26 de septiembre de 2010

Verano tardío



Tenía mal aspecto y pinta de no haber dormido bien en muchas noches. No era su problema. Abrió la cazadora y dejó que viera la pipa asomando en la cinturilla del pantalón. Cierra y ponte aquí detrás. La contempló unos instantes antes de empezar a retirar de las estanterías lo que le pareció más valioso. Algunos frascos de colonia se fueron al suelo estrepitosamente mientras iba y venía sorteando las mesas y los paneles publicitarios. Le echó otra rápida mirada y confirmó que no estaba nada bien. Se detuvo un instante y preguntó. ¿Se puede saber qué te pasa? No voy a hacerte nada, por si pensabas que soy el destripador. Le sorprendió la dificultad con que levantó los párpados. Hablar le costó más todavía .Si te llevas eso me veo en la calle... 

Ya. Vas a ser feliz con esta esclavitud mal pagada, ¿no? Los párpados se derrumbaron de nuevo, mientras el cuerpo se recostaba contra la pared. Volvió a su serie de frenéticas carreras entre los anaqueles, valorando en una décima de segundo si los relojes o los gemelos o los perfumes merecían realmente la pena. Cuando volvió a pasar ella reposabe en el piso encerado con las piernas descompuestas y el vestido recogido hasta la cintura. Tenía los ojos abiertos y una expresión ausente instalada en los ojeras violáceas. No había rastro de lágrimas en sus ojos, sólo un aura de impotencia que manaba de las cuencas de sus manos abiertas hacia el techo, como esperando una lluvia refrescante de la superficie metálica y abrillantada. Se inclinó y la miró mejor apartando los cabellos rubios de los ojos. De su nariz manaba lentamente una mucosidad transparente. Recordó las voces de su madre instruyéndolo siempre en la necesidad de las buenas costumbres y particularmente en la conveniencia de llevar siempre un pañuelo en el bolsillo. Secó con él la corriente que bajaba de los hoyuelos de la nariz. Después movio su cabeza para mirarla de frente hasta que ella retiró la mirada fijándola en algún punto del suelo, sin decir nada. 

Había rumores en el exterior y la claridad del amanecer prometía un día cálido y luminoso. Juró inconscientemente antes de que las palabras del Chorvo volvieran a taladrar su mente como tantas otras veces. No vales para esto, eres un pringao. Volvió a mirarla despacio. Sería bonita si cuidara más el cutis y se peinara más acorde con las últimas tendencias. Tenía la voz ronca cuando preguntó. ¿Es cierto eso que me has dicho? Los párpados se alzaron de nuevo, pesadamente, y en los ojitos negros brilló una expresión esperanzada. Se levantó, juró de nuevo y miró el reloj nerviosamente. Tendrás que colocarlo tú de nuevo, ¿vale? Miró el saquito donde había acumulado el botín de cualquier manera mientras la voz de ella se rompía sin llegar a hacerse comprensible. No podía dejar de mirarla mientras se abría camino hacia la puerta trasera. Definitivamente, era bonita. 

Advirtió la sombra que se precipitaba sobre él por puro instinto. Y por puro instinto la mano voló hacia el interior de la cazadora de cuero. Algo paró su carrera dos veces y lo dejó sentado ridículamente sobre los canalillos sucios de la acera, poblados de colillas de cigarros y de las hojitas secas de los plátanos jóvenes. Las fuerzas lo abandonaron súbitamente y su espalda cayó contra la pared. Por primera vez en su vida se fijó en el vuelo grácil e indisciplinado de las golondrinas. Vislumbró la silueta borrosa de un uniforme azul y una gorra de plato con manchitas blancas y azules. Después el calor de una mano menuda en la mejilla y unos cabellos dorados danzando ante unos ojos marchitados por esas típicas ojeras de los días de insomnio. Y la noche llegó extrañamente, cuando apenas el día había nacido. 

Ocurrió un lunes de un verano tardío. Un día limpio, cálido y luminoso como tantos otros.

1 comentario:

Paz Zeltia dijo...

atrapoume o relato enseguida, voando os ollos pola páxina, ávidos de mais, pero perdinme un pouco co de quedarse sentado nos canalillos, a silueta do uniforme azul, a man na meixela, e a noite que chega, tan extrañamente.