18 de noviembre de 2009

La vida a lo lejos.



El aire gélido de la mañana se colaba por las juntas de los bloques de cemento descabalgados de la estructura acribillada por proyectiles de calibres diferentes. El frío del desierto es un frío atroz, paralizante, una daga que se hace sitio por el más minúsculo de los poros hasta llegar a reinar dentro del cuerpo. Una tiranía imposible de combatir en un país atenazado por la guerra.

Los cuerpos se cobijaban bajo las mantas y los cartones, en posición fetal, dando la impresión de carecer de extremidades, y sólo los mejor adaptados se atrevían a asomar la cabeza cuando, a una cierta hora, alguna mujer entraba dentro del extraño habitáculo para traer algo de fruta, si había suerte. Nunca era suficiente para todos, pero habían conseguido establecer una especie de turno no explícito, según el cual el poco alimento de que se disponía había de llegar a quienes más lo necesitaban.

Karim era muy consciente de que por ser el mayor del grupo siempre se le reservaba la peor parte, pero también sabía que gracias a eso era capaz de buscar salidas en cualquier tipo de situación. Las muchachas dormían apartadas de ellos, siempre vigiladas por algún familiar y prácticamente inaccesibles. Salvo aquellas que habían decidido vivir por su cuenta aceptando las servidumbres que semejante decisión imponía.

Nargis solía tener galletas, y aunque no le gustaba el hecho de que las aceptara de los soldados de la base, no se podía permitir ningún tipo de escrúpulo a la hora de vencer al hambre. Los milicianos se hacían de cuando en cuando con el control de la zona, y entonces era peligroso conservar nada que hiciera pensar en eventuales contactos con los occidentales, pero comer era necesario. Un día vio como ella enterraba las relucientes cubiertas de aquellos paquetitos. Su colorido era como un signo de irrealidad en aquella tierra estéril arrasada por el hambre y las bombas.

Era de noche aún cuando se despertó. El frío parecía haber remitido a causa de una leve capa de nubes que cubría la zona en los últimos días. Cruzó los brazos sobre el pecho y estiró los músculos, levantando la cara como hacía su padre antes de que aquel infierno de fuego terminara con todos en apenas segundos. No dejó que el recuerdo de aquellas dieciséis almas fulminadas por la máquina de matar extranjera ocupara su mente un minuto más. Sólo algunas noches cedía a la melancolía, recordaba las carita risueña de su prima Aila y se preguntaba por qué Alá permitía aquellas cosas.

Escudriñó entre las sombras de la noche ya en fuga, y ascendió hasta la cumbre de la colina para comprobar si había alguna patrulla cerca. Cuando se supo a salvo descendió por el camino hasta divisar a lo lejos el perímetro del campamento de los militares, rodeado de sacos terreros y sofisticadas alambradas fabricadas en Londres. Acurrucado en una pequeña oquedad de la roca, esperó con los dientes castañeteando involuntariamente de vez en cuando. La salida de ella solía coincidir con las risas de los centinelas, que no dejaban de manosearla mientras examinaban el pequeño morral que colgaba del hombro. Le hirvió la sangre la primera vez que lo presenció y desde entonces se limitaba a atender al rumor de los pasos de la joven.

Se había establecido entre los dos una relación extraña. La primera vez que se le plantó en medio del camino, lo miró sin que su reacción pasara de la curiosidad. No tenía miedo de los hombres. Había comprobado que sus duros caparazones no pasaban de ser una apariencia obligada. El chaval se apartó en cuanto echó a andar decidida, sus pechos redondos y jóvenes bailando bajo la chilaba. Lo dejaba ya atrás cuando él pregunto si tenía comida. Entonces extrajo uno de aquellos paquetitos de galletas y hundiendo la uña del pulgar en el envoltorio, separó la mitad y la dejó reposando en la arena aún fría del desierto. Sonrió cuando él, arrodillado en tierra, la miró receloso, concentrándose enseguida en la masticación de aquellas dulces y redondas delicias.

Aquella mañana estaba tardando demasiado y se imaginó lo que estaba pasando. Sus últimas incursiones no habían tenido el fruto apetecido. Ella se escabullía por otros caminos y cuando conseguía sorprenderla, se negaba a darle el alimento. Llevaba una brasa negra en la mirada desde que le había echado en cara sus visitas al campamento extranjero. Eres una puta, le dijo, con los ojos ardiendo. Pero como, le respondió ella y luego sonrió. Y tú comes gracias a mí, pequeño desgraciado. Aquello lo había enfurecido hasta el punto de intentar atacarla. Pero era mayor y muy fuerte. Se deshacía de él sin mayor esfuerzo, dejándolo abandonado en el suelo, con el estómago clamando por una piedad que el orgullo maltratado no podía aceptar.

