10 de mayo de 2009

Caracolas


No la recordaba así, tan delgada, envuelta en esas ropas tan livianas que parece que no llevara nada sobre la piel. Entonces no era más que una jovencita algo entrada en carnes, de mirada huidiza y poco sociable, según decía él. Acudía a su amparo como si el mismo aire fuera una amenaza. Recurría a su mano como un náufrago encuentra la salvación: desesperadamente. No supo mucho más de ella después de aquello, cuando sus vidas tomaron caminos diferentes y una parte quedó atrás, aprehendida en aquella casa de maderas y hiedras, algo descompuesta ya por el viento y las heladas.

Esta tarde ha venido a casa Águeda, con la acostumbrada botellita de vino dulce bajo el brazo. Entre ellas no es necesario más que un breve abrazo que confirme a través del tacto la persistencia de un sentimiento afianzado más por el paso del tiempo que por la coincidencia en el pensamiento o las actitudes. Tienen poco que ver Águeda y ella. Hasta el nombre, con esa esdrújula provocadora, le disgusta. Cuando se miran suelen tomarse como pequeños descansos, para que las pupilas se acepten de nuevo una vez han comenzado a notar cierto desagrado. Después se acostumbran y las palabras van y vienen con naturalidad, hasta que surge alguna discrepancia que sortean como siempre han hecho, con elegancia y una cierta condescendencia practicada de antiguo.

Alfredo entra en la sala cuando están casi a punto de despedirse, y eso significa que ya no se van a despedir. Hace un día precioso y te vendrá bien tomar un poco el aire. Él está acostumbrado a hacerse obedecer y ella siempre ha preferido ceder ante sus argumentos. Sigue siendo un marido ejemplar y ha sido un padre atento y solícito. Y si no fuera por él, ni saldría de casa. Los esperan un grupo de amigos en la terraza del café Ideal, a la entrada del parque. En la calle, la tarde los recibe con una airecillo más fresco de lo que sería de esperar, pero Alfredo cree que no hay que tener miedo del aire, que por algo ha estado siempre aquí. Desde la acera de enfrente los mira un crío que vende periódicos y de cuando en cuando se lleva los dedos llenos de tinta a la nariz, para disfrutar del olor penetrante.

Las mujeres caminan con precaución, sorteando hábilmente algún que otro charco producto de las lluvias de ayer, mientras Alfredo les cede el paso y extiende los brazos hacia sus espaldas sin llegar a tocarlas, como un ángel protector que quisiera pasar desapercibido. Luego se apresura a interponerse ante del vendedor de periódicos, como una barrera infranqueable que el crío respeta hasta el punto de no llegar a decir la primera palabra. Debe llevar los pies empapados en esos zapatos llenos de agujeros, el pobrecito, piensa.

Quienes les esperan se levantan de la mesa para recibirlos y el camarero, sabedor de que aquello tomará su tiempo, aprovecha para limpiar alguna mancha en las mesas contiguas. Después de las primeras efusiones se van acomodando poco a poco, con los caballeros ostentosamente erguidos hasta que la última puntilla blanca toma el lugar adecuado en las sillas pintadas del mismo color y se abre alguna sombrilla para protegerse del sol aún alto . La conversación gira sobre los acontecimientos previsibles en las vidas de dos matrimonios con la madurez a punto de cambiar de estado y una viuda que se ha acomodado a sus costumbre toda una vida. Los estudios de los hijos, alguna boda en ciernes y los horarios de los cultos en la iglesia más antigua de la ciudad, que todos visitan asiduamente, son los temas habituales de conversación.

Apenas han empezado a saborear el café, el té o la manzanilla en las pulcras tacitas que el camarero reparte con habilidad por la mesa, cuando se acerca la joven y se presenta a Castor, que la reconoce pasados unos momentos y se levanta para hacerle un sitio mientras Alfredo luce su cortesía habitual y las mujeres saludan con un simple movimiento de cabeza curioseando entre los rasgos delicados de su carita blanca enmarcado por los tirabuzones oscuros y espesos. Es la hija de Eladio. Todos asienten recordando al citado por unas u otras razones. Claudia, la mujer de Castor, más amiga de escuchar que de hablar, luce la expresión de admiración que le produce siempre la gente joven. La recién llegada atrae la atención sin esforzarse, con una voz cálida y bien timbrada que nunca se apresura y no se pierde en detalles banales. Ha venido a ocuparse de algunos asuntos de la casa, casi absolutamente abondonada y por la que parece interesarse alguien en la capital. Mira de frente, con la cabeza ladeada de un modo casi imperceptible del lado de su interlocutor y parece disfrutar escuchando.

