20 de marzo de 2008

CUCO (Novela corta)

Yo también tuve pocos años y muchas ganas de vivir. Y la inconsciencia suficiente como para no saber apreciar un hermoso amanecer. Eso lo aprendí mucho más tarde. Las huellas del tiempo son confusas. Deja señales aquí y allá, como si supiera que al final todos necesitamos encontrar de nuevo el camino, pero es difícil saber en qué punto exacto han quedado. A estas alturas esas cosas ya han perdido importancia. Adoro este sol en la cara y esta promesa de primavera que trae el aire fresco de los montes. Y a diferencia de no hace tanto, ahora no necesito ir de acá para allá para apreciarlo.


Adolfo se ha sentado a mi lado e intenta pegar la hebra. Es curioso que no necesite escuchar la voz de sus contertulios. Le llega con escucharse a sí mismo, pero a mi me es suficiente con un par de minutos de sus plegarias. Dentro de poco descubrirá que está hablando solo y algún día de estos me lo recordará con cara de pocos amigos. Cada loco con su tema.


Lo que más me disgusta de este sitio es la manía con el dichoso Bach que difunde la megafonía un día si y otro también. Pero al menos no tengo que soportar las secuencias logarítmicas que ahora llaman música algebraica. Lo absurdo siempre ha tenido un lugar en la historia. Se multiplica como un ser vivo, y no hay quien lo haga morir.


Me gusta más la voz de Sonia anunciando la hora de la comida. Tiene una voz como de caramelo, cantarina y pastosa, bien modulada. Debe cantar como los ángeles. Un día le diré que me cante algo y veré esa carita avergonzada que ya no es posible ver en casi nadie. “Señores y señoras residentes, pueden pasar al comedor”. Mi querida Sonia, si tuviera 30 años me encargaría de hacerte saber lo linda que tienes la voz y procuraría que supieras lo bonito que tienes todo lo demás, que creo que nadie te lo ha explicado suficientemente. Y hay cosas que es necesario saber.


Mientras contemplo toda esta marea de hambrientos dispuestos a despachar el cocido (huele a cocido) en menos de un suspiro, me recrimino esta especie de pensamiento descarado que me gana la partida una y otra vez. Supongo que esto es ser un “viejo verde”. Sea. No pienso dejar de serlo.


Parece que hoy comeré solo. Jaume anda mal de salud últimamente y Queca se ha ido al pueblo con la familia. Siempre me ha gustado comer en silencio. Incluso la soledad ha sido una entrañable compañera desde que he tenido uso de razón. Nunca lo he lamentado, salvo en aquellos momentos en que me faltaba alguien tanto que no tenía conciencia clara de mi.

Lo acomodan con ciertos problemas, encajando la silla de ruedas entre las patas de la mesa. Luego se van y ahí se queda Reme cuidando del pobre hombre. A veces la llama desde la habitación con tanta insistencia que recuerda mucho a un bebé. Repite las dos sílabas casi sin permitirse respirar, como si le faltara la vida. Y Reme acude protestando. A alguna gente le toca una mala vida. A veces las cosas pasan porque pasan. Hoy Reme tiene mala cara. Desde la escasa distancia distingo las ojeras violáceas alrededor de los ojos claros, de ese azul desvaído, como de mediterráneo. Esas ojeras indican preocupación, así que hoy es probable que ni me mire, con la falta que me hace que me mire...


Me han prohibido el alcohol. Si me lo hubieran prohibido cuando tenía nueve años me hubieran ahorrado más de un dolor de cabeza, en un sentido muy literal. Pero el azar o la escasez quiso que merendara rebanadas de pan de hogaza regadas con tintorro y azúcar. Huelga decir que terminó gustándome más de la cuenta. Y es hoy el día que no le hago ascos ni mucho menos.
Siempre me ha sonreído la suerte. Y por ídem suelen dejarle el vino a Keka aunque se haya ido al pueblo. Y quienes me observan en las mesas contiguas saben que tengo una mala uva especializada en la crueldad con los abuelos. Así que jamás nadie será testigo del lingotazo de vino blanco que en el último momento me permito ingerir sin el más mínimo remordimiento. Para hacer bien la digestión. Por supuesto.


Luego me amodorro un poco entre los recuerdos y los efectos del ágape y dejo pasar la marea de vuelta a sus habitaciones, con sus andares precarios y sus conversaciones repetidas. Duermen demasiado. Reme esperará a que la mayoría haya marchado para poder defenderse con la silla de ruedas y su marido. Nunca permite que la ayude. Cuando pasa a mi lado le dedico mi sonrisa mejor y contemplo embobado sus ojos verdes y su boca de fresa prohibida. De su reacción deduzco si podré verla más tarde o no. Mientras se aleja fijo en mi retina sus caderas amplias y sus hombros rectos. Sigue siendo hermosa. Ha cambiado mucho y al tiempo es siempre la misma.
Alguien me recuerda que no puedo quedarme a dormir aquí con un tonillo que me irrita. Tienen prisa. Y a dónde querrán llegar tan rápidamente, digo yo. Pero no me molesto en decir nada. Que lo aprendan solitos, como los demás. Antes de enfilar hacia los ascensores me acerco a las grandes cristaleras y observo el cielo y las copas de los árboles zarandeadas por la brisa. Dentro de poco podré acercarme a mi higuera en las noches claras y recorrer el cielo buscando estrellas extraviadas y mensajes de amor entre los astros. Todo llega.



Si te han dicho que te las tomes con el desayuno será por algo. Pero es que saben fatal. Pero te hacen bien. Eso decís vosotras. La eterna cantinela de cada mañana. Fármacos que curan todo menos la tristeza o la frustración. O la soledad. O el aislamiento. Si tuviera mejor carácter le echaría el brazo por los hombros a este buen hombre y le contaría un chiste de aquellos que oía en mi juventud. Si tuviera gracia, que tampoco la tengo, la verdad. Le iría mucho mejor que las jodidas pastillas.


Debo haber puesto cara de pocos amigos porque Sonia está a punto de reñirme. Cuando entorna los ojos de esa manera sé que algo de mi personalidad ha salido a la palestra sin que yo le haya dado permiso. A Cuco no le parece bien, mira qué cara pone. Y con razón, pero si saben a rayos... Mira lo que consigues, gruñón, por si no costara ya poco trabajo. Se dirige a mi con un mohín de enfado que no acabo de creerme. Replico un poco desvergonzado, como me gusta a mi. Ponle más cariño a la cosa y verás como las toma todas juntas. A Sonia le asoma la vergüenza a la carita aniñada pero sigue protestando porque ya me sabe inofensivo. En el último momento vuelvo la vista y le sonrío con los ojos para comprobar que estira los labios en ese gesto que conozco y ya me quedo tranquilo.


Hay poco que hacer aquí. Me pasaría el día con el ordenador pero mi vista me ha dado un par de avisos serios en los últimos tiempos. Así que suelo pasearme por el mundo virtual más bien por la tarde o por la noche. Tengo alguna amiga a la que no he contado mi verdadera edad.


Mientras espero a que el sol suba otro poquito y empiece a calentar de verdad me paso a ver a los dos gladiadores de la estrategia. Siempre en la misma mesa, callados y con la frente apoyada en la mano abierta ante el tablero donde las figuras se van repartiendo lentamente en un escenario bélico. Personajes importantes de porte señorial, la pareja real y luego los peones. Como en la vida. Cuentan que uno de estos hombres, Lucio, fue un día alguien en el mundo del ajedrez. Aunque nadie sabe a ciencia cierta, porque él es poco dado a la presunción. Este que se acerca es de los que no puede estarse callado. Tiene que demostrar que es más hábil que los dos contrincantes, así que dejo el campo.


Desciendo a la planta de abajo por las escaleras. Las rodillas protestan pero eso lo han hecho siempre. El personal de limpieza entra y sale de las habitaciones. Ten cuidado, Cuco, que está fregado. Tendré que obedecer. Una planta más abajo parece que han terminado casi. Algunos cuerpos se mueven torpemente saliendo de sus guaridas, miran a ambos lados como comprobando que este limitado mundo no ha sufrido cambios y luego buscan el regalo del sol ante los amplios ventanales.


