8 de julio de 2007

Un mal momento

(Ficción)

Al final me he dejado convencer. Y sé que no debería haberlo hecho. Me pregunto por qué la gente se vuelve loca con estos juegos absurdos. Cuarenta naipes de cuatro "palos" diferentes que llenan las tardes de estas personas como si fuera lo más natural del mundo. Hay que jugar de parejas. Jaime y Manolo siempre juegan juntos. Y tienen a gala ser los mejores, así que no lo hacen con cualquiera. Se han sentado a la mesa a la espera de alguna competencia que no les anda muy a la zaga, pero el Chopo no ha venido hoy. Carmelo, su compañero habitual, mira por las cristaleras nervioso y murmura un juramento de vez en cuando. Hay alguna gente pendiente de la mesa. Ese será hoy el espectáculo que les mantenga atentos a algo, antes de desandar el camino a casa.

Carmelo busca con la mirada algún suplente que permita iniciar la partida hasta que su compañero aparezca. Pero siempre encuentra ojos esquivos, casi amedrentados. Es un tipo exigente y muy maleducado. Cuando ha juzgado que no podía esperar más, me ha dicho "¡Venga. Siéntate ahí!". Me he sentado en la silla, dócilmente, pero con una sensación clara de malestar. Mis dos rivales han sonreído condescendientemente y después han mirado el reloj encogiéndose de hombros.

Mi compañero me ha dejado claro que esté atento, que no quiere que haga tonterías, que esto es cosa de hombres. El primer juego transcurre sin sobresaltos, pero perdemos. En el segundo cometo un error de principiante y ocurre lo que ya sabía que iba a ocurrir. He decidido no oír lo que dice porque es muy desagradable, así que veo su cara como en el cine mudo. Gesticula adelantando la cabeza, mientras la boca reparte saliva incontroladamente hasta que el puño golpea el mármol dando la bronca por finalizada. En el siguiente juego, cuando estoy a punto de demostrar que sé más de lo que esta gente piensa, aparece el Chopo. Observa las anotaciones de carboncillo sobre el mármol y celebra entre chanzas su propia presencia. Parece a punto de golpearse el pecho, como los gorilas.

He tenido el tiempo justo para evitar que se sentara encima de mi. Me ha despachado con un "¡Venga. Quita de ahí!". Atravieso el círculo de curiosos sin que nadie se moleste en observarme. Después me acomodo en un taburete, frente a la barra. Marisa me mira desde dentro y luego devuelve la vista a una de esas revistas de actualidad, sin decir nada.

Y una vez más me he preguntado por qué les resulto tan insignificante. A ellos y a los demás. Y qué encuentran de saludable en su brutalidad. O de inteligente en sus estúpidas rutinas. O de humano en sus triviales juegos competitivos. Por qué sus mujeres pasan ante la cristalera cargadas como burras sin dirigirles el más mínimo reproche. Por qué no pueden evitar vociferar. Por qué al final los vencidos miran como los perros y se dirigen reproches entre si, mientras los mirones les azuzan. Decido irme antes de que se acerquen a la barra. Deposito el importe del café y antes de marchar me miro en el espejo. Tengo una expresión taimada en la mirada, aunque no es tan diferente de la habitual.

Cuando empujo la puerta de salida, Carmelo levanta una mano. "Gracias, Cosme." Pero el café lo he pagado yo. Siempre ha sido así. Son más fuertes. Más hombres. Tienen mando. Y una mujer que cocina, friega los cacharros, cose la ropa vieja, limpia las ventanas, encera el suelo, ordena los estantes, y en los ratos libres parte la leña y la ordena cuidadosamente al lado de la cocina.

Por el camino me para un viejo amigo de mi madre y me suelta una retahíla de consejos para aliviar sus eternas dolencias. Que no coja corrientes, que no deje el bastón, que no cruce la calle sin mi auxilio... "¡Qué bueno era tu padre! Sólo esos se van ...". Ni siquiera ha preguntado como estoy. Se aleja sin despedirse y yo observo su paso cansado y sus murmuraciones siempre inacabadas.

Me cruzo a un grupo de muchachos y muchachas. Debemos tener edades parecidas. Pero ni me conocen. Es normal. No coincidimos en las salas de fiesta, ni en el casino, ni en el baloncesto. Todas esas ocasiones son siempre inconvenientes para mi. He de a tender a mis obligaciones. Es normal. Normal para mi, pero no para ellos. La vida es una lotería. A ellos les ha tocado pasear su arrogancia vacía por los bares y a mi atender de mi madre enferma. Ellos tienen novias, se van de vacaciones, acuden a los campeonatos provinciales, estudian en colegios religiosos, llevan vaqueros caros y anotan sus citas en una agenda de tapas plateadas.

