho espero que lo que tengo de chalao sea más importante y hasta el momento así se ha revelado. Es lo que hace que me nazcan las sonrisas. También lo que me permite ver algó más allá de la pituitaria. Es muy de agradecer.

Permanecer cuatro o cinco minutos, o seis o siete, encaramado en lo anto de un poste acechando a un pacífico bicho ayuda a que te tomen por chalao. Y el pacífico bicho debe pensar algo parecido porque le asoma una expresión burlona nada disimulada. Este tio está como una regadera. Sí, doña, pero usted no se me escapa. Hay que ver lo raro que son estos humanos. Lo que usted diga, pero siga avanzando porfis. Tranquilamente, no hay prisa.

Un eco de pasos a la espalda. Inmovilidad total. Se alejan. Aparece un insecto deambulando estúpidamente por los alrededores de la grieta donde se oculta el saurio. A dónde vas, alma cándida... Confirmado: las lagartijas comen insectos. No los degustan. Se los tragan y luego se relamen concienzudamente, lascivamente casi. Y se quedan tan contentas que se olvidan del humano que acecha en el exterior. Clic. (metallic ;)). Te pillé.

No es fácil captar toda esa hermosa perfección de la piel con el macro porque la profundidad de campo es mínima y el menor movimiento arruina la toma irremediablemente. Pero ha habido suerte. Se la ve espléndida, hermosa. El resultado de millones de años de evolución a unos centímetros, perfecto, complejo, lleno de matices, inimitable.

Muchas gracias, doña. Y buen provecho.

11 de diciembre de 2009

Sueños


Lémbra-me um sonho lindo, quase acabado
lembra-me un ceo aberto, outro fechado
estála-me a veia em sangue estrangulada
estoira no peito un grito á desfilada...

Fausto Bordalo Dias


10 de diciembre de 2009

Inocencia



La
inocencia
puede
resultar
verdaderamente
escalofriante.

30 de noviembre de 2009

Such a good time



Estaba allí para tocar el saxo, pero la verdad es que se estaba tocando el sexo. De una forma leve y ocasional al principio, rotunda y recurrentemente después. La sesión estaba resultando extraordinaria hasta el punto de que la música había traspasado las fronteras del pentagrama y hacía mover los cuerpos con una voluptuosidad desatada. Aún así, aquello resultaba excesivo. Llegó un momento en que sus propios compañeros lo miraron de esa manera torva que no necesita de explicaciones, pero el hombre pareció no darse cuenta de lo que ocurría hasta que el contrabajo le largó un puntapié que resultó imposible de disimilar.

Se hizo el silencio. Entonces se acercó al micrófono y con una voz casi inaudible dijo aquello. "So sorry... was having such a good time...". El clarinete se aproximó al micro y tradujo la escueta frase. "Dice que lo estaba pasando tan bien...". Brotó una risa al fondo, y luego otra y otra, hasta que la sala fue una enorme y estruendosa carcajada. Entonces el lascivo indicó el reloj con el índice, lo levantó en el aire y salió zumbando entre las cortinas. El teclista llamó al orden y la formación atacó una "bossa" con un ritmo infernal. La audiencia se integró rápidamente en la vorágine envolvente del compás pero la vuelta del saxo no pasó desapercibida. En la sala estallaron las risas de nuevo atestiguando una complicidad nada disimulada y arreciaron cuando abrió los brazos como lamentándose de su humana condición.

El grupo completó la pieza con total profesionalidad y transcurrieron unos instantes mientras los músicos se miraban entre sí, luego al patio de butacas y finalmente al lúbrico compañero. Súbitamente una pareja se levantó al fondo, empujándose. La muchacha tiraba de su acompañante con tanta energía que terminó por atraer la atención de todo el auditorio. Cuando se percató de su involuntario protagonismo, se llevó a la mano a la boca, y antes de que desaparecieran por la puerta lateral dejó en el aire su vocecita ingenua.


"¿Nos dais cinco minutos?".

La sesión de jazz se convirtió en un desfile intermitente que ahora producía risa también en el escenario, pero no por eso se detuvo.

A la salida, el cartel del grupo se convirtió en punto de cita. Todo el mundo quería asegurarse de saber bien quién era aquella gente. Sólo tres palabras escritas en tinta negra sobre el fondo blanco del papel. Swing Real Shot. La última carcajada la provocó una mujer ya madura que, con una cinta correctora, ocultó la primera letra de la última palabra.

Imagen cabecera: Saxo-sexo de Jon-Juanma Illescas

http://www.artelista.com/obra/3633157119718359-romanticabaladaliquida.html

24 de noviembre de 2009

El nacionalismo de los otros.

Hace unas semanas, en Radio 3, entrevistaron a Carme Riera, que acaba de publicar un libro donde por lo visto pretende poner en solfa una serie de comportamientos del espectro polícito catalán comúnmente conocido como "nacionalista". Parece que no somos sólo los gallegos los que tiramos piedras a nuestro tejado. Ella decía que era muy normal criticar aspectos de las propias sociedades y a mí se me ocurrió que allá en los United Estates, donde vive, no le deben llegar muchas noticias de como andan las cosas por aquí, porque ni que le eligiera las fechas Mayor Oreja, oiga.

Los de Radio 3, que no son tontos, incidieron en una frase que, dentro de ese contexto, resulta llamativa porque ataca a la parte contraria a la que identifica como defensora del nacionalismo español, del que dice, más o menos, "ha llegado a tal grado de prepotencia que no se reconoce a sí mismo". Eso es justo lo que pasa. El airear banderas de 20 por 10, prohibir el uso del resto de las lenguas del estado en el Congreso de los diputados, o pretender que el castellano se enseñe de manera obligatoria en Brasil (¡¡!!) no es nacionalismo. Es patriotismo y se acabó, señoras y señores. En otras palabras, Madrid es la norma y todo lo que ande a su alrededor tendrá que adaptarse a lo que hay, so pena en incurrir en el abyecto delito de nacionalismo. Periférico, como dicen allá, para más inri. Porque el centro está en el medio, es decir en la mitad, que decían los de La Trinca.

La señora Riera, por razones que ella conocerá, pasó tan de puntillas sobre la frase que todo lo que dijo se le quedó allá en Barcino, donde, según ella, no se habla catalán. "Desgraciadamente", dijo. Pero al tiempo se le soltó una risa de esas que cuentan más de lo que al hablante le conviene. No veo yo qué gracia le encontrará al tema ningún catalán o catalana con un mínimo aprecio por su lengua. Para mí que hay gente que termina confundiendo el cosmopolitismo con cosas menos presentables, como le pasó al Joan Manuel, por no hablar del inefable Boadella, criaturita, metido ahora en la defensa del castellano, acosado e indefenso ante toda esta banda de nacionalistas periféricos.

Las cifras tienen la virtud de arrojar luz sobre las cosas sin necesidad de enredarse en esas trifulcas político-filosóficas que casi siempre resultan interminables y siempre le hacen el juego al que tiene la sartén por el mango. Se trata de comparar las realidades linguísticas de Madrid y Barcelona. Esta es la proporción de hablantes de catalán o castellano en el área metropolitana de Barcelona:

Hablantes de catalán: 27%. Hablantes de castellano: 54%.

(Fuente: Encuesta sobre usos linguísticos de la Generalitat: http://www20.gencat.cat/docs/Llengcat/Documents/Dades_territori_poblacio/Altres/Arxius/EULP08_PresentResultats.pdf )

Lejos de lo que pregona la propaganda más o menos rancia de obispos y peperos, esto es lo que ocurre en el mismo centro vital de uno de estos "nacionalismos periféricos" que han acorralado al castellano, según opinan ciertos doctos doctores.

Se me ocurre pensar qué ocurriría si en Madrid las cosas fueran siquiera parecidas. No digamos ya que hubiera más hablantes de una lengua diferente del castellano, que es la lengua propia de Madrid, no. Digamos que las cifras fueran idénticas.

Supuesto teórico:

Madrid. Hablantes de castellano: 54% Hablantes de catalán: 27%

¿Os imaginais que una cuarta parte de los madrileños hablara catalán? Ya no un 54%, no. Dejémoslo en la cuarta parte. ¿Os lo imagináis? Porque yo lo imagino y veo tanques por las calles
.

18 de noviembre de 2009

La vida a lo lejos.



El aire gélido de la mañana se colaba por las juntas de los bloques de cemento descabalgados de la estructura acribillada por proyectiles de calibres diferentes. El frío del desierto es un frío atroz, paralizante, una daga que se hace sitio por el más minúsculo de los poros hasta llegar a reinar dentro del cuerpo. Una tiranía imposible de combatir en un país atenazado por la guerra.

Los cuerpos se cobijaban bajo las mantas y los cartones, en posición fetal, dando la impresión de carecer de extremidades, y sólo los mejor adaptados se atrevían a asomar la cabeza cuando, a una cierta hora, alguna mujer entraba dentro del extraño habitáculo para traer algo de fruta, si había suerte. Nunca era suficiente para todos, pero habían conseguido establecer una especie de turno no explícito, según el cual el poco alimento de que se disponía había de llegar a quienes más lo necesitaban.

Karim era muy consciente de que por ser el mayor del grupo siempre se le reservaba la peor parte, pero también sabía que gracias a eso era capaz de buscar salidas en cualquier tipo de situación. Las muchachas dormían apartadas de ellos, siempre vigiladas por algún familiar y prácticamente inaccesibles. Salvo aquellas que habían decidido vivir por su cuenta aceptando las servidumbres que semejante decisión imponía.

Nargis solía tener galletas, y aunque no le gustaba el hecho de que las aceptara de los soldados de la base, no se podía permitir ningún tipo de escrúpulo a la hora de vencer al hambre. Los milicianos se hacían de cuando en cuando con el control de la zona, y entonces era peligroso conservar nada que hiciera pensar en eventuales contactos con los occidentales, pero comer era necesario. Un día vio como ella enterraba las relucientes cubiertas de aquellos paquetitos. Su colorido era como un signo de irrealidad en aquella tierra estéril arrasada por el hambre y las bombas.

Era de noche aún cuando se despertó. El frío parecía haber remitido a causa de una leve capa de nubes que cubría la zona en los últimos días. Cruzó los brazos sobre el pecho y estiró los músculos, levantando la cara como hacía su padre antes de que aquel infierno de fuego terminara con todos en apenas segundos. No dejó que el recuerdo de aquellas dieciséis almas fulminadas por la máquina de matar extranjera ocupara su mente un minuto más. Sólo algunas noches cedía a la melancolía, recordaba las carita risueña de su prima Aila y se preguntaba por qué Alá permitía aquellas cosas.