Tu hija pasará a visitarte este tarde, Cuco. Doy las gracias mientras veo al mensajero alejarse apresurado. Mi hija. A veces la siento tan distante que casi no la siento en absoluto. Se llama como su madre. Y como su abuela. Inés. Un nombre corto y sonoro, amable, nada parecido a sus dueñas. Mi suegra era una mujer dominante y expeditiva como pocas haya conocido. Me casé con su hija porque ella murió antes. Nunca lo hubiera consentido. A su hija la quise lo mejor que pude, pero eso no fue suficiente. Nos soportamos con grandes dificultades algunos años después del parto y luego nos olvidamos con una extraña facilidad. A poco de separarnos me llamó un día por teléfono. Me dijo “ahora sí que vivo”, intercaló en la conversación algunos principios filosóficos acerca de la vida en común que jamás le había escuchado y se despidió diciendo que todo tiene fecha de caducidad. Aproveché para olvidar su número de teléfono. A veces siento cierta melancolía por su voz. Recuerdo que se me erizaba la piel cuando hablaba frente a la ventana, ensimismada, con aquel tono monótono y triste. Siempre tenía algo de que quejarse.





No has traído a Manu. Tiene mucho que estudiar. Para lo que le va a valer tanto estudiar... Siempre empeñado en hacer valer la tuya, papá. Mi pobre hija. Siempre con un gesto urgente en la expresión. Culta, educada (de eso me he encargado yo), siempre elegante, buena conversadora salvo cuando se trata de hablar conmigo. Su acostumbrada catarata de coherentes y convenientes observaciones termina pronto ante el ventanal. Y como para vengarse por no poder lucir su verbo fácil y dulzón empieza a protestar porque ve suciedad por todas partes. En el aluminio, en las esquinas de la madera del piso, en la humilde lámpara que nos alumbra... Hay gente que sólo puede ver el exterior de las cosas y casi parece que viviera de acuerdo con esa exánime filosofía. Compra coches bonitos y casas bonitas... por fuera. Y pasados años descubre que unos y otros resultan poco confortables. Pero bonitos, si. Mucho. A mi hija le pasa igual pero no sólo con los coches. Con las personas también. Se ha casado con un precioso pedante al que tengo la suerte de ver una sola vez por año y con descansos.


A punto de marcharse hemos tenido la mala idea de meter al pedante en la conversación. Y la cosa ha terminado antes de lo previsto. Se ha despedido algo desabrida, con un gesto de fastidio en la expresión mientras me acercaba la mejilla como ahorrando esfuerzos. Cuando cerró la puerta parecía aliviada. Y yo me he quedado pensando en lo imposible que resulta llegar a penetrar su correcto y almibarado mundo. Hace un tiempo me hubiera amargado.


Tengo un reloj antiguo. No me hace mucha falta porque aquí el curso de las cosas suele coincidir con el de los astros. Pero me gusta su tacto áspero y su apariencia destartalada. Permanece, que es más de lo que hoy se puede decir de muchas cosas. Contemplo el segundero avanzar con paso firme y metódico y luego me fijo en la hora. Apenas veinte minutos pasadas las siete de la tarde. Reme podría estar tomando los últimos rayos del sol. He de apresurarme.






Siempre disfruto de esta aproximación lenta y pensativa a su persona. Es como si necesitara prepararme para llegar apenas a una cierta distancia de su misteriosa y necesaria presencia. Nunca he sabido por qué me resulta tan imprescindible, pero cuando no está me falta algo importante. Sonia sabe cuando se la han llevado de vacaciones sólo con verme la cara. Mi triste gruñón, me dice, y yo soy incapaz de regalarle una sonrisa.


María de los Remedios Garzón Rafecas. Antepasados catalanes y castellanos, aunque sus padres nacieron ya en estas tierras de montes redondos y algunas pocas crestas airadas y lejanas. Al poco de dejar a mi mujer sentí un vacío que no había previsto. Me había mudado a un pequeño apartamento próximo al río y poco a poco me fue invadiendo una especia de modorra existencial que terminó por consumirme. Siempre he sido víctima de un cierto caos vivencial que no sé a qué obedece. Me he sentido solo tantas veces como cualquier otro, pero en aquel momento no sólo me sentía. Era una sensación muy física. Muy real. Era sentir pánico cuando algún casi conocido me invitaba a un café y tenía que alegar alguna cita inexistente y salir huyendo hasta que me encontraba de nuevo entre mis cuatro paredes, al abrigo de no sé muy bien qué. Terminé por rodearme de cuatro o cinco cosas que siempre han ido conmigo y reduciendo mi mundo al pequeño y solitario disfrute de libros o discos y mis inevitables paseos cuando la estación lo permitía.


Hasta que llegó un momento en que sentí la asfixia como algo palpable y epidérmico. Estar solo no es lo mismo que sentirse solo. Por aquellas épocas la empresa me envió a un cursillo sobre atención al cliente junto con un compañero al que no soportaba. Nos saludamos como distraídos a la entrada y luego cada uno atendió a su tarea. Había mucha gente joven. Quizás fue esa la razón de que aquella mujer viniera a sentarse a mi lado. Escuché su nombre distraídamente hasta que llegaron a aquel sonoro Rafecas que luego no volví a recordar. Mis dotes de conquistador siempre han sido nulas y de hecho nunca he comprendido bien el juego de seducción que la mayoría practica.


Y sin embargo, a los pocos días aquella mujer y yo caminábamos por la acera como viejos conocidos. Yo en dirección a casa y ella camino de la parada de autobús donde debían recogerla. Llegados al lugar donde esperaba un pequeño grupo de gente quise acompañarla por cortesía, pero enseguida me di cuenta de que se intranquilizaba por momentos. Me despedí sin querer conocer la razón de aquella intranquilidad.


El día de la clausura del curso me encontré una rosa apenas abierta abandonada en uno de esos bancos de madera frecuentado por jóvenes y jubilados. La recogí como si fuera una señal de alguno de mis dioses terrenales. Estuve dándole vueltas entre los dedos mientras los ponentes nos despedían con una retórica ampulosa y trasnochada. Entonces creí que aquella mujer me miraba. Cuando la interrogué con la mirada me di cuenta de que era la rosa lo que llamaba su atención. Tenía un interés en la expresión que no había visto antes. Adoro las flores. La encontré abandonada en cualquier sitio, así que toda tuya. Cualquiera hubiera aprovechado para hacer una aplastante demostración de sensibilidad. Menos yo. La recogió casi con devoción y la instaló para siempre entre la boca y la nariz.


A la salida hicimos el camino habitual hasta la parada del bus y cuando estábamos a punto de despedirnos, abrió el bolso, extrajo una agenda diminuta, escribió algo en una de aquellas hojitas sonrosadas y me la entregó. La miré sorprendido y ella agitó la mano en un gesto de despedida. Llámame, pero que sea pronto. Eché a andar sin acabar de creer lo que me pasaba. Bajé la vista hasta el papel y vi el número de teléfono. A su lado otra anotación. “19 a 21 h.” El lapso de tiempo en que la llamada sería oportuna.


La llamé pronto. Quizás excesivamente. Charlamos un par de minutos de manera intrascendente y luego me preguntó si me gustaba pasear. Creo que ya lo había notado, quizás por mi manera de caminar. Lo confirmé y enseguida llegó la pregunta. ¿Puedes ahora? Si, pero tardo una hora en llegar. En la parada de siempre, ¿vale?


La autovía parecía envuelta en un tiempo extraño. Apenas me crucé con nadie hasta que llegué a aquella ciudad de avenidas anchas y árboles esmirriados. Lo hice antes de lo previsto. Permanecí en el coche escuchando en la radio una voz con un fuerte acento eslavo tallando una pieza de jazz con un cincel de inglés apresurado. La vi llegar con paso relajado y el cuello del abrigo levantado para protegerse del viento. Me miró desde lejos fijamente y cuando se puso a mi altura dejó de hacerlo.


Caminamos un buen rato en silencio. Me gusta la gente que es capaz de callar. Y mucho más la que calla cuando todo el mundo echaría a hablar sin medida. Dejé vagar la vista por las cumbres de los viejos plátanos y en un momento dado me di cuenta de que estaba sólo. Miré hacie atrás y la vi sujetando la puerta del portal con una sonrisa condescendiente. Me apresuré para no hacerla esperar.