Algunos recuerdos se hacen sitio ayudados por la conversación, que deriva hacia rincones de la vida pasada. La vida parece tener dos caras. Una apacible y marcada hace tiempo en el cuaderno de bitácora del que guía la nave y otra tumultuosa e imprevisible que no sabe de previsiones, moldes o conveniencias. La figura de padre emerge entre una bruma de tiempos idos pero presentes, su mano firme pero tierna en los paseos al lado del rio tumultuoso en los inviernos, su gesto duro de un tiempo, y su mirada perdida a la muerte prematura de madre, tan frágil ella, tan poquita cosa y al tiempo tan imprescindible para él. Su gesto, en fin, su figura y hasta su recuerdo penden del fino hilo de la sensación tremenda, terrible, de no haberlo conocido suficientemente. Quizás no haberlo conocido en absoluto. Hasta aquel día.

Nunca supo qué la impulsó a entrar en aquella habitación en la que sólo se entraba por razones bien justificadas, como una limpieza periódica que él supervisaba personalmente sentado en una butaca en el pasillo, enfrente de la puerta. Quizás fue aquel olor a naftalina o la soledad de los libros colocados en la amplia biblioteca, y que nadie tocaba sin su consentimiento. O el olor de la tinta que vertía en aquel papel grueso y amarillento con una pluma larga que hacía correr con maestría dejando en el aire un rumor pacífico. Se había quedado en casa en uno de aquellos días en que sus jaquecas la obligaban a odiar la luz más leve y los ruidos inevitables de la actividad de la gente en la calle.

Recorría el pasillo con un libro en las manos cuando advirtió que la puerta había quedado entornada. Siempre había cerrado mal, porque a las cosas no pueden dárseles órdenes y la humedad de algún invierno se le había acumulado allí donde debía encajar para cerrarse. Distraída por la lectura no fue capaz de advertir otra cosa que la silente llamada de la luz azulada y el olor a tinta y libros viejos y cautivos. Traspasó el umbral casi sin darse cuenta, recorrió las aristas de la biblioteca con el dedo índice y lo frotó contra el pulgar para deshacerse de alguna motita de polvo inevitable. Y después el contorno del escritorio de caoba que alguien había traído de las Filipinas. Aún seguía divagando sobre las líneas sosegadas de su lectura cuando la vista reposó inocente sobre el papel que asomaba bajo el diario doblado cuidadosamente. Y será la distancia nuestra penitencia pero jamás lamentaré haberte amado tanto...

Mientras las voces van y vienen, rememora la lucha que en apenas segundos libraron los dos seres que la habitaron entonces, el uno pugnando por imponer el sosiego a costa del olvido, y el otro empeñado en saber lo que debe saberse. Casi es capaz de sentir de nuevo el tacto áspero del papel cuando retiró el diario lo suficiente para confirmar que aquellas escasas palabras no eran el fruto de una fantasía o un caprichoso juego literario practicado para dejar pasar el tiempo. Evoca su figura paralizada, desde la lejanía de los años transcurridos, depositando de nuevo el diario sobre la superficie del escritorio de manera que aquellas pocas palabras delatoras quedaran completamente ocultas, como si con aquel inútil movimiento pudiera conjurar el pasado, y asegurándose al salir de que la puerta quedara bien cerrada. Aquella tarde pensó en los largos silencios de su madre y en las otrora largas ausencias de aquel padre al que había venerado como a un santo. A la hora de la cena, aquel hombre al que ya no conocía, preguntó por la razón de su silencio y ella dijo estar algo cansada.

Eladio siempre ha sido un gran hombre. Castor suele hacer ese tipo de declaraciones altisonantes, a despecho de su falta de conocimiento de la persona o personas en quienes recaiga el halago. Es su forma, un tanto infantil, de hacerse notar y reconocerse entre lo que él llama gente de bien. Águeda, enemiga de tales exageraciones, suele torcer el gesto y permanece callada hasta que consigue olvidarlo. Alguien recuerda los tiempos en que el tal Eladio trabajaba en Telégrafos y Alfredo comenta su primera entrevista, habla del carácter extrovertido y alegre del personaje, y de lo fácilmente que llegaron a un acuerdo para que se encargara de poner orden en algunos de sus asuntos comerciales. Justo antes de que Inés cayera enferma con aquella dichosa pneumonía. Inés se lleva la taza a los labios y concentra la mirada en el fondo del recipiente y el líquido aún caliente ahora que su nombre ha salido a escena.