Escudriñó entre las sombras de la noche ya en fuga, y ascendió hasta la cumbre de la colina para comprobar si había alguna patrulla cerca. Cuando se supo a salvo descendió por el camino hasta divisar a lo lejos el perímetro del campamento de los militares, rodeado de sacos terreros y sofisticadas alambradas fabricadas en Londres. Acurrucado en una pequeña oquedad de la roca, esperó con los dientes castañeteando involuntariamente de vez en cuando. La salida de ella solía coincidir con las risas de los centinelas, que no dejaban de manosearla mientras examinaban el pequeño morral que colgaba del hombro. Le hirvió la sangre la primera vez que lo presenció y desde entonces se limitaba a atender al rumor de los pasos de la joven.

Se había establecido entre los dos una relación extraña. La primera vez que se le plantó en medio del camino, lo miró sin que su reacción pasara de la curiosidad. No tenía miedo de los hombres. Había comprobado que sus duros caparazones no pasaban de ser una apariencia obligada. El chaval se apartó en cuanto echó a andar decidida, sus pechos redondos y jóvenes bailando bajo la chilaba. Lo dejaba ya atrás cuando él pregunto si tenía comida. Entonces extrajo uno de aquellos paquetitos de galletas y hundiendo la uña del pulgar en el envoltorio, separó la mitad y la dejó reposando en la arena aún fría del desierto. Sonrió cuando él, arrodillado en tierra, la miró receloso, concentrándose enseguida en la masticación de aquellas dulces y redondas delicias.

Aquella mañana estaba tardando demasiado y se imaginó lo que estaba pasando. Sus últimas incursiones no habían tenido el fruto apetecido. Ella se escabullía por otros caminos y cuando conseguía sorprenderla, se negaba a darle el alimento. Llevaba una brasa negra en la mirada desde que le había echado en cara sus visitas al campamento extranjero. Eres una puta, le dijo, con los ojos ardiendo. Pero como, le respondió ella y luego sonrió. Y tú comes gracias a mí, pequeño desgraciado. Aquello lo había enfurecido hasta el punto de intentar atacarla. Pero era mayor y muy fuerte. Se deshacía de él sin mayor esfuerzo, dejándolo abandonado en el suelo, con el estómago clamando por una piedad que el orgullo maltratado no podía aceptar.

Corrió silenciosamente en cuanto distinguió su silueta a punto de alcanzar la bifurcación que le permitiría llegar al valle sorteando su escondite. Esta vez no lo iba a consentir. Salió de las sombras por sorpresa. Permanecieron mirándose desafiantes mientras la luz hacía promesas en el horizonte rosado de la aurora. ¿Quieres comer, pequeño testarudo? Extrajo del morral un bote rodeado de papel amarillo donde se representaban las jugosas tajadas del melocotón en almíbar. Ven y come, vamos... Observó cómo se aproximaba, lentamente, admirando el brillo de sus ojos adolescentes. En el último instante ocultó el bote cruzando las manos a la espalda y alzó el pecho, ofreciéndolo ante los ojos del muchacho. Bien, jovencito... quizás tu boca desee algo más que alimentos extranjeros... Él, despreciando el ofrecimiento, intentó arrebatarle el alimento, sin conseguirlo. El orgullo le inundó los ojos de lágrimas y furia. Cada nueva acometida era neutralizada con facilidad, hasta que la rabia dio paso a una tristeza honda y desvalida. Entonces ella lo miró de una forma diferente y de su boca salió un mensaje que contrastaba con la dulzura del tono utilizado. Testarudo y necio muchacho... Contempló unos instantes las lágrimas que surcaban su cara polvorienta. Lentamente, su mano izquierda liberó las pequeñas piezas cerámicas que cerraban la vestimenta que cubría su carne de aceituna ante la mirada atónita de él y cuando el pecho asomó apenas bajo la ropa, se aproximó, acarició el rostro humedecido del chaval y lo atrajo hacia sí. No será mi piel lo que más daño te haga, muchachito estúpido...

El orgullo sucumbió pronto ante el inesperado regalo, brindado ahora al amparo de una mirada dulce y protectora. Atacó ávidamente las dos pequeñas y sonrosadas cumbres, levantando enseguida una protesta. No es así, jovencito. La miró aturdido pero vencido ya por una codicia nunca antes conocida. Ha de hacerse despacio. Y muy suavemente, ¿lo has comprendido? Asintió con la cabeza y volvió a la dulce tarea, más tranquilo, mientras la mano de ella iba por su pelo y emitía de vez en cuando algún leve suspiro. Bien, muchachito.... escuchó su voz, tan distinta ahora a la que conocía. No hay tiempo de más. Sólo quiero que me digas qué alimento prefieres ahora. Y el bote de melocotón apareció ante sus ojos, al lado de los senos desnudos. Sonrió y acarició la curva suave de la piel hasta llegar a la montañita ahora endurecida. Ella soltó una risa suave y tomando su mano depositó en ella el bote de melocotón antes de hacer una breve recomendación. Come despacio. Esta vez contempló el baile de sus caderas al alejarse antes de acometer ansiosamente la tapa de la lata, que se resistió.

Decidió profundizar en aquella búsqueda del cuerpo femenino en otras ocasiones, pero ella siempre llevaba prisa, así que hubo de conformarse con el escaso alimento y alguna rápida caricia que le permitía con una sonrisa en la mirada. Un día no volvió. Los rumores corrieron por los caminos entre las tiendas frágiles y los extraños hogares construidos bajo los escombros hasta que la historia tomó una forma que cambiaba con el curso de los días y los caprichos de quien la contara. Pero todas las versiones coincidían en un punto. La habían matado a cuchillo, con una crueldad terrible. Karim rememoró el odio con que la miraba los primeros días y la rápida evolución de aquel sentimiento hasta llegar a otro que había nacido al calor de su mirada dulce, entre las prisas y los caminos polvorientos que volvían de la base. No lloró, pero la pena llenó un poquito más la sima de dolor que le crecía dentro del pecho.

Abdulláh solía prestarle los prismáticos cuando se detenía en el lugar. Repasaba el horizonte pacientemente, con el kalashnikov apoyado en las rodillas, y sonreía cuando la mirada del chaval se clavaba en los prismáticos. Admiraba unos instantes la codiciosa mirada infantil y se los entregaba, quizás por ver asomar a sus ojos entristecidos la chispita de alegría que las circunstancias le habían negado. Se le abría la boca, asombrada, cuando los pliegues del horizonte reseco aparecían dentro de los dos círculos mágicos y nunca se cansaba de mirar. Deberías regalármelos, le dijo aquel día a Abdulláh, y el miliciano lo miró muy serio, con algo bailándole en las pupilas. Un buen miliciano consigue siempre lo que necesita, contestó.

Estaban en lo alto de una pequeña colina, con la llanura a sus pies, y los perfiles de la base a lo lejos. Lo vio encogerse al oír un rumor allá abajo. El jeep se detuvo y se bajó un uniformado, mirando con aprehensión hacia las alturas unos instantes. Después tomó confianza y se echó el fusil a la espalda. Caminaba deprisa bajando la cremallera del pantalón. Abdulláh señaló en su dirección y habló entre los dientes. ¡Mira! La silueta del soldado apareció dentro de los circulitos mágicos. Llevaba los binoculares colgando del cuello, grandes y brillantes, negros como la noche más oscura. Fíjate bien. Miró al rostro tenso de Abdulláh, contraído en una mueca malévola. Es el asesino de Nargi. Protestó. ¿Cómo lo sabes? El miliciano aproximó su rostro y lo miró como si pudiera verle las entrañas. Sé que no fue él quien empuñó el cuchillo. Pero es responsable. ¿Acaso no lo son todos ellos? La respuesta brotó en el recuerdo del sabor de aquella piel joven y excitante. Después volvió a su mente la imagen de los centinelas manoseándola como si no tuviese alma ni voluntad. Le ardían las entrañas.

El " kalashnikov" apareció ante sus ojos, sostenido por la mano fuerte del miliciano. La venganza y el premio al alcance de la mano. Abdulláh corrigió la postura que adoptó al enfilar el arma contra el objetivo, que se entretenía en recorrer con el chorro de su vejiga la tierra seca y ardiente. Aguanta la respiración y dispara. No se demoró. Sonó un pac extraño y la culata del fusil lo empujó hacia atrás con violencia. El cuerpo del soldado se vino abajo como uno de aquellos títeres que la gente de las ongs utilizaba para arrancarles alguna sonrisa antes de emprender camino en sus grandes coches llenos de banderas. Quedó arrodillado en una postura extraña, con una de las piernas completamente extendida y la otra desaparecida bajo el peso del cuerpo, la cabeza colgando del tronco detenido por una roca puntiaguda, y el pene sobresaliendo absurdamente del pantalón, mojando aún la arena.

Corrió como un zorro hambriento y tomó los binoculares sin mirar al cadáver más de lo inevitable. Abdulláh lo miraba con admiración y un gesto de sorpresa instalado en el rostro cuando volvió. Pero no se entretuvo. ¡Vámonos! Corrieron unos cientos de metros hasta encontrar la moto que el miliciano había ocultado entre unos matorrales espinosos y en apenas segundos estaban lejos del lugar. Desde lo alto del cerro vieron un par de vehículos saliendo de la base. Al llegar a la aldea, paró la moto, y lo despidió con una breve instrucción. Di a mi madre que estoy bien y que rece por todos nosotros. Y reza tú también. La moto levantó una lluvia de arena al alejarse. Emprendió una corta carrera hacia los bloques de hormigón que eran su casa, después de esconder los binoculares bajo las ropas.

En los días y los meses que siguieron nada cambió. Un oficial de la base pasó a hacer preguntas, pero se limitó a recoger la opinión de las mujeres y algún anciano. Allí no había combatientes. Nadie lo molestó y no hubo detenciones. Por las noches tenía una pesadilla recurrente. La que había sido su casa se derrumbaba colapsada por una ola de fuego y humo negro. Al disiparse el humo aparecía el cuerpo sin vida del soldado, con la cabeza colgando y aquella carne blanca y fláccida mojando la arena. Entonces se encogía aún más, tapaba la cabeza con la manta y trataba de imaginarse el mar que ahora podía ver en los días más claros.

Algunos atardeceres conseguía burlar la vigilancia de las mujeres y se apostaba con los binoculares en el mismo lugar desde el que había quitado la vida a aquel hombre. El sol invadía los dos círculos mágicos, vertiendo sobre el reino de arena una túnica enrojecida que poco a poco iba muriendo al otro lado, en los confines del mundo. Allí debía estar la calma. La vida que se mantenía lejana e inalcanzable. El mar y los paquetes de galletas. El paraíso que sólo podía ser soñado y que ahora parecía tan próximo que lo hacía llorar.

12 de noviembre de 2009

Un buen cacharro



Por mucho que la quieras, te agota. Te convierte en un tipo malhumorado, con el nervio a flor de piel y las ganas de cualquier cosa que te puedas imaginar a la altura de las aceras. Barcelona es así en una determinada época. Lo cual no disminuye sus encantos, pero cubre su piel de cosas que no dejan que la veas como te gustaría.

