20 de enero de 2008

La última palabra


-Quiero dejarlo- dijo. Miraba hacia el exterior, inmóvil, removiendo el café con toda la calma del mundo. Lo dijo sin alzar la voz y sin darle al escueto mensaje un tono especial. Habíamos discutido miles de veces y jamás había observado aquella expresión en su rostro. No era ira, ni siquiera animosidad. Parecía la estampa de la serenidad, con la vista fija en el infinito y el pecho subiendo y bajando al recibir el aire y expulsarlo después.

Me quedé mirando el mantel de cuadros blancos y azules. Había unas débiles líneas rojas marcando los contornos allí donde dos cuadros de colores diferentes unían sus vértices. Era la primera vez que las veía. La miré y ella volvió la vista hacia mi recorriendo mis rasgos en un breve viaje que terminó pronto en aquel infinito del exterior.

Mi mano se detuvo un instante y continuó después pelando aquella manzana. Era de esas de piel brillante, roja como la lujuria. De repente la luz de la sala parecía distinta. La tele emitía un ruido tenaz e inútil, olvidada en algún rincón del apartamento. Concha reprendía a su hijo con energía en el piso de abajo.
Se llevó la taza de café a los labios y yo continué mirando aquellas líneas rojas preguntándome cuantas cosas pasamos por alto cada día. Cada minuto.

-Vale- dije. Y mi voz sonó falsa, hueca, como si quisiera dar una falsa impresión de tranquilidad. Las líneas rojas mantenían mi mirada hipnotizada, como si no hubiera nada más entre aquellas paredes. La manzana y su piel escarlata cayeron al platillo y luego rodaron por el mantel. Las observé como si tuvieran vida propia y luego vi caer el cuchillo de mi mano, estrellándose en el suelo con un quejido estrepitoso.

La miré de nuevo al fondo de los ojos, intensamente. Me contempló unos segundos, abatió las pestañas un par de veces y se llevó la tacita a los labios. Recogí el cuchillo del suelo y lo deposité lenta y suavemente sobre el punto de unión de aquellos dos cuadritos.

Me levanté y caminé despacio por el corto pasillo. Detuve mis pasos ante aquella reproducción de la mujer en la ventana. Me gustaba el aire familiar y real de aquella escena. Una mujer de espaldas ante el pedacito de mundo que una ventana puede dejar ver. Luego vi la ligera gabardina en el suelo, en el mismo sitio en que ella la había dejado ayer noche y hoy por la mañana. Y ahora no sentía cólera sino melancolía. La sensación de haber sido parido de nuevo en una sala blanca, gélida, silenciosa, aséptica e inhabitada.

Entré en la habitación y apagué la tele. El silencio señaló las sábanas revueltas y la colcha apartada hacia abajo en una especie de abandono. El despertador marcaba las diez menos cuarto. Era sábado pero ya no sería un día cualquiera. Recogí uno de sus calcetines del suelo vencido por mi contumaz sentido del orden. Lo acerqué a las fosas nasales, lentamente y aspiré aquella mezcla de olor a cuero, sudor y piel de hembra. Me arrodillé para buscar el otro bajo la cama. Estiré el brazo y al aproximar la cara a las sábanas fui víctima otra vez de aquel olor a cuerpo. Olvidé el calcetín y respiré unos instantes un aire líquido, preñado de gemidos pasados. Un mar de recuerdos ondulados en un mundo de sueños y abrazos que ya no era nuestro. El fin del mundo.

Volví hasta la percha y colgué con cuidado su gabardina. Luego eché mi chaqueta sobre los hombros, miré hacia el fondo de la sala, y con aquella imagen en la retina, salí. El gato de Concha me observaba desde la esquina del descansillo con su mirada indolente.

Lo primero que vi en la calle fue un cartel de papel fijado con cinta adhesiva a una señal de stop. Se alguila piso. Ni una sola de todas aquellas personas con las que me crucé dejó de mirarme.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Todo los finales arrastran ese halo triste y de desamparo. Depende luego de la forma en qué se pasa el mal trago.

Anónimo dijo...

hai silencios que doen máis ca mil palabras; hay miradas tan baleiras como a propia nada; hai recordos tan distantes como o propio universo. E son os que máis feren porque a nada pode mancar tanto, tanto que a dolor desgarra a alma sen deixar rastro de ferida.
E camiñamos entre a xente sen marcas da batalla enfrontando a súa indeferencia nos ollos que miran sen ver o que nunca xa será.

Moi duro; conmoveume a alma toda (e iso só con tres palabras, vaia!!!)

Puck dijo...

Desconcertante.
Descarnado.