En el ascensor tuvimos que mirarnos. Y dejar de mirarnos. Y luego mirarnos otra vez. Antes de salir me hizo una señal para que esperara dentro, salió y abrió la puerta del piso silenciosamente. Me invitó a entrar y su mirada corrió involuntariamente a la puerta de enfrente. Entré y cerré tan cuidadosamente como ella había abierto. La vi avanzar por el corto pasillo mientras se quitaba el abrigo y curioseaba distraídamente entre los cuadros diminutos. Tenía una figura alta y proporcianada, hombros rectos y fuertes, y caderas redondas y amplias. Se paró ante la puerta de la habitación y luego entró y levantó la persiana entornando después la cortina. Luego vino a rescatarme. Sobre la cama había un cuadro de tono amarillento con un motivo campestre. Olía a falta de ventilación.


Salí de aquel portal antes que ella con una nube de recuerdos localizados en extraños rincones. Con las manos llenas de rastros tibios, evocando recovecos de carnes blancas y sinuosas. Los labios tumefactos, palpitantes aún. Y una imagen de su boca entreabierta, colmada de deseo. Nunca había dado tanto y era difícil medir cuánto había recibido. Me repetía lo imprevisible que es la vida una y otra vez. Hubiera sido feliz de no haber sido por aquella última expresión de lejanía en su mirada. Recordé su cuerpo desnudo mientras se vestía despacio, sin mirarme. Y su despedida, con un simple gesto de su mano. Cuando llevaba ya caminando un rato, envuelto en una sensación de irrealidad insuperable, me percaté de que no habíamos intercambiado una sola palabra.


Al día siguiente la llamé pensando que tendría algo que decirme. Pero olvidé que había momentos en que no quería ser molestada. La conversación seguía un rumbo errático. Yo enviaba demandas de futuro, de esperanza quizás, y ella devolvía frases ambiguas con un deje melancólico y poco más. Oí una voz severa y enseguida se disculpó y colgó mansamente el teléfono.


Es extraño entender que esté aquí ahora, después de tanto tiempo. Que hayamos terminado los dos compartiendo esta enorme colmena de seres cansados por dentro, hastiados a veces, casi siempre abandonados a la desgana, dormidos por las esquinas y siempre dispuestos a comer un poco más. Y es extraño también saber exactamente qué ocurrirá cuando me acerque y me acomode en una silla a su lado. Siempre he aceptado su estoicismo, aunque a veces se parece mucho al desprecio. Hay que conocer bien su interior para sentirse a gusto en este silencio de dos que nunca han sido nada. Lo más que consigo es alguna mirada risueña. Como mucho una caricia de su mano cálida apoyada en la mía en un instante en que quizás decide huir de su mundo no alcanzado y celebrar apenas el recuerdo. Jamás intento prolongar o ampliar la caricia. Una vez lo hice y apareció de nuevo en su mirada aquella distancia de siglos que una vez contemplara asustado en aquella habitación sin ventilar.







Por la tarde repaso en el ordenador mi colección de flores. La mayoría son regalos de gente que he conocido en ese medio tan particular que es “la red”. Todo se reduce a imágenes encontradas aquí y allá sin un dueño definido, pero sirve de excusa para mantener alguna relación con gente siempre distante en un sentido muy físico. Por otro lado me resulta tremendamente enriquecedor el contemplar frecuentemente, casi cada día, este pacífico ejército de pétalos, estambres y corolas en su mundo de colores infinito. Siempre sorprende. A eso de las ocho escucho el “bip” característico. Carmen se ha conectado.


Comparto con ella la misma afición, si bien sus flores son bien reales. Las planta y las cuida como se cuida todo aquello que uno quiere conservar. Y yo aporto alguna idea que ella se afana en aplicar en su pequeño jardín, aunque la práctica y la teoría nunca se entienden del todo bien. Mis fotos son mucho más manejables que sus delicadas semillas. Pero es un tesoro contemplar la alegría incontenible bailándole en los ojos cada vez que una de esas pequeñas vidas sale adelante. La felicidad suele depender de cosas casi nimias. Y quien sabe qué es nimio y qué no lo es...


Obviamente las flores suelen dar paso en la conversación a los avatares propios de la existencia, más rica en su caso. No solemos comentar detalles personales, pero tampoco están excluídos del fluir normal de nuestras charlas. Vive en la costa, en un lugar próximo a las playas de Ferrol. Un día me invitó a visitar a la familia, no muy numerosa, apenas su marido y una hermana que suele acompañarles en las tardes del largo invierno si la lluvia y el fuerte viento lo permiten. Decliné la oferta y conseguí que me dejara ver el mar a través de la camarita de su ordenador, alegando algún problema físico inexistente. Me regañó amablemente adivinando mis reticencias. Siempre me ha costado acostumbrarme a la gente e irrumpir entre esas personas supone un esfuerzo de sociabilidad que no me ha resultado nunca fácil.


Nunca he entendido bien a esa gente que necesita hacer cientos de kilómetros para sentirse a gusto. Siempre me ha gustado escudriñar por los rincones cercanos porque sé que apenas apreciamos una pequeñísima parte de lo que vemos. Vamos con los ojos bien abiertos, pero solemos mirar poco y mal. Recuerdo que cuando era muy pequeño solía divertirme en un escuálido arroyo, adivinando tesoros en los rincones más ocultos. Unos pocos pasos eran espacio suficiente para alimentar un mundo fantástico que me aportaba no sé muy bien qué. Solía rematar el divertimento con algún palo rígido con el qué escarbaba en el fango arcilloso del fondo haciendo saltar nubes de algodón ocre que me recordaban las explosiones de los tebeos de hazañas bélicas. Parece absurdo, pero aquella lenta evolución de la arcilla dentro del agua me procuraba un placer que pocos entenderían. Me pregunto qué pensaría mi abuela mientras me miraba desde su sillón eternamente aparcado ante aquella cristalera.


Carmen está triste esa tarde. No se lleva bien con su cuñada. Lo cual no tiene nada de particular, salvo el hecho de que sus desencuentros siempre tienen lugar ante su marido, lo cual interpreta como un intento de sembrar la cizaña entre la pareja. El dar consejos nunca ha servido de mucho, así que llevo la conversación por otro camino.


Pero pasa algo más. No tiene ganas de despedirse. En algún momento observo como su mano derecha viaja rápida hacia el lagrimal como intentando hacer desaparecer algún rastro de tristeza. Insisto con cierta delicadeza hasta que termina por contar lo que su orgullo no le permitía. Todo se reduce a que va a tener que quedarse sola durante unos días, mientras su marido y su cuñada acuden a una reunión de la familia por un asunto económico. Confiesa que no le atrae nada quedarse sola. Entonces la invitación cobra un valor nuevo. Nos conocemos hace tiempo y tenemos la confianza suficiente. Sólo falta el pequeño salto que supone estar frente a frente, mirarse al fondo de las pupilas para confirmar lo que ya se sabe y luego dejarse ir. La idea adquiere además un aura de aventura que crece dentro de mi por momentos. En ese preciso segundo comenzaba a apetecerme y un segundo después casi siento ya entusiasmo.


Seguimos conversando relajadamente y a punto de despedirnos hago la pregunta. ¿Sigue en pie esa invitación? Me sorprende agradablemente la expresión de alegría de su cara. Explico que podríamos hacer coincidir la visita con su semana de rodríguez a lo cual asiente con entusiasmo. ¿Es celoso tu marido? Y si lo fuera me daba igual. Ante la contundente respuesta desisto de más prudencias. Cuando nos decimos adiós con las manos ante la cámara estoy abiertamente excitado por la aventura.






En las semanas que siguen me dedico a solucionar algunos pequeños problemas que el viaje plantea. No se puede decir que tenga obligaciones perentorias con nadie y en la residencia no me van a prohibir viajar a donde me parezca. Otra cosa es que le guste a mi hija. Eso es un problema. Otro problema es que querrá saberlo todo y a mi no me va a dar la gana de contarle mis cosas. Aunque los dos podrían resolverse de la misma expeditiva manera. Hay que pensarlo.


