12 de enero de 2008

Frente a un amigo


Acudo una vez más, como tantas otras. Busco un murmullo constante y apacible, velado tras las luces del día o las sombras de la noche. Un viento de paz, un curso insignificante de sucesos quizá sin importancia. Busco las coordenadas exactas de la calma. El rumbo preciso de las cosas que tienen sentido más allá de su utilidad o su necesidad. La importancia de un paso que se da después de otro, porque es asombrosamente agradable dar un paso y después otro, puede que mirando hacia el suelo para ser consciente de la existencia del que camina y del camino que le da cobijo. Caminar es una forma como otra cualquiera de ser feliz.

He de dar las gracias al automóvil que me trajo hasta aquí, obediente, pero lleno a rebosar de miles de retazos de todas esas cosas que hacemos porque tenemos que hacer y luego se quedan como pegadas a los rincones. Incluso a los del coche. El mío huele al desinfectante que ayer necesitó una herida que me hice no sé muy bien para qué, y al tinte de las bolsas de plástico que te dan en el súper, y a las agujas de los pinos que se me enredan en el calzado cuando me pierdo por los paisajes.

Ya he aprendido a acercarme a este rincón sin prisas. A reposar la vista en los tonos cambiantes del horizonte, en los contornos de los castaños, redondeados en la distancia como algodones, y en las lomas que mecen el paisaje como una tela gigantesca que fuera a pintar algún cíclope. La carretera serpentea paciente entre las crestas y los valles envidiando la soledad de estos caminos. De vez en cuando distingo una silueta humana a lo lejos, velando al ganado. Casi siempre sentada y sólo delatada por una camisa de cuadros de un color violento. Seguramente tendrá una navaja entre las manos y entretendrá las horas afilando una vara que representa los sueños de ayer o de mañana.

Las lineas blancas del asfalto pugnan por vencer la tendencia a soñar esos misteriosos tonos que uno no sabría definir, porque decir aquí verde, amarillo, ocre... es decir nada. Ves miles de hojas tendidas al pie de los troncos centenarios y parece que cada una tuviera su propio color. No es un día de esos que han dado en definir como "buenos" no se sabe bien por qué razón, sino un hermoso día. Las nubes viajan lamiendo las cimas de los montes descubriendo aquí y allá espacios cargados de pinos crecidos o robles heroicos. Los contornos vegetales dividen la tierra en lo próximo y lo lejano, en una gradación infinita de grises húmedos y cenicientos.

La carretera desciende de lo alto adivinando ensenadas ocultas por los eucaliptos. Un aroma que se asocia inmediatamente con la proximidad del destino deseado. Pequeñas aldeas con cubículos de latón o metacrilato para que la chavalada se guarezca de la lluvia mientras el autobús no llega. Farmacia, calzados Pili, ultramarinos Chón, café Plaza. La utilidad del pvc suele arruinar el mensaje de la pizarra llegada aquí hace tanto tiempo que el musgo no permite ver su color. Piedras venerables como los ancianos y mucho más longevas. Testigos eternos y desinteresados de nuestra invencible torpeza.

Y entonces llega ese olor que es casi como un presentimiento. La sal en los brazos de la brisa, a veces perezosa y a veces violenta casi, descarada. Qué cerca estás... Doblas una curva y, por fin, ahí está ese manto azul aparentemente inmóvil, inmutable, estoico, paternal, eterno... Luego se esconde tras las moles de labrillo, los bosques de pinos o eucaliptos, el espigón del puerto donde las lanchas pintan de color el día gris, las calles que trepan la montaña, las grúas, los chamizos... Al fin, ya por tus propios medios, subes las dunas azotadas por la brisa imparable, mecido por el rumor constante de la marea, hundes los pies en la arena casi blanca, dócil, caminas derecho a su encuentro y enseguida recuerdas que una ola es un abrazo. Un ir y venir de afectos entre almas fundidas por el calor de la caricia. Cuando ya has saludado como corresponde, mirándolo de frente con los ojos fijos en la última línea del horizonte, eres libre de caminar a su lado, escuchar sus reproches y reclamar perdón humildemente por este reciente abandono que no ha de ser el último. Y si eres sensato, antes de marchar te sentarás en una de esas dunas, sin perturbar la paz de la artemisa o el escurridizo pulgón , volverás a mirar bien de frente al vaivén incansable del agua que te escucha y te reconocerás abiertamente feliz de estar frente a un amigo.
Si no hubiera mar la paz no existiría.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es quen de aprehender nas imaxes, nas verbas e nos ollos de quen te le as paisaxes máis fermosas.
Certamente tes un don para a descrición. Case diría que neste momento a miña casa está a encherse cos olores dos eucaliptos e da mar inmensa. Incluso necesitei sentar tras a camiñada por eses montes e esas praias.
Agora, con esta curiosidade que me caracteriza, botarei unha ollada aos recunchos para escudriñar novas historias nacidas nas coordenadas da calma.

(espero que a ferida non fose grave ;-))