11 de marzo de 2009

El cielo




- Me tiene harta. Tendría que haberle hecho caso a mi madre y largarme a Londres con los del curro. Que ya ni recuerdo la última vez que me sacó de paseo.

- Pero si el otro día quiso llevarte al museo ese y le dijiste que ya era tarde y eran escasamente las seis, alma de cántaro.

- ¿Y por qué cojones tengo que ir al museo cuando a él le da la gana? Hasta ahí podíamos llegar, hombre.

- Bueno Bea, tengo mucha gente en el bar. Tengo que colgar.

He colgado con tanta mala uva que a lo mejor se ha dado cuenta. Pues es igual. Que se aguante. La clientela empieza ya a palmear en el mostrador.

- ¡Conchaaaaaa!

Es curioso que cuando regreso de mi pequeño e íntimo cubil, atiborrado de cachibaches de cocina, especias, y mil restos de cosas que ya no sirven para nada, parece que se les alegra el rostro. Entonces los imagino llegando a casa y me pregunto de qué misterio están hechos los hombres. Y lo que pensarán sus mujeres cuando les ven aquí, alegres y optimistas como nuevos millonarios. Nunca dicen nada, pero lo piensan.

- ¿Qué pasa, Manuel?, que te me alborotas.

- No es por mi, mujer, es aquí el Fermín que trae cara de hambre y mírale como está, como un alambre.

Los habituales van entrando, poco a poco. Algunos en traje de faena. Es casi la una y media y en la calle se nota la agitación del mediodía. La mayoría no estarán más de unos minutos, relajándose después del trabajo mientras intercambian algunos comentarios con los amigos o los parroquianos, porque aquí todo el mundo es dado a hablar. Incluso más de la cuenta.

Fermín tarda en recuperarse. Quien más quien menos todos llevan su historia a las espaldas. Pero a este hombre parece que le cuesta más. Desde que se dejaron va como ensimismado y si antes era callado ahora se ha vuelto taciturno y he observado que a veces tienen que ir a sacarlo de casa. Es cierto que ha adelgazado. Debe andar en los cuarenta y pocos pero su aspecto de ahora hace pensar en algunos más.

- ¿Como vamos, Fermín?

- Como un cura, reina.

Es un tipo discreto y más educado que la generalidad de los que pasan por aquí. Pero algo le han hecho los de sotana, que los tiene atravesados y no hay que hacerle. Un día se midió con un santón de esos de porte distinguido y labia cuanta quieras, que entró en el bar a predicar en el desierto, y no hubo quien lo hiciera callar hasta que Fermín levantó la voz. Un casi nada. Desde ese día lo miramos con otros ojos. A veces se tarda en conocer a la gente. A mi me van a decir...

- ¿Lo de siempre, corazón?

- Por no perder la costumbre.

Mientras le pongo su clarita y su pincho, observo a dos parejas que acaban de entrar. No les conozco. Ellas se acomodan en una mesa y los hombres acuden a la barra y piden para los cuatro. Creo que llevo bien que me miren los habituales. Incluso me gusta. Pero estos repeinaos con aires de casino me molestan. Y si miran de esta manera, mucho más.

- Andrés te manda recuerdos.

Habla el moreno, más alto y bien vestido. Parece un piquito de oro y debe saberse guapo.

- No le conozco, perdona.

- Yo tampoco.

Ríe su propia gracia secundado por su compañero. Yo miro a sus acompañantes y sigo con mis quehaceres sin inmutarme. Ramón me ha pedido otro café hace un buen rato y me mira con gesto contrariado. Salgo hasta su mesa con la tacita humeante y retiro el anterior mientras él continúa devorando el periódico. Es el cuarto café de la mañana, pero ya he desistido de darle consejos. La última vez me dijo que si no le había matado la mina, mal iba a hacerlo el café. Me da las gracias como siempre y yo correspondo con una sonrisa, que es lo que mejor aprecia. Y que vuelva cimbreándome como una hembra con vocación, pero sin aspavientos. También eso le gusta.