Fue esa la razón que nos llevó hasta la playa. Estábamos por el Poblenou, si mal no recuerdo, y bajando bajando por aquellas "ramblas" nos fue recibiendo una cierta brisilla huida para siempre del resto de la ciudad. La proximidad del mar hizo nacer un alivio ya necesario, y desde entonces el agua se convirtió en una promesa.

Bajando por el caminillo transitado por cientos de hormiguitas humanas nos recibió la bandera. Una bandera arco-iris que debe ser de las más pacíficas que conozco. Mientras la Noieta nos iba poniendo al tanto llegamos a la orilla. Lo primero que llama la atención es la superpoblación del rincón, porque no deja de ser un rincón y pequeño. Después te asalta la novedad de ver tanto pito al aire. También el hecho de que los pitos estén tan morenitos. Así que, finalmente, tanto músculo labrado y tanta intensidad en las miradas de las parejas ya son cosas que pasan a un segundo plano.

La galería de personajes era imposible de abarcar. Pero hay cosas y personas que llaman la atención. Un tipo en la playa con sombrerito es una de ellas. También hay gente a la que no le gusta pasar desapercibida y está en su derecho. El hecho de que no levantara más de metro y medio entre la apolínea muchedumbre ayudaba también a fijar la atención.

Pero fue al aproximarse, en el momento en que el muchacho incició un ligero escorzo a su derecha, desviando la mirada del mar por unos instantes, cuando en medio del agua en calma, las arenas doradas y la abigarrada multitud surgió algo que en una décima de segundo tomó la forma de una luz de ambulancia en medio de un cementerio plagado de mármol. No he visto cosa igual. Lo prometo.

Lo primero que me llamó la atención fue que mirara hacia las arenas de una forma tan clara, tan verticalmente. Tan vertiginosamente. Supongo que es una asociación de ideas. Hay cosas que deben mirar hacia arriba, especialmente cuando alcanzan el tamaño esperado. Esta miraba hacia abajo pero el tamaño no era su problema. "Ya quisiera el reloj de... ". Se me vino a la cabeza sin pedir permiso, acordándome del reloj de pared de alguien de la familia que se quejaba de que aquellos contrapesos no pesaban lo suficiente.

Creo recordar que desvié la mirada porque uno, que es de pueblo, no puede evitar contemplar con más descaro del necesario las cosas que en las ciudades le llaman la atención. Pero el daño estaba hecho. En realidad creo que no lo olvidaré jamás. Es imposible borrar de la memoria a un tipo de metro cincuenta con sombrerito en la playa nudista del Poblenou. Pero la cosa que llevaba entre las piernas convierte la imagen en una escena de película de esas memorables.

Por supuesto que me imaginé como sería aquello en estado de alegría. De lo que pensé después también me acuerdo: "¿Habrá preservativos para los caballos?"

Supongo que será un personaje conocido. Puedo dar fé de que es muy reconocible en función del atuendo o más bien de la falta de atuendo. Si alguien lo conoce, le mando mis saludos en agradecimiento a la sonrisa que en su momento despertó. Lo que más me sorprendió fue que llevara aquello con tanta naturalidad. Y cuando digo "aquello", me refiero a toda su persona, no sean Vds. malpensad@s
.

9 de noviembre de 2009

Fuente


No hay quien me quite de la cabeza que las cámaras, a veces, tienen vida propia.
Uno había visto esto, en su momento.
Pero aquel "esto" tiene poco que ver con este "esto".
No sé si me explico...
Es como cuando vas por la vida pensando que ves lo que te interesa y en realidad sólo percibes las cosas secundarias. Ahora creo que se me ha entendido. ;)

4 de noviembre de 2009

El feísmo "gallego"



Por alguna extraña razón, alguien ha decretado que el llamado “feísmo” es algo consustancial con Galicia. Y nos lo hemos creído tan a pies juntillas que disfrutamos extendiendo la idea. A estas alturas creo que somos una de las pocas comunidades en el mundo que disfruta tirando piedras sobre su propio tejado. Aquí reímos los chistes “de gallegos”, votamos a los que nos envenenan los mares, y si alguien tapia la finca con algo mínimamente curioso, corremos a la red a poner un gran letrero que diga “gallego puerco”, no vaya a ser que no se enteren en Camberra.

Instalados ya en la cabalgante diglosia que nos divide la boca en una pura esquizofrenia colectiva, apuramos el cáliz de la enajenación y la extendemos al resto de nuestros espacios vitales. Hemos optado por hacer reír a los turistas, “que son los que nos dan de comer”. Y ya puestos a hacerles reír, terminamos por creernos el guión, sin darnos cuenta de que la cosa iba de broma.

Uno, que de vez en cuando se da una vuelta por el mundo, ha visto cosas feas por todas partes. Cosas feas, absurdas, indignantes y hasta delictivas. Y no hay lugar en el planeta que se salve, a menos que por allí no haya pasado la raza humana.

No hace tanto que se ha retirado del diccionario de la Real Academia Española cierto contenido del término “gallego” que más o menos venía a ser un sinónimo de retrasado mental, más bien sucio y con cara de puerco. No sé si ha sido buena idea. En realidad era el testimonio vivo de cómo desde el poder se estigmatiza todo aquello que ha de permanecer bajo el duro yugo de la dominación. En el presente, esa definición era más un insulto para el agraviante que para el agraviado y tenía la virtud de ser un testigo absolutamente fiable del trato que nos ha dispensado la historia o, más bien, quienes la escriben, en este caso la Real Academia de la Lengua de España.

Probablemente la mecánica de la dominación es tan sencilla como mantener a las almas sumidas en la suprema ignorancia y recordarles frecuentemente su condición. En realidad aquí tenemos los mejores huertos del mundo, los mejores ríos, los mejores montes y desde luego los mejores mejillones. Pero a mi pueblo llegan los mediocres, cuando sobran. Los buenos siguen camino. Esa continua fuga de lo propio, sean los mejillones o la electricidad, es una de las cosas que ha terminado por afianzar una idea profunda y arraigada de abandono.

En realidad, en muchos casos es el orgullo, unido a la falta de recursos, lo que aconseja plantar un somier a la entrada de una finca. Es la conciencia absoluta del desamparo lo que aconseja subsistir por los propios medios olvidándose un poco o un mucho de las apariencias. Y bien mirado, un cierre de hierro forjado es algo terriblemente pretencioso que la naturaleza niega a cada paso. Y aquí de naturaleza sabemos mucho más de lo que se cree.

En cualquier caso, estos somieres que aquí se ven, tienen domicilio social más al este, y poco importa cuál sea el lugar. Lo que tienen en común con los gallegos es el entorno de abandono en que suelen encontrarse. Abandono que la autoridad ha practicado en el pasado y sigue practicando en el presente, allá y aquí.

No es nuestra desidia. Es su infinita avaricia. Ni nuestra incuria. Más bien su falta de humanidad. Y quizá también nuestra pacífica condición. Pero esa sólo es un error en tiempos de guerra. Y de guerra, afortunadamente, entendemos poco.

25 de octubre de 2009

Sagitario





Sagitario:No acudiras a cierta entrevista de trabajo que los demás consideran muy importante para tí. Si te conformas con lo que te dan y no esperas demasiado de los demás, tendrás muchas menos decepciones. Procura no exponerte a riesgos innecesarios. Tu equilibrio interno dependerá del ambiente del que te rodees.

Sonrió, sarcástica primero, con cierta amargura después. ¿Me puedes decir por qué leemos el horóscopo? Su acompañante, una mujer en la cuarentena que aspiraba con cierta ansiedad el humo azulado de un cigarrillo, giró la cabeza sin llegar a mirarla. Pues... no sé, contestó. Acercó la taza de café a la boca, pensativa, y continuó con la declaración. Pero eso mismo podría decir de muchas cosas más. Al volver al plato, la tacita produjo un clic impertinente que coincidió con la sumaria reflexión. Es asombroso el montón de cosas que hacemos sin saber por qué, concluyó.

Su joven amiga no había escuchado realmente lo que le había dicho, presa de una indignación creciente. Si te conformas con lo que te dan..., ¡es que hay que echarle narices! El camarero la miró con una sonrisilla bailando bajo el bigote. Había conseguido atraer la atención de la concurrencia, poco comunicativa a esa hora de la mañana. ¡Habrá hecho un máster en sensatez el tipo este! La mirada del bigotudo se concentró en su figura y su acompañante la miró también, esta vez fijamente. ¿Pero se puede saber quien hace estos horóscopos y para qué?, tronó indignada. El camareta se animó a participar en la conversación. Digas lo que digas, la gente los lee. De hecho tú también lo haces. La risa se extendió como un reguero de pólvora siguiendo el contorno del mostrador, con la salvedad de un elegante que se limitó a sonreir sin quitar ojo a la muchacha. No estoy hablando de mis incoherencias, chato, que me las sé de memoria. Estoy hablando de este... Jairo Velasco. ¡Ja! Si hasta será pariente de la Concha.

La última observación disparó la hilaridad de la concurrencia volviendo a sumir el exiguo espacio del café en el mar de humo, risas y voces que normalmente era. Volvió a dirigirse a la mujer fumadora. ¿Y tú crees que les pagarán por esta sarta de chorradas? Mujer, no creo que lo hagan por la cara. Se fijó de nuevo en la letra menuda y uniforme del texto, meneando la cabeza a uno y otro lado, incapaz de poner freno a su incredulidad. La fumadora levantó la mano para pedir la cuenta y el camarero se acercó con una tirilla de papel blanco en la mano, pero antes de entregarla miró inquisitivamente por encima de sus cabezas. El espejo delataba la presencia del elegante a sus espaldas.


Todo el local había seguido con atención su desplazamiento hacia las mujeres. Disculpe... ¿señorita? Asintió con la cabeza, sorprendida. Verá, estoy buscando a alguien para un trabajo y creo que usted podría servir, pero... ¿podría decirme qué sabe usted hacer? Se hizo un silencio que casi permitía escuchar la conversación, por más que el hombre había bajado la voz discretamente. Excluyendo la prostitución, de todo. La risa se expandió de nuevo, pero cedió pronto, esperando la respuesta del elegante, que, extrañamente, se había quedado muy serio.

Dándose cuenta de que todo el mundo seguía el desenlace del asunto, se dio la vuelta y afirmó, con gesto adusto: Se lo crean o no, queda poca gente capaz de indignarse. La muchacha preguntó, tímidamente. ¿Y eso es bueno? El hombre negó con la cabeza, cerrando los párpados con gesto grave, pero inmediatamente se corrigió. Bueno, para usted, sí.

El resto de la conversación fue más privado, como corresponde a un futuro jefe y una futura empleada. Resultó que la oficina quedaba a unas manzanas. ¿Y por qué perder el tiempo?, dijo él. Y ella convino. Y sin más se fue a visitar su futuro centro de trabajo sin acordarse, presa del nerviosismo, de su amiga la fumadora, que se llamaba Pilar. Ésta elevó las cejas unos instantes, recogió las vueltas y atrajo hacia sí el periódico después de calcular mentalmente el signo de su amiga. Sagitario.

