23 de junio de 2009

Fito

Se sentó en el sitio de costumbre, encima de una roca de cuarzo ennegrecido por las corrientes frías del invierno y el polvo que nacía en las charcas cuando los rayos del sol decretaban la llegada de la primavera. La vio llegar con prisas, con el pañuelo echado por la cabeza como quien quiere protegerse del sol, pero él sabía que no era del sol de lo que se protegía. Se le humedecieron los ojos sin querer, y bajaron al suelo, dejando la planicie por dónde la mujer caminaba a buen paso en dirección al molino. Elevó la mirada por los bosques y comenzó a rascar en la roca con la punta metálica de la peonza, que aún llevaba la cuerda rodeando su cuerpo de madera, redondo y cumplido. Qué mejor le sería quedarse en casa, pensó, con los labios fruncidos en un gesto de ira. A punto de perderla de vista, bajó de la roca y siguió de nuevo el sendero en el que quedaban apenas las huellas de las lluvias de antes del domingo.

Caminó sin perderla de vista, siempre al amparo del bosque, hasta llegar al puente de madera donde tuvo que dejar el camino y saltar por encima de la valla de las tierras del Chisco, procurando no dejar huellas, por culpa del mal genio de aquel viejo. Cuidando de poner los pies sobre de la hierba fresca, para evitar que lo oyeran, rodeó el molino . Iba el sol alto ya, y aquel mirlo corría por el suelo delante de él, sin echar a volar, anunciando su presencia con un grito irreductible. El viento pasaba perezoso por entre las ramas de los abedules, al lado del arroyo, y traía el murmullo de las campanas de las vacas prado abajo. Paró unos instantes a contemplar por un momento aquel bosque familiar del pequeño valle. Olía a tierra y agua. A excrementos del ganado y flor de jara. Aquella tarde iba a hacer calor. Mantenía heroicamente la esperanza de que algún día no ocurriera absolutamente nada, pero era inútil... Poco antes de que ella saliera por la puerta de atrás y abrazara inexplicablemente a aquel tipo flaco y largo, volvió a escuchar aquellos gemidos que iban aumentando de ritmo e intensidad hasta que ya se le hacía imposible seguir allí.

Aquel jueves no hubo manera de librarse de la carraca del Nicanor, apodado el Chambón, que los llevaba a la escuela del pueblo siempre que el tiempo y las tareas lo permitían. La mujer insistía en acompañarlo y no había manera de quitárselo de la cabeza. Fito pensó que tendría que buscar alguna estrategia mas eficaz para huir de aquella cosa insoportable que llamaban escuela. Los chavales del pueblo no le eran simpáticos y las chavalas andaban siempre lejos, apartadas en otra sala, todas juntitas, a lo mejor tenían miedo de que se volviera hombres. El maestro aquel, que se hacía llamar Don Braulio, estaba ya sentado en la mesa, delante del mapa surcado por líneas gruesas y negras que dividían las provincias, y marcaban el curso de los grandes ríos. Por más que se esforzaba no conseguía llegar a entender realmente lo que decía. De una parte, porque hablaba mal, y de otra porque lo hacía en aquel castellano duro y lejano que resultaba imposible comprender.

Cuando aquello acabó, echó un suspiro hondo y salió raudo. Había alguna gente esperando a los chavales del pueblo. Algún hombre también. Hombres bien vestidos que los cogían de la mano, mirándolos con cariño, y a veces se arrodillaban para componerles los botones de la camisa, o los cordones de los zapatos. Hombres altos y fuertes como robles. Nada podía pasar al lado de un hombre como aquellos. Tardó en llegar aquella tarde el Chambón. Carlos, el hijo de su padrino de Contes, se acercó con ganas de pasar el tiempo en una pelea de las que tanto le gustaban. Lo despidió con un tortazo rotundo y se quedó mirando las piernas largas y derechitas de aquella rubia de Quintáns, alta y delgada como un aliso, pensando en el trabajo que le costaba dirigirle la palabra. Ella lo miró también y siguió hablando con las amigas levantando la voz para hacerle la competencia a los gorriones que rondaban por los tejados.