Las mujeres de la mesa reclaman la consumición a sus acompañantes en lugar de dirigirse a mi. El guapo se encarga de recordármelo, esta vez sin permitirse más confianzas. Para cuando les he atendido a los cuatro el bar empieza a llenarse, aunque eso no es difícil. Apenas diez metros donde a veces he contado más de treinta almas. Algún simpático le he llamado "El cielo", porque sólo caben los justos. En esas ocasiones yo sugiero mi angelical condición, ante el regocijo general y sin que nadie lo haya negado hasta el momento.

Hace unos diez años que me separé y ya no era la primera vez. Asi que saqué mis conclusiones. Me gustan estos niños grandes. Estas masas de músculos que lloran como bebés y se rinden sin remedio ante una piel redonda y blanca. Me gusta escarbarles las entrañas hasta encontrar el núcleo mismo de su naturaleza auténtica, más allá de su pose de esforzados guardianes. Verles en las pupilas la vergüenza de sentirse descubiertos e indefensos. Pero no quiero ser parte de su patrimonio otra vez.

- Lo siento, he tenido un examen.

- Venga, pónteme en marcha que mira como está esto.

Marian suele echarme una mano los fines de semana. Le hace falta la pasta. Procuro tratarla bien, pero ya le he puesto clarito que lo que pago es el curro. Nada de malentendidos. Y no la puedo asegurar. Aritmética pura. Lo ha entendido y lo cierto es que cumple lo suyo. A veces se retrasa, pero tampoco está pendiente del reloj a la hora de salir.

- ¿Crees que me hará daño un agua?

- Ay, Antonio que mal te veo hoy.

- Ponle una Cola, anda, a ver si al menos es capaz de andar.

- ¿Y tú?

- Café, que tampoco voy muy allá.

A veces he intentado componer una especie de mosaico con todas estas vidas. He jugado a mezclar sus circunstancias, sus parejas, trabajos, problemas... Y al final he pensado que sólo pueden ser de ellos. Coco y sus malos cálculos con el alcohol, Antonio haciendo de angelito de la guardia de su jefe, Ramón y su afán infinito de cultura periodística... Sólo en su mundo tienen sentido. No son santos, pero también eso me gusta de ellos. En general llevan bien sus miserias y siempre han sido capaces de hacerme reir. Con las inevitables excepciones.

- Ya no haces caso ni a los guapos. Te has vuelto orgullosa.

- LLegas tarde. ¿Vino?

- Frío, ya sabes.

No quiero ser más parte de su patrimonio pero por una mirada de estas podría hacer una excepción. Así que más vale que te andes con ojito, Bea. A veces me sorprenden este tipo de pensamientos, medio salvajes, pero no los puedo evitar. Como no puedo evitar componer el escote mientras sirvo a este moreno con ojos de carbón del centro de la tierra.

- He estado de cháchara con tu mujer. Cada día habla más.

- Qué cosas dices...

- Me ha dicho que a su Tomás lo tiene bien amaestrao.

- Positivamente.

Sonríe con los ojos entornados y un diente asomando a destiempo entre los demás. Lo suyo es decir las cosas al revés, con la versión oficial por delante y el sarcasmo al acecho en la expresión. Se le ve de vuelta de todo, pero conserva un aire de inocencia en la mirada que he de evitar muchas veces, porque hace estragos. Quizás no debería haberle dicho esto, pero la dichosa mujer consigue cabrearme. Y qué demonios, no hago más que hablar. De momento. Sonrío ante este último pensamiento mientras le acerco el vino y observo su mirada fija en mis caderas.

- Sólo falta tu pinchito de costumbre y estarás como en casa.

Mientras deposito en el platillo el pincho de tortilla casi recién hecho, un par de conocidos se le acercan. Marian se mueve rápida entre las mesas con los pinchos como estandarte de hospitalidad. El local está a tope. Cobro rápido para permitir que los que llegan de nuevo se acomoden y observo que no falte de nada. Marian hace bromas a los más veteranos y arranca unas risas con facilidad. Sabe establecer los límites. Valdría para el negocio pero tiene miras más altas. Mejor para ella.