Repentinamente se sintió enferma, desquiciada, incomprensible más que incomprendida, obsoleta, prescindible y absolutamente fuera de lugar y aún de tiempo. Quizás había sido aquel milagroso hallazgo de empleo, pensó. O más concretamente el hecho de no ser su beneficiaria. Pero no, su amiga lo necesitaba como agua de mayo. Se preguntó si su inconsciente estaría reaccionando instintivamente al hecho de haber sido olvidada como un paraguas viejo. Pero no, eso le ocurría todos los días. No. Lo insoportable era la asombrosa lucidez con la que un ínfimo horóscopo podía explicar la historia de su naufragio. Un simple charlatán había escrito su biografía en cuatro lineas destinadas a rellenar un espacio inservible de un diario. Cuatro estúpidas líneas que seguramente habían sido repetidas hasta el hastío y a las que nadie prestaría atención sin una sonrisa condescendiente. Salvo los borrachos.

Tardó en recuperarse. El periódico iba de mano en mano, y entre detractores y partidarios del supuesto adivinador se había entablado una ruidosa batalla. Se deslizó discretamente fuera del local y cerró la puerta para que no entrara el frío. Después concentró sus pensamientos en el ruido apagado de los tacones, recorriendo despacio la calle colmada de gente absolutamente indiferente.




(El primer párrafo es obra de la redacción de El Postre, programa de Radio 3 que desde aquí recomiendo, y a cuya sección de Postrelatos he tenido la osadía de enviar el presente texto. No ha habido laureles, pero al menos me he atrevido a atreverme.)

21 de octubre de 2009

Adicción



Debe de haber cien mil maneras de sentirse mal. Algunas tienen que ver incluso con el clima. Otras con el estado de las economías. Otras con el de las afectividades, un mundo siempre complejo. Y luego hay otras que casi no se pueden explicar, porque por más vueltas que les des, no acabas de saberlo.


Finalmente están las que se pueden identificar sin ningún tipo de problema. Asumirlas ya es otra cosa. Es aquello de "es que no me soporto", que se siente, pero no se le cuenta a nadie porque nadie lo entendería.


Yo, o este que va conmigo, vaya usted a saber, porque no sé si acabo de conocerlo de verdad, llevo un par de semanas sin pc. O pérsonal compiuter, que dicen los modernos. Y sinceramente, no me soporto. Casi denunciaría al que acaba de escribir estas letras.


Y no lo hago porque no tengo ordenador. ¡Ahí está!


(Y como es "pérsonal", el del trabajo no cuenta, como comprenderéis).

22 de septiembre de 2009

Círculos


Hacerle una foto a alguien que hace una foto es como escribir una carta a alguien que escribe una carta.
Alimentar un círculo que quizás debería cerrarse para hallar una respuesta.
Quizás será por eso que no hallamos respuestas.
O puede que todo lo que hacemos sean preguntas.

9 de septiembre de 2009

Pro "acercanza"


Olía a gas de una forma rotunda y la mañana había comenzado mal. La leche se había desparramado sobre sus viejas huellas en la cocina de gas y eso había ocurrido poco después de que la cuchilla de afeitar hubiera invadido los subterráneos de la piel, provocando una pequeña hemorragia que solucionó con un papel de fumar. El mango de la cazuela le abrasó la mano mientras lo depositaba sobre lo primero que alcanzó confusamente la vista. Cuando se dio cuenta de que aquello no tenía la estabilidad suficiente, ya la leche humeante corría sobre el mármol envejecido de la encimera. ¡A la mierda!

Cerró la llave de paso y buscó en el bote de las galletas. No encontró más que algunos restos humedecidos por la promesa del invierno. Contra su costumbre, cerró la puerta de golpe y bajó las escaleras sin preocuparse de si las rodillas dolían como dolían, o el pasamanos había sido adecentado debidamente, o el hambre iba a morder hoy más que cualquier otro día.

Hacía frío en la calle, y nacían ruidos familiares de cada poro de la ciudad, de los coches en sus prisas absurdas, de la charla imparable de aquellos jóvenes con los pantalones inexplicablemente naufragados bajo las nalgas, y de las cadenas que envolvían las sillas y las mesas de las terrazas durante la noche y circulaban ahora como serpientes sobre las aristas metálicas. Mientras las recogía sobre el antebrazo desnudo, el camarero seguía con la mirada la insultante oscilación de las caderas de una hembra alta y bien vestida, callado y acaso rencoroso.

Se sentó en un banco de madera, frente a las balconadas, después de recoger el periódico que un tipo con sombrero introdujo violentamente en una papelera. Las palomas paseaban indolentes ante los restos de comida que habían dejado ayer los críos y los turistas, próximas y lejanas, certificando que la soledad acecha más que nunca entre la muchedumbre.

Entonces sintió el aleteo y un fugaz dolor en la piel, a la altura del muslo. Cesó cuando el animal estabilizó su posición sobre una de sus rodillas, girando el cuello como suelen hacer, continua y nerviosamente. Las madres miraban la simpática estampa de aquella curiosa pareja de especies diferentes y los chavalillos señalaban en su dirección, con los ojos muy abiertos. Quizás fue la caricia del sol lo que afianzó aquella súbita sensación de acercanza que acababa de alegrarle el día. La paloma se volvió entonces a mirarlo, sólo un instante, y después dibujó un vuelo breve en el aire de otoño. La miró largo rato mientras se alejaba por la acera, con pasitos cómicos y desasosegados, hasta que su silueta se confundió entre las de sus compañeras.

Las letras negras de los titulares del periódico anunciaban otro desastre. Fue entonces cuando descubrió que aún no había perdido la sonrisa. Como si hubiese hecho un gran descubrimiento, decidió que la tarea de ese día consistiría simplemente en conservarla. Abandonando el periódico, extrajo del bolsillo de la chaqueta una bolsita medio llena de semillas de girasol. Y se comíó una de cada cuatro que entregaba a los seres alados de las aceras.


Este texto será entregado en la web de Fernando Valls, siguiendo la invitaciónde M. (MGJuárez)para la recuperación del término "acercanza". Me trae ecos de mi propia lengua, pero aunque no fuera así, una batalla por una palabra es una dulce batalla.

3 de septiembre de 2009

La Leo


Planoles es un pueblín encajonado entre montañas altas y valles que serpentean siguiendo el curso de los ríos. En ese sentido se parece un poco a mi pueblo, sólo que allí los montes son mucho más altos, escarpados y más aprovechados forestalmente hablando. En Planoles, corriendo el mes de agosto, llueve un día sí y otro también, cosa que se agradece mucho si uno viene de una Barcelona difícilmente soportable por esas épocas. Y cuando llueve, llueve a base de bien, con generosidad y sin prisas. Fue uno de esos chaparrones el que ayer nos obligó a suspender el paseo a Planés y quedar en casa, disfrutando del paisaje y de la compañía de la noieta y su madre, la Leo, por mejor nombre Elionor, aunque su carnet de identidad rece Leonor en razón a las aberrantes prácticas administrativas franquistas.


Elionor habla un catalán fluído y enérgico que seguramente retrata bien su personalidad. Tiene una figurita casi endeble, pero en cuanto se habla con ella un instante uno se da cuenta de que eso sólo es una apariencia. En las inevitables refriegas que sin remedio han de producirse entre una madre y sus descendientes queda aún más claro que hay pocas maneras de rendir a la Leo, si es que hay alguna.


Hoy hemos decidido solventar el paseo suspendido ayer, y nos encaminamos por el camí de la Funelada en dirección a Planés, desafiando la previsible lluvia que ya anuncian un par de nubecillas aparentemente inocentes. En cuestión de horas habrán de convertirse en cúmulos negros con vocación de diluvio. Y lo sabemos, pero somos humanos. De vuelta a casa ocurre lo inevitable. Gruesos goterones empapan las ropas de algodón mientras alguien allá arriba pasea por los cielos enviando ecos que retumban entre los montes como pasos de gigante.


Alguien ha colocado con muy buen criterio una fuente en medio del camino del Ventador, que por más que haya sido ocupada por una carretilla, nos permite mal que bien cobijarnos del chaparrón. Hace apenas unos minutos que la Noieta ha hablado con la Leo, que pregunta donde cony estamos con el tiempo que hace. A punto de dar una explicación, un chasquido del otro lado indica que la conversación ha terminado. "¡¡Me ha colgado!!", anuncia la Noieta, provocando las risas que nos alimentan.


Un diluvio recorre el Ventador mientras nos encajamos como buenamente se puede entre los escasos huecos que deja la carretilla. En la obligada soledad del paraje y por entre la tupida cortina de agua asoma una figura menuda pertrechada con un recio paraguas, un anorak transparente, pantalón y zapatillas deportivas. Mientras nos preguntamos a dónde demonios irá este, o esta, con la que está cayendo, otro detalle se nos desvela. De la mano izquierda sobresalen los mangos pulidos y barnizados de tres paraguas.


- ¡¡ Va !!

Es una orden. Los paraguas aparecen ente nuestras asombradas narices como surgidos de la chistera de un prestidigitador. Apenas hemos tenido tiempo de tomarlos y ya la Leo nos da la espalda emprendiendo el camino de vuelta a través del torrente de agua que baja por el camino. Ni que decir tiene que no hay otra alternativa que seguirla sí o sí. Medio muertos de risa seguimos el rastro que va dejando bajo el aguacero mientras el agua se sube por los zapatos dejando claro quien manda.


Llegados a casa ya ha quedado claro, si es que aún quedaba alguna duda, qué tipo de mujer es esta Leo incontenible. Creo que se parece a muchas madres de otro tiempo que, acostumbradas a tareas heroicas, jamás han reclamado medallas ni reconocimiento. Se limitan a hacer lo que ha de hacerse. I prou. Sirvan estas letras para agradecer la abrumadora hospitalidad que se nos ha brindado. Gracias desde aquí a José Enrique por los paseos,el patxarán y los consejos, a Lourdes por las atenciones, las risas, los tomates, y la impagable simpatía. A la señora Elionor por la amabilidad, los cuidados, la ratafía y las cocas que nadie iba a comer. También por ese balcón glorioso y por todo aquello que no puedo recordar. I a la Noieta un petó penjat duna abraçada d'amic per a sempre. Se te quiere un montonazo, que lo sepas. Gracias también a Laura y Marta por soportarnos entre el calor insuperable de esa Barcelona a la que
siempre se ha de volver. Y por prestarme la cama, que no es poco. Moltes gracies.

4 de agosto de 2009

Sol



Una estrella con la que me une una relación puramente masoca. Ella me quema y yo se lo agradezco. Mi piel también, hay que decirlo. Si no vengo por aquí en dos o tres semanillas será en buena parte por su culpa, pero es improbable.

Cúidense! Se les quiere!

16 de julio de 2009

Catro meses sen cobrar...


... non se poden aguantar.