Corrió silenciosamente en cuanto distinguió su silueta a punto de alcanzar la bifurcación que le permitiría llegar al valle sorteando su escondite. Esta vez no lo iba a consentir. Salió de las sombras por sorpresa. Permanecieron mirándose desafiantes mientras la luz hacía promesas en el horizonte rosado de la aurora. ¿Quieres comer, pequeño testarudo? Extrajo del morral un bote rodeado de papel amarillo donde se representaban las jugosas tajadas del melocotón en almíbar. Ven y come, vamos... Observó cómo se aproximaba, lentamente, admirando el brillo de sus ojos adolescentes. En el último instante ocultó el bote cruzando las manos a la espalda y alzó el pecho, ofreciéndolo ante los ojos del muchacho. Bien, jovencito... quizás tu boca desee algo más que alimentos extranjeros... Él, despreciando el ofrecimiento, intentó arrebatarle el alimento, sin conseguirlo. El orgullo le inundó los ojos de lágrimas y furia. Cada nueva acometida era neutralizada con facilidad, hasta que la rabia dio paso a una tristeza honda y desvalida. Entonces ella lo miró de una forma diferente y de su boca salió un mensaje que contrastaba con la dulzura del tono utilizado. Testarudo y necio muchacho... Contempló unos instantes las lágrimas que surcaban su cara polvorienta. Lentamente, su mano izquierda liberó las pequeñas piezas cerámicas que cerraban la vestimenta que cubría su carne de aceituna ante la mirada atónita de él y cuando el pecho asomó apenas bajo la ropa, se aproximó, acarició el rostro humedecido del chaval y lo atrajo hacia sí. No será mi piel lo que más daño te haga, muchachito estúpido...

El orgullo sucumbió pronto ante el inesperado regalo, brindado ahora al amparo de una mirada dulce y protectora. Atacó ávidamente las dos pequeñas y sonrosadas cumbres, levantando enseguida una protesta. No es así, jovencito. La miró aturdido pero vencido ya por una codicia nunca antes conocida. Ha de hacerse despacio. Y muy suavemente, ¿lo has comprendido? Asintió con la cabeza y volvió a la dulce tarea, más tranquilo, mientras la mano de ella iba por su pelo y emitía de vez en cuando algún leve suspiro. Bien, muchachito.... escuchó su voz, tan distinta ahora a la que conocía. No hay tiempo de más. Sólo quiero que me digas qué alimento prefieres ahora. Y el bote de melocotón apareció ante sus ojos, al lado de los senos desnudos. Sonrió y acarició la curva suave de la piel hasta llegar a la montañita ahora endurecida. Ella soltó una risa suave y tomando su mano depositó en ella el bote de melocotón antes de hacer una breve recomendación. Come despacio. Esta vez contempló el baile de sus caderas al alejarse antes de acometer ansiosamente la tapa de la lata, que se resistió.

Decidió profundizar en aquella búsqueda del cuerpo femenino en otras ocasiones, pero ella siempre llevaba prisa, así que hubo de conformarse con el escaso alimento y alguna rápida caricia que le permitía con una sonrisa en la mirada. Un día no volvió. Los rumores corrieron por los caminos entre las tiendas frágiles y los extraños hogares construidos bajo los escombros hasta que la historia tomó una forma que cambiaba con el curso de los días y los caprichos de quien la contara. Pero todas las versiones coincidían en un punto. La habían matado a cuchillo, con una crueldad terrible. Karim rememoró el odio con que la miraba los primeros días y la rápida evolución de aquel sentimiento hasta llegar a otro que había nacido al calor de su mirada dulce, entre las prisas y los caminos polvorientos que volvían de la base. No lloró, pero la pena llenó un poquito más la sima de dolor que le crecía dentro del pecho.

Abdulláh solía prestarle los prismáticos cuando se detenía en el lugar. Repasaba el horizonte pacientemente, con el kalashnikov apoyado en las rodillas, y sonreía cuando la mirada del chaval se clavaba en los prismáticos. Admiraba unos instantes la codiciosa mirada infantil y se los entregaba, quizás por ver asomar a sus ojos entristecidos la chispita de alegría que las circunstancias le habían negado. Se le abría la boca, asombrada, cuando los pliegues del horizonte reseco aparecían dentro de los dos círculos mágicos y nunca se cansaba de mirar. Deberías regalármelos, le dijo aquel día a Abdulláh, y el miliciano lo miró muy serio, con algo bailándole en las pupilas. Un buen miliciano consigue siempre lo que necesita, contestó.

