10 de noviembre de 2007

La beca


Nunca le había resultado fácil atarse los zapatos. Componía los lazos como un castillo de naipes que se fuera a desplomar de un momento a otro y mantenía una mano paralizada mientras la otra completaba la tarea si había suerte de que aquello no se descompusiera. Hacía frío en la casa, como siempre. Se enfundó el pantalón corto y se lavó la cara y las manos en aquel lavabo medio desvencijado, después de llenarlo con una tinaja de porcelana. Odiaba el ruido del maldito cacharro y jamás era capaz de realizar aquella tarea, insignificante para los adultos, sin tropezar con algo.

Cuando estuvo listo entró en la cocina y se acomodó frente al tazón de leche, en su sitio habitual. La taza de ella estaba ya vacía. Se había olvidado de retirarla al fregadero como era habitual. El fogón de la cocina crepitaba aliviando el frio de la mañana con el aquel rumor entrañable. La puerta del patio estaba entornada y afuera se sentían los golpes del hacha contra aquella raíz indestructible. Comió un par de galletas más de las permitidas aprovechando que nadie podía advertir la infracción, recogió las dos tazas y se asomó el patio.

Madre levantaba el hacha con las dos manos, con una pierna firmemente asentada sobre la madera, y descargaba el golpe sin contemplaciones. Se dispuso a recoger los trozos que se arremolinaban alrededor de la leñadora en posturas caóticas y a veces muy lejanos. Colocaba un par de piezas grandes entre el antebrazo izquierdo y el estómago y el resto ya sólo era apilar mientras fuera posible.

Le sonrío sin decir nada mientras ascendía por las escaleras cuidando de que no cayera ninguna de aquellas pobres víctimas del hacha. Abrió la pesada puerta del horno y fue colocándolas sobre el fondo caliente cuidándose mucho de no sufrir el agijón de aquellas astillas traidoras. Cuando no hubo más espacio, depositó el resto sin muchos miramientos bajo aquel rincón que alguien había bautizado como "la meseta". Luego salió a recibir instrucciones de nuevo al patio.

Media docena de huevos, media hoja de bacalao, doscientos gramos garbanzos y una bobina de hilo blanco fino. Habia dicho fino, si... Agustina siempre tenía la sonrisa en el rostro, en aquel corpachón enlutado, lo cual la hacía preferible a cualquiera de cuantos podía andar tras aquel mostrador. Que se lo apunte en la cuenta. Se dio por despedido por el comentario de la mujer y arrancó un pedazo de papel del paquete de garbanzos para metérselo en la boca antes de marchar. Qué le encontraría a aquel dichoso papel...

Caminó con los paquetes junto a las cunetas desnudas acomodando el paso como mejor pudo. Lamentó no poder echar mano de aquellas pequeñas cascaritas que aparecían en los troncos de los enormes plátanos y mucho más el hecho de no poder arrastrar los pies para levantar nubes de polvo a su paso. Se acumulaba con facilidad y poderse transformar en una de aquellas máquinas de vapor que pasaban bajo el puente era una tentación muchas veces invencible. Sólo que la última reprimenda había sido más que convincente. Era difícil saber por qué se le antojaba tan apetecible aquella imitación mecánica. El problema era que cada vez se hacía más evidente el penoso espectáculo que ofrecía al llegar a casa cubierto de polvo de los pies a la cabeza. Y ver una vez más a aquella mujer fulminarlo con la mirada y echarse las manos a la cabeza, comenzaba a hacerse desagradable. Quizás era que se estaba haciendo mayor.

Entró en la casa cruzando la verja del patio para entrar por la cocina y evitarse los patines de fieltro que madre abligaba a calzarse para no dañar la cera de la madera. La enorme pota de caldo anunciaba verdura para varios días. Del segundo en adelante aquello era una delicia. Oyó una discusión al fondo del pasillo. Su hermana era una auténtica pesadilla cuando se empeñaba en gritar, así que consideró que había cumplido con su tarea y bajó el patio. Aquel pequeño espacio donde se apilaba la madera era un buen rincón para sus fantasías y alguna de aquellas varas podía transformarse con un poco de paciencia en una lanza comanche o una metralleta digna del mismísimo "Gorila".

Poco antes de comer, madre le mandó sacar agua del pozo. Contempló la danza del caldero de zinc mientras la cuerda hacía girar la roldana emitiendo un quejido metálico y luego tiró con fuerza para vencer el peso del agua fresca y cristalina. Mientras caminaba hacia la casa observó a su padre subir las escaleras con un gesto de alegría poco común. Su hermano mayor subía tras él, con una expresión de satisfacción que no podría disimular aunque quisiera.

"¡Nos han dado la beca!"

Nos han dado la beca significaba "¡toca crecer, chaval!" Significaba que "la academia", el único sitio donde entonces se podían cursar estudios oficiales, ya no era sólo cosa de aquel sabiondo espabilao que a la postre era su hermano, sino que ya había una oportunidad para el benjamín y su hermanita. Pues qué bien... adiós a las amables monjitas, los rostros conocidos y la comodidad de no tener que demostrar más que cuatro quebrados y las lecturas ya superadas del mamotreto aquel de nombre indiferente.

Seguramente por primera vez en su vida supo qué era un recuerdo y para qué servía. Madre Cruz, aquel rostro angelical enmarcado en la cofia rigurosa de las teresianas, las mesas verdes siempre limpias, el tipo largo aquel que nunca sabría por qué le tenía tanta manía, el ruidoso timbre del recreo, el miserable peñazo del rosario diario,... En fin, al menos el rosario habría terminado. Pero no conseguía saber por qué todo en mundo en casa estaba tan contento.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El miedo a aquello que se avecina, a lo desconocido, ese temor consciente o no a perder la rutina que por un lado nos mata, nos aburre y nos divierte a un tiempo y por el otro el temor a no saber si esos cambios serán para mejor o todo lo contrario.

Quizás la sencillez del día a día es más valioso que una posible mejora que aun no se conoce a ciencia cierta.

Curiosamente contradictoria, como siempre...

Anónimo dijo...

"nos han dado la beca" significaba que todos a esperaran, significaba un soño familiar cumprido, significaba saber que, aquel rapaz de pantalón curto era importante para todos. Significaba saber que malia os remuíños de po na súa roupa na súa casa AMÁBANO.

Un soño feito realidade só é importante cando podemos berralo moi alto e todos son complices e parte da nosa alegría.