El tiempo está muy cambiante y eso es otra dificultad. Odio viajar con mucha ropa. Y luego está Reme. Ella sí se va de vacaciones de temporada en temporada, pero hay algo que me intranquiliza aunque no sabría decir qué es. Me imagino la despedida y algo me dice que no le va a gustar. Bien, tengo derecho a vivir un poco y la verdad es que estos últimos años estoy más pegado a este suelo que uno de los árboles del jardín.


Por fin llega el día. Mi hija no debe enterarse de nada y así se lo he hecho saber a quienes están de guardia en recepción esta semana. Me llevo el móvil por si hay novedades. Me he comprado una gabardina muy ligera que abriga más de lo que uno pudiera imaginarse. El dinero soluciona algunas cosas. Sólo me queda despedirme de Reme. Sonia se lo ha contado ya, según me dijo ayer, pero prefiero hacerlo personalmente. No está en la habitación ni en su lugar habitual. Es raro que él esté solo. Ayer tampoco pude encontrarla. Creo que no quiere despedirse. Es una mujer de ideas rocosas que no suele dudar cuando toma una decisión. No queda más que respetarla. No me gusta marcharme con esa inseguridad pero no puedo demorarlo más.


A las diez llega Antonio, que resulta ser amigo de uno de los recepcionistas, un chaval muy joven pero muy maduro. Se gana la vida con un taxi y es razonable en cuanto al precio. Hemos quedado de acuerdo en que no hay prisa y en que el camino también puede disfrutarse. A cambio seré generoso con mi dinero. En el último momento aparece Sonia a despedir a “mi viejo gruñón”. Pregunto por Reme y ella hace un gesto quitándole importancia. ¡Anda y que te dé el aire un poco, hombre! Me da un sonoro beso y me empuja hacia la salida. Algunos de los presentes no pueden disimular la sorpresa de verme emprender camino. Debo estar haciéndome viejo.






Antonio habla poco. No es que me sorprenda. La verdad es que hice mis averiguaciones antes de contratarlo. Si algo odio es esa incontinencia verbal de los taxistas o los peluqueros. Está mal generalizar pero creo que no exagero. Al principio del viaje se ha preocupado de mi comodidad, la altura del cinto, la inclinación del asiento, la calefacción moderada siempre por culpa de mi tendencia al estornudo y la verdad es que hemos hablado poco. He tenido la feliz idea de traerme música de la que me gusta. Le he consultado previamente para asegurarme de que no le doy el viaje y me sorprende con alguna coincidencia en los gustos, que parecen volver al pasado. Siempre hay tiempo de sorprenderse.


Transitamos por un paisaje montañoso preñado de tonos verdes y ocres, con el sol apuntando entre alguna nube alta. No hay demasiado tráfico. He decidido parar en un par de sitios a estirar las piernas después de consultar la ruta con Antonio. No hay tanta prisa. La primera parada me trae al recuerdo las “cantatas” de párvulos, cuando lo que se aprendía adquiría una deuda con la música monótona pero efectiva. “El Miño nace en Fonmiña, provincia de Lugo...” Paseamos en silencio por una senda de madera, contemplando los juncos y las burbujas que nacen del fondo arenoso, después de comprobar que no se trata de Fonmiña sino de Fonmiñá, al tiempo que nos damos por enterados de que alguna parroquia limítrife reivindica el nacimiento del rio en un lugar próximo que les parece más adecuado.


Esta carretera es casi un capricho de alguno de los personajes que se han labrado una reputación, buena o mala, en esta tierra, a despecho del interés general y pensando más bien en la propia pompa. Algunos grandes personajes nunca llegarán a saber lo insignificantes que en realidad han sido. Me la ha recomendado Antonio, a quien a su vez se la descubrió un viajante que no tuvo más remedio que inventarse una nueva ruta ante la persecución implacable de un cliente cabreado.


Los pastos abarcan extensiones inmensas entre verdes de mil tonalidades y montes que ascienden alto sin llegar a exhibir las aristas de la alta montaña. El silencio proyecta sus sombras tranquilas en los valles donde el ganado remolonea o dormita abiertamente, mientras la brisa refresca las cumbres arrastrando nubes bajas que se deshacen perezosamente y surgen de nuevo como por arte de magia. En el punto más alto se adivina casi el azul imperioso del Cantábrico.


Atravesamos pequeños pueblos donde surgen de la nada iglesias románicas o monasterios medio olvidados de todos. Pronto enlazamos con la autovía de nuevo y la atmosfera recupera su aire impersonal. El tráfico aumenta a medida que nos acercamos al cruce de caminos de Betanzos. Haremos una breve visita a sus callejas estrechas otrora sede de la actividad comercial de los gremios que conservan el recuerdo en los rótulos de piedra clara. Rua dos Zapateiros, dos Cesteiros,...

Antonio parece disfrutar del viaje tanto como yo. Tendría que haberlo conocido antes. Hay puestos de fruta por la calle y tiendas que viven del turismo, escaso de momento. No he vista nada más hermoso que una fresa. Y nada mejor para llevarlas que uno de estos cestitos de mimbre que se venden como recuerdo. Dicho y hecho. Con mi humilde pero vistoso y aromático regalo reposando apacible en el asiento de atrás emprendemos camino de nuevo. Dirección norte. Abandonamos la cómoda autovía y recorremos pacientemente estas carreteras sinuosas, a veces impersonales y a veces llenas de vida verde, vigiladas por chopos, pinos y eucaliptos. Huele a mar. Bajo la ventanilla para disfrutar de esta brisa con olor a algas. Estamos llegando. La señalización es confusa como me había advertido Carmen. Mejor preguntar. ¿La capilla de Sta. Águeda? Por donde va aquel camión. No tiene pérdida. La encontramos al poco, persiguiendo al camión de reparto, aislada en medio de la nada, pequeña y coquetona, con una discreta cruz de granito en lo alto. Poco más allá las casas de la aldea, apretadas como intentandodarse calor.


Es curioso que la impresión que tenemos de las personas a través de los artilugios que van inundando nuestras existencias son siempre distorsionados. Uno no sabe muy bien qué es lo que la dichosa camarita no ha conseguido ver, pero está claro que no decía la verdad. Carmen me recibe en traje de faena, enguantada y con el mandil protegiendola de las marcas de la tierra. Tiene los ojos redondos y grandes y una expresión casi infantil que las arrugas alrededor de la boca no consiguen disimular. Siempre me ha gustado su sonrisa franca y generosa. Antonio rechaza un café alegando una cita en un pueblo de al lado. No tengo idea de si es verdad. Le recuerdo que ha de venir a buscarme dentro de cuatro días, entrego la cantidad convenida y con un apretón de manos me despido. Me cae bien este hombre.


Carmen no para de hablar. Supongo que se debe sentir un poco intimidada. Suele ocurrirme. No se si se debe a esta voz de ultratumba que me ha tocado, pero es bastante probable. Le entrego mi regalo para mitigar la impresión y luego me enseña la pequeña propiedad que se compone de dos casitas de planta baja y un pequeño anexo que hace las veces de garaje. Este olor a mar es un lujo a mi alcance. Me acomoda en una habitación pequeña con un armario de madera oscura y una pequeña estantería con un buen montón de libros y algún adorno infantil. Mi nieto se quedaba con nosotros alguna temporada, no hace mucho. Oye, puedo dormir en el garaje si hay que guardar las formas. Venga, déjate de tonterías. Salimos a ver con más calma su pequeño jardín. Se le iluminan los ojos ante su pequeña gran obra. Esto es diferente de mi colección de fotos en el monitor. Está vivo, acariciado por la brisa marina y repleto de colores asombrosos, malvas, magentas, verdes increíbles...


Adivino el mar no muy lejos y me vuelvo constantemente hacia ese olor, esa promesa de azul infinito, ese rumor incansable, manso a veces y furioso e incontenible otras. Cuantas veces dije que terminaría mis días junto al mar. No va a ser asi. Ella sabe de este amor platónico a través de nuestras conversaciones y mis continuas miradas hacia el azul lejano dejan bien claro cuál es mi prioridad. ¿Te apetece un paseo? Se me dibuja una sonrisa de oreja a oreja. Va a ser hora de comer, pero eso se arregla con una fiambrera y una mochila. Al poco caminamos por una senda a lo largo de una costa bravía y escarpada. No se me puede ofrecer nada mejor. Mientras intercambiamos algunos comentarios sobre nuestras cibernéticas charlas el paisaje se muestra bajo el sol, amplio y luminoso. Caminar es todo cuanto hay que hacer para ser feliz.


