12 de enero de 2010

Olga

Casi se había acostumbrado a su presencia, aunque hay cosas a las que es muy difícil acostumbrarse. En general, una oficina del INEM es algo decorativo, una cuestión de corrección política que obedece a la voluntad de los gobernantes de hacer ver que no se resignan a la existencia del ejército de parados que pueblan los cinco continentes. Ni siquiera la gente que está obligada a pasarse por las oficinas de empleo se lo cree ya.

Ella los había visitado un par de veces en los últimos dos meses, y todos los días en las últimas dos semanas. Él la clasificó al principio en el grupo de gente que podía alegrar unos minutos de la mañana. Una joven de aspecto agradable, educada y hasta simpática no es tan poca cosa en los tiempos que corren, se dijo. Pero las visitas se hicieron más y más frecuentes hasta convertirse en algo rutinario donde termina estableciéndose la inevitable brusquedad que siempre existe entre quien pide algo y quien ha de negarlo. La primera de las últimas dos entrevistas había sido simplemente tensa, pero la segunda llegó sin más a lo dramático. Ni siquiera la miraba cuando le entregó el estadillo donde se relacionaban las últimas demandas recibidas. Tuvo que hacerlo cuando el papel se retrasó más de la cuenta. Encontró la razón en dos gotitas que ella había intentado disimular en el fondo del documento y que el papel delató con unas diminutas arrugas. Debo estar cogiendo la gripe, dijo la joven, y salió inclinando la cabeza hasta llegar a la puerta acristalada. Cruzó la calle por el lugar menos indicado, sin hacer caso ni del tráfico ni de la lluvia menuda y pertinaz.

Algo desacostumbrado pasaba en la cola aquel día. La discreta vestimenta de costumbre había desaparecido y su lugar había sido ocupado por algo que dibujaba con turbadora precisión lo que había debajo. Debajo había un físico muy tentador que oscilaba levemente sobre una pierna mientras mantenía la atrayente geografía de la otra en el punto de mira de toda la sala. Cruzó las piernas al sentarse, cuando le llegó el turno, e hizo un gesto displicente en cuanto se le presentó el mismo estadillo del día anterior. Tenía una expresión mitad cínica mitad tímida que era difícil de interpretar. Me tienes que perdonar. No quisiera ofenderte, ¿sabes? Quedó callada después de aquella frase y él, expectante, tomó entre los dedos un bolígrafo cuando se aproximó a la mesa minimizando la distancia que los separaba. Te he visto, ¿sabes? Con esas... chicas.

Notó algunas miradas cuando se echó hacia atrás en la silla carraspeando como si acabara de tragarse un mosquito. Estaba completamente seria cuando la miró, concentrada, con los brazos cruzados sobre el pecho y apoyados en el exiguo espacio que el montón de papeles dejaba libre. No te quiero incomodar, de verdad. La miró escrutando hasta el fondo de las pupilas, buscando la razón de lo que estaba pasando, asombrado y mudo. Se acercó alguien a la mesa obligándola a incorporarse pero sin dejar que el cuerpo retrocediera del terreno ganado al enemigo. Cruzó las manos sobre los muslos desnudos y bien erguida, orgullosa, esperó. ¿No me quieres incomodar? Negó con la cabeza. ¿Entonces? Pues... que soy capaz de hacerlo tan bien como cualquiera. Y mejor también.

Se le abrió la boca hasta el punto de que alguna gente comenzó a mirarlo con cara divertida. No terminaba de creerse lo que estaba pasando, pero la expresión de la joven borraba toda sombra de duda. ¿Hacerlo? Sí, claro, eso... Sexo. Miró hacia los lados con cierta cara de pánico por si alguien pudiera haber escuchado aquellas dos terribles sílabas. La boca de cereza dibujó una mueca divertida que probablemente era producto de su confundida expresión. Te invito a un café ahí enfrente y lo hablamos, ¿vale?, continuó. Se le había instalado en las comisuras de los labios una media sonrisa. A él no le hacía nada de gracia y no se molestaba en disimularlo. Mira, si necesitas dinero te lo puedo prestar. No podría devolvértelo. Pues... digamos que es un préstamo a fondo perdido. Eres un progre barato, sabes que eso no soluciona nada.