Puede que la crisis tenga mucho que ver con las maltrechas economías de las familias de Valdeorras, pero la mala administración de las empresas tiene efectos aún peores.


Se comenta que mientras esta gente lleva cuatro meses sin cobrar, los dueños de Ipisa no tienen mayor problema en visitar los balnearios de la costa en grupos más o menos numerosos. Seguramente por eso se gritaba "máis inversión e menos diversión". Parece que los balances andan mal, pero ese no es el caso de las cuentas corrientes. Cosas del capitalismo democrático.


Curiosa esa pancarta reivindicando la libertad sindical en pleno 2009. Ya da pistas.


La manifestación reunió a un buen número de personas y pocas iban calladas. Que no decaiga.

13 de julio de 2009

Ribeira




La luz es una espectadora asombrada de tener tantos espectadores asombrados.
La luz era una espectadora asombrada de tener tantos espectadores asombrados.
No.
La luz no sabe lo que es el asombro.
Llegará el momento en que los espectadores tampoco.

2 de julio de 2009

Refrescante



Estas cosas ya se sabían y probablemente algunos lingüistas hace tiempo que se estarán revolcando de la risa con las cosas que se oyen por ahí, pero la verdad es que resulta como mínimo refrescante oirlas con esta claridad, con la boca llena, a un señor que, "para más inri", debe ser madrileño. Esperemos que no lo aparten de la circulación de alguna sibilina manera.

30 de junio de 2009

Oración para descreídos



Padre nuestro, acaso ubicuo pero ilocalizable

ten la bondad de ponerte un nombre como dios manda

venga a nosotros tu reino, que dos mil años es plazo razonable

hágase tu voluntad, aunque bien podrías contar con la nuestra

así en la iglesia como en los bancos

El pan nuestro de cada día... es nuestro, acuérdate

perdónanos nuestras deudas

porque a tus delegados se les olvida esa sencilla instrucción

así como nosotros perdonamos a nuestros deudores,

por lo demás insolventes

Si nos ves caer en la tentación

recuerda que a esa tía buena la has puesto tú en el tierra

Y líbranos del mal, que ya es embarazoso recordártelo.


(Y de la hipocresía, que se te olvidó incluirla entre los pecaditos, caramba...)


Amén


(Será por pedir...)


Foto: interior de la iglesia de S. Francisco. Villafranca del Bierzo.

23 de junio de 2009

Fito

Se sentó en el sitio de costumbre, encima de una roca de cuarzo ennegrecido por las corrientes frías del invierno y el polvo que nacía en las charcas cuando los rayos del sol decretaban la llegada de la primavera. La vio llegar con prisas, con el pañuelo echado por la cabeza como quien quiere protegerse del sol, pero él sabía que no era del sol de lo que se protegía. Se le humedecieron los ojos sin querer, y bajaron al suelo, dejando la planicie por dónde la mujer caminaba a buen paso en dirección al molino. Elevó la mirada por los bosques y comenzó a rascar en la roca con la punta metálica de la peonza, que aún llevaba la cuerda rodeando su cuerpo de madera, redondo y cumplido. Qué mejor le sería quedarse en casa, pensó, con los labios fruncidos en un gesto de ira. A punto de perderla de vista, bajó de la roca y siguió de nuevo el sendero en el que quedaban apenas las huellas de las lluvias de antes del domingo.

Caminó sin perderla de vista, siempre al amparo del bosque, hasta llegar al puente de madera donde tuvo que dejar el camino y saltar por encima de la valla de las tierras del Chisco, procurando no dejar huellas, por culpa del mal genio de aquel viejo. Cuidando de poner los pies sobre de la hierba fresca, para evitar que lo oyeran, rodeó el molino . Iba el sol alto ya, y aquel mirlo corría por el suelo delante de él, sin echar a volar, anunciando su presencia con un grito irreductible. El viento pasaba perezoso por entre las ramas de los abedules, al lado del arroyo, y traía el murmullo de las campanas de las vacas prado abajo. Paró unos instantes a contemplar por un momento aquel bosque familiar del pequeño valle. Olía a tierra y agua. A excrementos del ganado y flor de jara. Aquella tarde iba a hacer calor. Mantenía heroicamente la esperanza de que algún día no ocurriera absolutamente nada, pero era inútil... Poco antes de que ella saliera por la puerta de atrás y abrazara inexplicablemente a aquel tipo flaco y largo, volvió a escuchar aquellos gemidos que iban aumentando de ritmo e intensidad hasta que ya se le hacía imposible seguir allí.

Aquel jueves no hubo manera de librarse de la carraca del Nicanor, apodado el Chambón, que los llevaba a la escuela del pueblo siempre que el tiempo y las tareas lo permitían. La mujer insistía en acompañarlo y no había manera de quitárselo de la cabeza. Fito pensó que tendría que buscar alguna estrategia mas eficaz para huir de aquella cosa insoportable que llamaban escuela. Los chavales del pueblo no le eran simpáticos y las chavalas andaban siempre lejos, apartadas en otra sala, todas juntitas, a lo mejor tenían miedo de que se volviera hombres. El maestro aquel, que se hacía llamar Don Braulio, estaba ya sentado en la mesa, delante del mapa surcado por líneas gruesas y negras que dividían las provincias, y marcaban el curso de los grandes ríos. Por más que se esforzaba no conseguía llegar a entender realmente lo que decía. De una parte, porque hablaba mal, y de otra porque lo hacía en aquel castellano duro y lejano que resultaba imposible comprender.

Cuando aquello acabó, echó un suspiro hondo y salió raudo. Había alguna gente esperando a los chavales del pueblo. Algún hombre también. Hombres bien vestidos que los cogían de la mano, mirándolos con cariño, y a veces se arrodillaban para componerles los botones de la camisa, o los cordones de los zapatos. Hombres altos y fuertes como robles. Nada podía pasar al lado de un hombre como aquellos. Tardó en llegar aquella tarde el Chambón. Carlos, el hijo de su padrino de Contes, se acercó con ganas de pasar el tiempo en una pelea de las que tanto le gustaban. Lo despidió con un tortazo rotundo y se quedó mirando las piernas largas y derechitas de aquella rubia de Quintáns, alta y delgada como un aliso, pensando en el trabajo que le costaba dirigirle la palabra. Ella lo miró también y siguió hablando con las amigas levantando la voz para hacerle la competencia a los gorriones que rondaban por los tejados.

Se sentó a su altura, al otro lado del pasillo que separaba las dos filas de asientos. Mientras el cacharro aquel los vapuleaba sin compasión pensó que sería agradable tenerla más cerca cuando sorteaban los baches invencibles de los caminos. Notó su mirada y se hizo el interesante recordando que llevaba en el bolsillo de la camisa una mariposita que había encontrado ya muerta tras los cristales de la ventana de la escuela. La depositó en la palma de la mano acariciándola delicadamente con las yemas de los dedos. La niña se quedó mirando con los ojos como platos y él sonrió con el gesto de pícaro que su madre le celebraba a veces. Estaba claro que había atraído su interés, de manera que terminó por acercársela para que pudiera verla tranquilamente. Miró a la mariposa, luego la miró a ella, y no supo cual de las dos le gustaba más. Me llamo Berta. Es tuya? Claro... yo soy Fito.

A Berta la fue a recoger una mujer ancha de caderas y rubia como ella, y un hombre que llevaba aún el sombrero de paja en la cabeza. Un hombre fuerte junto al que nunca podría pasar nada. Mientras se alejaban vio como su madre le hacía gestos desde la puerta de la casa de Teresa, la costurera. Ya iba en manga corta. Apenas pasaba marzo y ya su madre comenzaba a tener calor. Andaba con el mandil de flores rojas, encima de aquella falda blanca que solía poner cuando iba al molino. Atendió a sus preguntas mientras hacían camino y escurrió la mano cuando ella hizo ademán de cogerlo. Preguntó qué le pasaba y él no quiso contestar.

Merendó un pedazo de membrillo con un trozo del pan de maíz que les traía el abuelo una vez por semana. Sabía bien. Terminada la merienda resolvió fácilmente unos problemas de matemáticas, completando después la mitad de las frases que les había mandado aquel Don Braulio incomprensíble. Madre quedó mirándolo desde la mesa cuando se fue a cama dejando un tímido buenas noches.

Aquel día estaba a punto de llegar al gran cuarzo que era su trono cuando ella se le atravesó en el camino. ¿Puede saberse a dónde vas tú? No respondió. Echó andar hacia la aldea con las manos en los bolsillos y la boca cerrada, sintiendo los pasos a sus espaldas. ¿Pero que demonios te pasa? Caminaba más y más deprisa, pero no conseguía dejarla atrás. Iban llegando al enorme castaño del cruce de Parada cuando se detuvo ante él, le cogió la carita con las manos y lo miró con aquellos ojos que no sabían decir mentiras. ¿Que tiene mi cariñito? Medio se revolvió sin quitar las manos de los bolsillos, miró al suelo y luego a aquellos ojos que pedían ayuda. Se le mojaron las mejillas sin poder evitarlo, antes de que aquellas manos recogieran la lluvia de los ojos y la repartieran por la piel. Abrazado a ella, se sintió volar hasta descansar en su pecho blando y confortable, con los brazos rodeando el cuello blanco y los cabellos rizados haciéndole cosquillas en la nariz. Y habló. No quiero que te haga llorar. Ella volvió la cabeza queriendo mirarlo bien de cerca, pero él se cogió tozudo del cuello que le procuraba refugio. La madre que te parió... Echó a reír como una loca y él pensó que no había manera de entender a las mujeres. Tan pronto reían como lloraban. Finalmente lo echó de nuevo al suelo, se le acercó, y con la carita muy pegada a la suya, habló. Cariño mío... a veces se llora de alegría, y otras.... de otras cosas.

Pasaba la semana y la falda blanca seguía reposando indiferente en el respaldo de aquella silla vieja en su habitación. Volvía de la mano del abuelo un día cualquiera cuando los vio hablando a la vuelta de la casa de los de Paredes. Hablaban con urgencia, con las caras muy cercanas y gesticulando sin parar. El abuelo rezongó algo por lo bajo y se metió por la calleja donde estaba la barbería del Cuco, su amigo de siempre. Llegaron allá y el Cuco dijo que ya podían crecer sus pinos como crecía el chaval. Se pusieron de charla el barbero y el abuelo, así que buscó un rincón desde donde seguir la conversación de la pareja. Seguían hablando sin parar y a veces se ponían uno de espaldas al otro, como si discutieran. Finalmente la mujer echó a andar con el paso largo, sin despedirse, y el hombre quedó mirándola con una mano en el bolsillo y la otra levantada en el aire, como pidiendo limosna.