La confianza se va abriendo camino entre dos que son ya viejos conocidos, aunque faltaba este verse los ojos cuando hablamos, este rumor de pasos sobre el polvo, este ruido breve de las respiraciones al ascender las cuestas. Por fin llegamos a una playa batida por olas de buena altura y encajonada entre rocas, al abrigo del viento. Dejamos los bártulos en cualquier lugar y jugamos sobre la espuma mojándonos la ropa como críos hasta que el cansancio invita a atender a las necesidades del cuerpo. Comemos sobre un mar de agujas que caen de los pinos, con los pies bañados en arenas doradas y luego dormimos protegidos de la brisa del oeste. Nos despierta otro grupo de excursionistas que se comporta exactamente igual que nosotros. Nadie puede imponerse a este escenario de cuento de hadas.

Seguimos nuestra charla, a veces intrascendente y a veces más metida en dolores compartidos casi siempre a causa de la edad. Los hijos que se van, la rutina que arrasa las mejores cosas que tenemos, algún achaque que no ha llegado a más afortunadamente. Pregunto por su marido y el gesto se le tuerce aunque luego aclara que no es culpa de él. Quizás exteriorizarlo le venga bien. Se explica con tranquilidad, sin entrar en detalles que tampoco son necesarios. Aporto mi punto de vista sin esperar que sirva de ayuda y luego quedamos en silencio mientras el mar se cuela casi sin hacerse notar por las grietas marcadas en la arena. La marea repite su ciclo.


Camino de vuelta la conversación vuelve a su mundo de flores. A su mundo de lunas, rocíos, heladas, lluvias y vientos que a veces protegen y otras amenazan con la destrucción total. Parece mentira que una vida pueda invertirse en un jardín, pero lo mismo valdría decir un campo de trigo, un negocio de alfombras o un libro eternamente inacabado. Nos la han dado sin pedir nuestro parecer y ahora nos vemos abocados a hacer algo con ella. No siempre sensato o coherente o juicioso. A veces es el puro disparate lo que le da una razón de ser. Así somos.


Por la tarde quedo solo en casa mientras Carmen hace unas vueltas y visita a los vecinos. Esta es una de esas comunidades donde la privacidad se entiende de otra manera o quizás sencillamente no se entiende. Para mi no valdría, o puede que me adjudicaran una de esas etiquetas de tipo más o menos peculiar y me dejaran vivir mi peculiar vida a cambio de un simple buenos días, o tardes, o noches, según la hora, que aquí parece importar muy poco.


Por la noche enciende la televisión y me pregunta si el programa me gusta, a lo cual contesto con una mentira absoluta. Quien tanto ha alabado a la verdad no tenía mucha idea de lo que se decía. Esta mentira la ha dejado tranquila y a mi no me hace daño alguno. Pero al poco me voy amodorrando y decido retirarme antes de empezar a cabecear lamentablemente. Seamos dignos. La verdad es que estoy cansado del viaje y el paseo. Buenas noches. Que duermas bien.


Es extraño que este casi misántropo se encuentre a gusto en casa de una mujer que ha conocido a través de uno de esos artilugios tan denostados por unos y otros. Una vez en cama y contra todo pronóstico, el sueño no quiere acudir. Cuento ovejas y después vacas y después pastores y luego camino sus caminos de pizarras de aristas vencidas por las ruedas de los carros defendidas por aros de hierro y termino el absurdo viaje en una ciudad de amplias avenidas y árboles esmirriados, en un banco de madera pintada de verde y patas de hierro pintadas de negro y Reme a mi lado, callada, mientras le cuento alguna historia de cuando los trenes arrojaban vapor a presión por una chimenea que ahora parecería ridícula pero entonces era algo mágico.





Es difícil saber por qué decidí atarme a aquella ausencia. Casi había decidido olvidar y volver a mi rutinaria y apacible existencia cuando ella me llamó. Y sin decirme nada que pudiera dar el más mínimo indicio de esperanza, encendió una llamita que siguió viviendo porque yo quise que viviera. Tan diminuta y vulnerable que nadie podría entenderlo. Un día me invitó a pasear. En el consabido espacio entre las diecinueve y las veintiuna horas. Me citó en la misma parada de autobús. Me miró fijamente mientras se acercaba y dejó de mirarme apenas estuvo a mi altura, como era su costumbre. ¿Qué tal? Bien. Cambiamos algún comentario inútil y decidí saber qué me esperaba con aquella mujer.

Fue terriblemente clara. Si quieres tenerme de nuevo, me tendrás, pero será la última vez que me veas. Sonaba duro como una sentencia pero en su mirada había una súplica clara. Cogió mi mano un instante mientras yo encajaba el golpe muy malamente. Luego echó a andar sin darme tiempo a recuperarme. Le gustaba filosofar sobre el alma, la religión, los códigos de buena conducta. Y a mi me gustaba escucharla. O quizás decidí que me gustaba escucharla porque no podía esperar nada mejor. Terminé refugiándome en mi papel de acompañante amablemente castrado y me engañé con todo cuanto necesitaba para darle sentido a aquella incomprensible situación.


El lujo del paseo en su compañía tampoco era frecuente. Tenía que tener mucho miedo de algo. Quizás la voz severa era más que una simple voz, pero jamás quiso hacer comentario alguno al respecto. Acomodé mis escasas salidas a sus horarios y pasé a recibir una o dos llamadas por semana, como mucho, y a veces cada dos, lo cual contribuyó a templar mi impaciencia en lugar de ocasionar la definitiva renuncia que sería de esperar. Me daba igual ser un poco más esclavo, visto que la esclavitud era una situación ya aceptada.


Cuando llegó el verano me citó en una iglesia. Yo no podía ser más descreido, pero me sorprendí aceptando la propuesta como si de un simple café se tratara. Comenzaba a sospechar que no actuaba correctamente, pero esa pequeña señal de alarma quedaba relegada al mundo de los sueños cuando me hallaba en su presencia. Entramos por una pequeña puerta de madera pintada de un color poco agradable. Dentro reinaba una oscuridad casi absoluta, producto momentáneo de la claridad cegadora del exterior. Casi tropecé con su cuerpo mientras se paraba ante la pila y mojaba los dedos para santiguarse. Me pregunté qué hacía allí y luego caminé tras ella intentando apagar el ruido de los zapatos en la cerámica del suelo. No avanzamos mucho. Se internó en uno de aquellos bancos corridos, en una de las naves laterales y se arrodilló apoyando los codos en el respaldo del banco de enfrente, juntando las manos ante la boca. Quedé de pie un instante observándola y luego me senté.


No pensé que pudiera gustarme el silencio de una iglesia. Había dejado de visitar aquellos lugares bastante joven, por propia decisión y sin que ninguno de mis progenitores alegara nada en contra. Sencillamente me harté de aquella absurda obligación de los primeros viernes. Y de los absurdos castigos de mis absurdos pecados.


Por lo visto me gustaban todos los tipos posibles de silencios. Ella se sentó a mi lado poco más tarde. Se estaba bien. Las iglesias suelen ser sitios frescos. Por los pasillos desfilaban algunas personas, siempre solas. Estaba casi adormecido en aquella atmósfera casi irreal cuando sentí el calor de su mano sobre mis dedos y una presión poco usual. Intenté tomarla dentro de la mía, pero me lo prohibió con una leve presión. Luego recostó su cabeza sobre mi hombro, apenas un instante, en un contacto que no llegaba a serlo. Permanecimos así algunos minutos hasta que alguien entró por el pasillo taconeando con cierta prepotencia. Ella deshizo el abrazo y se levantó.

Abondoné el banco para dejarle sitio y caminamos silenciosamente hacia la salida. Seguimos recorriendo calles buscando las sombras posibles mientras ella pasaba del silencio al comentario intrascendente. Intenté saber si ocurría algo desacostumbrado y ella despachó el asunto con una frase cortante. No ocurre nada. Cuando nos despedíamos se paró delante de mi, cogió mi mano y habló con un deje melancólico. Eres un gran amigo y una gran ayuda. No contesté y ella siguió hablando. Sólo quiero que sepas que mi honradez y mi sentido de la moral es todo cuanto tengo y si me falta eso no soy nada. Quise mirarla hasta el fondo del alma, pero inclinó la cabeza y se alejó sin darme tiempo a nada más. Volví por mis pasos y en un momento dado decidí volverme.