Volvió a hurgar en sus pupilas descaradas por si fuera capaz de hallar la raíz del misterio. Fracasó. Lo que más lo asombraba era aquella expresión completamente serena y concentrada. De repente sintió pánico y optó por salir de aquella situación sin contemplaciones. No tenía por qué soportar aquello. Lo siento, Olga, no te puedo ayudar. Temió que pudiera llorar, pero erró el cálculo. Sólo permanecía sentada, en silencio, acumulando la pena en cada rincón del rostro. Pero aquel no era un lugar para la piedad, así que dijo aquello con una amabilidad que se parecía mucho al frío de los polos. Perdona, hay gente esperando. Lo peor fue que salió manteniendo una perfecta compostura, con el peso de la dignidad estableciendo la distancia más larga con su repugnante personalidad de funcionario acomodado a vegetar disciplinadamente. Notó que miraba desde la puerta y no pudo levantar la vista.

Aquella noche, mientras consumía una cerveza enfrente del televisor, vio su carita dulce y pensativa en la pantalla y se preguntó cuántos tipos hubieran asesinado por haber tenido aquella oportunidad. Después, qué era exactamente lo que le impedía aprovecharse de la situación. Y más tarde, si haría lo mismo de no existir en el mundo más que dos personas. Ella y él. Si eso fuera así, no habría gente desesperada, sin empleo y con una cría de apenas dos años que mantener, se contestó.

Pasó un fin de semana algo confuso, consumido entre cosas intrascendentes, una visita a la pareja que lo había traído al mundo en la que hubo poca conversación y algún reproche inevitable, un partido de fútbol en la tele, una partida de cartas y una carita joven y angelical rondando por los rincones de la sala, de la habitación y hasta del cuarto de baño.

La oficina estaba petada el lunes por la mañana. La vio nada más entrar porque era imposible no ver aquella minifalda roja que cubría apenas la parte alta de los muslos, mientras una sandalia blanca se balanceaba en el aire por si la piel de color aceituna fuera poco reclamo. Mucha gente calificaría su vestimenta de indecente sin dudarlo.

Cuando se sentó en una de aquellas sillas para esperar su turno, no pudo menos de comprobar hasta qué punto llegaba la indecencia. Toda la sala se ocupaba de aquella tarea, los hombres con un brillo malicioso en la mirada y las mujeres con una mueca despectiva en la comisura de los labios. Se los había pintado discreta pero eficazmente. El top no tenía nada que lo sujetase que no fueran los pechos redondos que caían levemente para levantarse desafiantes al llegar a las dos menudas protuberancias que el tejido permitía adivinar sin grandes esfuerzos. Atendió al primer solicitante mientras ella se levantaba y se alisaba la faldita por la parte de atrás, acercándose a las cristaleras. De inmediato, las miradas siguieron como esclavizadas aquella silueta imposible de ignorar.

Solicitó el historial laboral de aquel hombre y recitó las consabidas instrucciones. Ella contemplaba un cartel pegado en una de las columnas cuando se le acercó un tipo rechoncho, bien vestido. No hubo conversación sino un par de sonrisas, condescendiente la de la mujer, algo descompuesta la del tipo. Se sentó ante la mesa una mujer con el pelo blanco a la que hubo de remitir al departamento adecuado. Un tipo alto, con el pelo cortado al rape y un par de brillantes en las orejas se acercó a la escultura e hizo un comentario divertido. Ella sonrió y siguió examinando el cartel. Un segundo comentario le arrancó otra sonrisa y unas palabras breves. El rapado sonrió e inició decidido el acoso que ella aceptaba con naturalidad. No supo por qué cogió el teléfono. ¿Sonia, te importa atender mi mesa unos minutos? Sonia lo miró algo sorprendida y asintió con la cabeza siguiendo sus movimientos mientras caminaba hasta la puerta y se paraba a la altura de la belleza. ¿Sigue en pie ese café? El pelopincho lo miró con cara de sapo y ella se quedó como pensando, sin responder.