Cuando entraron en la casa había un plato encima de la mesa con un par de piezas de membrillo, un poco de queso curado y un trozo de pan de maíz. El abuelo llamó a la puerta de la habitación, entró y luego volvió a cerrarla para no dejar escapar el llanto de la mujer. No se entretuvo mucho. Cuando lo vio salir, preguntó con la mirada pero el viejo hizo un gesto quitándole importancia. Aún tuvo tiempo de contarle un par de cuentos mientras roía el queso. Después estuvo enredando en un estante que siempre amenazaba con venirse abajo mientras él recogía el plato y los cubiertos, y finalmente fue hacia su habitación y abrió la ropa de la cama, comprobando que todo quedaba en orden. Le dio un beso, echó la chaqueta por los hombros y guiñó un ojo antes de abrir la puerta. Desde fuera, a través del cristal, le hizo un gesto para que corriera el pasador.

El sábado amaneció con el sol contento. Abrió las contraventanas y a poco el mirlo vino a posarse en su rama favorita. Le gustaba jugar a invertir los colores, así que imaginó como sería si tuviera el pico negro y el cuerpo de aquel tono tan llamativo. Ella iba y venía ya por la cocina, cacharreaba en el vertedero y de vez en cuando salía afuera, levantando un lamento en la puerta que daba al patio. Se vistió con prisas por salir de la casa y pasó por el baño para mojar apenas las mejillas y las orejas soñando ya con los saltamontes y las santateresas y quien sabe lo que iba a encontrar bajo la higuera con su compañero Xan, el hijo de Marica. Pasaba al comedor con la toalla aún en las manos, cuando entró ella. Tenía los ojos hundidos y sorbía el aire por la nariz con el ruido de quien anda con la catarrera encima. ¿Desayunaste? Negó con la cabeza mientras devolvía la toalla a su lugar habitual. Entonces llamaron a la puerta.

La cortina que cubría el cristal dejaba ver una figura alta y delgada que le era familiar. Ella quedó parada, cruzó los brazos sobre el pecho y finalmente abrió. Entró él sin dudar y dejó la maleta en el suelo, mirándola. Después salió de nuevo y volvió con algo entre los dedos. Se acercó a Fito y le enseñó aquello. Aquella condenada hierba no paraba de dar vueltas, como si fuera capaz de tomar decisiones. El chaval andaba asombrado con aquel fenómeno. Miró la cara rasurada de aquel hombre largo y silencioso. Sonreía sin despegar los labios, pero tenía una risa también en los ojos, grandes y oscuros, que nunca había tenido oportunidad de contemplar. Cógelo. Fito tiró delicadamente hasta retirar la hierba misteriosa de la mano grande y fuerte. Sintió la piel endurecida por el trabajo y lo miró otra vez, ya sin miedo. Se le abrió la sonrisa cuando él le pasó la mano entre los cabellos. Entonces su madre volvió a llorar y el hombre se levantó, le echó los brazos alrededor, muy despacio, y ella, acomodada contra de su pecho, siguió llorando.

Fito acabó por pensar que su madre, por unas razones o por otras, lloraba todo el tiempo. Y no entendió por qué aquel hombre era capaz de reír cuando su madre lloraba

15 de junio de 2009

Sobre el lenguaje, Ebay y la desconfianza.



Qué pasaría por su cabeza cuando escribió aquello de "état moyen"... Qué pocas veces nos paramos a pensar que lo que decimos, lo que escribimos, ha tenido una razón de ser y tiene también un fin. Un destinatario. Alguien que va a interpretar el código a su propia manera y quizás influido por una noche mal dormida. O por los resultados de un partido de fútbol. Quizás se ha despertado y por primera vez en mucho tiempo el espacio al otro lado de la cama está vacío. Por eso tenía frío, se dirá...

Es fácil saber cuál es el sentido de esas dos palabras. Pero lo que significan realmente nos está vedado. Quizás Maurice Sylvain estaba en estado "moyen" cuando escribió la inocente frase. Si vive en un piso viejo, habitado aún por sus padres, es fácil que Maurice barrunte tempestades desde hace tiempo, como hacen los parados cuando el estado decreta que no hay más pasta. De esas tempestades que se quedan con uno aún en los sueños. Si es así, Maurice seguramente ha exagerado. Precisamente porque está acostumbrado a cosas no tan "moyen".

Como la vida nos aboca a cada paso a la desconfianza, el que ha leído las dos palabras ha hecho un diagnóstico casi inmediato. Menudo pájaro el franchute este. A saber lo que entenderá por "état moyen". Y se le ha venido a la cabeza, como una iluminación celestial, la misma frase en las columnas de venta de coches de segunda mano. "Estado medio". O sea, para la chatarra. Es que hay que echarle cara ...

Por suerte tenemos algo que nos sobra. Probablemente de las pocas cosas que no se agotan hasta que ya uno va cansado de disfrutarlas. Tenemos tiempo. En este caso, minutos. No han pasado más que minutos cuando una posibilidad se abre camino. Quizás Maurice sólo ha querido decir lo que ha dicho. Y estado medio signifique estado medio. ¿Medio con respecto a qué? ¿En opinión de quién? ¿A qué efectos exactamente? Y gracias a esos minutos, quien ha leído esas dos simples palabras, hará ahora una simple pregunta.

¿Qué has querido decir con "estado medio"? La versión en francés parece correcta, aunque hay alguna duda respecto de si aquellos dichosos guiones del dichoso "est-ce-que" siguen siendo normativos. El ordenador confirma que el mensaje se ha enviado a Maurice. Y es ahora cuando se sabe que la frase que va a leer resulta excesivamente lacónica. No hay un saludo, ni una palabra amable. Quizás hemos condenado al "franchute" definitivamente, mucho antes de pensar siquiera en hacerle una simple pregunta. Y nos hemos dado cuenta, sí. Pero después de que el correo haya iniciado su virtual camino hacia un lugar llamado Chassieu, en Francia.

Su respuesta llega pronto y es también corta. Sencilla y sin fórmulas de cortesía. Será joven Maurice y quizás piensa que hay cosas mejores que hacer que parecer más o menos amable y educado. O todo lo contrario y es de la opinión de que las frases amables están de más en un asunto comercial. Puede que piense que están de más en casi todo. Quizás Maurice está harto de disimular la mierda de vida que le ha tocado, responde a lo que se le pregunta y cuando cree que ha completado la respuesta, coloca un punto final. Y punto. Final.

Le hemos mandado al señor Sylvain, o al joven Sylvain la cantidad de dinero que nos pide por el macro en "état moyen". Y el correo se ha encargado de hacérnoslo llegar. Un poco tarde, lo cual invita a pensar que no hace mucho caso de las prisas. Cabe la posibilidad de que este Maurice haya tenido que atender a Monsieur Sylvain, a la sazón impedido en una silla de ruedas, por ejemplo, aunque ágil de memoria y locuaz en torno a los recuerdos que Maurice ya ha escuchado demasiadas veces. Tendremos pues que disculparlo si ha sido así. En todo caso el artefacto ha llegado cuando ha llegado y de poco sirve buscarle explicaciones.

La primera inspección no ayuda a mejorar la imagen que, por razones injustificadas e injustificables, nos hemos hecho de su persona. Las piezas giran bien, sin ofrecer resistencia, pero no están excesivamente limpias. No brillan como esperábamos. A saber por qué esperamos semejante cosa si la foto que mostraba el cacharro hacía pensar en lo contrario. Ocurre algo peor. El visor delata una fibra negra firmemente adherida a la lente. Y otras dos estrellas del mismo color a uno y otro lado, rotundas y dispuestas a hacer guardia el tiempo que haga falta.

Para confirmar una vez más el atractivo irresistible de la condena, emitimos veredicto al segundo siguiente. La has cagado. Vocación por el cilicio, podríamos llamar a esto. Vestigios paranormales de la educación católica que prometía hacer de nosotros gente de bien. El primer condenado, uno mismo. Y luego, confirmación irrevocable de la condena al infausto franchute. Ya ni las primeras fotos se hacen con interés. Total... Aunque... bueno, lo que es ver, sí que se ve. Incluso algunos colores resultan atractivos. Aunque se haya movido la cámara cuando no debía, lo cual no es culpa del franchute. Y las aproximaciones dibujan un mundo fantástico. Uno parece capaz de introducirse en una de esas corolas sonrosadas que prometen una puerta al paraíso. A despecho de las dichosas manchas. Que, por cierto... no sabemos donde se han metido. Curioso. Incluso si se aumenta la imagen lo inimaginable, se siguen mostrando esquivas. No están. Lo cual es una suerte. O un milagro. Porque en el visor sí que siguen estando. Serán fantasmas franchutes de visor. Por ejemplo.

Quizás Maurice se esté riendo del desconfiado carpetovetónico que le ha comprado ese viejo objetivo. Y habrá pensado, "anda la cara que va a poner cuando mire por el visor". Y es probable que se lo haya contado a Monsieur Sylvain, que habrá reído de buena gana y recordado tiempos en los que reía más, cuando su Charlotte le hacía cosquillas en el sofa y luego le ponía un dedo sobre los labios para frenar sus entusiasmos porque Maurice estaba a punto de dormirse. Quien sabe si Maurice sabe hacer milagros a distancia, que es la única manera de hacer milagros sin que venga algún espabilao a montar un chiringuito mariano.

Lo mejor será reír como ellos, mis virtuales amigos de Francia, que no franchutes, y recordar que los milagros están allí donde alguien quiere verlos. Y no es cuestión de fe. Sencillamente, vale la pena hacer una sencilla pregunta, aún cuando las esperanzas de una respuesta positiva sean casi nulas, porque ocurre que esa negación nace en nosotros mismos y es de nuestra exclusiva responsabilidad. Esa es la absurda manera en que llegamos a negar la posibilidad de ver al otro lado a un tipo generoso, con problemas parecidos a los nuestros, y capaz de hacer valer su generosidad por encima de nuestras torpezas
.


(Toma realizada con el "macro" adquirido a monsieur Sylvain).

PD: Se me olvidaron los créditos. Debo la inspiración de estas lineas a Tania Alegría. Ella me ha mostrado el camino a la hora de llevar "al papel" estas pequeñas aventuras del día a día: http://historiasdelmundovirtual.blogspot.com/

10 de junio de 2009

Idiosincrasia femenina (III)


- Llevas media hora acicalándote.
- Sí, y qué.
- Que se nos hace tarde.
-Sí, y qué.
-¿No sabes decir otra cosa?
- Es que no consigo que te lo aprendas, guapo.
- ...
- Y mira que es cortito, ¿eh?

4 de junio de 2009

Amapolas


¿Y por qué habría de ser todo perfecto...?

20 de mayo de 2009

En Galiza, en galego.

Hay alguna gente que cree que estos escaparates donde dejamos letras, imágenes, alegrías o tristezas, son algo parecido a un almacén donde se acumulan cosas para que desde el otro lado alguien las mire. Uno siempre ha pensado que si sólo sirven para eso, poco servicio harán. Siempre he pensado que esto es otra forma de comunicarse, una más, y en ese sentido requiere de una corriente en ambos sentidos. Por lo que sea, (es algo que se me escapa), cuando llegué aquí sintonicé con gente verdaderamente lejana en la distancia. Curiosamente, la mayoría eran de habla catalana, en sus diversas vertientes, catalana, valenciana o balear.