Estaba en pie sin moverse junto a toda aquella gente que esperaba el autobús. Llegó el coche que la recogía. Se introdujo en el y vi su melena bailar en el aire mientras se acomodaba. El conductor giró la cabeza hacia el retrovisor, accionó el intermitente y echó a rodar perezosamente. Me pregunté si nunca se besaban y me fui.


La semana siguiente no contestó a mis llamadas. No consideré prudente seguir insistiendo y otra semana transcurrió sin tener noticias suyas. Un martes horriblemente caluroso decidí volver a intentarlo. Contestó con una voz desganada y se disculpó. No soportaría aquel calor en la calle. Charlamos unos minutos sin que su desgana desapareciera y se despidió.


El calor se prolongó durante todo aquel tórrido verano en que me fue imposible volver a verla. Las cortas conversaciones telefónicas delataban siempre aquella desgana acaso crónica. Por fin comenzamos a espaciar nuestros escasos contactos y un buen día me dijo que se iba de aquella ciudad. Con un tono neutro, como quien da los buenos días al cartero. Ya te llamaré, fue lo último que escuché antes de sentirme infinitamente inútil, inservible, como una herramienta obsoleta arrinconada en la habitación de los invitados.


Al dia siguiente hablé con mi director administrativo y le comuniqué que había cambiado de idea en cuanto al tema de las horas extra. Había decidido anestesiar aquel sentimiento de abandono a base de trabajo. De paso solucionaba cierto mal ambiente creado en la oficina por culpa de mi negativa a trabajar fuera del horario laboral. Presioné lo suficiente como para que se me pagaran las horas algo más generosamente y me enterré entre papeles. Mi hija apareció en casa un buen día preguntando qué me pasaba. Deduje que había notado algo en alguna conversación telefónica, así que insuflé ánimo y optimismo a mi discurso y en pocos minutos me libré de ella, no sin soportar alguna aguda observación sobre mi carácter. Ni me molesté en contestar.


Pasaron los meses y un día recibí llamada de Reme. Su desgana había desaparecido. Me contó algunas novedades que tenían que ver con un trabajo a media jornada que le había buscado su marido. Se ocupaba también de algunas actividades con los niños de la parroquia un par de veces a la semana. Se encontraba bien. Me dijo que ya no filosofaba tanto, que era una pérdida de tiempo. Y se despidió sin querer saber siquiera si me encontraba bien, mal o regular. Y no dejó su teléfono. Nunca la había oído hablar tanto en tan poco tiempo. Cuando colgué estaba decididamente disgustado con aquella mujer. O quizás conmigo.






El día siguiente promete ser casi copiado del anterior. No he dormido muy bien, porque la cama de uno siempre es la de uno, pero la perspectiva del programa vacacional más o menos improvisado casi me hace rejuvenecer. Me levanto algo tarde. Carmen debe llevar horas trajinando por la casa adelante. Me aseo un poco y como no la encuentro salgo al exterior. Se nota que el jardín es su devoción. Va en traje de faena y la tierra fresca ha dejado ya alguna huella en el mandil. Me he hecho con una manzana de color increíble y formas caprichosas. Ha resultado deliciosa. Se la enseño mientras la saludo, como pidiendo permiso fuera de tiempo. Me explica que son de sus propios frutales. Vaya un lujo.


¿En qué puedo ayudar? ¡Ni se te ocurra! Nos vamos. No admite mis protestas. Se ve que le ha gustado el paseo de ayer y la verdad es que a mí me apetece repetirlo, aunque mis juntas chirríen un poco por culpa de la antigüedad de la carrocería. Unas pocas viandas, algo de fruta y agua y estamos de nuevo en camino. Esta vez iremos hacia el otro lado. Tenemos que recorrer un buen tramo por una carretera secundaria, pero pronto estamos entre arenas y tallos inclinados por la brisa. Carmen escoge los senderos con seguridad. Nos detenemos de vez en cuando, aprovechando algún lugar donde aparece alguna gran roca sombría, para descansar. Es una suerte disponer de estos sentidos cuya existencia consideramos como algo natural, sin darnos cuenta de que podrían faltar por muchas razones. Corre una ligera brisilla que aconseja tapar la cabeza, porque el sol no sabe de reclamaciones.


Hay algo que me irrita por dentro. Uno de esos desasosiegos cuya razón de ser siempre se nos oculta. Hoy no correteo con Carmen por el agua helada. Simplemente sonrío para no contagiarle este inexplicable mal humor que no consigo apartar de mi. Hasta la brisa parece más fresca de lo que me gusta. Comienzo a sentir frío, justo lo que más detesto. El trino del teléfono me sobresalta. Pulso cualquier botón porque no he conseguido hacerme con las gafas a tiempo y la llamada se interrumpe. Siempre he odiado estas torpezas mías. El teléfono vuelve a sonar. Esta vez me lo tomo con más calma y consigo comunicar. Es Sonia. No pregunta como estoy, ni qué tiempo hace, ni si va bien mi estómago. Le tiembla la voz.


No consigue explicarse claramente. Algo le ha pasado a Reme. ¿Pero está bien? No. Y después un silencio demorado más de lo razonable. Un silencio eterno, inexpugnable. Un vacío negro, metálico, frío como el invierno polar. Las vidas siguen a veces un curso inexplicable. Como estas huellas de gaviotas que no sabe uno por qué han de ir hacia allá. Y luego desaparecen bajo la espuma caprichosa revelando su naturaleza intrínsicamente fugaz, efímera. Apenas un vapor que muere bajo los rayos del sol sin que nadie lo perciba. Se quedó a cenar en su habitación y su corazón llegó a la última parada.


Volvimos a la casa. No pude articular palabra por culpa del gigantesco peso de aquel absurdo. Miraba el teléfono con un odio infantil pero tuve que utilizarlo. Antonio no podía venir a recogerme en aquel momento. Y yo no podía permanecer allí más tiempo. Tenía que irme.


Carmen me depositó en un tren. No recuerdo a nadie que pudiera conducir tan despacio, pero llegamos a destino. Me odié por no querer hablar y por dejarla sola. Le acaricié la mejilla y me despedí con la mirada.






Los trenes son incómodos, pero relajan. Esa lenta aproximación de las cosas lejanas que luego desaparecen en un instante es una especie de metáfora de la vida. El tiempo incontrolable y los acontecimientos importantes que nos cogen siempre desprevenidos, siempre dándole vueltas a las mismas cosas. No tuve mucha compañía. Un par de mujeres que viajaron apenas media hora y una pareja. Parecían enfadados. Ella llevaba los ojos llorosos y él despachaba sus protestas una y otra vez con un seco “Se acabó”. Se bajaron en un apeadero que parecía estar en tierra de nadie. Se lo agradecí.


En un determinado momento empecé a preguntarme qué sentía. Qué era exactamente lo que sentía. Incluso lo que había sentido antes de aquel momento. Mucho antes, cuando entre nuestras llamadas telefónicas fueron intercalándose espacios de tiempo cada vez más largos y las conversaciones tomaban un rumbo casi pueril de puro convencionales, como si los dos no acabáramos de decirnos lo que debía decirse en uno u otro sentido.


Sin embargo seguimos llamándonos, siguiendo una especie de ritual casi familiar, como si entre nosotros hubiera nacido una suerte de parentesco extraño. Primero pasaron meses. Y luego años. Y más tarde, años y años. Nuestras últimas conversaciones confirmaban que seguía pendiente de algunas cosas de la iglesia en las que parecía haber encontrado una especie de alivio, aunque no daba muchas explicaciones. Nunca las había dado para nada. No podía decir que me agradara, pero tampoco me afectaba mucho, dado el carácter de nuestra relación en aquel momento.