¿Es usted Inés? Observa sus ojos negros y húmedos, y asiente. Tendrá que disculparme. Creo que nos hemos visto alguna vez antes de nuestra marcha, pero no estaba segura de reconocerla. Acepta las disculpas con una tímida sonrisa y contempla despacio su mirada familiar. Es para usted. El paquetito, envuelto en papel azul, queda en el centro de la mesa después de hacer un pequeño recorrido por entre los servicios que algunos apartan para que pueda llegar a destino. Alfredo se hace con el y lee las dos palabras que han sido escritas en la superficie más visible con una letra amplia y sosegada. Luego lo deposita en el mismo sitio donde lo encontró sin hacer comentarios. Castor se dirige a la joven interesado por su futuro inmediato y su interésalimenta de nuevo la conversación. Finalmente, la joven se disculpa y se despide sin entretenerse más de lo estrictamente necesario.

Tiene el mismo andar de su padre. Castor no podría negar su interés por la figura alta y delgada que se aleja. Ahora que la joven concentra de nuevo la atención, Inés observa el paquete azulado y la letra primorosa. A punto de tomar de nuevo la tacita de té recuerda que está irremediablemente vacía y entonces Águeda confiesa que está cogiendo frío y se levanta. Castor hace lo propio dirigiéndose al camarero para pagar la deuda, sin atender las protestas rituales de Alfredo. Olvidas el paquete. Es la voz menuda de Claudia. Alfredo lo recoge sin interesarse más por la cuidada letra del remitente. De vuelta a casa tropiezan con algunos conocidos con los que conversan apenas unos instantes y siguen camino sin hablar, hasta que Águeda se despide y la perspectiva acogedora de la casa caldeada los invita a apresurar el paso.

De nuevo en el hogar, se procede a la cena, en silencio, y luego Alfredo se retira a su despacho, donde suele trabajar hasta que el sueño lo vence, a veces sin permitirle llegar al lecho. En medio de la mesa descansa el paquetito azul, triste y desatendido, hasta que ella lo atrae deslizándolo lentamente sobre el mantel de algodón sembrado de florecillas verdes y rojas. Inés Rojas. El grueso trazo de tinta y la caligrafía, amplia y decidida, desmiente cualquier necesidad de discreción. Roto el sello de lacre, Inés retira el delicado papel azulado y contempla con una mirada cálida la cajita de madera ornamentada en la tapa con filigranas plateadas. Dentro no hay más que una breve carta y dos pequeñas y extrañas caracolas.

Lo recuerda sin querer recordarlo, como ha hecho siempre, como si fuera un castigo impuesto por un dios vengativo que dejó hace mucho tiempo de quererla. Lo acoge en su mundo, de nuevo por primera vez, con los cabellos rizos cayendo sobre las cejas rectas y discretas, los ojos negros y húmedos, la nariz escasa y algo respingona y la boca abierta en una sonrisa eterna y sonrosada mientras pregunta por Don Alfredo, por una asunto de negocios. El sol se colaba aquel día por la claraboya del tejado, encendiendo una línea de luz casi cegadora sobre el pasamanos de las escaleras, cuando él salía ya de casa y se despedía cortesmente sin dejar de mirarla y ella correspondía con una inclinación de cabeza y los ojos perdidos ya en sus pupilas negras.

Por decencia se negaría los recuerdos, pero la voluntad se rinde cada día con un poco más de delectación y tras un velo de languidez nace el pasado, apenas unas horas de aquel día en que Alfredo se había ido de viaje e Inés soportaba los últimos alientos de aquella molesta pneumonía. Eladio acudió a la casa como todos los Jueves, al no haber sido advertido de su ausencia. Ella, hastiada de su larga estancia en el lecho, descansaba en un sillón envuelta en una bata cuando sonó la pesada aldaba de la puerta a la hora en que él solía llegar.