Estaban en lo alto de una pequeña colina, con la llanura a sus pies, y los perfiles de la base a lo lejos. Lo vio encogerse al oír un rumor allá abajo. El jeep se detuvo y se bajó un uniformado, mirando con aprehensión hacia las alturas unos instantes. Después tomó confianza y se echó el fusil a la espalda. Caminaba deprisa bajando la cremallera del pantalón. Abdulláh señaló en su dirección y habló entre los dientes. ¡Mira! La silueta del soldado apareció dentro de los circulitos mágicos. Llevaba los binoculares colgando del cuello, grandes y brillantes, negros como la noche más oscura. Fíjate bien. Miró al rostro tenso de Abdulláh, contraído en una mueca malévola. Es el asesino de Nargi. Protestó. ¿Cómo lo sabes? El miliciano aproximó su rostro y lo miró como si pudiera verle las entrañas. Sé que no fue él quien empuñó el cuchillo. Pero es responsable. ¿Acaso no lo son todos ellos? La respuesta brotó en el recuerdo del sabor de aquella piel joven y excitante. Después volvió a su mente la imagen de los centinelas manoseándola como si no tuviese alma ni voluntad. Le ardían las entrañas.

El " kalashnikov" apareció ante sus ojos, sostenido por la mano fuerte del miliciano. La venganza y el premio al alcance de la mano. Abdulláh corrigió la postura que adoptó al enfilar el arma contra el objetivo, que se entretenía en recorrer con el chorro de su vejiga la tierra seca y ardiente. Aguanta la respiración y dispara. No se demoró. Sonó un pac extraño y la culata del fusil lo empujó hacia atrás con violencia. El cuerpo del soldado se vino abajo como uno de aquellos títeres que la gente de las ongs utilizaba para arrancarles alguna sonrisa antes de emprender camino en sus grandes coches llenos de banderas. Quedó arrodillado en una postura extraña, con una de las piernas completamente extendida y la otra desaparecida bajo el peso del cuerpo, la cabeza colgando del tronco detenido por una roca puntiaguda, y el pene sobresaliendo absurdamente del pantalón, mojando aún la arena.

Corrió como un zorro hambriento y tomó los binoculares sin mirar al cadáver más de lo inevitable. Abdulláh lo miraba con admiración y un gesto de sorpresa instalado en el rostro cuando volvió. Pero no se entretuvo. ¡Vámonos! Corrieron unos cientos de metros hasta encontrar la moto que el miliciano había ocultado entre unos matorrales espinosos y en apenas segundos estaban lejos del lugar. Desde lo alto del cerro vieron un par de vehículos saliendo de la base. Al llegar a la aldea, paró la moto, y lo despidió con una breve instrucción. Di a mi madre que estoy bien y que rece por todos nosotros. Y reza tú también. La moto levantó una lluvia de arena al alejarse. Emprendió una corta carrera hacia los bloques de hormigón que eran su casa, después de esconder los binoculares bajo las ropas.

En los días y los meses que siguieron nada cambió. Un oficial de la base pasó a hacer preguntas, pero se limitó a recoger la opinión de las mujeres y algún anciano. Allí no había combatientes. Nadie lo molestó y no hubo detenciones. Por las noches tenía una pesadilla recurrente. La que había sido su casa se derrumbaba colapsada por una ola de fuego y humo negro. Al disiparse el humo aparecía el cuerpo sin vida del soldado, con la cabeza colgando y aquella carne blanca y fláccida mojando la arena. Entonces se encogía aún más, tapaba la cabeza con la manta y trataba de imaginarse el mar que ahora podía ver en los días más claros.

Algunos atardeceres conseguía burlar la vigilancia de las mujeres y se apostaba con los binoculares en el mismo lugar desde el que había quitado la vida a aquel hombre. El sol invadía los dos círculos mágicos, vertiendo sobre el reino de arena una túnica enrojecida que poco a poco iba muriendo al otro lado, en los confines del mundo. Allí debía estar la calma. La vida que se mantenía lejana e inalcanzable. El mar y los paquetes de galletas. El paraíso que sólo podía ser soñado y que ahora parecía tan próximo que lo hacía llorar.

3 comentarios:

Ojos dijo...

Wow! que título ´tan perfecto... esta historia me ha dejado en shock, y pensar que es tan sólo un pedacito de la realidad, que fuerte.
BIcos entristecidos.

Puck dijo...

Bravo... bravo... bravo...

bambu222 dijo...

Tremendo relato donde se mezclan,lo más primario,el hambre,el amor, la muerte y el horror que provoca la guerra.Abrazo.