Hasta que su marido enfermó y se vio confinado a las cuatro paredes de la casa. Entonces comenzó a llamar con más frecuencia y yo acepté la nueva situación como hubiera aceptado cualquier otra cosa. Su carácter, naturalmente apacible y tranquilo, se agrió repentinamente. Sus reflexiones se tornaron sombrías y melancólicas y no había nada que la pudiera consolar. Podía hablar horas sin abandonar aquel manto de tristeza que lo envolvía todo, incluso los pocos recuerdos agradables que teníamos en común. Me sorprendió que siguieran presentes, pero el hecho de que los cobijara bajo aquel pesado halo de melancolía no era lo que esperaba.


Por fín me llamó un día deshecha en lágrimas. No sabía qué hacer. Aquel hombre empeoraba de día en día, hasta que la situación ya resultaba imposible de soportar. Eso me dijo. Necesitaba atención inmediata. Sugerí la idea de que lo internara en un centro especializado, dejando entrever que no tenía por qué renunciar a su vida. Jamás lo dejaré solo, fueron exactamente sus palabras. Recuerdo que aquello me dolió, aunque me di cuenta de que no tenía ningún derecho. A las pocas semanas estaban los dos en una residencia. El día que me lo comunicó estaba contenta. Deduje que se estaba quitando un buen peso de encima. El resto de la conversación lo empleó en dejar bien claro que me echaba mucho de menos. Cuánto me acuerdo de ti, dijo.


Uno aprende a encajarlo todo en esta vida, porque no hay nada seguro, pero aquello fue demasiado para mí. Cuando colgué el teléfono la odiaba como se odia a esos seres infernales de los culebrones. Como se odia al hambre o a los cataclismos, con un odio febril y universal. Pero aquel odio no era más que una pura frustración que revolvió mis recuerdos y, sorpresivamente, me la hizo más y más presente. Cuánto me acuerdo de ti... Aquella frase danzaba en mis sueños y en mis vigilias como una promesa renovada en el tiempo. Aquella frase era en sí misma una promesa.


Arreglé algunas cosas definitivamente y otras casi. No todo tenía que ser finiquitado. Comuniqué a mi hija la nueva situación haciendo caso omiso de las escasas protestas que planteó y encargándole el cuidado de determinados aspectos de la casa. Cuando consideré que todo estaba razonablemente controlado pronuncié su nombre en voz alta: María de los Remedios Garzón... lo que fuera. Y en pocas semanas estaba bajo su mismo techo.






He tenido que esperar un buen rato al taxi que me trae desde la estación. Los amantes del sol descansan perezosos protegiendo los ojos con las manos. Parece que no hubiera ocurrido nada y es posible que así sea. No hay comité de recepción. No he hecho muchos amigos aquí. Ni en ningún otro sitio. No conozco al muchacho que me entrega la llave de mi habitación. Una vez dentro de mi cubil acomodo lo poco que me había llevado en cualquier sitio. Luego corro la cortina y me refugio en el paisaje, aunque desearía un cielo cubierto de nubes bajas y grises. Un cielo protector, como el de la película.


Sonia entra en la habitación. Casi no me doy cuenta hasta que la tengo encima. Es curioso el efecto que hace una simple caricia. Apenas ese trasladarse la mano por la espalda, despacio, recorriendo una y otra vez un exiguo espacio, como queriendo concentrar el calor en el mínimo tiempo posible. Si la miro se echará a llorar, así que no la miro. Mejor acomodo esta moderna gabardina en una buena percha y todos estos cachibaches de aseo en el cuarto de baño. Debe pensar que la rehuyo, así que digo algo. ¿Cómo estás? Bien, ¿y tú? Muy bueno, gracias. Siempre me han gustado más las sonrisas que las risas, aunque ahora sería mejor que pudiera reírse, porque esa sonrisa bien parece un sollozo.


Soy ateo, más por rencor que por otra cosa. Me gustaría creer en la otra vida, pero me parece pueril e inútil, aparte de una ofensa al buen sentido. Creo que los muertos son seres ausentes. Y sus restos no tienen nada que ver con quienes fueron sus propietarios en vida. Así que cuando Sonia me pregunta si la quiero ver, casi no entiendo a quien se refiere. Luego niego con la cabeza y abandono la habitación sin saber muy bien a donde voy. Recorro los pasillos buscando algún sitio donde exista aún la calma. Por fin me acomodo en un rincón bajo las escaleras, en un sillón solitario, casi absurdo. Sonia se acerca de nuevo y me entrega las llaves que he olvidado. Te he cerrado la puerta. Gracias, eres un sol. ¿Quieres algo? Acuéstate conmigo. Esta vez consigo que sonría como dios manda.


Son estas sonrisas las que nos salvan la vida. Las de Reme eran siempre tristes, pero ya me había acostumbrado a que tenían que ser así. Nunca la vi reír con una de esas risas explosivas. Lo suyo no era el entusiasmo. Vivía como contenida, limitada por alguna frontera que no permitía las expansiones excesivas. El día que nos encontramos bajo estas mismas paredes estaba sola. Recuerdo que nos acercamos despacio y siguió mirándome cuando ya no pudimos acercarnos más, contra lo que era su costumbre. La había advertido de mi llegada. Estaba cambiada, pero no sabría decir muy exactamente cuál era la novedad. Quizás miraba más abiertamente. La besé en ambas mejillas prolongando cuanto pude la caricia. Creo que ella también lo hizo.


No sé quién es esta mujer que me mira curiosa y seria al mismo tiempo. Sí reconozco esas ojeras violáceas y los hombros rectos y fuertes. ¿Es usted Cuco? Asiento con la cabeza y ella sigue mirándome fijamente. Luego mete la mano en el bolso, extrae un pequeño sobre blanco y me lo entrega. Soy María Garzón. Era mi hermana. Lamento su pérdida. Y yo la suya. Intercambiamos una escuálida sonrisa y nos despedimos sin decirnos nada. Sólo hay una foto aquí adentro. Para ser más exactos, la mitad de una foto.


Llevaba una mezcla de grises y azules en los ojos grandes y ausentes. Una promesa blanca en la frente amplia, adornada por un par de bucles oscuros. La nariz recta y fina, cabalgando los pómulos grandes, orgullosos. El mentón breve y geométrico y sobre el la boca fruncida en una suerte de corazón proyectado hacia fuera con fuerza y determinación. El rostro de la calma, o mejor decir de la calma aparente porque la calma nadie la posee. Y la posibilidad, sólo la posibilidad, de un beso.


Coexistimos bajo las mismas caprichosas nubes durante una infinidad de tiempos y luego en un segundo ya no estaremos juntos. Nunca más. Se acabó. Y las puertas van y vienen alejando o atrayendo presencias, el aire se hace eco de voces y ecos en el suelo abrillantado, alguien pasea con las manos en los bolsillos con la mente vacía y feliz y este pobre Cuco se acurruca sin saberlo en la insignificante oscuridad de un rincón bajo las escaleras porque no quiere que le vean los gorriones de afuera, las flores amarillas de las mimosas o los críos que lo preguntan todo y quizás quieran saber por qué está tan solo. Y no quiere contarlo.


Solía pasear a su marido en la silla de ruedas en los días de sol, si no apretaba el calor. Él no era capaz de pronunciar una sola palabra. Se apreciaba una distancia cierta entre ambos. Nada de caricias en la cara o en el pelo, o los hombros. Sólo de vez en cuando secaba un minúsculo hilo de saliva que escapaba de su boca y acomodaba el pañuelo en uno de los pliegues de la mantita de cuadros azul y beige. Solía llevarse una de esas revistas de cotilleos que hojeaba sin pararse demasiado, hasta que el sol la adormecía y se acomodaba reclinando la cabeza contra el soporte de la sombrilla de caña.


Nunca me acerqué a ella mientras estaban juntos. Me conformaba con contemplar sus escasos movimientos durante largos ratos preguntándome continuamente qué habitaba aquel ser al tiempo cercano e inalcanzable. Si hubiera de sumar todos aquellos momentos en que la convertía en el centro de mi universo, quizás me asombraría de la magnitud de la contemplación.