El Rizos acaba de aterrizar en la otra esquina con un colega que no conozco. Me hace una V con los dedos que sé interpretar. No entiendo como estos jóvenes no revientan con tanta cerveza que se meten, pero no es cosa mía. Le miro brevemente mientras les sirvo y su compañero enfila el camino del servicio.

- ¿Podrás hoy?

- Ya te llamaré si puedo.

- Me pregunto por qué te lo piensas siempre tanto.

- Es que los de menos de treinta me dais un poco de miedo.

Me mira serio. Pocas veces lo veo sonreir. Es extraño ver a la gente joven tan seria. Tiene una forma de vestir que me resulta extraña. No es que me disguste o no. Es que sencillamente no le encuentro sentido. O quizás establezco asociaciones más o menos tópicas. Menos de treinta debería significar alegre, vestimenta informal y la vida por delante. No es alegre, viste como un árbol y parece que llevara la vida en el bolsillo de atrás del pantalón, a punto de caerse.

Estaba un día por aquí, en la esquina de la barra, con la espalda apoyada en la pared y un cigarrillo olvidado entre los dedos. Prácticamente se estaba durmiendo. Eran las fiestas del barrio y es fácil que estuviera corto de sueño. No me fijé más en él. Casi a punto de cerrar entró un par de vecinos con una tajada monumental. Se pusieron pesaditos. No es que fueran un problema, pero el caso es que en un momento dado les llamó la atención. Primero pusieron cara de beodos injuriados, pero en cuanto los citó por sus nombres empezaron a tirar de las camisas para abajo y a componer la corbata.

Les invité a café y enseguida me pidieron disculpas y se largaron estirando el brazo en dirección del joven a modo de saludo. Se les veía intimidados. Me acerqué a él y le puse otra cerveza. Sentía curiosidad. Me dio las gracias y me miró un instante. Parecía triste. Cambiamos algunas frases que resultaron sinceras y casi a punto de la confidencia aparecieron los munipas y me ordenaron cerrar. Me puse a colocar algunas sillas y a trasladar algunas cajas de cerveza al trastero. Cuando me di cuenta me estaba ayudando con toda la naturalidad. Abandonamos los dos el local casi a las cinco de la madrugada. Me acompañó en silencio en una noche cuajada de estrellas, mientras aquí y allá sonaban las conversaciones de los últimos en retirarse. Cuando llegué a casa lo miré. No dijo nada. Abrí la puerta, entré y dejé que él entrara también. Charlamos un momento en la cocina. Le dije que me iba a dormir, que estaba muy cansada. Le indiqué que podía acomodarse en la habitación del fondo y me marché a dormir. Al minuto siquiente estaba en mi cama. Nos regalamos los cuerpos sin hablar y nos dormimos.

Desde entonces es como una presencia entrañable que viene y va sin hacer preguntas. No hay que hacerle la comida o lavarle la ropa, no me insulta y hasta es capaz de soportar mis llantinas de vez en cuando sin torcer el gesto. Le he cogido cariño.


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6 comentarios:

ababoll dijo...

Que bien escribes largo y seguido, joio!

Andrea Breq dijo...

¬¬ y si me repito, me regañarías? es que me fascina como escribes!!!!!!!!!!!!!!!!!! cuéntame el secreto, anda!! cómo puedes poner cada palabra en su lugar??

bico...y otro..y otro má :P

A.

Rgp dijo...

!Genial! ... si se empieza a leer no se puede parar ....

Anónimo dijo...

Un círculo rutinario que se encerra na tona do café e vai dando voltas ata chegar ao abismo. Un mundo de desesperanzas onde os soños deles nunca son os delas, onde camiñar da man é case utópico, onde non hai un nós que reverbere nos ollos.
Pode que vivir os instantes sen máis promesa abonde. A min gústanme as ilusións encerradas nos dedos da Marian.

Felipe Sérvulo dijo...

Lo dicho: me parece muy bueno.

Shunyata dijo...

Muy bueno¡¡¡ a mi tambien me lo parece, un autoretrato de la sociedad