Enfiló la salida para no llamar la atención, atravesó la calle y entró en el café ocupando uno de los pocos espacios libres ante la barra. Por el rabillo del ojo vio como la minifalda detenía el tráfico levantando algún comentario entre la marea de automovilistas. Entró en el local y las miradas confluyeron en cada una de las vueltas y revueltas de su fisonomía. Imposible evitar su turbadora proximidad en el exiguo espacio libre que quedaba en la barra.

No hay mesas libres, lo siento. No te preocupes, estoy bien así. ¿Café? Sí. ¿Solo? Sí. Las dos tacitas descansaron sobre la superficie abrillantada unos segundos antes de que él hablara. Lo he estado pensando. ¿Y? Tengo un amigo. Ajá. Observó como los labios pintados besaban delicadamente los bordes de la tacita, valorando su reacción. Se descubrió decepcionado ante la indiferencia de la respuesta. En algún lugar de su intimidad había vivido hasta aquel momento la remota esperanza de que se tratara de su persona y no sólo de la necesidad de dinero, pero se recuperó, aceptando enseguida lo improbable de aquella posibilidad. Es un tipo... se volvió hacia la barra engullendo con cierta torpeza parte del café caliente, mientras ella lo miraba desde aquella incómoda proximidad. Un poco... no sé cómo decirte... Dilo sin más y se acabará el problema. La miró mientras depositaba la taza en el platillo sin poder evitar el molesto ruidito de siempre. No le gustan... mis amigas, ya sabes. Lo entiendo. Se revolvió un instante, confusa, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a la otra, seguramente pensando que podía haberlo ofendido de alguna manera. Quiero decir que... Bajó la mirada cuando él investigó bajo sus largas pestañas, y se llevó de nuevo la taza de café a la boca pintada de infierno.

Callaron unos instantes mientras él valoraba hasta qué punto le importaría realmente a aquella mujer la forma en que Ramiro, su amigo, contemplaba el papel de las mujeres en esta vida. Yo no voy con furcias. Hay bastantes en la calle. Recordó la asfixiante tarde en que le había espetado aquellas dos frases respondiendo a su velada invitación, un día en que lo encontró especialmente deprimido. Eran tan distintos como el día y la noche, pero hay amistades que no se escogen.

Ella arrastró el periódico hasta su altura y comenzó a pasar las páginas apresuradamente, como si quisiera dar una respuesta. Sólo se paraba en la publicidad de los grandes almacenes, y despachó el examen en apenas segundos, tras lo cual emitió un veredicto. La política da asco. Se terminó el café y se le quedó mirando. Es un poco raro, sentenció para librarse del peso de aquellos ojos en los propios. Ya. Lo que quiero decir es que... bueno... es uno de esos hombres que sale poco y puede pasarse en el despacho un día entero, entre periódicos, libros y demás. ¿Está casado? No. Pues no veo el problema. Ya... Se quedó pensativo, entre atónito y desesperado, sin saber muy bien a qué venía aquel sentimiento en aquella situación. Fue ella la que puso fin sin más a la entrevista. Pues hacemos una cosa. Tú se lo comentas y yo te llamo a la oficina mañana o pasado. Y ya me cuentas, ¿vale? La miró un instante y ella acudió al espectáculo del tráfico, más allá de las amplias cristaleras. Pues... sí, claro. Vale. También él recorrió su vertiginoso contorno mientras salía por la puerta con aire de haber despachado un problema y sin pagar los cafés.

