19 de marzo de 2010

Las hojas muertas (II)

Dos palomas agitaron las alas en el exterior mientras cerraba de nuevo la puerta. Olía a algo espeso y penetrante. Allí estaba el escaño en que solía recrear mi gusto por la soledad en las tardes asfixiantes del verano. Un manto de polvo viejo cubría el contorno de los escasos muebles de la estancia, apenas iluminada por la escasa claridad que penetraba las grietas de las contraventanas. El pestillo golpeó abruptamente la madera seca y oscura cuando lo liberé para permitir el paso de la luz a través de los cristales, oscurecidos ya por una suciedad enquistada. Continuó el rumor tras la puerta de la sala, abierta de forma inexplicable. El olor ganaba en intensidad con el paso de los minutos.


Súbitamente, una suerte de grito infantil rasgó el silencio que hasta entonces parecía indestructible. Sobrecogido en un primer momento, dejé que el eco de los propios pasos ahuyentara el acoso irracional del pánico. La puerta daba acceso al pasillo, en cuya oscuridad se adivinaban apenas algunas fotografías de la familia. Allí debía estar el rostro casi inexpresivo del abuelo Arturo, el gesto adusto y severo de su mujer, Elba, y las caritas asustadas de quienes habían sido mis compañeros de juegos en torno a la casa, ahora sombría y silenciosa.


Conforme avanzaba en la penumbra, aumentaba la sensación de estar siendo observado y una inquietud naciente se iba adueñando de la atmósfera. Después, la luz inundaba la soledad de las salas que iba visitando, una a una, descubriendo algún mueble abandonado, a veces en medio de la habitación, como si a última hora la indiferencia se hubiera impuesto sobre cualquier otro tipo de consideración.


Otro pequeño pasillo marcaba el camino hacia las escaleras que daban acceso a la planta superior. No recordaba en qué lugar se hallaba la ventana. Con una mano suspendida en el aire, previendo algún mal encontronazo, desemboqué en la sala contigua. Un bufido claramente amenazador se extendió sobre las tablas del suelo hasta convertirse en un rumor sordo que ascendió por las escaleras rápidamente. Comenzaba a sentir frío y sólo la terquedad propia de mi carácter me impedía encender una cerilla, empeñado en negar la naturaleza intrínsecamente inquietante de la tiniebla. Una pequeña línea de luz descubrió finalmente la contraventana, que liberó un largo lamento al separarse de los cristales turbios.


Tres reguerillos de un color amarillento bajaban por la pared serpenteando como pequeños meandros hasta morir inexplicablemente a cierta distancia de los escalones de madera. Barras doradas en los vértices de los ángulos de los escalones, limpias, casi brillantes, y bajo éstas, obedeciendo al orden impuesto por una mano seguramente pulcra y segura de sí misma, una alfombra de tonos rojos, beige, amarillos y azules, componiendo escenas de caza.


Al mirar hacia abajo, el brillo del barniz del pasamanos destacó sobre la suciedad impersonal de las maderas del piso inferior. En el último escalón, ante la puerta, los ojos de una Diana sentada en actitud indolente, mostrando el pecho y mirando directamente desde la alfombra a los ojos del espectador. Su sonrisa tenía un aquel de indiferencia poco propio de una diosa.


La mano empujó la puerta con fuerza, creyéndola encajada en los marcos por la fuerza del tiempo y la humedad, ocasionando un brusco desplazamiento que murió con un golpe sordo y rotundo contra la pared. Del techo, apenas visible en la obstinada penumbra de la casa, cayeron unas briznas de polvo danzando sobre la luz proyectada desde las ventanas. El olor, más y más penetrante, reinaba por todos los rincones.


Las contraventanas se separaban ahora con suavidad de sus alojamientos, casi lánguidamente. Apoyé los dedos en los cristales y enseguida los froté, lamentando aquel movimiento inconsciente, pero la piel no reveló el más mínimo signo de suciedad. El dedo medio recorrió la fría superficie del vidrio para certificar que la suciedad se había quedado en el exterior. Más allá del jardín abandonado circulaba un coche sin ninguna prisa, como un elemento más del decorado, indiferente y silencioso.


Cuadros en las paredes. O por mejor decir, marcos en las paredes. Marcos de un tamaño importante y despojados de su contenido, mostrando a veces los restos del forro posterior y algún resto extraño colgando de la estructura. La madera del piso producía chirridos constantes, suaves y mantenidos como la nota de un violín, mientras la vista viajaba por las butacas, las perchas vacías, el carrillón paralizado y las cortinas altas y espesas. El rumor llegó, líquido, desde la puerta. El gato me miraba fijamente mientras los orines se deslizaban lentamente hasta una de las juntas de la madera, por donde se escurrieron al piso inferior. Enseguida noté el tacto inexplicable de una segunda mirada, y luego de una tercera y una cuarta. Aquellos animales denunciaban sin ningún complejo mi condición de intruso.


(continuará)

2 comentarios:

Isabel Martínez Barquero dijo...

Qué atmósfera estás creando, Dios mío, que morosidad más divina. Siento la búsqueda de un tiempo lejano y veo el caserón y lo camino a tientas, me estremezco con el chirriar de la ventana, me sobrecojo con los marcos sin lienzos y pego un brinco con las miradas de los gatos.

Por favor, continúa. Está genial. Muy conseguido hasta el momento. Así lo creo de veras.

Un abrazo y ánimo.

Anónimo dijo...

Saludos,
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