La relativa calidez de su recibimiento había debilitado mis defensas hasta el punto de llegar a albergar alguna tímida esperanza de recibir algo más que cálidas miradas. Empecé a notar alguna expresión burlona, no tanto en los residentes como en el personal de servicio. Ella me lo hizo notar un día que paseábamos arriba y abajo de uno de aquellos pasillos interminables. ¿De qué se ríen?, dijo. Se ríen porque no saben, contesté. Pero ella se afanó en soltarme un largo discurso sobre lo inútil de las ilusiones a ciertas edades. Protesté amablemente, pero ya sabía que era imposible convencerla de nada. No era del tipo de personas que ponía en cuestión sus propias convicciones. Sencillamente le servían tal cual se las habían traspasado y no se hacía preguntas.


Al fin me rendí. Definitivamente. Lo más que podía esperarse de aquel ángel esquivo era que te cogiera del brazo amablemente y te hiciera una sorpresiva confidencia segundos antes de desaparecer en su castillo. He pensado tanto en ti... Luego se escabullía y nunca quedaba claro cuando volvería a dejarse ver. Así que mi devoción fue perdiendo energías a fuerza de esas pequeñas desilusiones hasta que llegué a tener una especie de sentimiento eternamente aplazado, que no sabría muy bien como llamar.


Me resigné a que aquello sería así siempre. Y transformé mi frustración en virtud. Me convertí en el amable acompañante que quizás siempre había deseado. A efectos prácticos la situación seguía siendo la misma, con la única diferencia de que terminé adoptando una especia de lasitud conformista en cuando a mis sentimientos. Ni siquiera se percató del cambio. Y los años se nos fueron pasando entre amables paseos.






No consigo recuperar mis hábitos. Mis tranquilizantes rutinas, mis paseos, mis horarios, mi vida de antes. El amable gruñón se ha convertido en un gruñón vulgar de andar por casa. Sonia me mira atravesado y me embarco en discusiones absurdas con cualquiera. No hablo con Carmen tan frecuentemente. Concertamos una hora y después la ignoro olímpicamente. Y lo que es peor, no lo lamento.


No se puede decir que esté deprimido, pero he perdido el interés por algunas cosas. Quizás demasiadas. Como mal y duermo peor. Y la gente se me echa encima como si la cosa fuera con ellos. Me esfuerzo por pensar, por saber qué pasa. Y me descubro ajeno a mis querencias de siempre. Mis pensamientos atraen nubes negras cargadas de una lluvia violenta. He discutido con mi hija por enésima vez en los últimos meses.


En el curso de mi estrenado insomnio descubro que ha dejado de llover. Me levanto y me acerco a la ventana. Por qué han de estar tan lejos las estrellas... Abro la ventana para escuchar el silencio de ahí afuera. De repente necesito el frescor de la hierba más próximo. Más mío. Está claro que no me lo permitirían, así que me visto y me deslizo por la oscuridad de los pasillos sorteando al personal de guardia, dejándome guiar por el eco de sus conversaciones en voz baja. Son casi las dos de la madrugada.
No hay nadie en recepción, pero es fácil que hayan dejado la llave en la puerta como de costumbre. Se han dejado un llavero encima de la mesa que me resulta familiar. El escudo de la marca italiana delata al viejo coche de Manolo. Lo ha dejado justo frente a la puerta. Compruebo que la llave de la entrada está alojada en la cerradura. Parece que alguien lo hubiera dispuesto todo para esta noche...


Me acomodo en un sillón y miro hacia el cielo. Entra las nubes se abre una ventanita desde la que se adivina un mundo preñado de astros relucientes. Por qué han de estar tan lejos las estrellas... En la vida hay muy pocos momentos de lucidez. Y los pocos que hay suelen ocurrir en momentos no siempre oportunos. Por eso deben aprovecharse sin dudar los que se nos presentan en la oportunidad precisa. Este es el momento. Sólo he de solucionar un pequeño problema. Nadie abrirá el cajetín del personal de guardia hasta mañana a medianoche. Dejo una nota para Manolo en ese preciso lugar y echo de nuevo el cierre silenciosamente.


Hace tiempo que no conduzco pero eso no se olvida. Me hago con las llaves del coche y me deslizo al exterior sin problemas. Hace mucho frío...Casi echo en falta una prenda de abrigo hasta que me doy cuenta... Me meto en el coche y dejo que se deslice marcha atrás sin encenderlo para evitar ruidos. Algo más alejado de la colmena, giro el contacto y me pongo en marcha.


No merece la pena despedirse. Quizás alguien se enfade conmigo pero qué se le va a hacer. No lo hará quien de verdad me haya querido. Siempre pensé que quien te quiere necesita muy pocas explicaciones. Todas esas almas amadas están ya en mi recuerdo, a salvo de las horas.
Ayer tuve una bonita conversación con una de las enfermeras. Tan bonita como poco previsible. Le dimos la vuelta a mis recuerdos y a sus ilusiones mientras los demás desfilaban hacia el comedor, apresurados. Lo que más me ha molestado de la vida es esta espeluznante falta de interés por las cosas que importan. Mírales como corren, le dije, y ella se rió y luego le asomó la pena a la mirada.


¡Qué lejanos estamos! Es imposible llegar a penetrar en el corazón de casi nadie. Por eso cuando ocurre perdemos la cabeza como la perdemos. Y el corazón, claro. Eso es lo que nos da la vida y no otra cosa. Aunque haya muchos que se van sin haberse dado cuenta.


Sólo me alumbra ya a estas alturas la memoria de las risas que me dieron alegría entre los brazos cálidos de las pocas personas que me han querido de verdad. El verme aún reflejado en esos ojos que son del otro y de uno mismo es lo único que tengo. Pero es tan valioso... Quizás es la única cosa que compensa esta tremenda sensación de haber sido zarandeado hasta la extenuación desde el primer día. Por los acontecimientos y por los sentimientos. El haber ido de acá para allá a merced de un ventarrón incontrolado, sin saber por qué ni mucho menos para qué. Es esa deuda la que quiero cobrarme.


He perdido habilidad con este trasto pero sigue sirviendo para lo que servía. El cielo solloza una fina caricia que empapa los cristales y luego salta hacia los lados empujada por las gomas del limpiaparabrisas. Voy dejando atrás lugares que recuerdo vagamente y otros siempre presentes en la memoria. Lo mejor de vivir donde vivo es tener los montes tan cerca. Y el rio. No puedo evitar sonreír cuando me imagino al pobre de Manolo preguntándose qué pinta su viejo cacharro entre estos montes perdidos a los que ya no viene nadie. Una última tomadura de pelo de un viejo gruñón intolerante. Ahora que todos se pierden como niños entre luces opiáceas , yo me perderé entre estos montes que no he olvidado. Los montes inmutables. Parece que el tiempo sólo pasara para nosotros, los supuestos reyes del universo y al tiempo los más vulnerables. ¡Tan vulnerables...!


Asciendo lentamente durante un tiempo que no sé calcular. Tampoco quiero. Abandono el coche en un lugar fácilmente visible. Apenas se distingue el desamparado resplandor del farol del refugio. El aire transporta minúsculas agujas de cristal helado.


Sólo tengo miedo de tener miedo. Miedo de que la misma lucidez que me lo dicta, termine por acobardarme. Por eso acudo al frío que tanto he detestado. Dicen que uno se duerme y no vuelve a despertar. Sea. Por una vez y en el último segundo de la vida, el frío y este viejo serán paradójicos amigos. Será una amistad fugaz y oportunista, pero profunda. Penetraré hasta el fondo en la amistad del hielo y confío en que no se demore en concederme el sueño. No me olvidaré de dar las gracias, porque si lo pienso bien, he sido feliz. Pese a todo. Pena que no me he despedido de Carmen. No todo puede hacerse bien.


Voy, amor, a tu encuentro. Y si no te hallo nunca es que este viejo ateo tenía razón. Pero prefiero equivocarme.


F I N


O Barco, Marzo 2008

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Uno desearía escapar de los recuerdos, y estos, se adhieren aun con más fuerza. Poco importa si dolieron, duelen y seguirán doliendo, tan sól están ahí.

Huir o no, tal vez no solucina las cosas, pero escapar las hace diferentes, o por lo menos mientras se hace se ven distintas.

Un muy buen relato.

Anónimo dijo...

wauuuuuuuuuu!!!!!
mola este cambio!!!!
e o separador queda xenial!!!

O relato xa sabes que é moi bo, así que non vou regalarche os oídos ;)) :P
un bico