En los días siguientes esperó sin saberlo su visita, como si aquella esperanza tuviera una desacostumbrada e inconsciente vocación de vida. Ella no acudió. Un día, de vuelta a casa, sonó su teléfono móvil. Era Cora. Caramba, muchacho, ¿se te ha tragado la tierra? Se inventó un dolor de huesos y no pudo menos de sorprenderse por haber casi olvidado aquel local. Por alguna razón había llegado a sentirse bien allí. Siempre había algún universitario sacándose algún dinerillo tocando la guitarra, su vocación frustrada, no había mucho cow-boy entre la concurrencia y para cuando los niveles de alcohol empezaban a estropear la buena atmósfera ya estaba camino de casa. Las chicas iban y venían con sus acentos exóticos, sus maneras melosas y su insaciable hambre de billetes. En general eran amables y conocían de sobra lo que hay tras la máscara de un macho. Normalmente entablaba una cierta amistad con las que permanecían en el lugar el tiempo suficiente. Cora sentenciaba aquellas intimidades con un mohín de fastidio, pero no llegaba a inmiscuirse. Se dijo que lo que le daban aquellas mujeres podía dárselo cualquier otra fuera de aquel mundo nocturno y claustrofóbico, pero la reflexión llegó pronto al punto en que no había más camino que andar. Su personalidad era para él bien conocida, pasada ya la cuarentena. Nada que hacer al respecto.

A punto de llegar a casa reconoció el rostro de una de las muchachas del local dentro de un coche caro que avanzaba como si las prisas fueran cosa de otro mundo. Observó su sonrisa de mar azul celeste y levantó una mano mientras por la otra acera una madre tiraba instintivamente de la mano de la cría que la acompañaba, en un instinto irreprimible de defensa. Se le iluminó una sonrisa triste. Jamás había intercambiado una frase con aquella mujer en todos los años que llevaban en el mismo vecindario. Y seguramente nunca lo haría.

La casa lo recibió algo desordenada cuando cerró la puerta dejando caer el peso del cuerpo hasta que el pestillo cumplió su tarea con el chasquido característico. Durante dos días estuvo limpiando y ordenando, alegre por la perspectiva de dejar la tarea lista para una temporada. Llegó el lunes y con el la rutina diaria que se continuó el martes y el miércoles. El jueves decidió dar un largo paseo en compañía de un sol casi primaveral que, transcurrida la primera media hora de marcha, lo obligó a colgar la gabardina del brazo mientras seguía las líneas de las calles al azar. Nacía un olor a comida recién preparada cuando descubrió los contornos del chalet de Ramiro tras las rejas pintadas de negro. Había una pequeña camioneta aparcada fuera, con las balderas bajadas y las puertas abiertas. Un par de mozos fornidos extraían toda clase de enseres de la plataforma y se encaminaban con urgencia hacia la puerta de la casa. Allí estaban los dos, ella y él, abrazados por la cintura, contemplando con un aire de inocente alegría el tráfico de cachivaches entre el camión y el hogar.

Se detuvo cuando consideró que su perfil pudiera ser ya reconocible en la distancia y observó la reacción de la pareja con una mueca de incredulidad en el rostro. En un instante desaparecieron dentro de las entrañas de la casa. Se detuvo un instante a la altura de las puertas adornadas con filigranas de estaño de colores vivos, rojos, azules y púrpuras. Los forzudos siguieron con su trajín mientras el abrazo se perdía al contraluz de la claridad del patio interior. Observó como ella miraba hacia atrás un instante y volvía después al refugio de aquel Ramiro desconocido.

Llegó al parque ya un poco cansado, con los riñones suplicando un pequeño descanso. Se sentó al lado de un viejo que lo saludó apenas inclinando levemente la cabeza cubierta por un sombrero de todo azul oscuro y una leve pluma de ave adornando el ala, pulcra y exigua. Tomó el móvil y llamó a Cora. Ya se hace raro escucharte, muchacho, que a saber qué te habremos hecho. Ya... escucha, ¿sabes si va a estar Gladys hoy por ahí? Pues claro que va a estar, hombre, si hasta se le escapa a veces una lagrimita, que hay que ver como sois los hombres...

1 comentario:

xenevra dijo...

El amor bañado en rojos cereza o azules de mar; el amor sobre una barra de café o tras un mostrador; el amor de unos padres frente al televisor; el amo rde uno mismo a su soledad, a sus miedos, a sus costumbres ya invariables.
Por que le llamamos sexo si sólo es amor??