Nos ponemos la camisa blanca, que es símbolo de tantas cosas que ya nadie sabrá qué significa, pero queda bien. Limpia y da esplendor, como el limpiacristales. Llevamos a los críos a la catequesis a aprender las partes más sencillas del dogma católico, porque por lo visto ayuda a formarlos y a convertirlos en hombres y mujeres de bien. Unos años más tarde miramos para otra parte si por la mañana la habitación del chaval huele a ginebra más de lo debido porque es normal que a esas edades comentan algunos excesos, todos lo hemos hecho, y al fin y al cabo, con ventilar un poco se acaba el problema.
Después les buscamos un buen hombre o una buena mujer. Que no le pegue, si es él, y que no se haya cepillado a toda la facultad si es ella. Porque hay cosas que cantan más de lo que puede soportar la concurrencia de una misa de doce en un domingo soleado de ciudad civilizada de occidente. Lo demás queda en la apacible historia no conocida. Qué más da si se le escatiman unos euros todos los meses a la seguridad social, si aquella dependienta sigue esperando por el pago de esos vestidos tan caros que se le antojaron a una madre por los sesenta y siete en un momento de depresión pasajera, si el albañil no cobró a tiempo y pasa por la oficina un día sí y otro también a escuchar aquello de "no sabemos cuándo volverá". Son pecaditos. Como aquellas copitas de vino dulce de nuestras abuelas que producían un atontamiento tan dulce como el licor y después una sed brutal.
Las reglas de una cierta clase de moralidad se han inventado para hacerlas valer sobre aquellos a quienes dominamos, y no tienen ninguna otra utilidad. Lo mismo que las iglesias han sido concebidas para que la doble moral tome carta de naturaleza y se acomode en las conciencias de manera suave y sin estridencias, pacíficamente. Allí se le da la mano a cualquier pordiosero justamente para que se aparte de nosotros en cuando salga, para que se busque la vida y no moleste. Porque apartarlos como a los animales no queda bien.
Y lo curioso es que puede pasar la vida en ese no querer saber lo que se sabe, en mantener la calma mientras todo se oculta convenientemente, sosegada y pacíficamente. Qué extrañas nos resultarían esas comunidades donde el sexo no se esconde, donde las parejas retozan en una hamaca mientras los niños corretean a su alrededor mirándolos de vez en cuando con cara de curiosidad pero sin interrumpir sus interminables juegos. Hemos convertido la vida en una pura ocultación y al final no es extraño que huyamos de nosotros mismos, inconscientemente horrorizados ante tanta superchería.
Ni siquiera los viejos lo superan, pasada ya la vida, cuando ante unas copitas de orujo sonríen al recordar. El dichoso Braulio, cuentan, tan devoto él, que no podía estar en ningún sitio sin que lo persiguiera algún marido. Y las viejas, si están a la mesa, ríen con ellos y menean la cabeza como ahuyentando los malos pensamientos. Y aún algún secreto quedará ahí, entre la luz crepuscular y las copitas menudas que van dando cuenta de la botella de licor, porque quizás alguno de los presentes no debe saber según qué cosas. Cuántos secretos se irán a la tumba...
Asombra observar con qué celo se guardan los secretos de la vida afectiva, muy en particular, y cómo al final del camino todo son sonrisas cuando se recuerdan. Cómo las cicatrices y las furibundas críticas que levantaba la licenciosa vida del dichoso Braulio, son ahora objeto de una dulce indulgencia y una sonrisa donde late la complicidad cuando no la pura envidia. Condenado viejo, dirán unos y otras, recordando su lúbrica faceta mucho más que su laboriosidad o su prudencia con los negocios. Como si todo lo demás no hubiera merecido realmente la pena y ahora esos pecados fueran lo único realmente valioso. Nuestros trofeos para el más allá. Eso que nos hace pensar, “me habéis jodido, pero no tanto como pensabais”.
Será que lo que duele quedó atado a un momento en el tiempo y más allá del día, el mes y el año, no tiene más destino que el puro agotamiento. Y que al final de todo, a fuerza de golpes, decepciones y caídas, uno aprende que en la vida sólo hay una cosa que merezca la pena, y es vivir. Y a la moral se le aflojan las carnes de tan atroz manera que todos los potingues, las cremas y los afeites sólo sirven para darle una apariencia aún más penosa. Como a esas estrellas que, ya en los setenta, pasean su palmito por la televisión, naufragando en la patética fantasía de sus propios delirios.