Y yo hago la compra, pago las deudas puntualmente a fin de mes, preparo una buena pota de caldo que dé para la semana, acarreo el carbón cada tres o cuatro días desde el exiguo sótano, paso la escoba día si y día no, la fregona semanalmente, y cuando llega la noche, después de acomodar a mi madre en su habitación, maldigo mi puta existencia. Con cierta cordialidad, porque ya se ha convertido en parte de la rutina doméstica y cotidiana.
Siempre ha sido así. Aunque hoy llevo algo atravesado en el estómago que ayer no tenía. Al pasar ante el escaparate del bazar observo como las comisuras de mis labios apuntan al suelo componiendo una mueca ridícula que no puedo detestar más profundamente. Sigo llevando la mirada avinagrada. Debe ser por eso que Geles, la vecina, ha pasado a mi lado mirándome y sin saludar.

Al doblar la esquina para enfilar la calle de mi barrio, con ese color gris indiferente, oigo como se alzan dos voces familiares. El Antolín y su mujer. Otro tipo fuerte. Y otra mujer insignificante, como yo. Discuten, como es su costumbre. La tiene arrinconada en una esquina, con los brazos levantados, tratando de protegerse. Les he visto antes en la misma actitud. Decenas de veces. Pero hoy no es un día como los demás.

"Déjala". Lo he dicho con una calma extraña, con algo premonitorio entre los labios. "¡Tú que quieres, mequetrefe!". Me ha empujado con la indiferencia con que se da una patada a una lata podrida por el tiempo y me he visto en el suelo. Luego me he apoyado en algo para levantarme, pero ha cedido. Cuando por fin me he visto de pie, tenía algo rotundo en la mano y un imperativo insalvable en algún rincón de mis entrañas. Y la energía de un dios. He contemplado sus ojos estúpidos y asombrados y he sido Dios. Furioso y frío. Certero. Claro. Preciso. Implacable. Justo. Inapelable. Yo, que ya no soy yo. Yo liberado. Enorme. Nunca más yo. Sino Yo.

La mujer se ha quedado mirando la mancha que corre por el pavimento siguiendo el contorno del cuerpo inerte. Luego se ha deslizado a lo largo de la pared como si temiera que me fijara en ella. No puedo dejar de mirar esos ojos inútiles, vueltos hacia el cielo en una última paradoja. No parecen diferentes a los que me miraban antes de que la brutalidad acabara con la brutalidad. No me siento mal. Casi estoy en paz, confiado. No tengo nada que temer, porque por fin he tomado mi camino. Me siento en cualquier sitio a esperar.

En apenas minutos aparece un uniformado y detrás la mujer que levanta el brazo y me señala mientras tapa la boca con la mano. No hay nadie más. Qué extraño. Es Abdón, el municipal, el que fuera gran amigo de mi padre. El que no podía contener las lágrimas cuando lo enterramos y desde entonces tomaba otro camino para no tener que saludarme. Me mira unos instantes, paralizado e incapaz de articular palabra, y luego se lleva la mano a la frente en un gesto incontrolado que deja la gorra de plato a punto de caer de su cabeza. Después arranca a andar hacia mi mientras murmura lo mismo una y otra vez. "¿Qué has hecho, Cosme?". Cuando llega a mi lado mira el duro mango de la pala, aún a mi lado, y la herrumbrosa pieza que se ha desprendido de ella cuando me apoyaba para levantarme. Después, con un gesto profesional, saca un pañuelo blanco y se hace con el objeto asesino observando la clara marca escarlata en el extremo. Luego me coge por el brazo y me levanta mientras yo le dejo hacer lo que tenga que hacer. No para de repetirlo. "¿Qué has hecho, Cosme?".

Me abre la puerta del coche y pone una mano en mi cabeza para protegerla de las duras aristas metálicas. Ya dentro, empiezo a ver como alguna gente se acerca con ojos curiosos al principio, y asustados después, una vez que han visto el cuerpo tendido.

Ahora me miráis a mi que no era nadie. El hijo de Lucía, el que no existe. Ese que apenas se permite unas visitas al bar. El que os hace iniciar la eterna cantinela... "Tuvieron mala suerte ...".

Al poco comienza el inevitable desfile de sirenas y uniformes. Preguntas inútiles y respuestas innecesarias porque todo es obvio. Después el coche arranca, recorre veloz las estrechas calles del pueblo y se detiene ante el ayuntamiento. La noticia debe haber corrido como la pólvora. La gente se arremolina ante la puerta sin dejar de mirarme. Y pensar que parecían ciegos... Ya ascendiendo las escaleras observo los rostros estupefactos y fijos en mi figura antes insignificante. Luego veo a Marisa y me asombra ver lágrimas en sus ojos. Pero no puede soportar mi mirada. Hay una anciana con la pena encajada en el rostro arrugado, meneando la cabeza, incrédula. Ella sí soporta que la mire. También que le sonría.

Y entonces me doy cuenta. Qué será de mi madre...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es curioso que aun estando uno mismo en apuros, aun sabiendo que es más complicada la situación de lo que tal vez pareciese en un golpe de "¿genio?"

La responsabilidad que se adquiere con el día a día sigue pesando más que la realidad....

Anónimo dijo...

A invisibilidade non sempre depende de quen nos mira, ás veces só depende de se deixamos mirarnos. É moito máis doado ir polo mundo co disfraz de invisibilidade e usar este para non ver tampouco nós os demais. A sabiduría, tal vez, estea no moemnto en que decidimos quitalo. Será ese o paropiado ou ....?