Se sentó a su altura, al otro lado del pasillo que separaba las dos filas de asientos. Mientras el cacharro aquel los vapuleaba sin compasión pensó que sería agradable tenerla más cerca cuando sorteaban los baches invencibles de los caminos. Notó su mirada y se hizo el interesante recordando que llevaba en el bolsillo de la camisa una mariposita que había encontrado ya muerta tras los cristales de la ventana de la escuela. La depositó en la palma de la mano acariciándola delicadamente con las yemas de los dedos. La niña se quedó mirando con los ojos como platos y él sonrió con el gesto de pícaro que su madre le celebraba a veces. Estaba claro que había atraído su interés, de manera que terminó por acercársela para que pudiera verla tranquilamente. Miró a la mariposa, luego la miró a ella, y no supo cual de las dos le gustaba más. Me llamo Berta. Es tuya? Claro... yo soy Fito.

A Berta la fue a recoger una mujer ancha de caderas y rubia como ella, y un hombre que llevaba aún el sombrero de paja en la cabeza. Un hombre fuerte junto al que nunca podría pasar nada. Mientras se alejaban vio como su madre le hacía gestos desde la puerta de la casa de Teresa, la costurera. Ya iba en manga corta. Apenas pasaba marzo y ya su madre comenzaba a tener calor. Andaba con el mandil de flores rojas, encima de aquella falda blanca que solía poner cuando iba al molino. Atendió a sus preguntas mientras hacían camino y escurrió la mano cuando ella hizo ademán de cogerlo. Preguntó qué le pasaba y él no quiso contestar.

Merendó un pedazo de membrillo con un trozo del pan de maíz que les traía el abuelo una vez por semana. Sabía bien. Terminada la merienda resolvió fácilmente unos problemas de matemáticas, completando después la mitad de las frases que les había mandado aquel Don Braulio incomprensíble. Madre quedó mirándolo desde la mesa cuando se fue a cama dejando un tímido buenas noches.

Aquel día estaba a punto de llegar al gran cuarzo que era su trono cuando ella se le atravesó en el camino. ¿Puede saberse a dónde vas tú? No respondió. Echó andar hacia la aldea con las manos en los bolsillos y la boca cerrada, sintiendo los pasos a sus espaldas. ¿Pero que demonios te pasa? Caminaba más y más deprisa, pero no conseguía dejarla atrás. Iban llegando al enorme castaño del cruce de Parada cuando se detuvo ante él, le cogió la carita con las manos y lo miró con aquellos ojos que no sabían decir mentiras. ¿Que tiene mi cariñito? Medio se revolvió sin quitar las manos de los bolsillos, miró al suelo y luego a aquellos ojos que pedían ayuda. Se le mojaron las mejillas sin poder evitarlo, antes de que aquellas manos recogieran la lluvia de los ojos y la repartieran por la piel. Abrazado a ella, se sintió volar hasta descansar en su pecho blando y confortable, con los brazos rodeando el cuello blanco y los cabellos rizados haciéndole cosquillas en la nariz. Y habló. No quiero que te haga llorar. Ella volvió la cabeza queriendo mirarlo bien de cerca, pero él se cogió tozudo del cuello que le procuraba refugio. La madre que te parió... Echó a reír como una loca y él pensó que no había manera de entender a las mujeres. Tan pronto reían como lloraban. Finalmente lo echó de nuevo al suelo, se le acercó, y con la carita muy pegada a la suya, habló. Cariño mío... a veces se llora de alegría, y otras.... de otras cosas.

