6 de marzo de 2008

Cautivos


Es extraño pensarlos, ponerse en su lugar. Permanentemente anclados a su sitio. Su lugar. Su minúsculo trocito de vida dependiente del puro e imprevisible azar. Su exiguo espacio mineral comunicado con el cielo y el aire a través de un cuerpo hecho de hilos. De brazos de formas caprichosas que crecen en una súplica constante hacia el vacío, limpio y azul a veces, gris y agitado otras, siempre anhelando el paraíso.

Hay algo paternal en un árbol. Acaso un aire de abuelo paciente pero también severo. Una actitud ligada a esa esclavitud espacial tan difícil de comprender para un ser vivo. Estarse ahí, diez, cien, mil años y soportarlo todo como la más absoluta de las fatalidades. Cuántas víctimas caídas por la ley inmutable de la naturaleza primero, y ahora ya por la insaciable sed de esta máquina que los humanos pusimos en marcha cuando aún ni humanos éramos.

Quizás recuerden, como nuestros mayores, "aquellos tiempos", en una escala bien diferente de la nuestra. Si es así tendrán conciencia de la devastadora debacle que ha sido su destino. Pero ahí siguen. Hieráticos. Indiferentes a la propia desgracia. Y aún capaces de dar calor. De acompañar el paseo, prestando al aire ese rumor que sabe a paz eterna, a sueño en cama blanda, a porvenir risueño, a beso adolescente.

Es imposible dejarlos atrás sin sentir una fuerte sensación de abandono. De frío. El que deben sentir esas ramas desnudas que claman por un abrigo de corazones verdes para poder convertirse en el ser formidable que abriga al planeta y vigila nuestros sueños. Y nuestras vigilias. Quizás por eso hemos decidido tenerlos más cerquita de nuestras colmenas y los hemos confinado en zonas de nombre avergonzado, reservándoles un sonrojante porcentaje de todo cuanto les arrebatamos cada día.

Pero siempre volvemos a lo poco que queda de ese bosque que un día fue tan enorme, tan inconcebiblemente gigantesco que no tuvo sentido hablar de algo que no fuera bosque. Vida era bosque y bosque era agua, animal y humano. La casa común abrigada del frío en el invierno y del tórrido calor en el estío. Un mundo de dioses de nervios blancos retorcidos, brazos expresivos y pies hundidos en el frío mineral de la entraña misma de la tierra. El hogar del jabalí, la hiena, el águila, el ratón insignificante y el cuadrúpedo masivo que atronaba el aire con sus pasos. Y a su lado, nosotros, asombrados y vulnerables como palomas en el cielo abierto.

Volvemos al recuerdo. A saludar al mismo viento de hace miles y cientos de miles de años. A rendirle tributo a la luz que es otra entre las copas grandiosas de los castaños y los brazos caprichosos del roble o de la encina. Aunque no lo sepamos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Puff!!! empatizar coas árbores!!! Pois si que o pos difícil.
O certo é que houbo un día en que me soñei carballo ferido e quixen acabar co sufrimento eterno das raíces, pero os ruídos de fóra espertáronme e volvín ser persoa baixo a súa sombra, esperando que un día o sol viñese me acariñar.