21 de octubre de 2008

Viaje a la nada



Por el camino de Penamoura. Me lo dijo como quien arroja un hueso consumido por el sol a un perro famélico, después de tirar la colilla en un charco en la densa oscuridad entre los muros de piedra. Volví a casa con la pena pugnando por correr por las mejillas, contento por no tener que volver a mendigar ante aquel ser repugnante la respuesta que nos sumiría a todos en el lacerante dolor de la certeza, y triste por haber confirmado una ausencia irremediable.

Rodeé el cuartelillo para no tener que soportar los comentarios de aquellos seres incomprensibles, casi desaparecidos bajo el tétrico manto verde y el tricornio. Hay momentos de la historia en que la miseria se viste de una arrogancia que nace del propio autodesprecio, y la inmundicia asoma irremediablemente al rostro de quien se sabe definitivamente siervo y no tiene el valor de quitarse del medio.

El día que me interné por aquel camino me sobrecogió la indefinible maravilla del paisaje. Busqué por los lugares más recónditos hasta que un persistente rastro dulzón me guió hasta lo que quedaba de él, apenas unos restos desencajados entre los muros de un pequeño pilón donde en otro tiempo bebía el ganado. Allí estaban sus botas recias y achatadas en la punta. Las extrañas lazadas de sus cordones, las ropas descompuestas y martirizadas por las heladas y el viento. Restos del cabello pegados a los líquenes del fondo y manchas escarlata sobre el cemento desnudo, oscuras ya, petrificadas. Al menos podríamos enterrarlo allí mismo sin tener que soportar las miradas cínicas y enfermizas de sus verdugos.

Cuando llegué a la carretera volví a ver el árbol al fondo, en el punto más alto, como una corona. Las nubes aliviando el frío con una lluvia apenas perceptible. A lo lejos una cortina de agua más espesa, justo donde la luz, a punto de morir, marcaba el camino del sol en retirada. Entonces me pregunté el por qué de tanta belleza.

Imposible explicarse cómo bajo aquel hermoso escenario, en una tierra que considerábamos nuestra, podía desarrollarse algo tan espantoso. Cómo podía aquel cielo acogedor dar cobijo a tanta impunidad. En qué lugar de aquel espléndido panorama encajaba el macabro cuadro que formaban los asesinos y sus víctimas.

3 comentarios:

xenevra dijo...

Desdebuxados os asasinos en medio de tanta beleza que morre no solpor. A árbore que coroa a escea sabe dos segredos que o relato non confesa explicitamente, pero que si nos desvela aquela choiva apenas perceptíbel.

Que ben escribes!!!

Anónimo dijo...

Tal vez la belleza se congeló en ese preciso instante, cuando horrorizada de lo que veía prefirió quedarse así por siempre....

A veces hay cosas que no podemos explicarnos, y esta es precisamente una de ellas.

Paloma dijo...

Somos insignificantes al lado de ella.