Pasaba la semana y la falda blanca seguía reposando indiferente en el respaldo de aquella silla vieja en su habitación. Volvía de la mano del abuelo un día cualquiera cuando los vio hablando a la vuelta de la casa de los de Paredes. Hablaban con urgencia, con las caras muy cercanas y gesticulando sin parar. El abuelo rezongó algo por lo bajo y se metió por la calleja donde estaba la barbería del Cuco, su amigo de siempre. Llegaron allá y el Cuco dijo que ya podían crecer sus pinos como crecía el chaval. Se pusieron de charla el barbero y el abuelo, así que buscó un rincón desde donde seguir la conversación de la pareja. Seguían hablando sin parar y a veces se ponían uno de espaldas al otro, como si discutieran. Finalmente la mujer echó a andar con el paso largo, sin despedirse, y el hombre quedó mirándola con una mano en el bolsillo y la otra levantada en el aire, como pidiendo limosna.

Cuando entraron en la casa había un plato encima de la mesa con un par de piezas de membrillo, un poco de queso curado y un trozo de pan de maíz. El abuelo llamó a la puerta de la habitación, entró y luego volvió a cerrarla para no dejar escapar el llanto de la mujer. No se entretuvo mucho. Cuando lo vio salir, preguntó con la mirada pero el viejo hizo un gesto quitándole importancia. Aún tuvo tiempo de contarle un par de cuentos mientras roía el queso. Después estuvo enredando en un estante que siempre amenazaba con venirse abajo mientras él recogía el plato y los cubiertos, y finalmente fue hacia su habitación y abrió la ropa de la cama, comprobando que todo quedaba en orden. Le dio un beso, echó la chaqueta por los hombros y guiñó un ojo antes de abrir la puerta. Desde fuera, a través del cristal, le hizo un gesto para que corriera el pasador.

El sábado amaneció con el sol contento. Abrió las contraventanas y a poco el mirlo vino a posarse en su rama favorita. Le gustaba jugar a invertir los colores, así que imaginó como sería si tuviera el pico negro y el cuerpo de aquel tono tan llamativo. Ella iba y venía ya por la cocina, cacharreaba en el vertedero y de vez en cuando salía afuera, levantando un lamento en la puerta que daba al patio. Se vistió con prisas por salir de la casa y pasó por el baño para mojar apenas las mejillas y las orejas soñando ya con los saltamontes y las santateresas y quien sabe lo que iba a encontrar bajo la higuera con su compañero Xan, el hijo de Marica. Pasaba al comedor con la toalla aún en las manos, cuando entró ella. Tenía los ojos hundidos y sorbía el aire por la nariz con el ruido de quien anda con la catarrera encima. ¿Desayunaste? Negó con la cabeza mientras devolvía la toalla a su lugar habitual. Entonces llamaron a la puerta.

La cortina que cubría el cristal dejaba ver una figura alta y delgada que le era familiar. Ella quedó parada, cruzó los brazos sobre el pecho y finalmente abrió. Entró él sin dudar y dejó la maleta en el suelo, mirándola. Después salió de nuevo y volvió con algo entre los dedos. Se acercó a Fito y le enseñó aquello. Aquella condenada hierba no paraba de dar vueltas, como si fuera capaz de tomar decisiones. El chaval andaba asombrado con aquel fenómeno. Miró la cara rasurada de aquel hombre largo y silencioso. Sonreía sin despegar los labios, pero tenía una risa también en los ojos, grandes y oscuros, que nunca había tenido oportunidad de contemplar. Cógelo. Fito tiró delicadamente hasta retirar la hierba misteriosa de la mano grande y fuerte. Sintió la piel endurecida por el trabajo y lo miró otra vez, ya sin miedo. Se le abrió la sonrisa cuando él le pasó la mano entre los cabellos. Entonces su madre volvió a llorar y el hombre se levantó, le echó los brazos alrededor, muy despacio, y ella, acomodada contra de su pecho, siguió llorando.

Fito acabó por pensar que su madre, por unas razones o por otras, lloraba todo el tiempo. Y no entendió por qué aquel hombre era capaz de reír cuando su madre lloraba

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