Alto turbado cuando se le informa de la ausencia de Alfredo, el hombre se interesa por su estado entre conmentarios intrascendentes. Ella, para confirmar su mejoría camina por la sala moviéndose con soltura hasta que su paso vacila y en apenas segundos los bazos masculinos acuden en su ayuda sin poder evitar el escalofrío que produce el contacto de la piel hasta entonces ajena. Como en un dulce sueño las miradas devienen en caricias y un peso de recuerdos inútiles decreta que no habrá vida si no se vive ahora. En la habitación en penumbras los cuerpos se descubren asombrados y se entregan por fin con la avidez del deseo más inalcanzable. Y después del amor, recuerdo en el recuerdo, ella acaricia los rizos sobre su frente, selecciona un pequeño grupo de cabellos y hace una petición. Regálamelos. Y mientras él sonríe, ella acaricia su pecho y luego su estómago, y al llegar al pubis enreda sus dedos en el vello cobrizo y lo reclama de nuevo. Regálamelos. Él ríe quedamente, como se ríe cuando un crío demanda cualquier imposible y contempla su expresión algo confusa, quizás avergonzada, pero al tiempo gozosa, como si no fuera capaz de reconocer a la Inés de las últimas horas, o los últimos días, o los últimos años... Después, mientras vence la tarde, se les van muriendo las sonrisas desesperadamente y la luz que agoniza abre paso a una pena que los minutos alimentan sin compasión hasta que una puerta apenas entornada anuncia ya la ausencia que será definitiva.

En los últimos tiempos ha adquirido la costumbre de subir a la habitación antes de cenar. En esos días de lluvia que hacen crecer en los humanos la sensación de soledad, Inés abre con cuidado uno de los cajones del tocador y extrae primero un pequeño misal con las tapas de cuero abrillantadas por el uso. Recuerda con qué sensación de alivio abría su padre aquel librito en sus últimos tiempos, en las frecuentes ocasiones en que reclamaba insistentemente un poco de soledad, y ella atistaba por la rendija de la puerta para comprobar de qué asombrosa manera se relajaba su rostro, habitualmente serio y concentrado hasta la severidad. En una pequeña abertura de aquellas tapas encontró más tarde la explicación de su alegría, en un papel blanco escrito con una letra menuda cuyo contenido profanó cuando él ya no estaba entre los vivos.

Después lo devuelve a su lugar y hurga bajo las ropas en una de las esquinas para hacerse con la cajita de madera. La abre y descubre una vez más aquella lacónica línea rematada en puntos suspensivos. Inés, Inés, cómo se nos fue el tiempo... Y debajo una firma amplia con trazos redondos y ligeros. Eladio. Bajo el papel descansan dos pequeños haces de cabellos sujetos con finísima cinta, uno negro y otro de tonos más cobrizos, con los que ella juega unos instantes hasta dejarse vencer por la tentación de llevarlos sobre los labios para recuperar el aroma de aquel pecado delicioso. Si oye crujir las maderas de la escalera lo devuelve con calma a su lugar y contempla el mundo en la ventana hasta que Alfredo la reclama desde la puerta para la cena. Normalmente, como hoy ocurre, se limita a darle una voz desde el piso de abajo y ella responde con el deje cansino que él interpretará como un signo más de familiaridad.

5 comentarios:

Luisa Tejada dijo...

Hola, Xocas. Escribes muy bien, me ha gustado tu estilo y la construcción del relato.
Te estaré siguiendo.
Un abrazo!!

Shunyata dijo...

Hola Xovas, gracias por tus palabras de aliento, tu relato es muy bueno... seguire pasando por aqui , un abrazo

Anónimo dijo...

Me dejaste sin palabras. La historia es apasionante y más el modo en que la relatas.Excelente cuento. Muy bien logrado el ritmo, de la superficie al interior, de lo que se muestra al secreto.Un abrazo y mi admiración a tu talento, querido amigo Xocas.
Evabuenosayres

cielo claro dijo...

Hacia mucho tiempo que no leía algo que me dejara un nudito en la garganta que no quiere salir, porque prefiere quedarse con la dulzura de tu cuento. Maravilloso, te sigo, me encantó leerte. Felicitaciones, un placer un oásis vagar por tus espacios de letras.

Un abrazo chileno.

Jose Ramon Santana Vazquez dijo...

...mi padre es de san juan de tabagon, soy un enamorado de la tierra que tomas para sentir, asi como la materna en asturias, tienes mucha razon...desde esas maravillosas vistas y en mis horas rotas te envio el mayor de los abrazos con añoranza, este verano recorrere la galicia sacra...jose ramon...---