Este blogue forma parte da Rede de Blogueiras/os en defensa do Galego

Llevo un bichito dentro que, aunque tardíamente, me ha obligado a verter aquí una serie de sentimientos, reflexiones, y relatos que no dejan de ser una manera como otra cualquiera de comunicarse. El hecho de que esas personas estuvieran tan lejos me obligó a utilizar una lengua que conociéramos todos. Hay que decir que, como muchos gallegos y gallegas, he sido educado en castellano, porque las escuelas franquistas no entendían de respeto a las lenguas de este país de países. El hecho de que me exprese cómodamente en esa lengua, sin embargo, no oculta otro que es cada vez más palmario, y es que las escuelas de la democracia tampoco están a la altura en ese sentido, ni con populares ni con socialistas.

Hace unos años se parió en esta tierra mía una ley que prometía, si bien tímidamente, poner remedio a esa situación. La llamada Ley de Normalización Linguística. El objetivo de esa ley era que nuestra lengua, que es y ha sido siempre el gallego, tuviera en esta comunidad el peso y la dignidad que cualquier lengua debe tener en el territorio en que se habla. Se acometía, por ejemplo, la tarea de integrarla en los centros escolares, que es donde cualquier lengua del mundo tiene su lugar adecuado, estableciéndose el objetivo de que llegara a tener una utilización más o menos pareja con el castellano, lengua que se impuso de manera arbitraria y obviamente coercitiva a raíz del Decreto de Nueva Planta de Felipe II. Nunca llegó a complirse. Ha habido centros en los que la utilización del gallego, lejos de esa cuota teórica del 50%, no ha llegado al 10% y aún menos.

Aún así, algunos personajes que jamás han tenido idea de cual es el panorama linguístico en este tierra, han echado mano de la demagogia más elemental para alertar sobre los supuestos peligros que el castellano corre ante estos tímidos intentos de normalización. Alguna formación política de nuevo cuño ha situado la confrontación entre las lenguas del estado en el punto céntrico de su ideario y al grito de Galicia Bilingüe (aquí los conocemos más bien por Galicia Bífida) han llamado a la "cordura" que pregona el nacionalismo español más rancio y reaccionario. De lo cual ha sacado provecho el Partido Popular, por unas u otras razones.

La consecuencia inmediata es que le Ley de Normalización Linguística, que apenas nos permitía levantar un poco la cabeza después de siglos de maltrato y despotismo español, va a ser derogada para reimplantar lo que Feijoo, que no tiene puta idea de lo que dice, llama el "bilingüismo cordial", y que, para entendernos en pocas palabras, viene a ser retirar el gallego de las aulas y devolverlo a las aldeas, que es donde ya no va quedando nadie. Saben muy bien lo que hacen y saben por qué lo hacen.

En consecuencia, y como gallego en ejercicio que tengo el honor de ser, he decidido contribuir contra esta miseria política, intelectual y moral con un blog en gallego que he llamado Cen Mil Derrotas (http://setesoles.wordpress.com/), por razones obvias. Lejos de pensar que las lenguas nos dividen, creo que nos unen, siempre y cuando tengamos de ellas unos mínimos conocimientos. No es ni mínimamente normal que las diferentes lenguas del estado estén absolutamente desaparecidas de la educación a nivel estatal. Quienes argumentan que el castellano es el elemento común que nos une, ocultan interesadamente que esa unidad descansa en la eliminación pura y simple de las culturas que sobreviven en la península, a pesar de las políticas abiertamente excluyentes y liquidacionista de los gobiernos españoles desde siglos atrás.

El panorama de la política española es heredero de la llamada Reforma, operación de cosmética política que ha evitado la depuración de responsabilidades de la dictadura y nos ha regalado la presencia en el panorama político del país de personajes tan siniestros como Manuel Fraga, estandarte de la legión de fascistas disfrazados de demócratas que campan por las patrias praderas sin el más mínimo recato, y lo que es aún peor, de sus herederos, los Aznares, Mayor Orejas y demás fauna neofacha entre la que destaca sin duda la presencia del borbón, elegido directamente por el dictador, y de cuyas andanzas y corruptelas se han hecho eco algunos medios sin que la justicia, sorda y ciega ella, se haya molestado siquiera en abrir la boca, quizás por no llamar más la atención sobre lo que ya apesta a complicidad pura y simple.

Y de aquellos barros, estos lodos. Aquí se habla de bilingüismo sin tener ni idea de qué cosa será esa y se promulgan leyes que bajo la excusa de eliminar una supuesta imposición, imponen a toda la ciudadanía gallega las normas de los castellano-hablantes del país, a quienes previamente se ha despojado de su propia lengua. Es tan injustificable que hasta en los foros europeos les llaman la atención. La pena es que quizás sean esos foros los únicos que acudan en nuestra ayuda. Hay muchos castellano-hablantes que nos defienden y acuden con nosotros a manifestarse por nuestros legítimos derechos. A quienes leáis estas letras os pido vuestro apoyo, porque aquí nadie está hablando de exclusividad ni de exclusión, sino de convivencia basada en el respeto y el conocimiento cabal y profundo de nuestra realidad. Y nuestra realidad no será tal si nuestra cultura y muy en especial nuestra lengua no es respetada y promovida hasta recuperar la dignidad que se le ha arrebatado por medios muy poco presentables. Es absolutamente obvio que el gallego es la lengua de Galicia. Hasta el Estatuto que Fraga firmó lo dice.

Acabo con unos versos de Victoriano Taibo (que no de Piñeiro, corrijo el apunte) que han ornamentado cientos de blogs como este el Dia das Letras Galegas, jornada que algunos dedicaron a comedias florales y otros a defender en la calle, tan pacífica como rotundamente, su propia cultura.

O galego que non fala
a lingua da súa terra
nin sabe o que ten de seu
nin é merecente dela.

18 de mayo de 2009

Recursos


"Partiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cotas de la miseria."


Groucho Marx.

10 de mayo de 2009

Caracolas


No la recordaba así, tan delgada, envuelta en esas ropas tan livianas que parece que no llevara nada sobre la piel. Entonces no era más que una jovencita algo entrada en carnes, de mirada huidiza y poco sociable, según decía él. Acudía a su amparo como si el mismo aire fuera una amenaza. Recurría a su mano como un náufrago encuentra la salvación: desesperadamente. No supo mucho más de ella después de aquello, cuando sus vidas tomaron caminos diferentes y una parte quedó atrás, aprehendida en aquella casa de maderas y hiedras, algo descompuesta ya por el viento y las heladas.

Esta tarde ha venido a casa Águeda, con la acostumbrada botellita de vino dulce bajo el brazo. Entre ellas no es necesario más que un breve abrazo que confirme a través del tacto la persistencia de un sentimiento afianzado más por el paso del tiempo que por la coincidencia en el pensamiento o las actitudes. Tienen poco que ver Águeda y ella. Hasta el nombre, con esa esdrújula provocadora, le disgusta. Cuando se miran suelen tomarse como pequeños descansos, para que las pupilas se acepten de nuevo una vez han comenzado a notar cierto desagrado. Después se acostumbran y las palabras van y vienen con naturalidad, hasta que surge alguna discrepancia que sortean como siempre han hecho, con elegancia y una cierta condescendencia practicada de antiguo.

Alfredo entra en la sala cuando están casi a punto de despedirse, y eso significa que ya no se van a despedir. Hace un día precioso y te vendrá bien tomar un poco el aire. Él está acostumbrado a hacerse obedecer y ella siempre ha preferido ceder ante sus argumentos. Sigue siendo un marido ejemplar y ha sido un padre atento y solícito. Y si no fuera por él, ni saldría de casa. Los esperan un grupo de amigos en la terraza del café Ideal, a la entrada del parque. En la calle, la tarde los recibe con una airecillo más fresco de lo que sería de esperar, pero Alfredo cree que no hay que tener miedo del aire, que por algo ha estado siempre aquí. Desde la acera de enfrente los mira un crío que vende periódicos y de cuando en cuando se lleva los dedos llenos de tinta a la nariz, para disfrutar del olor penetrante.

Las mujeres caminan con precaución, sorteando hábilmente algún que otro charco producto de las lluvias de ayer, mientras Alfredo les cede el paso y extiende los brazos hacia sus espaldas sin llegar a tocarlas, como un ángel protector que quisiera pasar desapercibido. Luego se apresura a interponerse ante del vendedor de periódicos, como una barrera infranqueable que el crío respeta hasta el punto de no llegar a decir la primera palabra. Debe llevar los pies empapados en esos zapatos llenos de agujeros, el pobrecito, piensa.

Quienes les esperan se levantan de la mesa para recibirlos y el camarero, sabedor de que aquello tomará su tiempo, aprovecha para limpiar alguna mancha en las mesas contiguas. Después de las primeras efusiones se van acomodando poco a poco, con los caballeros ostentosamente erguidos hasta que la última puntilla blanca toma el lugar adecuado en las sillas pintadas del mismo color y se abre alguna sombrilla para protegerse del sol aún alto . La conversación gira sobre los acontecimientos previsibles en las vidas de dos matrimonios con la madurez a punto de cambiar de estado y una viuda que se ha acomodado a sus costumbre toda una vida. Los estudios de los hijos, alguna boda en ciernes y los horarios de los cultos en la iglesia más antigua de la ciudad, que todos visitan asiduamente, son los temas habituales de conversación.

Apenas han empezado a saborear el café, el té o la manzanilla en las pulcras tacitas que el camarero reparte con habilidad por la mesa, cuando se acerca la joven y se presenta a Castor, que la reconoce pasados unos momentos y se levanta para hacerle un sitio mientras Alfredo luce su cortesía habitual y las mujeres saludan con un simple movimiento de cabeza curioseando entre los rasgos delicados de su carita blanca enmarcado por los tirabuzones oscuros y espesos. Es la hija de Eladio. Todos asienten recordando al citado por unas u otras razones. Claudia, la mujer de Castor, más amiga de escuchar que de hablar, luce la expresión de admiración que le produce siempre la gente joven. La recién llegada atrae la atención sin esforzarse, con una voz cálida y bien timbrada que nunca se apresura y no se pierde en detalles banales. Ha venido a ocuparse de algunos asuntos de la casa, casi absolutamente abondonada y por la que parece interesarse alguien en la capital. Mira de frente, con la cabeza ladeada de un modo casi imperceptible del lado de su interlocutor y parece disfrutar escuchando.

