24 de marzo de 2010

Las hojas muertas (III)

Uno de ellos corrió hacia la sala contigua, aún en penumbras y desapareció. Los otros tres continuaron con su examen a distancia, curiosos y dueños de la situación. Después de accionar el interruptor, avancé hacia el salón. Sólo entonces tuve conciencia del insólito hecho de que la luz inundara la estancia tímidamente, casi avergonzada, con un tono amarillento recreado en las paredes por la lámpara de múltiples brazos que descendía desde el techo como quien busca conversación. El silencio reinaba como un dios y los escasos testimonios de vida en el exterior no hacían más que confirmar la irrealidad de la escena.


Los pasos resonaron sobre la madera como un reloj de otro mundo, lentos y pesados. No había puertas en el estrecho pasillo que separaba las dos estancias. Las paredes altas, el tiempo detenido y el silencio absoluto. Ante los ojos nacía una sensación intensa de caos, o, quizás, de pesadilla. Sobre los muros, sujetos desmañadamente con puntas, los lienzos arrancados de los marcos, y a sus pies, en el suelo, los restos que los clavos habían expulsado brutalmente de la pared. El suelo inexplicablemente bruñido, como cuidado por las manos de un hada capaz de cualquier prodigio.


Brotó en el aire el tañido inesperado del piano. El gato se quedó parado sobre la más grave de las teclas, mirando arrogante y después retrocedió. En una repisita practicada en el mueble del instrumento, una taza finamente pintada sobre un platillo a juego, y una cucharilla. En el fondo, los restos oscuros, ya desecados, del café, y en los bordes, un rastro vagamente escarlata.


Muy a disgusto, reconocí aquellos cuadros inmaduros y coloreados hasta la exageración con la agobiante sensación de estar viviendo un sueño desmentido por la brutalidad de los clavos incrustados en la pared de cal. Llenó la estancia el recuerdo de su voluntad imperiosa e invencible hasta aquel triste momento . Serás pintor porque esa es mi voluntad y la de los tuyos. De la pared torturada emergieron sus ojos, dos océanos de un azul infinito que hasta entonces habían sido hermosos, abiertos y paralizados ante la negativa. Su gesto impenetrable me atravesó las vísceras al recordarla, erguida en la vieja butaca, con la eterna taza de café suspendida entre el índice y el pulgar, reclamando la presencia de Anuncia. El señor nos abandona, dijo entonces, mientras su boca verificaba la sentencia con el gesto indiferente de quien decide terminar el café por ninguna razón determinada.


Después vino la ausencia. La lejanía. La vida que tomó otros rumbos. La promesa inaplazable del futuro en marcha. La apacibilidad de no hacerse preguntas que flagelan la memoria. Hasta que Laura, la hija de Anuncia, llamó un Viernes por teléfono y comunicó el fallecimiento con tres días de retraso. ¿Y cómo no me habéis avisado? Y el silencio al otro lado, seguido de un suspiro y una breve frase pronunciada porque no quedaba más remedio. No quiso que se avisara a nadie, ya sabe cómo era.


Partículas de polvo bailaban en el aire entre los haces de luz filtrados por las ramas de los plátanos cuando volví a recorrer la casa con pasos cansados. Nunca había permitido la presencia de espejos en su reino. El fotógrafo de la familia, un tal Damián, que debía ser un maestro en el arte de la paciencia, había intentado durante años convencerla para dejar a la posteridad un retrato. A nadie le aprovechará cuando ya no esté, respondía invariablemente con un asomo de fastidio. Quizás aproveche a quienes ahora la rodean, mi señora, replicaba el buen hombre. Esos me tienen aquí. Y jamás nadie conoció un retrato suyo.


Su belleza tenía un algo de irreal, probablemente a causa de su extrema palidez y la mirada casi transparente. Y aquel carácter no ayudaba a mejorar la impresión de lejanía. Déspota hasta el punto de aceptar el propio sufrimiento como algo preferible a la debilidad, e incapaz de ponerse en el lugar del otro, hacía del cumplimiento de su voluntad un principio irrenunciable que le granjeó no pocas antipatías antes de encerrarse en casa a cal y canto cuando apenas había cumplido cuarenta años. Lo demás fue un puro seguir caminando por la misma conocida senda. Lo que llamamos hábitos.


Me sorprendió aquella puerta cerrada, casi invisible en medio del pasaje entre la parte este y oeste de la casa. Volvieron a la memoria los juegos en aquel minúsculo espacio bajo las escaleras que conducían al ático, atiborrado de muebles inservibles, lámparas abandonadas y alfombras destruidas por la humedad. El cierre soportó estoicamente la presión ejercida por mi mano, acaso temblorosa. Caminé despacio por el pasillo, frustradas las ansias de saciar la curiosidad. Cuando volvía sobre mis pasos, la silueta de la llave, suspendida sobre el marco de la puerta, se hizo visible al contraluz misterioso de la casa.


(continuará)

3 comentarios:

Alma Mateos Taborda dijo...

Admiro tu manera de escribir, las secuencias son perfectas y el lenguaje es atrapante. Felicitaciones! Un abrazo

Isabel Martínez Barquero dijo...

Xocas, ¿continuará? Espero que sí, porque no he visto el "continuará" puesto y el meollo de la historia acaba de salir a flote. No puede acabar tan abruptamente. Supongo.

Como las anteriores, me ha gustado. La narración continúa recreándose en un lenguaje limpio y bien trabado, y en el misterio, aquí desvelado: una mujer de carácter que decide encerrarse en casa aún joven.

He observado una errata en el penúltimo párrafo: "... que le granjeó no pocas antipatías... cuanto apenas había cumplido...". Está claro que será "... que le granjeó no pocas antipatías... cuando apenas había cumplido..."

Un abrazo y quedo a la espera.

Xocas dijo...

Muchas gracias, Alma. Ojalá que la mitad de lo que dices sea verdad, no pido más. ;)

Isabel... soy un desastre...:((
Acabo de solucionar ese (irreductible) despiste. Mucho escoger los adjetivos y luego no me acuerdo del dichoso "continuará". Corrijo la errata y ya te pagaré otro día... ;))

Un abrazo a los dos.