Algunos recuerdos se hacen sitio ayudados por la conversación, que deriva hacia rincones de la vida pasada. La vida parece tener dos caras. Una apacible y marcada hace tiempo en el cuaderno de bitácora del que guía la nave y otra tumultuosa e imprevisible que no sabe de previsiones, moldes o conveniencias. La figura de padre emerge entre una bruma de tiempos idos pero presentes, su mano firme pero tierna en los paseos al lado del rio tumultuoso en los inviernos, su gesto duro de un tiempo, y su mirada perdida a la muerte prematura de madre, tan frágil ella, tan poquita cosa y al tiempo tan imprescindible para él. Su gesto, en fin, su figura y hasta su recuerdo penden del fino hilo de la sensación tremenda, terrible, de no haberlo conocido suficientemente. Quizás no haberlo conocido en absoluto. Hasta aquel día.

Nunca supo qué la impulsó a entrar en aquella habitación en la que sólo se entraba por razones bien justificadas, como una limpieza periódica que él supervisaba personalmente sentado en una butaca en el pasillo, enfrente de la puerta. Quizás fue aquel olor a naftalina o la soledad de los libros colocados en la amplia biblioteca, y que nadie tocaba sin su consentimiento. O el olor de la tinta que vertía en aquel papel grueso y amarillento con una pluma larga que hacía correr con maestría dejando en el aire un rumor pacífico. Se había quedado en casa en uno de aquellos días en que sus jaquecas la obligaban a odiar la luz más leve y los ruidos inevitables de la actividad de la gente en la calle.

Recorría el pasillo con un libro en las manos cuando advirtió que la puerta había quedado entornada. Siempre había cerrado mal, porque a las cosas no pueden dárseles órdenes y la humedad de algún invierno se le había acumulado allí donde debía encajar para cerrarse. Distraída por la lectura no fue capaz de advertir otra cosa que la silente llamada de la luz azulada y el olor a tinta y libros viejos y cautivos. Traspasó el umbral casi sin darse cuenta, recorrió las aristas de la biblioteca con el dedo índice y lo frotó contra el pulgar para deshacerse de alguna motita de polvo inevitable. Y después el contorno del escritorio de caoba que alguien había traído de las Filipinas. Aún seguía divagando sobre las líneas sosegadas de su lectura cuando la vista reposó inocente sobre el papel que asomaba bajo el diario doblado cuidadosamente. Y será la distancia nuestra penitencia pero jamás lamentaré haberte amado tanto...

Mientras las voces van y vienen, rememora la lucha que en apenas segundos libraron los dos seres que la habitaron entonces, el uno pugnando por imponer el sosiego a costa del olvido, y el otro empeñado en saber lo que debe saberse. Casi es capaz de sentir de nuevo el tacto áspero del papel cuando retiró el diario lo suficiente para confirmar que aquellas escasas palabras no eran el fruto de una fantasía o un caprichoso juego literario practicado para dejar pasar el tiempo. Evoca su figura paralizada, desde la lejanía de los años transcurridos, depositando de nuevo el diario sobre la superficie del escritorio de manera que aquellas pocas palabras delatoras quedaran completamente ocultas, como si con aquel inútil movimiento pudiera conjurar el pasado, y asegurándose al salir de que la puerta quedara bien cerrada. Aquella tarde pensó en los largos silencios de su madre y en las otrora largas ausencias de aquel padre al que había venerado como a un santo. A la hora de la cena, aquel hombre al que ya no conocía, preguntó por la razón de su silencio y ella dijo estar algo cansada.

Eladio siempre ha sido un gran hombre. Castor suele hacer ese tipo de declaraciones altisonantes, a despecho de su falta de conocimiento de la persona o personas en quienes recaiga el halago. Es su forma, un tanto infantil, de hacerse notar y reconocerse entre lo que él llama gente de bien. Águeda, enemiga de tales exageraciones, suele torcer el gesto y permanece callada hasta que consigue olvidarlo. Alguien recuerda los tiempos en que el tal Eladio trabajaba en Telégrafos y Alfredo comenta su primera entrevista, habla del carácter extrovertido y alegre del personaje, y de lo fácilmente que llegaron a un acuerdo para que se encargara de poner orden en algunos de sus asuntos comerciales. Justo antes de que Inés cayera enferma con aquella dichosa pneumonía. Inés se lleva la taza a los labios y concentra la mirada en el fondo del recipiente y el líquido aún caliente ahora que su nombre ha salido a escena.

¿Es usted Inés? Observa sus ojos negros y húmedos, y asiente. Tendrá que disculparme. Creo que nos hemos visto alguna vez antes de nuestra marcha, pero no estaba segura de reconocerla. Acepta las disculpas con una tímida sonrisa y contempla despacio su mirada familiar. Es para usted. El paquetito, envuelto en papel azul, queda en el centro de la mesa después de hacer un pequeño recorrido por entre los servicios que algunos apartan para que pueda llegar a destino. Alfredo se hace con el y lee las dos palabras que han sido escritas en la superficie más visible con una letra amplia y sosegada. Luego lo deposita en el mismo sitio donde lo encontró sin hacer comentarios. Castor se dirige a la joven interesado por su futuro inmediato y su interésalimenta de nuevo la conversación. Finalmente, la joven se disculpa y se despide sin entretenerse más de lo estrictamente necesario.

Tiene el mismo andar de su padre. Castor no podría negar su interés por la figura alta y delgada que se aleja. Ahora que la joven concentra de nuevo la atención, Inés observa el paquete azulado y la letra primorosa. A punto de tomar de nuevo la tacita de té recuerda que está irremediablemente vacía y entonces Águeda confiesa que está cogiendo frío y se levanta. Castor hace lo propio dirigiéndose al camarero para pagar la deuda, sin atender las protestas rituales de Alfredo. Olvidas el paquete. Es la voz menuda de Claudia. Alfredo lo recoge sin interesarse más por la cuidada letra del remitente. De vuelta a casa tropiezan con algunos conocidos con los que conversan apenas unos instantes y siguen camino sin hablar, hasta que Águeda se despide y la perspectiva acogedora de la casa caldeada los invita a apresurar el paso.

De nuevo en el hogar, se procede a la cena, en silencio, y luego Alfredo se retira a su despacho, donde suele trabajar hasta que el sueño lo vence, a veces sin permitirle llegar al lecho. En medio de la mesa descansa el paquetito azul, triste y desatendido, hasta que ella lo atrae deslizándolo lentamente sobre el mantel de algodón sembrado de florecillas verdes y rojas. Inés Rojas. El grueso trazo de tinta y la caligrafía, amplia y decidida, desmiente cualquier necesidad de discreción. Roto el sello de lacre, Inés retira el delicado papel azulado y contempla con una mirada cálida la cajita de madera ornamentada en la tapa con filigranas plateadas. Dentro no hay más que una breve carta y dos pequeñas y extrañas caracolas.

Lo recuerda sin querer recordarlo, como ha hecho siempre, como si fuera un castigo impuesto por un dios vengativo que dejó hace mucho tiempo de quererla. Lo acoge en su mundo, de nuevo por primera vez, con los cabellos rizos cayendo sobre las cejas rectas y discretas, los ojos negros y húmedos, la nariz escasa y algo respingona y la boca abierta en una sonrisa eterna y sonrosada mientras pregunta por Don Alfredo, por una asunto de negocios. El sol se colaba aquel día por la claraboya del tejado, encendiendo una línea de luz casi cegadora sobre el pasamanos de las escaleras, cuando él salía ya de casa y se despedía cortesmente sin dejar de mirarla y ella correspondía con una inclinación de cabeza y los ojos perdidos ya en sus pupilas negras.

Por decencia se negaría los recuerdos, pero la voluntad se rinde cada día con un poco más de delectación y tras un velo de languidez nace el pasado, apenas unas horas de aquel día en que Alfredo se había ido de viaje e Inés soportaba los últimos alientos de aquella molesta pneumonía. Eladio acudió a la casa como todos los Jueves, al no haber sido advertido de su ausencia. Ella, hastiada de su larga estancia en el lecho, descansaba en un sillón envuelta en una bata cuando sonó la pesada aldaba de la puerta a la hora en que él solía llegar.

Alto turbado cuando se le informa de la ausencia de Alfredo, el hombre se interesa por su estado entre conmentarios intrascendentes. Ella, para confirmar su mejoría camina por la sala moviéndose con soltura hasta que su paso vacila y en apenas segundos los bazos masculinos acuden en su ayuda sin poder evitar el escalofrío que produce el contacto de la piel hasta entonces ajena. Como en un dulce sueño las miradas devienen en caricias y un peso de recuerdos inútiles decreta que no habrá vida si no se vive ahora. En la habitación en penumbras los cuerpos se descubren asombrados y se entregan por fin con la avidez del deseo más inalcanzable. Y después del amor, recuerdo en el recuerdo, ella acaricia los rizos sobre su frente, selecciona un pequeño grupo de cabellos y hace una petición. Regálamelos. Y mientras él sonríe, ella acaricia su pecho y luego su estómago, y al llegar al pubis enreda sus dedos en el vello cobrizo y lo reclama de nuevo. Regálamelos. Él ríe quedamente, como se ríe cuando un crío demanda cualquier imposible y contempla su expresión algo confusa, quizás avergonzada, pero al tiempo gozosa, como si no fuera capaz de reconocer a la Inés de las últimas horas, o los últimos días, o los últimos años... Después, mientras vence la tarde, se les van muriendo las sonrisas desesperadamente y la luz que agoniza abre paso a una pena que los minutos alimentan sin compasión hasta que una puerta apenas entornada anuncia ya la ausencia que será definitiva.

En los últimos tiempos ha adquirido la costumbre de subir a la habitación antes de cenar. En esos días de lluvia que hacen crecer en los humanos la sensación de soledad, Inés abre con cuidado uno de los cajones del tocador y extrae primero un pequeño misal con las tapas de cuero abrillantadas por el uso. Recuerda con qué sensación de alivio abría su padre aquel librito en sus últimos tiempos, en las frecuentes ocasiones en que reclamaba insistentemente un poco de soledad, y ella atistaba por la rendija de la puerta para comprobar de qué asombrosa manera se relajaba su rostro, habitualmente serio y concentrado hasta la severidad. En una pequeña abertura de aquellas tapas encontró más tarde la explicación de su alegría, en un papel blanco escrito con una letra menuda cuyo contenido profanó cuando él ya no estaba entre los vivos.

Después lo devuelve a su lugar y hurga bajo las ropas en una de las esquinas para hacerse con la cajita de madera. La abre y descubre una vez más aquella lacónica línea rematada en puntos suspensivos. Inés, Inés, cómo se nos fue el tiempo... Y debajo una firma amplia con trazos redondos y ligeros. Eladio. Bajo el papel descansan dos pequeños haces de cabellos sujetos con finísima cinta, uno negro y otro de tonos más cobrizos, con los que ella juega unos instantes hasta dejarse vencer por la tentación de llevarlos sobre los labios para recuperar el aroma de aquel pecado delicioso. Si oye crujir las maderas de la escalera lo devuelve con calma a su lugar y contempla el mundo en la ventana hasta que Alfredo la reclama desde la puerta para la cena. Normalmente, como hoy ocurre, se limita a darle una voz desde el piso de abajo y ella responde con el deje cansino que él interpretará como un signo más de familiaridad.